La poesía de Emma Villazón.
Figuras alternativas de hijas y niños: sin padres, sin patrias, sin patrón
Por BERTA García FAET Brown University, Providence
Publicado en MATERIA FRÁGIL. Poéticas para el siglo XXI en América Latina y España
Erika Martínez (Ed.)
Iberoamericana, 2020
En los últimos diez años, la poesía en español a ambos lados del Atlántico nos ha dado libros peculiares, de difícil ubicación en el panorama de las propuestas estéticas predominantes. Autoras como la mexicana Diana Garza Islas (1985), con libros como Caja negra que se llame como a mí (2015) y Catálogo razonado de alambremaderitas para hembra con monóculo y posible calavera (2017), y la española Ángela Segovia (1987), con libros como de paso a la ya tan (2013) y La curva se volvió barricada (2016), son casos a destacar. Sus proyectos se resisten a encajar en los adjetivos que, hasta hace poco, y dentro del propio canon, eran garantía de experimentación estilística y de legibilidad torpedeada: lo surrealista, lo irracionalista, lo hermético... Pero si bien en los trabajos de estas poetas se observan elementos de este tipo, sus complejidades van más allá, puesto que perturban la propia idea de la lengua, del artefacto y del género poéticos, y hasta desequilibran la propia sintaxis de la lengua materna. Por un lado, no se asemejan demasiado ni a lo que se ha escrito históricamente ni a lo que escriben sus coetáneos —y, en ese sentido, no se parecen a la poesía que estamos acostumbrados a ver—. Por otro, su español resulta sumamente raro, anómalo. Sacudiéndose de encima, pues, toda pista genealógica, pareciera que no tienen familia, que no tienen país.
En este paisaje de poéticas que, por resumir, cabría calificar de “extrañas” —y quiero evocar aquí tanto una sensación de extrañamiento, de desfamiliarización, como de extranjeridad—, sobresale la poeta boliviana Emma Villazón (1983-2015). Nacida en Santa Cruz de la Sierra, falleció a los treinta y dos años debido a un infarto cerebrovascular, que sufrió en el aeropuerto de El Alto, cercano a La Paz. Después de participar en un festival literario en esa ciudad, se disponía a regresar a Santiago de Chile, donde vivía desde 2009 con su esposo el poeta chileno Andrés Ajens. En vida publicó dos poemarios: Fábulas de una caída (2007) y Lumbre de ciervos (2013). Si bien el primero fue merecedor del Premio Nacional de Poesía de Noveles Escritores de Bolivia, fue el segundo el que le valió ser considerada una de las poetas más brillantes y singulares, no solo de su país, sino de toda Latinoamérica. Póstumamente han salido a la luz varios textos, entre ellos Temporarias y otros poemas (2016), que incluye un poemario que tenía casi terminado, más una recopilación de poemas dispersos. Esta última publicación no ha hecho sino aumentar su reconocimiento. A día de hoy, su obra sigue siendo incluida en antologías[1], ha sido reeditada en Bolivia, Chile y España[2], y sigue ganando lectores. El punto de inflexión tuvo lugar en 2017, cuando la revista literaria online Mar con Soroche, que Villazón había codirigido junto a su pareja durante varios años, le dedicó un dosier completo, donde se recogieron numerosas reseñas y comentarios.
La crítica ha subrayado ampliamente la extrañeza de su lenguaje y, paralelamente, su originalidad con relación a la tradición de la que bebe. Giovanna Rivero, hablando de Desérticas (2016), su libro de cuentos —aunque lo mismo puede decirse de sus poemas— indica que “[l]os suyos son relatos desprendidos de las cosas inmediatas, casi huérfanos de referencias, y es en este despojo voluntario donde mejor florece el cactus de su lengua”[3] (en “Desertar (d)el lenguaje”). Por su parte, Liliana Colanzi (citada en Adhemar Majón, “Emma Villazón: el legado poético”) apunta que “[h]ay conexiones con el misticismo de Sáenz, pero su escritura es de carácter más hermético, más onírico, de una sintaxis estallada y mutante que recuerda a Vallejo o a Lamborghini. La poeta le saca verdaderas chispas al lenguaje [...]”.
Ahora bien, esta originalidad merece un matiz: no es que la poesía de Villazón sea completamente nueva, sino que, más bien, juega a, y apuesta por, sonar irreconocible. Esto debe interpretarse como una elección estética consciente y meditada. Con estudios en Filología Hispánica y en Literatura Latinoamericana, y recién comenzado su doctorado en Filosofía con mención en Estética e Historia del Arte, fue una gran lectora y estudiosa de la poesía boliviana, y más en general latinoamericana y universal. En una conferencia de 2005 titulada “Poesía de ayer y hoy en Bolivia” afirmó que son dos las “etapas doradas” que más la interpelaron: la que va desde los años cincuenta a los ochenta, con poetas como Jaime Sáenz, ya referido por Colanzi, y Blanca Wiethüchter, que podríamos calificar de existencialistas, reflexivos y sombríos, y la que va desde los treinta a los cuarenta, con poetas como los inclasificables Hilda Mundy y Arturo Borda, representantes de la vanguardia autóctona, más vitalistas y lúdicos. No sorprende que, como académica, dedicara más tiempo a estudiar a estos dos últimos[4], y que así se reflejara, también, en su poesía. Si de Sáenz o Wiethiüchter pudo tomar su veta reflexiva[5] —aunque sin esa inclinación a lo lóbrego y al estilo más convencional—, la poesía de Villazón recoge y encarna, con pleno conocimiento de causa, los dos gestos vanguardistas más paradigmáticos: rechazar todo realismo[6], y romper con lo viejo. Hacer tabula rasa. Negar los orígenes. Afirmar que no hay, o que puede haber otros.
El segundo aspecto que ha enfatizado la crítica es el de la omnipresencia de subjetividades subalternas femeninas y migrantes, a lo largo de toda su obra, en complicidad con otros seres: en Lumbre de ciervos, con los animales y los humanos prehistóricos[7], y en Temporarias y otros poemas[8], con las trabajadoras precarias. En este trabajo quiero sugerir otras conexiones paralelas, superpuestas. Propongo fijarnos en la presencia de las figuras de las hijas y de los niños. Las primeras nos permiten vincular la ya mencionada originalidad estilística de Villazón con un interés temático, precisamente, por la cuestión del origen. Mejor dicho, con un interés, de implicaciones políticas y éticas, en su impugnación[9]. Su lengua “rara” —original— no se asimila a la lengua materna, lo cual supone problematizar ese origen —ese “gen”— que, se supone, une no solo a los miembros de una familia (a un nivel carnal), sino también a los de un país (a un nivel metafórico). Villazón va y viene desde el ámbito de lo familiar al de lo nacional constantemente, invitando a lecturas que transiten ambos sentidos y los relacionen. Pero al tiempo que vislumbra una manera alternativa de ser “hija” —huérfana, migrante— que se escapa de los padres y de la patria, aguza el oído para imaginar otra comunidad, rebosante de obreras y niños, en íntima alianza, que no admiten autoridad ninguna. La rancia y pesada lengua oficial —materna, nacional, empresarial— se desintegra, y surge otro decir: el decir poético, el decir de los otros.
