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PRESENTACIÓN EN VALPARAÍSO DE “SALONES”

Por Enrique Winter
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En cada una de sus cinco publicaciones, Irreal (2003), Carta de Navegación (2006), Río Babel (2007), Músico de la Corte (2008) y Salones (2009), Felipe Moncada (Quellón, 1973) ha creado, con dispares aciertos, un universo propio y originario. Sobrevuela y picotea desde la imaginación, elemento casi olvidado en la actual poesía chilena que, por justificaciones profundas, se ha anclado en la realidad, afectando la perspectiva libre que de la misma pueda ofrecerse.

Si se considera el inédito Caudal, cuya plaqueta de adelanto ha circulado entre los feligreses de Ediciones Inubicalistas, la trayectoria escritural de Moncada respecto a la re la re la realidad, es la parábola que describe la flecha: del nivel del suelo de Irreal (no es casualidad que haya sido parcialmente premiado por las Juventudes Comunistas) a la búsqueda de altura de Río Babel, por ejemplo, alcanzando un primer cénit en esos manifiestos a la representación que son el delirante Músico de la Corte y su colofón hermano, Salones, que hoy se presenta, con la flecha apuntando al suelo de los poemas barriales de pronta aparición.

El arte poética y el programa de Moncada se definen ya en Irreal,donde establece que “La verdadera incoherencia peca de sobria.” Juega a favor de su consistencia la inmediatez de la edición artesanal y de la autoedición año a año, pues publica sus transiciones y no al tiempo que borra de más esos impulsos. Si un antecedente ha de encontrarse para Moncada en la tradición chilena, es el de los surrealistas, en el manejo aparentemente arbitrario de los conceptos, en la atención al detalle, en el colorido mareador de los momentos que se leen como escritura automática, dicen algo y no son, como suele suceder en estos casos, una suma de palabras arquetípicas. Guardando las proporciones, su recorrido formal es similar al de Braulio Arenas, desde el corte breve, de algún modo clásico, del verso al que lo trasciende. Aunque El Mundo y su Doble y Discurso del Gran Poder son fruto del llamado “automatismo sin control”, éste estaba sujeto a una respiración como la de Irreal o Río Babel. Pero ambos autores se leen más cómodos, a sus anchas literalmente, en las prosas de la Mandrágora o de Salones.

Si en sus libros anteriores el ritmo era el de una bicicleta forzada a doblar cada tanto por calles adoquinadas, la prosa de Salones le permite a Moncada fluir como en una carretera. En entrevista concedida a la revista Antítesis, Ennio Moltedo (Valparaíso, 1931) señaló que la prosa “traduce fielmente el deseo de que la poesía aparezca libre de créditos o de las atracciones históricas otorgadas por el metro, rima, cortes o efectos caligráficos. Pienso que la prosa, ajena a estos recursos, exige más y que la poesía puede vivir en ella con total independencia. Por lo demás la poesía de verdad prevalece en lugares insólitos.” El autor porteño apuntó después al “daño permanente causado por la memorización de poemas amables, domésticos, costumbristas, graciosos, al extremo que la marcada cadencia se ha hecho parte del ritmo biológico y mental del ser.” Moncada se ofrece a retirar las telarañas.

En Músico de la Corte las melodías, el arte a la larga, operan como excusas para decir permanentemente un fracaso, acaso la familia o la rutina, sinónimos tantas veces.Salones, en cambio,cuestiona la pertinencia del arte hoy, sospecha de sus códigos y de su relación fáctica con las historias propias de cada nación. El autor comparte este emplazamiento con Vida Detenida de Guido Arroyo (Valdivia, 1986), a ser publicado prontamente. Ambos amplían el espectro de la relación de la poesía chilena con las artes visuales, más acostumbrada a la ekphrasis, notable por cierto, en autores como Enrique Lihn (Santiago, 1929-1988) y Gonzalo Millán (Santiago, 1947-2006). Como ellos, Moncada se preocupó antes de lo retratado. Ahora su escritura es acerca del retrato o, en sus momentos más altos, es el retrato mismo. Cumple la profecía de Irreal, “Ya no es la denuncia del miedo sino el miedo” lo que comunica. En Burbujas Klein, de una extraña belleza, casi épica, enuncia, por ejemplo, que es “ii. Un salto al vacío pintar el cielo sin escaleras, un acto de magia firmar en el aire de una sala. El Tao es la entropía del azul, cuando el cosmonauta ve la gota derramada en el lienzo negro, su alegría es sólo comparable con su miedo, pues su nave cae sin caer: pintar el vacío es el salto.” Yves Klein usaba mujeres desnudas como pinceles, estampándolas en la tela. La antropometría parece también un principio en Salones, donde los mismos neo-dadá son estampados junto a historiadores, jardineros y fotógrafos, pues las especializaciones son artificiales y han de usarse como palabras. En la Casa Wiese de Lima, Jerry B. Martin expuso este verano una recreación de la famosa fotografía de Klein Salto al Vacío, con la salvedad que las figuras estaban formadas por letras tipeadas en una máquina de escribir. Las palabras de Klein and Poses fueron extraídas de una entrevista al fotógrafo y no se entienden. Pero comunican la falta de sentido, la inquietud, de ese salto con palabras que no se leen como palabras. El efecto de esa recreación, donde la palabra ocupa otro lugar del lenguaje estrictamente comunicativo es el que produce Salones, que no la traducción de una imagen a la prosa.

