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                Ramón Díaz Eterovic
                Planeta, Santiago, 1993
197 págs.
          
          Por Darío 
          Oses
          
          
          Decir que Ramón 
          Díaz Eterovic cultiva en Chile la novela policial es lo mismo que 
          nada. El relato policíaco es tremendamente diverso y comprende desde 
          tramas que tiene un fuerte correlato metafísico, en algunos cuentos de 
          Borges, hasta las magistrales narraciones de Chesterton, pasando por 
          los libros de Agatha Christie y Edgar Wallace, producidos casi como 
          una sarta de longanizas.
           La obra de Díaz Eterovic es tributaria de 
            un tipo particular dentro del género, de la "novela negra" que 
            prosperó en Norteamérica entre los años 30 y 40, y que fue resucitada 
            hace poco por la cultura underground. Los detectives sumidos en 
            el alcohol y el desencanto que no se distinguen mucho éticamente de 
            los hampones a los que persiguen, y que al investigar sus casos van 
            destapando los aspectos más turbios de la sociedad, fascinaron a los under y a los posmos, que encumbraron al Sam Spade 
            interpretado por Humphrey Bogart a la categoría de emblema.
            
             Ni 
            Hadley Chase, ni Dash Hammet, ni Raymond Chandler han de haber 
            imaginado estas curiosas resurrecciones, ni menos aún la proliferación 
            de sus émulos en la América del Sur. Osvaldo Soriano (Triste, 
              solitario y final) y Vargas Llosa (La muerte de Palomino 
                Molero) escribieron sendos relatos policiales que tienen algo 
            o mucho de homenaje a la novela negra clásica, y Díaz Eterovic lo ha 
            seguido haciendo en Chile con cierta constancia.
            
            Nadie sabe más 
              que los muertos es el tercer libro sobre las peripecias de 
            Heredia, el detective melancólico, que se solaza en su condición de 
            rata urbana, y se siente en su salsa en la grisácea fealdad de los 
            barrios aledaños a la Estación Mapocho.
            
            Heredia convence como 
            versión nacional del tipo de detective solitario, duro, que hace gala 
            de cierta insensibilidad frente a los golpes que recibe de sus 
            enemigos, a los reveses del amor y al desprecio que le acarrea su 
            marginalidad. Sin embargo, a ratos molesta su apego a los modos, a los 
            giros y hasta al fraseo de sus paradigmas: Marlow y Spade.
            
            Nadie 
              sabe más que los muertos comienza cuando Heredia es llamado por un 
            juez, quien le encarga averiguar el paradero del hijo, nacido en la 
            cárcel, de una prisionera política que poco después del parto 
            desaparece.
            
            La progresión del relato es interesante. A medida que 
            avanza la investigación se van ventilando asuntos oscuros, negociados 
            y corrupciones surtidas. La novela muestra, así, algunos de los 
            aspectos sórdidos del poder, y de los abusos que se cometieron durante 
            el régimen pasado. La trama logra interesar, cumpliendo así con uno de 
            los propósitos fundamentales del género: cautivar al lector y hacer 
            que se involucre en el intento de resolver el misterio pendiente. Sin 
            embargo, peca de algunos excesos en el intento de exhibir el catastro 
            completo de los motivos políticos y policiales más bullados del último 
            tiempo: asesinatos de dirigentes sindicales, tráfico de niños, 
            detenidos desaparecidos, conexiones entre la DINA con ex jerarcas 
            nazis y con la Colonia Dignidad. Sin descalificar ninguno de estos 
            temas, el intento de aludir a todos en una novela parece algo 
            excesivo.
            
            El libro, por lo tanto, tiene altos y bajos. Algunos de 
            sus mejores altos est´n en los puntos en que se aleja de Hammeth y de 
            Chandler. Por ejemplo, en el detalle surrealista del gato Simenon 
            (nombre puesto en homenaje al creador del inspector Maigret), que 
            siempre le está haciendo observacione verbales inteligentes al 
            protagonista, o en el personaje de Anselmo, un suplementero digno de 
            incorporarse a lo mejor de la picaresca criolla. Por otra parte, 
            trabaja acertadamente cierta poética urbana, le da una pátina de 
            melancolía a las fealdades de Santiago, a las fuentes de soda donde 
            sirven la cerveza tibia, a las calles llenas de basura y otras 
            contaminaciones, a los hoteluchos ínfimos y a los abominables 
            expendios de hamburguesas.
          
            
          En RESEÑA Nº 15, 
          1994