Sin padres y sin patria: la hija, la (auto)migrante
El yo lírico de la poesía de Villazón, muchas veces abstracto y cambiante, se identifica a menudo con la figura de la hija: en Lumbre de ciervos, muchas veces, y en Temporarias y otros poemas, en casos más contados. Es desde ese punto de vista especifico que se tematizan las coerciones e imposiciones que regulan toda constitución de un “nosotros”, en particular del “nosotros” que funciona en cada unidad familiar. De entre todas las violencias que atraviesan las relaciones familiares, a Villazón parece inquietarle, en concreto, una: la violencia que significa presuponer un “sustrato común”, unos “mismos rasgos”, entre los progenitores y su descendencia, sin respetar ni valorar lo idiosincrático de cada cual. Esta violencia es característica de lo que propongo denominar el “pensamiento genealógico”, que se basa en la glorificación del propio origen, del propio “gen”. Con otras palabras, es este auto-enmaravillamiento con “lo propio” lo que denuncia y deconstruye Jacques Derrida en muchos de sus ensayos de los ochenta y noventa, cuando se ocupa de problematizar ciertas concepciones del “otro” que, por reducirlo a un “igual”, lo limitan. Sus meditaciones al respecto, que podemos contextualizar en los debates sobre las llamadas “paradojas de la comunidad” y la “comunidad imposible” (que se plantearon a finales de los setenta y llegan hasta hoy)[10], se diseminaron en numerosos ensayos, entre ellos Psyché. Inventions de l'autre [Psyché. Invenciones del otro] (1987), Politiques de l'amitié [Políticas de la amistad] (1994), Apories [Aporías] (1996) y De l'hospitalité [Sobre la hospitalidad] (con Anne Dufourmantelle) (1997). Como sostiene Laura Llevadot, en cuya interpretación me baso, es a la hora de repensar ciertos proyectos comunitarios de tipo “macropolítico”, como el de los Estados-Nación, cuando Derrida detecta en ellos la transposición de una lógica “micro” típicamente familiar. Y es que, incluso en las comunidades políticas más progresistas, que se llaman a sí mismas universalistas y no discriminatorias —como la que proponía Kant, y que está en la base de los actuales “derechos humanos”—, no digamos ya en las más conservadoras, solemos concebir a nuestros conciudadanos en términos de “nuestros hermanos” (Llevadot 2013: 553-554). Para el filósofo, esta metáfora descubre un poso narcisista, un deseo de agruparnos únicamente con quienes se nos parecen. La aceptación del “prójimo” se condiciona a que nos sea, en realidad, “próximo”. Amamos solo a nuestros “semejantes”, lo cual equivale poco más o menos a decir que nos amamos solo a nosotros mismos (Llevadot 2013: 555). Limitarnos a juntarnos con lo que nos es “cercano” y “propio” supone cerrarnos ante el auténtico “otro”: el inasimilable, el “lejano” (Llevador 2013: 556); en fin, el que podríamos llamar el “impropio”.
Pues bien, para Derrida, la figura del hijo es el colmo de tal afectividad restringida, piedra de toque del sistema patriarcal, en cuyo centro está la familia tradicional. No en vano esta se basa en la generación y regeneración, en la transmisión y herencia, de una carga genética (digamos, lo “más propio”) y de bienes y riquezas (las “propiedades”). Esta es la clase de violencia que se activa en el “nosotros” que cada comunidad familiar se ha creado como ideal y como ley: toda dinastía —y las familias gustan de pensarse a sí mismas como dinastías— se funda en un mito, en un mito siempre autocomplaciente: generoso con esa “esencia” —ese “apellido”— que se traspasa de generación en generación, y a cuya altura debemos estar.
Sin origen, con huecos
En la poesía de Villazón, esta apología de “lo propio” en el ámbito de lo familiar es cuestionada frecuentemente. Si en varios poemas de Lumbre de ciervos la acusación contra las estructuras familiares es general, limitándose a señalar de manera vaga su tendencia represiva y restrictiva (por ejemplo, en “En la floresta del traspasado”, las “casas de familia” exudan un “aire confinado”) (Villazón 2013: 40), en muchos otros esta acusación se concreta y deviene en una crítica de los pesos, los fardos, las servidumbres y daños que traen consigo las cadenas genealógicas. En “Epílogo”, la hija anhela “detener el ombligo del origen, que no aplaste descendientes al moverse, / que la marea natal no devore playas en un inicio / como en el fin” (Villazón 2013: 48-49). Esta lógica confinatoria —y aplastadora y devoradora— del origen, que impide el movimiento libre de los eslabones más jóvenes del árbol genealógico e impone esquemas y predefiniciones desde un tiempo pretérito, en “Deslumbre migratorio” se revela, explícitamente, como una lógica confiscatoria de las diferencias. En los términos que plantea Derrida, el peligro de los vínculos familiares está en “la sangre / que nos lanza a lo mismo” (Villazón 2013: 27). Del mismo modo, en el poema “Parlamento”, el origen se caracteriza como “una torre ambigua y amenazadora” que está “hambrienta de sueños idénticos”.
