

          
          
        
        Recorrido Urbano
        
        
          
          
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                El creador del
                    temerario e irónico investigador criollo Heredia, recorre el
                    barrio Mapocho. Viejos edificios, bares trasnochados, topless
                    baratos y seres marginales que deambulan por las estrechas
                    calles, le proporcionan el material visual y humano para
                    construir sus historias
                    policiales.
 
 
 
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        Ramón Díaz Eterovic es un escritor que continúa la larga
        tradición de literatos chilenos que dividen su tiempo entre las letras y
        la administración pública. Padre del solitario y escéptico investigador
        criollo Heredia, para construir sus peligrosas e intrincadas aventuras,
        el autor abandona las céntricas oficinas del Instituto de Normalización
        Previsional (INP), situado en la Alameda, para guiar sus pasos hacia el
        viejo barrio Mapocho, lugar de abastecimiento, bares trasnochados y
        boites frecuentadas por tipos bravos. "Nací en Punta Arenas, y me vine a
        estudiar a la Universidad de Chile, el año 1974, Ciencias Políticas,
        pero terminé siendo administrador público. Para mí, Santiago ha sido
        siempre muy atractivo por la cantidad de gente, el colorido y la
        diversidad de espacios que tiene. El mismo barrio Mapocho me llamó la
        atención por eso, porque tiene una fuerza, un colorido distinto al de mi
        ciudad natal. Además, me gusta que uno pueda ser anónimo, ser uno más
        entre un enjambre de gente", dice sin mostrar el descontento de muchos
        provincianos, y de no pocos santiaguinos por la capital.
        
        Desde sus años de estudiante lo sedujo
        la vida y energía de la ribera sur del Mapocho. Pero fue cuando residió
        en Vicuña Subercaseux -calle de una cuadra entre Amunátegui y San
        Martín- en que descubrió los rincones pintorescos, la mezcolanza de
        aromas, la algazara de la gente, el colorido de las verduras y los seres
        ignorados en busca de un trago y una conversación en algún boliche
        barato. Además, persistía aún el recuerdo de la bohémia de las décadas
        del treinta y cuarenta, en las cuales Pablo Neruda y Pablo de Rokha
        deambulaban entre mesas y botellas tejiendo sus versos. Era el escenario
        perfecto pensó el escritor para que un detective instalara su centro de
        operaciones.
        
        Si bien, hoy Díaz
        Eterovic no vive en el sector, lo visita habitualmente ya sea para
        escribir sus historias como para comprar en el Mercado Central, muchas
        veces acompañado de sus hijos, los ingredientes necesarios para cocinar,
        un gusto heredado de su padre cocinero: "Siempre he pensado que preparar
        una comida se relaciona con escribir un cuento. Tú sabes como es, tienes
        la receta, pero siempre sale algo distinto", reflexiona.
        
        EL TIEMPO NO PERDONA LA CIUDAD
        Antes de ingresar al bullicio de las calles Bandera, San Pablo,
        Puente y Mapocho, Díaz Etérovic se da un descanso en el bar del Hotel
        City, en Compañía 1051, establecimiento que se remonta a 1938, y en la
        actualidad sigue siendo -según cuenta el barman- el preferido de
        pasajeros de provincia. Las mesas y sillas de oscura madera, los faroles
        en forma de corazón que dan una luz tenue y la antigua barra se conjugan
        para brindar un ambiente cálido y nostálgico. Sobre el sitio, también
        preferido por su personaje, expresa: "Es uno de los pocos lugares
        acogedores, con historia y con clase que quedan en Santiago. Es extraño,
        porque está en medio de la ciudad y cuando tú entras se hace un
        silencio, como que caes a un espacio sin tiempo".
        
        Mientras camina por
        Puente, el autor de La ciudad está triste, Nadie sabe más que los
        muertos, Ángeles y Solitarios y Los siete hijos de Simenon, entre otras
        novelas, comenta sobre los continuos cambios sufridos por el barrio
        Mapocho: "Yo que lo frecuento mucho veo restaurantes que desaparecen,
        otros se crean y tiendas que cambian de rubros. En los últimos tiempos
        noto que se ha demolido bastante". Mas no sólo los edificios y las
        calles mutan, las personas que transitan también. En la actualidad, la
        influencia de los inmigrantes peruanos se observa en el comercio:
        centros de llamado y restaurantes de comida peruana proliferan. Por eso,
        como su literatura de algún modo ha plasmado la evolución del Chile de
        los postreros treinta años, la próxima aventura del detective Heredia
        -que recién comienza a escribir- girará en torno a la discriminación de
        los peruanos.
         
        

        
        Al doblar hacia San Pablo, el
        Bar Central invita a saborear los típicos brebajes y platos nacionales.
        Los parroquianos todavía no invaden las mesas de manteles de plástico
        floreados ni la larga barra, en cuya superficie dos grandes poncheras de
        vino tientan la sed del recién llegado. Una vez en Bandera el ruido
        citadinoaumenta y el ajetreo de la gente se hace más caótico. Díaz
        Etérovic muestra los variados negocios de ropa usada, los novedosos
        "Todo a mil" y los restaurantes que resisten a la modernidad de los Mac
        Donald´s. Al lado del El rey del pescado frito existió el mítico
        Zepelin, un tramo más allá -aún de día- tiene encendidas las luces de
        neón la boite Flamingo.
         
