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          EL ÚLTIMO RECITAL DE ENRIQUE VERÁSTEGUI
         Por Francisco León
        
        
        
        
          
            
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Así, la aventura de existir consiste  solamente
            en fundar la eternidad: sin eternidad  es imposible pensar.
            Enrique Verástegui
        
          En el momento de  redactar esta crónica, pensé en una frase “obtenida” de mis meditaciones con  hoja de coca: busca al profeta cuya alma  sea un campo de flores. Eso fue el maestro Verástegui. 
         Spinoza dice: el profeta es un intérprete de los signos y  no alguien que tiene revelaciones. Me pregunto: ¿Cuánto de  revelación hay en ese “descifrar” de cierta manera los  signos? Verástegui fue un “intérprete” en el ámbito de lo  matemático, no entendido como la lengua de Dios si no como su  traducción para la comprensión de los humanos, y fue además un visionario.
         En los textos sagrados  de la antigua cultura Védica de India, se explica que existen dos maneras de  relacionarse con el gurú (maestro espiritual). La primera es el Vani-Seva. Esto  es la relación de servicio (seva) a la persona (Vani); realizar actividades que  lo complazcan. La segunda se denomina Vapu-Seva. ¿En qué consiste? En la  relación con el maestro a través de sus enseñanzas (Vapu), plasmadas en este  caso en la obra escrita. Es la forma de relación que  les queda a los jóvenes que no pudieron  tratar con Enrique Verástegui; y si los libros sagrados no mienten, es la más  provechosa.
        Sabemos que cualquier acto, puede  ser el último de un hombre. Sin embargo, nos comportamos como si lo  ignoráramos. Tal olvido es el que nos permite existir sin caer en alguna forma  de psicosis. El destino quiso que yo fuese uno de los últimos escritores en ver  con vida al maestro Verástegui.
         Esta  historia se inició en el en atelier, de Jesús María, del pintor cusqueño Alberto  Quintanilla. El 19 de julio realizó una cena para despedirse de los amigos y  festejar la aparición del poemario Yuyarinapaq que le edité. Vinos de por medio, le pedí al maestro Quintanilla un libro para  llevarle al poeta Enrique Verástegui, pues deseaba comentarlo en su columna del  diario Expreso. Quintanilla accedió  gustoso a dedicárselo. Hablamos, en la cocina, sobre cómo se encontraba el  maestro Verástegui y del respeto que le tenía, y que era mutuo. 
         En la sala, el poeta y  crítico literario Paolo de Lima oyó que le pensaba llevar el poemario a  Verástegui y me comentó que acababa de publicarle un texto en el dossier Perú: los poemas del hambre, poesía y hambre  en el Perú del siglo XX, de la revista Unidiversidad de la Universidad Autónoma de Puebla, México. Preguntó si es que podría  invitarlo al evento de presentación, sería  una linda sorpresa me dijo; pues habría poetas de distintas generaciones.  Le contesté que con gusto realizaría la gestión. Esa noche finalizó con la  música en vivo del cantante Rafo Ráez. 
         El miércoles 25 de  julio, a eso de las 5pm, me dirigí al domicilio del maestro Verástegui, ubicado  en la Av. Brasil, cuadra 8. Conversamos y lo vi radiante. Me manifestó que  había ido al médico y que no le había encontrado nada malo. Le mostré el  paquete de hoja de coca que recién me habían enviado del Cusco. Hizo un gesto  budista de respeto hacia la hoja y hablamos de los principios de la filosofía  Amaútica que él creo. Le comenté que tenía interés en presentarle a un amigo  editor, para que viéramos la posibilidad de publicarle un libro. Nos despedimos  y quedamos en encontrarnos al día siguiente para asistir a la presentación de  la revista que se llevaría a cabo en la librería Escena Libre del Centro  Cultural de la Universidad Católica. 
         El jueves 26, nos  citamos con Víctor Escalante en la oficina del editor, en Caminos del Inca.  Partimos además con Percy Vílchez, que deseaba conocer al maestro. El editor,  por cuestiones de trabajo, no pudo acompañarnos.  
         Esperamos en el hall  del edificio hasta que apareció el poeta. Escalante le había llevado algunos  ejemplares del libro El teorema de Yu.  La conversación derivó en anécdotas sobre los años 70 y el movimiento Hora Zero,  del que Verástegui fue uno de sus principales exponentes.
         En la cafetería del  Centro Cultural, el maestro Verástegui tomó un café con pie de manzana, y compró  un libro en la librería: El pensamiento  europeo de Descartes a Kant, de André Robinet. En la presentación, leyó dos  poemas, con gran claridad, luego se fotografió con los asistentes y el  organizador (Róger Santiváñez, José Antonio Mazzotti, Miguel Ildefonso,  Alejandro Susti, Víctor Vich, entre otros). A las 10 de  la noche aproximadamente, lo llevé a su domicilio, a pesar de que deseaba ir a  otro lugar a continuar con la plática. Al dejarlo en su edificio, conversamos  un rato más y nos despedimos. Quedamos en vernos el fin de semana.
         El viernes 27 de  julio, me encontraba en la Feria Internacional del Libro de Lima, espacio en el  que los autores discurrimos poseídos por nuestra supuesta “importancia”. El  motivo era una sesión de firma de autógrafos, en el stand de Ediciones Altazor.  A eso de las 6 p.m. apareció Paolo de Lima. Había ido en busca de un  libro del narrador Dante Castro, Parte  de combate, republicado por dicha editorial. Conversamos. Me preguntó si  Verástegui había estado contento en el recital. Le dije que sí y le  mostré el libro arte, editado por Santiago Risso, que me encargó le  entregue a Quintanilla para que lo deposite en la Biblioteca Nacional de París.  Nos despedimos.
         La  firma de autógrafos continuó. Al cabo de hora y media recibí una llamada. 
         —Enrique  Verástegui ha muerto —me dijeron. 
          —No, estás jodiendo—respondí.
          —Rosina Valcárcel lo ha  publicado en su muro. Trata de averiguar.
         Hablé con Willy del  Pozo y Stalin Alva de Altazor. No sabían nada. Buscaron el facebook. Minutos después, me dijeron que era cierto. Llamé a la señora  Isabel, hermana del poeta. Con la voz entrecortada por el llanto me lo  confirmó. A la primera persona que se me ocurrió informar de la tragedia fue a Víctor  Escalante. La noticia le cayó como un balde de agua fría. 
         Salí de la Feria y  compré un café en la puerta de entrada. Di dos o tres pasos y me topé con el  crítico Ricardo González Vigil que, en compañía de su esposa, esperaba un taxi.  Le conté lo sucedido. Quedó atónito.
         En medio de la  llovizna, caminé por la Av. Salaverry. Pasé frente al hospital Edgardo  Rebagliati, sin saber que allí había fallecido el maestro. Quizá por alguna  intuición, el ulular de las sirenas me deprimió aún más. Debía caminar, pensar en  la vida. Ese pedazo de “organicidad” que es lo único real y sobre la que se han  erigido grandes construcciones que intentan brindarnos “sentido”, y casi nunca  lo logran. Pensar en esa paradoja llamada el “instante”, en la que existimos.
         Al  llegar a mi casa postee en mi muro del face: “El maestro Enrique Verástegui se  ha fusionado con el cosmos. Él fue un Apu, un gurú, cuyo corazón  era como el de un niño. Me llevo su última  sonrisa y la pregunta final que me hizo en la puerta del ascensor de su  vivienda: ¿Qué tal, lo hice bien?”.
         
         
        
         
        