No sorprende entonces que, si la hija se fija tanto en lo doloroso, o por lo menos lo ambivalente, de tener un origen y tener que, necesariamente, cargar con él, se (re)conciba a sí misma como, en verdad, huérfana. En Temporarias y otros poemas, en el poema “y si (todo el oro en oír)”, la vida en común familiar “se trata de que los padres solo tejen el abandono / se trata de que nadie hay preparado / para recibir las olas de lo solo y lo incierto” (Villazón 2016: 37). El hecho de que los padres, y sus exigencias de “mismidad”, supongan para sus vástagos, más que un refugio, una cárcel, los convierte tanto en anti-padres, tanto en no-padres, que tenerlos es casi como no tenerlos. Gozar de su compañía implica sufrir de soledad: no hilan alimentos, abrigos, cuidados; hilan desamparos. El hogar patriarcal, obsesionado con lo genealógico, es expuesto y desnudado por fin tal cual es, y no según se lo concebía desde miradas idealizantes (e ideologizadas): como una “torre ambigua y amenazadora”. Pero su peso daña tanto que, para la hija, que quiere liberarse, va perdiendo progresivamente centralidad. En el poema “Postal de huecos”, vemos cómo “tachados los privilegios, tachado el ídolo / [...] cae el alfil de la estabilidad y la cuenta fija, y la casa se llena de huecos [...]” (Villazón 2016: 35-36). La hija ha mirado bien a los padres y a la casa natal, ha visto compulsiones controladoras y negligencias, y ya no se cree nada. El hogar ya no es impermeable, se llena de agujeros.
Escapar volando-robando
La figura de la hija, además de dirigir el zoom de su atención hacia el lado oscuro de los lazos genealógicos y poetizar ese “vaciamiento” o desinflamiento del ideal de la comunidad familiar, se rebela contra tal orden de manera activa y asertiva. Volviendo a Lumbre de ciervos, en el poema “Un horizonte: una mano” vemos que “de tibieza en tibieza / la familia se hunde / se quiebra más allá de sí”, ante lo cual la actitud de la hija no es la de correr a salvarla o a recomponerla, antes al contrario, corre a ahondar en el desastre. Ella, lejos de querer alejarse de ese hundimiento de la familia que estalla ante sus ojos, bucea en él y lo exacerba: “de noche en noche (aciaga) / ella circula (reina) (sucia) coja / entre rotura y nado” (Villazón 2013: 31). Frente al “aire confinado” que definía al no-hogar en “En la floresta del traspasado”, la hija aquí no se queda quieta, se mueve: se va, impura, imperfecta, a perderse por los “entre”, por los desvíos, los umbrales, las fracturas.
En este punto vale la pena recurrir a Hélène Cixous, quien en Le rire de la Méduse [La risa de la Medusa] (1975), propone que las mujeres, en nuestro deseo por huir del orden establecido que nos oprime, nos escapamos volando, robando. El verbo que utiliza en francés es “voler”, que es bisémico: significa ambas cosas, volar (elevarse y moverse por el cielo) y robar (en el sentido, también, de alborotar, desarreglar, trastornar). Así, califica a la mujer de “nadadora aérea”, y también afirma que tiene algo “de pájaro y de ladrón”. Las mujeres “pasan, huyen, disfrutan desbaratando el orden del espacio, los valores, rompiendo, vaciando estructuras, poniendo patas arriba lo considerado como pertinente” (Cixous 1995: 61).
Si en el anterior poema veíamos un ardid de “rotura y nado”, lo que encajaría con la “nadadora” flotante de Cixous; en muchos otros vemos que la vocación de la hija de incumplir lo que le mandan se proyecta, más bien, desde una suerte de táctica de “rotura y vuelo”, que hace de ella, efectivamente, una rebelde “aérea”. En el poema inédito de 2015, “Dos aves”, no es una mujer, sino más específicamente una hija, la niña-pájaro, quien se lanza a perturbar y desconcertar las “coerciones”, “alambres” y “prejuicios” que pretende imponerle el padre:
[...] [L]a Niña solo Ave
con la boca de no sé qué hacer con eso
La Niña solo Ave antes de coerciones y alambres. Antes de ocultar su propia caca.
Antes de la cascada de prejuicios viscosos.
[...] Pero ahora la Niña
solo Ave solo Boca no retrocede
le da tomates tumultos distancias sus muertos camisas
juguetes objetos de familia su sexo y todo todo lo encendido.
Conectado con lo comentado anteriormente sobre el pensamiento genealógico, la hija no reconoce un origen: ella “no retrocede”, no se pliega ante esa autoridad y ese autoritarismo que se funda en una perpetua mirada “hacia atrás”. Pero es que, además, con Cixous, vemos que ella sigue su propio camino; más bien, su “impropio” camino, repleto de objetos, sujetos y posibilidades disímiles, desconcertadas y desconcertantes. Lo suyo es sobrevolar las reglas, alterarlas. La hija indisciplinada ignora —adrede— los mandatos del pater familias. No obstante, apuesta por definirse, no tanto negativamente por lo que no hace (respecto a lo que él le manda), sino, sobre todo, por todo eso que ella sí hace (porque quiere): “dar tomates tumultos distancias sus muertos camisas / juguetes objetos de familia su sexo y todo todo lo encendido”. Nada más contrario al orden establecido —de hecho, al propio concepto de orden— que el caos. De ahí que la hija empaquete su nueva, autodeterminada y abierta personalidad, a modo de dones inasibles, justamente en una enumeración caótica. Y que lo haga abriéndose a la incertidumbre de sus propios designios. Tal y como Colanzi (citada en Majón) indica: “Emma sabe que el poeta nunca llega a conocer qué dice el poema, ya que apenas es testigo de su aparición de la misma forma en que se puede presenciar el tránsito fugaz del rayo [...]”; y tal y como, en “Poesía de ayer y hoy en Bolivia”, la propia Villazón formuló su poética, consistente en “saber oír, sopesar a ciegas una inquietud oscura, una que no tiene una fácil respuesta”; la hija de “Dos Aves” va boquiabierta, “con la boca de no sé”.