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        Precisamente, este cabaret está al frente del edificio donde
        "viviría" Heredia, justo en la esquina de Aillavilú con Bandera. "Siento
        que mis obras son una literatura con la cual la mayoría de la gente se
        identifica con el personaje. Les resulata atractivo que en las novelas
        aparezca la ciudad, son lugares que el lector puede conocer", dice el
        autor. Tanto es así, que algunas personas le han comentado que recorren
        los bares y restaurantes descritos en sus páginas. Incluso, en una
        oportunidad una secretaria en su trabajo se acercó para darle gracias,
        sorprendido le preguntó la causa, y ésta le respondió: "Es que mi marido
        es fanático de sus libros y me saca, junto a un amigo, a conocer todos
        esos lugares que usted nombra".
        
        LA MITICA
        PIOJERA
        Un lugar emblemático de este viejo barrio es La Piojera. Bar
        concurrido de igual forma por borrachines y hombres de pueblo, como por
        ejecutivos y artistas. Y en un pasado, no tan lejano, por Presidentes de
        la República y parlamentarios.
        
        La Piojera está emplazada en un rincón de Aillavilú, al llegar a Puente,
        en una casona que sorprende cómo aún se sostiene en pie. Los gatos
        circulan por sus techos y los cantores por sus mesas. El pipeño, la
        chicha, la cañita de vino, el pernil y el arrollado forman parte del
        menú, el cual no es lo único que atrae al público, sino también el
        ambiente pintoresco y distendido que puede experimentarse entre los
        bancos de madera y el techado con paja y sacos, que asemeja a una
        escenografía teatral.
        
        Ramón
        Díaz Eterovic la visita desde sus años de universitario, cuando junto a
        sus compañeros recitaban poemas y, poco a poco, a su mesa llegaban
        botellas y saludos de los presentes para celebrar a los jóvenes vates.
        Confiesa que no olvida la poesía, sigue escribiendo pero no con fines de
        publicar. Al observar la fachada de la antigua "picá", el escritor
        manifiesta: Es un Santiago que está desapareciendo. Entonces, trato con
        mis novelas de hacer memoria urbana, porque son cosas que en algún
        momento serán absorbidas por la ciudad moderna". Y rememora -con una
        sonrisa- que cuando hace unos meses se anunció la clausura de La
        Piojera, una fanática clientela ofrecía dinero a los dueños por los
        carteles, las mesas, las sillas y la vieja caja registradora, para
        quedarse con un pedazo de historia, para no perder sus
        recuerdos.
        
        CRUZAR LAS
        FRONTERAS
         "Me gusta lo que hago y creo que no son muchos los tipos que
        pueden decir eso", afirma Heredia. ¿Puede decir lo mismo su creador?
        "Para mí, lo ideal sería trabajar ciento por ciento como escritor, es el
        sueño del pibe. Pero creo que con esfuerzo puedo lograrlo, estoy a punto
        de cumplir 45 años, como escritor soy joven", responde.
        
        Su trabajo comienza a tener frutos. El
        año 2000 ganó el premio Las Dos Orillas, que otorga el Salón del Libro
        Iberoamericano de Guijón, con Los siete Hijos de Simenon. Gracias al
        galardón se abrió camino en el Viejo Mundo: el libro fue traducido en
        junio al italiano, en septiembre aparecerán las transcripciones
        francesa, alemana, suiza y austríaca, y en octubre las versiones
        española, portuguesa y mexicana. Justamente, este último mes viajará a
        España, Portugal, Francia y Alemania a presentar la novela. Pero hay
        más, editorial Lom lanzó a fines de julio otra hazaña del detective
        privado, titulada El ojo del alma, y para el 2002 prepara El hombre que
        pregunta. Además, ha reeditado -y continuará haciéndolo- las antiguas
        historias para crear una serie.
        
        Díaz Etérovic dice compartir con Heredia "el humor negro y cierta
        actitud marginal y pesimista". Y, sin duda, ambos disfrutan de Santiago
        con sus vicios y virtudes. "Siempre recorro las calles del barrio
        Mapocho para documentarme, sobre todo visualmente. Me gusta, a veces,
        pararme en una esquina y mirar a la gente. De repente, alguien llama mi
        atención y puede convertirse en un personaje". Por eso no reniega de las
        estridentes bocinas de los buses en Bandera, del trajín confuso de los
        transeúntes, de la mezcla de olores a comida, de las descuidadas
        fachadas de los edificios ni de la silenciosa marginalidad de algunos
        parroquianos. No le gusta definir este lugar como decadente, sino más
        bien asociarlo a un Santiago antiguo, "donde se mantiene una cierta
        bohemia que no ha sido aplanada por la modernidad".
         
        En Revista Cultura Urbana , agosto
        2001