El hecho de que, en este poema, la hija hable de sí misma en tercera persona (“la Niña solo Ave solo boca”), nos debe hacer pensar en otra sugerencia de Cixous, la de que la feminidad voladora-ladrona cultiva una movilidad que redunda, incluso, en una auto-movilidad. Para la filósofa, la mujer es “dispersable, pródiga, asombrosa, deseosa y capaz de otra, de la otra mujer que será, de la otra mujer que no es, de él, de ti” (61). No solo se escapa volando-robando los frutos prohibidos más obvios del orden dominante: los deseos, la libido (más allá de los “alambres” y “prejuicios” del padre, ella regala “juguetes [...] su sexo”). También se escapa volando-robando de sí misma, se (auto)dispersa de su yo, remueve —y mueve— su identidad ad libitum, pasando de la primera persona singular al más extraño (auto-extrañado) tratamiento de “ella”. Esta auto-otredad, no solo de toda subjetividad femenina sino, en concreto, de la figura de la hija[11], supone un golpe todavía más fuerte contra el sistema patriarcal. No es que no sea igual a sus padres: es que ni siquiera es igual a sí misma. Hay aquí un atrevimiento de resignificación contra el pensamiento genealógico, afín al que propone Derrida. Como veíamos antes, el filósofo localiza en la relación paterno-filial una obsesión por la repetición de “lo idéntico”, por la “mismidad”, por “los parecidos”. Pero, en la interpretación de Llevadot, en vez de darlo todo por perdido, entrevé una salida, e invita a los padres a reformular —a re-concebir— al hijo no como “uno de los nuestros”, sino como “el más otro”, “el más impropio”; en sus palabras, como meramente “lo arribante” (citado en Llevadot 2013: 556). Conmina, pues, a dejarse impactar por la perplejidad y la sorpresa de lo que viene y de lo que no puede preverse, versus ver en el hijo un espejo enteramente previsible de ellos mismos[12]. Por su parte, a lo que nos invita la poesía de Villazón es, no a autoposicionarnos en la figura de los padres y, desde ahí, repensar al “tú” del hijo, sino, por el contrario, a autoposicionarnos en el “yo” de la figura de la hija y desde ahí repensarnos como “ellas” siempre inconstantes y distintas, desconocidas y desconocedoras de sí. Ser hija ya no significa, entonces, ser “hija de”: tener padres, repetir sus patrones. Ahora significa no tener padres, no seguir patrones: ser una instancia más —tal vez la máxima— de alteridad. Cobra sentido aquí una de las citas, de Maurice Blanchot, que encabeza Lumbre de ciervos: “Pero aquel que quiere convertirse en el dueño del propio origen, pronto le resulta evidente que nacer significa un acontecimiento infinito”. Ser hija es abrazar ese perpetuo ensanchamiento cinético, sin principio, sin fin, sin finalidad.
Migraciones, entre el yo, la ella y la otra ella
Hasta ahora hemos visto cómo la poesía de Villazón demuestra una resistencia contra el pensamiento genealógico activo en ciertas concepciones del “nosotros” familiar. Sin embargo, ya hemos sospechado con Derrida que la misma lógica, la del orgullo autocomplaciente por “lo propio”, impera asimismo en los chauvinismos esencialistas de los “nosotros” nacionales (no en vano es un lugar común en el discurso político hablar del conjunto del país como de “una gran familia”). En la escritura que nos ocupa, la figura de la hija, en tanto que resulta ser, además, una migrante, subsume de manera directa ambos ámbitos, el del hogar carnal y el metafórico, de tal modo que los cuestionamientos contra las identidades rígidas y excluyentes que este yo lírico lleva a cabo sirven para la familia tanto como para la nación. Los leitmotiv —la desestabilización del origen, la constatación de la orfandad, y las estrategias voladoras-rompedoras— coinciden.
La hija es migrante en dos sentidos. En primer lugar, en un sentido literal y de ecos biográficos. A la auto-movilidad y auto-otredad del apartado anterior, si se quiere más etérea e incluso existencial, se le suma ahora una dimensión más física: la de mudarse de país[13]. Varios poemas literaturizan esta experiencia personal de la autora (que emigró de Bolivia a Chile, por razones tanto de amor como de estudios) no como una mudanza definitiva y cerrada —como si dijéramos, de un punto A a un punto B—, sino como un solapamiento, y un sfumatto, de los sentidos de pertenencia[14]. En “Deslumbre migratorio”, la hija migrante se burla de la noción de los orígenes, constata su ausencia. Nunca hubo un fundamento de nada, ningún momento fundacional de ningún “nosotros” estable: “en el inicio no hay más que un 'había una vez’ demasiado viscoso”. El paisaje de la patria pasa a vaciarse de esencias fijas, a trufarse de intercalaciones, mixturas: “los lugares se superponen”. Contemplando su “excasa que arde / un jazmín / sin geografía” (Villazón 2013: 26), como sucedía en los poemas que parecían ceñirse a lo familiar y no tanto a su solapamiento con lo nacional, la hija se descubre huérfana. Esta es la idea implícita en la metáfora de su “niñez reseca”: que, al igual que no hay padres, tampoco hay patrias que —como padres— la puedan nutrir. De nuevo volandera y desordenadora, habita un “vivir entre roces”, mora en una pura desorientación, “partiendo-volviendo, escindida, sin retorno”. Desemboca así en un apabullamiento identitario sin resolución, en una “ella” incognoscible: su vida consiste en “no saberse otra / ni la misma”. Esto es lo que se atisba asimismo en “Parlamento”: la hija migrante se marcha y no se marcha; su movimiento es paradójico, intermitente, ilógico; y es que, stricto sensu, “no se aleja quien nunca se va”. Si es que se va, acaso, será rompiendo esquemas, elevándose en aperturas, “en la intersección del pájaro” (Villazón 2013: 17).
En segundo lugar, en “Sonatina del otro costado”, de Temporarias y otros poemas, la hija no solo es migrante sino que se alía con otro tipo de mujer migrante, política y sociológicamente bien diferenciado: el de la mujer pobre que, por motivos de subsistencia, marcha del campo a la gran ciudad. A diferencia de lo que ocurre en “Deslumbre migratorio” o “Parlamento”, aquí el yo lírico —que suele tratarse a sí mismo como una “ella”— nos habla de otra ella: una “campesina maquillada”, una “pastora de habla entreverada”, que viaja a la inmensa urbe para intentar sobrevivir. La metrópolis, en un principio, no parece sino herirla aún más y agudizar su sentimiento de extranjeridad. Como si la Bolivia rural y la Bolivia de la capital fueran dos países mutuamente incomprensibles:
rodeada por luces y flores engreídas
[...] va analfabeta del nombre de las calles
de las negras calles con barniz de siemprevivas va a bordar la Constelación del Desamparo . . . . . . . . . (Villazón 2016: 42-43).
El aspecto más interesante de este poema reside en la empatía con que se nos informa de esta otra vida, trazando un horizonte de paralelismos —en fin, complicidades y solidaridades— entre ambos tipos de mujeres en movimiento: la hija, migrante “voluntaria”, relativamente más privilegiada; y la migrante “a la fuerza”, relativamente más oprimida. Por un lado, la campesina o pastora, como la hija, tampoco tiene patria: no logra orientarse, ni sentirse en casa, en este paisaje urbano, que siéndole supuestamente tan “propio” — pues ella es boliviana—, le es de lo más “impropio”, ajeno, incluso alienante. Si en “Deslumbre migratorio” la hija no creía en ningún “había una vez” ni admitía ningún “retorno”; esta otra mujer, en su peregrinación, no consigue asentarse en ningún punto de partida, en ningún origen localizable en la línea del tiempo (“érase un érase un érase/ . . . . . . . . . . . . y un horario. . . . sin Sol”); ni se contempla ninguna vuelta atrás (“no hay retorno, Dios, ni costilla mágica”). Por otro, curiosamente, también esta otra ella está connotada como una hija; es más, como una hija huérfana. Va, sufriente y de carencia en carencia, “con una sonatina boliviana / en la mitad de la costilla y en la otra”, y “déjase nutrir por acribillados y aludes”. Como la hija de la “niñez reseca”, esta otra tampoco tiene a ninguna figura paternal o maternal que la proteja, que la alimente, que le cure la sed: “[v]a con la boca de la recién nacida / que corre a chupar un cielo de edificios / va a flor de piel con los resecos padres” (Villazón 2016: 42-43).
Ahora bien, si pareciera que prevalece un tono quejumbroso, el final del poema ofrece un sugestivo tour de force. El último verso, en mayúsculas, dice: “AHORA VOY ABIERTA Y FUGAZ”. La hija (que es migrante) de “Deslumbre migratorio” y “Parlamento”, y la migrante (que también es hija) de “Sonatina del otro costado”, no se lamentan unívocamente ni de sus migraciones ni del que es su corolario clave, el de la orfandad y la falta. Fusionadas en un mismo yo lírico, estas hijas (se) abrazan (en) ese desabrigo que las hermana, sin borrar el dolor pero desde la resiliencia, y hasta diríase que desde la fe, de cara a su posible resignificación reivindicativa. Esas hendiduras que agrietaban o vaciaban la casa, de las que se nos daba cuenta en “Postal de huecos”, se reimaginan ahora como ocasión para ejercer la apertura —la apertura de sí, la (auto)apertura— radical. Sin suelos firmes: sin raíces[15].
La figura de la hija, pues, por cómo se niega a vararse en las constricciones del pensamiento genealógico, y por la clase de alianzas que entreteje con otras subjetividades femeninas oprimidas, nos exhorta a imaginar otras comunidades: desfamiliarizadas, desnacionalizadas, rebosantes de extranjeridad, de autoextranjeridad, de extrajerxs. Pero si en este último poema, a la hora de acentuar la sororidad entre las dos mujeres, lo que descuella es su común condición de migrantes, en el resto del libro lo que recibe más énfasis es lo que distintas mujeres trabajadoras comparten: los horrores del precariado y la explotación bajo el modelo económico capitalista.
Explica Villazón, en un anexo a Temporarias y otros poemas[16], que bajo la rúbrica de “trabajadoras” y del campo semántico de la actividad laboral que abarrota el cuerpo del poemario, se está refiriendo simultánea e indistintamente tanto a “trabajadoras a honorarios” que “elaboran productos intelectuales” (quizás, cabe conjeturar, como la propia autora; pensemos en profesoras, traductoras, literatas, etc.) y a “trabajadoras agrícolas contratadas por temporada” (como la campesina o pastora de “Sonatina del otro costado”). Lo que le interesa, dice, es “establecer [...] una fraternidad entre amb[o]s [tipos de] mujeres”, de ahí que en los poemas no podamos distinguir entre una “clase” u otra”[17]. Pues bien, junto a ellas, que pueden ser leídas como proletarias, peonas, asalariadas (en definitiva, subordinadas), se movilizan también otros otros: los niños. Es desde una perspectiva consonante con sus sensibilidades de resistencia contra la lógica “productiva”, que Villazón bosqueja una intuición: la de que, en esta otra familia-país, la lengua (ya no más maternal[18], ya no más nacional) habría de ser, también, otra. Al margen de padres y de patrias, el lenguaje que no reconoce ningún (jefe-) patrón, es el que proporciona, como trampolín del pensamiento hacia el sueño y el juego, la poesía.
Sin patrones: la poesía obrera-infantil como utopía comunitaria
Como ha destacado la crítica, el lenguaje fabril y empresarial copa Temporarias y otros poemas, con menciones ubicuas a “máquinas”, “mercaderías”, “calificaciones”, “contabilidad”, “cuadrículas de Excel”, “datos”, “plazos”, “contratos”... Tal saturación léxica, de retumbos vallejianos, denuncia la manera en que tales términos colonizan el mundo del trabajo —o el mundo en general— y lo empeoran, reduciéndolo a un mero cómputo de ganancias y pérdidas, lucros y mermas; convirtiendo las jornadas laborales, como se afirma en “Retrato de días”, en “sitio[s] de aniquilación” (Villazón 2016: 11).
Propongo, sin embargo, fijarnos no solo en cómo este “pensamiento capitalista” resulta en el blanco principal de la crítica feroz de la autora, sino también en la familiaridad perversa que se esboza entre este y el ya comentado pensamiento genealógico. Ambos desarrollan una mirada productivista y, por tanto, limitativa, orientada a la obtención de resultados definidos y medibles: si el uno está enfocado en dar a luz “genes” (hijos qua semejanzas de los padres); el otro está encauzado a la maximización de beneficios. Se trate de producir sujetos perfectamente reconocibles, encajables en el engranaje de padres —y padres de la patria— e hijos —e hijos de la patria—; o se trate de producir objetos (para lo cual, en nombre de la eficiencia, lxs trabajadorxs pierden su estatus de sujetos para pasar a ser, a su vez, unos objetos más); los dos destilan una misma orientación teleológica según la cual el uso del tiempo y las energías —y, en fin, de la vida— no tiene sentido si no es por alcanzar algún “fin”.
Encontramos esta conexión en el poema “Cuadrícula y estrellas”, donde la jefa explotadora está caracterizada como una madre tirana. Como en el poema “Epílogo” de Lumbre de ciervos, para recalcar su tendencia coercitiva y violenta, el verbo elegido para simbolizarla es “devorar”:
era la supervisora flaca y de rizos oscuros
era ella quien paría un equipo y lo amamantaba
ejecutivamente a cada nuevo soplo del proyecto
era ella muy eficiente en su habla de seda roja
quien devoraba empleados sin dejar ni las migajas . . . . . . . . . . . . (Villazón 2013: 9).
En “Monólogo de otra”, el yo lírico conjura un paraíso secreto adonde ella y su amado han logrado escapar; el orden dominante del que desertan aparece descrito por negación. La figura paterna que lo preside (y que, en el edén, no existe) es una aliada de las máquinas y quiere imponer su voluntad. Como en “Deslumbre migratorio” y “Parlamento”, lo propio del patriarca es no tolerar, justamente, lo “impropio”; obligar a sus vástagos-súbditos a reproducir su “mismidad”, su “parecido”: “Nada retenía nuestros pies; ninguna máquina [...] / Ninguna dependencia mordía las extremidades para anularlas / Ningún engranaje se coronaba padre para hacernos hablar como él” (Villazón 2016: 48).
En directa contraposición a este entrelazamiento de lo capitalista y lo genealógico, Temporarias y otros poemas pone en valor el pensamiento poético, vinculándolo con la vocación “improductiva” y con una querencia por lo no-cuantificable y lo indefinido. Vale la pena citar extensamente el poema “[ Cuestionario rechazado +42 ]”, donde una voz impersonal formula una ristra de insistentes preguntas, que recuerdan, por su tono y su impertinencia, a la típica entrevista-interrogatorio laboral:
¿con qué indicadores sueña?
¿a qué temperatura despierta?
[...] ¿a qué ascenso lo llevó el conocimiento
adquirido en el ciclo formativo?
[...] ¿ya se considera forma íntegra, competente,
casada? / ¿por fin, rosa única, firme,
imagen con contenido propios y precisos? ¿qué es la exactitud? (responda sin rodeos)
¿qué entiende por “el acto de conocer”?
(sea riguroso/a; no use mapa ni escuadra)
si un día de estos, de su sombra floreciera un pez con miedos, ¿qué es lo que conocería en ese instante?
¿qué es lo que no conocería? . . . . . . . . . . . . . (Villazón 2016: 33).
Villazón ironiza sobre las compulsiones hiperracionalistas, calculadoras, ansiosas, de la mentalidad economicista. En este retrato ridiculizante emerge, como contrapunto implícito, un pensamiento alternativo, el poético. De un lado, en vez de aspirar a la “propiedad” (“imagen con contenido propios y precisos”) y al conocimiento reducido a un afán de medra y de control, se abre a no saber, no vigilar, a la duda, el pasmo. De otro, no busca nada, simplemente se ensueña y juguetea. Si en “Cuadrícula y estrellas” el yo lírico califica de “falso sueño” ese “entregarse / a la digna, dicen, venta de la fuerza / que al final resulta en ofrenda de la savia” (Villazón 2016: 8), en “[Cuestionario rechazado #2 ]” llama a “soñar” sin “indicadores”. También a, sin indicaciones, jugar; el verso “¿qué es la exactitud? (responda sin rodeos)”, lúcidamente travieso, ofrece una puesta en práctica paradigmática de tal invitación, por cuanto se burla de las contradicciones en que cae el pensamiento económico que, en teoría, rechaza el “derroche” de las perífrasis y las vacilaciones, pero que, en la práctica, no produce sino reduccionismos. Pero si antes era la figura de la hija la que se escapaba volando-robando, ahora son las figuras de las trabajadoras y de los niños las que, personificando el pensamiento poético, abren líneas de fuga, llamando al deleite sin plan, sin cronómetro, sin propósito.
Comencemos con las conminaciones a soñar. En “Ventanas voces sueños”, la voz lírica plural y femenina de las obreras eleva una serie de exigencias. Frente al horario riguroso de la productividad disciplinaria, demandan un tiempo antifabril: “queremos que el motor del día se accidente / queremos correr cual agujas febriles fuera de reloj”[19]. Este otro reloj apunta a lo sentimental, pero también a lo onírico, lo alucinado, lo desmandado: “[...] quiero esa fiebre letal / dice otra; quiero que llegue la cogida / de lo incontrolable y su despliegue; / quiero que el viento me empuje y me bese” (Villazón 2016: 32). De manera similar, en “Retrato de otra”, una mujer que admite estar, como todos hoy en día, “entre negocios[20] / datos o números”, grita por dos veces “me niego a ser vaca de empresa griega!!”. Anexa a su protesta, no se olvida tampoco de “el otro lado”, de la otra vida que el pensamiento capitalista ambiciona obliterar: la del ensoñamiento libre, emancipado. Lo que desde el primer verso define a esta mujer, diríase que una suerte de esquirol, es que “se detiene duerme no muere / corre hacia unas flores soñadas”. Interrumpe la cadena de producción, se aleja de los “sitios de aniquilación”, huye a soñar[21].
En el poema “Las operarias”, las trabajadoras aparecen hermanadas con los niños. Frente a “el cauce del decir atrapado por empresa”, las unas y los otros anhelan multiplicar —multiplicarse, (auto)ampliar sus subjetividades, no por el lado de lo “claro” sino por el lado de lo borroso, lo fangoso— otros lenguajes. Desean lenguas “que no digan”, esto es, que no produzcan nada, ni siquiera un mínimo significado, puesto que eso implicaría computarlo y delimitarlo:
es sencillo en manos de unas operarias
los ejercicios crecen para pequeños escolares
plataforma educativa [...]
el cauce del decir atrapado por empresa
hacen ellas taquigrafía detestable para suavizar
que proliferen discursos que no digan, cosas
como: niño, guarde hasta el fondo estos nuevos adjetivos
niña, que sus impulsos no se salgan de lo claro[22] . . . . . . . . . . (Villazón 2016: 25).
Si en “La floresta del traspasado” las casas de familia se dedicaban a “confinar” el aire, aquí las empresas se dedican a “atrapar”, con sus garras de prohibiciones y fanática racionalidad, el vuelo de la imaginación. Pero las obreras y los niños se niegan a dejarse cazar, aduciendo que “las palabras no son nueces manejables acabadas acumulables [...] son nubes” (Villazón 2016: 25). No son mercadería: no se pueden registrar ni acopiar ni etiquetar. Son eso otro, eso tan “nuboso”, inapresable.
En “Diatriba desde un mesón de secretaria”, la voz lírica confronta de nuevo al pensamiento manufacturero —esa “pura bios bienentrenada / para elaborar torniquetes pagos turnos”— con el pensamiento poético entendido como juego. Identificado esta vez más explícitamente con lo femenino y lo infantil, lo que pide es otra temporalidad, una existencia no teleológica:
¿Y el turno para divagar, unos ojos? ¿Y el turno para ir a jugar
[...] [y] acechar a un relámpago femenino y pueril [...]
[y] no delatar
a los sirvientes que roban escolopendras a sus amos? . . . . . . . . . . (Villazón 2016: 46-47).
Los últimos dos versos nos indican algo más: complicidad y solidaridad con todas las subjetividades subalternas, con todos los criados de todos los patronos. Si en el anterior apartado la figura de la hija, migrante y compañera de migrantes, nos convocaba a sumarnos al deseo de una comunidad otra, sin padres ni patrias, las figuras de las obreras y los niños, compañeras de todos los “sirvientes” voladores —relampagueantes— y desobedientes —ladronzuelos— nos estimulan a imaginar su decir “impropio”. La lengua poética es la cifra de tal indocibilidad, que es una indocibilidad, sobre todo, del pensamiento. Ni cabe en moldes, ni acepta jefes. Contra los patrones (en su doble acepción) se demora en lúdicas fantasías que prometen dar lugar a un “nosotrxs” múltiple, transversal, inaudito.
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Notas
[1] Entre ellas, Escritoras bolivianas de hoy (2008), a cargo de Mara Lucy García; Cambio climático. Panorama de la poesía boliviana (2009), a cargo de Jessica Freundenthal, Juan Carlos Ramiro Quiroga y Benjamín Chávez; The absurdity of the cosmos. 12 bolivian poets in translation, armada y traducida por Jessica Sequeira (2016).
[2] Mientras escribo estas líneas, la editorial barcelonesa Ultramarinos ha anunciado que en 2020 Emma Villazón se sumará a su catálogo.
[3] Salvo que se indique lo contrario, todas las cursivas son mías.
[4] Su tesis de máster se centró en el único poemario de Mundy: Pirotecnia, ensayo miedoso de poesía ultraísta de 1936; mientras que su propuesta de tesis de doctorado, que poco antes de su muerte había sido aprobada, se enfocaba en El loco, obra híbrida que Borda había escrito a lo largo de cincuenta años, desde 1900 hasta 1950 aproximadamente: más de mil seiscientas páginas de miscelánea libérrima entre novela, poesía y ensayo.
[5] Los intereses filosófico-políticos de Villazón fueron amplios, y leyó en profundidad, entre muchos otros, a Walter Benjamin, Maurice Blanchot, Gilles Deleuze y Jacques Derrida, cuyas sugerencias teóricas se dejan sentir, a través de citas o de guiños temáticos o terminológicos, en toda su poesía, que no por casualidad Marcela Rivera Hutinel califica de “pensativa” (en “¿Serás vos cimbrándome la memoria? Presentación de Temporarias y otros poemas”).
[6] El realismo es un concepto polémico y polisémico, aquí me refiero a las poéticas que se proclaman a sí mismas orientadas a la “representación verosímil” y que buscan ser leídas, descodificadas, con facilidad. En “Poesía de ayer y hoy en Bolivia”, Villazón cargó contra la antología de Poesía ante la incertidumbre publicada en 2011 por la editorial española Visor, que, en el supuesto debate entre poesía “comprensible” e “incomprensible”, pita a favor de la autodenominada “poesía de la certidumbre”. Dice la autora: “[E]l chato realismo que practican los poetas de la certidumbre es resultado de una confusión: no pueden distinguir las palabras de las cosas. Que la poesía debe ser perfectamente entendible es una ingenuidad o una necedad”. No es casualidad que otros de sus poetas de cabecera fueran César Vallejo y Leónidas Lamborghini, como indica Colanzi (citada en Majón), pero también, según manifestó la autora en diversas ocasiones, Héctor Viel Temperley, Susana Thénon, Alejandra Pizarnik o, en otros idiomas, Paul Celan y Marina Tsvetáyeva.
[7] Sobre Lumbre de ciervos, Colanzi (citada en Majón) enfatiza la presencia los animales, y Marcelo Villena (en “Lumbre de ciervos... en la caverna”) destaca la figura de la mano que raspa “incisiones sobre baquetas, piedras o pedazos de hueso”, y sostiene que “lo esencial radica en esos trazos, grafemas y grafías en las que se gastan los cuerpos”.
[8] Sobre Temporarias, Rivera Hutinel analiza la temática del “trabajo precario” o, según las teorías de Negri y Lazzarato, “trabajo inmaterial”. Su interpretación del libro apunta a que este trata de cómo “la voracidad maquínica del capital ha encontrado el modo de hacer que [...] trabajen hasta las palabras, convirtiéndolas a ellas también en temporarias” (cursivas de Rivera Hutinel).
[9] Colanzi (citada en Majón) señala que la palabra clave “origen” puede tener varios significados, tanto de “nacimiento” como de “nacionalidad”. En este trabajo me centro en la interrelación entre estos dos aspectos, y dejo de lado otro de los temas que menciona Colanzi, el del “origen” como el regreso a lo que existe antes de la fractura del lenguaje, la condición animal, que recuerda a la propuesta de Giorgio Agamben en Infanzia e storia [Infancia e historia] (1978).
[10] Véanse los trabajos fundamentales de Roland Barthes, Comment vivre ensemble: Cours et séminaires au Collège de France 1976-1977 [Cómo vivir juntos. Cursos y seminarios en el Collége de France 1976-1977] (aunque no publicado hasta 2002); de Jean-Luc Nancy, La Communauté désceuvrée [La comunidad desobrada] (1983) y La Communauté désavouée [La comunidad revocada] (2014); de Maurice Blanchot, La Communauté inavouable [La comunidad inconfesable] (1983); de Roberto Esposito, Communitas. Origine e destino della comunità [Communitas. Origen y destino de la comunidad] (1998) e Immunitas. Protezione e negazione della vita [Immunitas. Protección y negación de la vida] (2002), y de Giorgio Agamben, las cuatro colecciones de su largo proyecto Homo sacer, comenzado en 1995 y en marcha hasta hoy.
[11] En la poesía de Villazón, la feminidad (no necesariamente la de la hija), la capacidad cixousiana de “voler” y la auto-otredad, se interrelacionan a menudo. En Lumbre de ciervos, en el poema “Lady Godiva”, es una mujer quien, “henchida de transformaciones ruidosas, indescifrables”, al final, “empezó a volar” (Villazón 2013: 39). En “Desde las lilas”, asimismo es una energía femenina la que inaugura los desórdenes de las “horas” y las “pisadas”: “pero cuál es el prado desde donde empieza / a germinar todo? — hasta las dejas de / ella?” (cursivas de la autora). En Temporarias y otros poemas, en “Matutina” se nos habla en tercera persona de un sujeto (que, dado el título del poema, podemos imaginar mujer) cuyo camino “voló por [su] frente” (Villazón 2016: 26.
[12] Llevadot lee a Derrida junto a Emmanuel Lévinas como sigue: “El hijo [...] viene a desencajar nuestra identidad, de ahí que Lévinas hablase del 'ansia del hijo' como del modo en el que el nosotros de la pareja podría abrirse, trascender, y librarse al porvenir [...] El hijo es también la figura del sí incondicional al otro en la medida en que se le ama sin saber quién es ni quién llegará a ser. Se ama al hijo como debería amarse a cualquier otro, solo porque llega, arriba [...]” (Llevadot 2013: 560-561). En el poema “Sueño del hijo”, en Lumbre de ciervos, siguiendo más de cerca la propuesta derridiana, el yo lírico no se corresponde con la hija sino con la madre que sueña con “el hijo, el no-hijo”, y de él le viene “el colmo de lo extraño”. Esta figura filial, inexistente y existente, “cae”, y la madre no puede estar segura de si cayó del todo o si se escapó de su propia caída y se elevó en el cielo: “todavía no sé si voló” (Villazón 2013: 20-21). En todo caso, este intercambio de roles en el yo lírico, que suele adoptar la voz de la hija, pero a veces también la de la madre —y que, además de características humanas y contemporáneas, puede tomar características animales y prehistóricas (ver notas al pie n° 89 y 91)—, sugiere un rechazo profundo de todo binarismo.
[13] En muchos otros poemas se ve esta conexión. Por ejemplo, en “Retrato de mar”, en Temporarias y otros poemas, país y familia se solapan: “nombre país deviene mantel” (Villazón 2016: 31). El “nombre” apunta a una esencia, por lo que podemos leer una preocupación por no caer en esencialismos.
[14] Comparte Villazón esta mirada de desdibujamiento, e intercalación, de las diferentes fronteras en juego, con varias otras poetas, en especial con la mexicana Gloria Gervitz y su proyecto Migraciones (comenzado en 1991 y que continúa).
[15] En el poema “Encarnaciones”, en Lumbre de ciervos, sobresale un vínculo similar entre las ideas de familia y de país como “huecos” más o menos contentos de serlo, si bien en este caso la familia se refiere a la familia de los amantes, puesto que se trata de un poema de amor. Admite una lectura existencial, pero también biográfica, ética, política. Leemos: “habrá que entrar y salir de los mapas / muchas veces, porque un hambre desova / y se encarna más que un germen vital / y brota ya un nos elegido / para buscarnos” (Villazón 2013: 46-47) (cursivas de la autora)
[16] La edición de Temporarias y otros poemas incluye, además del propio poemario y los poemas independientes, un breve texto (Villazón 2016: 59-62) donde Villazón explica cuál era la motivación de este proyecto; texto que necesitó redactar, como apostillan los editores en su “Nota a esta edición” (Villazón 2016: 57-58), para postularse a una beca del Fondo del Libro y la Lectura de Santiago de Chile.
[17] El poema “Entre astillas de tiempos”, organizado en torno a un apóstrofe que se dirige a confraternizar, a la par que a contrapuntearse, con Jenny (la máquina hiladora multibobina de 1770, cuyo inventor, James Hargreaves, llamó así en honor a su hija), se ocupa extensamente de hacer hincapié en lo que de común tiene la experiencia femenina. Siempre inmersa en trabajos, se afirma a través de distintos siglos y lugares: “Desde que te fuiste, Jenny, el tiempo se hizo una vorágine. / [...] Pero nuestras manos son las mismas que cosechan / Jenny, manos del siglo 0, manos de virreinatos, / manos de la Rev. Industrial, de la Rev. Nacional, / manos callosas para coser, para armar celulares. / Son las mismas que urden tramas, crían bebés / y hacen poemas lascivos como perros negros / que ninguna máquina puede imitar [...]” (Villazón 2016: 52-53).
[18] Resulta significativa la cita, del poeta chileno Humberto Díaz-Casanueva, con que se inicia Lumbre de ciervos: “El poeta olvida su lengua maternal cuando debajo del alma cavan!”
[19] Rivera Hutinel habla de “la posibilidad de un tiempo otro, “fuera de reloj”, mientras que Pablo Oyarzún (en “He leído”) lee en este poemario una indagación sobre la “[e]xperiencia de precariedad, de imposición, de imperiosa adaptación a unos ritmos [...] y de expropiación de la propia experiencia y de expropiación de la palabra, puesta a trabajar, también ella, a tiempos monótonos. Que sin embargo, esconde, en esos tiempos, el otro tiempo” (cursivas de Oyarzún).
[21] Podemos relacionar este lenguaje que apela a lo onírico, además de con elementos surrealistas, irracionalista o herméticos, con lo “delirante”. En el anexo a Temporarias y otros poemas, Villazón dibuja su condición paradójica: de un lado, el “delirio” tiene que ver con los “efectos dolorosos” que “provocan la explotación laboral y los problemas migratorios”. Pero, a la vez, la poeta, dice “se confía al delirio como espacio donde la lengua se desajusta”, de tal suerte que puedan florecer “la libertad de cuerpo, espíritu y de palabra”. El delirio es, pues, el lenguaje de los oprimidos —la consecuencia en forma de cicatriz, O tal vez herida candente, de su sufrimiento; pero también de su resistencia—, y el de la propia poeta.
[22] Cursivas de la autora. El motivo de las palabras “que no digan” también lo ha observado Rivera Hutinel, para quien la poesía de Villazón opera, o mejor, des-opera, “liberando a las palabras de su corteza de operarias de sentido, de jornaleras del enunciado lineal con desarrollo simple”
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Bibliografía
—Cixous, Hélène (1995 [1975]): La risa de la medusa. Ensayos sobre la escritura. Trad. de Ana María Moix y trad. revisada de Myriam Díaz-Diocaretz. Barcelona: Anthropos.
—ViLLAzÓN, Emma (2013): Lumbre de ciervos. Santa Cruz de la Sierra: La Mancha.
— (2015): “La poesía de ayer y hoy en Bolivia”, Correo del Sur.
En: <https://correodelsur.com/punoyletra/20150824_la-poesiade-ayer-y-hoy-en-bolivia> (consulta: 01/06/2019).
— (2016): Temporarias y otros poemas. La Paz: Perra Gráfica Taller.
— (2017): “Dos Aves”, Mar con Soroche, n° 2 1.
—Vuna, Marcelo (2017): “Lumbre de ciervos... en la caverna”, Mar con Soroche, n° 21.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com La poesía de Emma Villazón.
Figuras alternativas de hijas y niños: sin padres, sin patrias, sin patrón
Por BERTA García FAET
Brown University, Providence
Publicado en MATERIA FRÁGIL. Poéticas para el siglo XXI en América Latina y España
Erika Martínez (Ed.)
Iberoamericana, 2020