El resultado hermético de la obra es asimilable al lenguaje especializado de los salones de arte. Pero acá la doxa no es exclusiva, sino inclusiva y viene de la arbitraria mezcla de la coctelera de Moncada. El autor une referencias absurdamente lejanas con otras que nos tapan la vista, o que se presentan borrosas de tan cercanas. La distancia focal pasa a ser un objeto. El autor “sintoniza los Cantos de Maldoror y las rancheras del estío” indistintamente, o mejor, consciente de sus reales diferencias fuera del prejuicio. Expone la teoría del caos en el mestizaje y en el nexo vital entre todas las cosas: “La colisión de un felino y su antídoto, originan los estertores de las palomas en los cables eléctricos.” No es de extrañar que recupere la confianza del lector a través de un recurso cientificista, cual es el punteo en literales, párrafos como ideas-fuerza tan en boga en la política contingente, ligeramente relacionados entre sí, que se leen de forma inevitable como premisas que se superponen, como piezas de un puzzle. En el primer poema entrega algunas claves como que “Los vigilantes son alfiles y caballos en el piso de la galería, cada movimiento tras la pista de un cliente es la jugada que un teórico calcula en prosa.” La cerebral excusa es más bien una invitación a entender el juego de la lectura, como la de Georges Perec en el preámbulo de La Vida Instrucciones de Uso: “De todo ello se deduce lo que, sin duda, constituye la verdad última del puzzle: a pesar de las apariencias,  no se trata de un juego solitario: cada gesto que hace el jugador de puzzle ha sido hecho antes por el creador del mismo; cada pieza que coge y vuelve a coger, que examina, que acaricia, cada combinación que prueba y vuelve a probar de nuevo, cada tanteo, cada intuición, cada esperanza, cada desilusión han sido decididos, calculados, estudiados, por el otro.” El mundo no es un escenario, como en William Shakespeare, sino un juego. Un juego en serio, que podrá divertir, pero mucho menos de lo que inquieta.

La daga de Moncada se clava en el montaje inverosímil de las imágenes. Éstas son casi siempre neutras, pues el autor se resiste a la toma de partido, a las certezas de un discurso. Sus poemas no son momentos seleccionados, como los de la fotografía o de la pintura, sino movimientos de uno a otro, que no implican traslado, como en el montaje del cine. Moncada se emancipa de la toma, trabaja la “imagen movimiento” en el decir de Gilles Deleuze, sin un centro desde el cual surja la percepción de lo enunciado. Como si se tratara de una película, Moncada nunca da una mirada total, un sentido completo, sino que fragmenta hasta los cortes. Es de interés que esa fragmentación no se refleje visualmente en el quiebre de versos y que, de algún modo, no reemplace a la realidad, como en sus obras más recientes, sino que postule otra nueva. En Instrumentos de Guerra instituye que “La cámara fotográfica es caja de doble filo: un ojo es de vidrio y retiene la osamenta; el otro sigue a las ballenas en su jardín submarino.” El rol de la fotografía, cuando la realidad ha superado a la ficción largamente, puede encontrar desafíos como el de Tres Fotógrafos: “i. Americana, turista de catástrofes, guarda en caja de fieltro los cuerpos de la guerra ya que la ciudad es un cementerio abierto, si lo que busca es la meditación, caen los pensamientos como plomo caliente, si pretende ser la denuncia, su hora ya pasó, pues no se llora hoy a los muertos de Troya.” Así, la línea de tiempo tampoco sale ilesa de la coctelera en que Moncada da cuenta del desasosiego, que es también pictórico. “La fotografía ha muerto hace algunos momentos, desde entonces caen papeles negros y los antiguos han cruzado los límites colores sepia que separan la reproducción del presente.”

El problema es qué dice Moncada, qué queda de la enunciación. Queda un tiempo presente donde se unen las constantes referencias a la antigüedad y al arte. Y ese tiempo presente es, contrariamente a lo que indica el sentido común, lo desconocido. El poeta como alguien que trae ese más allá o más acá que no se ven. Moncada no escribe del espacio intermedio. Leído hoy, el poema Cuatro Actos de su primer libro parece premonitorio: “Lo conocido y lo desconocido / coinciden en una botillería. // Lo desconocido compraba una caja de vino / cuando entró lo conocido. // Lo desconocido lo mira de reojo / por su reflejo en el vidrio de la congeladora. // Lo conocido por su parte / se da cuenta de inmediato que lo desconocido / está en la botillería, pero prefiere no saludarlo.” Los surrealistas creían que eso se encontraba en la mente, Moncada cree que allí se prepara algo, pero que definitivamente el material está afuera. Por eso no hay que perder de vista la trayectoria de flecha de su obra, sobre todo en los contados casos en que “Poemas que parecen escritos esta mañana / traen un aroma de pinos derribados hace mil años”.

No le preocupa ser escatológico en tiempos posmodernos y buscar el “advenimiento de la pintura”, el arte nuevo propio del “hombre nuevo” de la vieja izquierda, “cuando la claridad brota de los vidrios.” Porque lo hace sin ingenuidad, vislumbrando la pérdida del deseo tras la maquinaria cultural. Cada prosa es un pellizco a las falacias que se encuentran en las leyes de las atracciones. Especial atención merece a este respecto el poema Objetos Calder en que el autor vincula el equilibrio de las esculturas del norteamericano con un experimento casero de ondas estacionarias en cuerda. Este experimento puede entenderse con mucha mayor facilidad que el poema: se corta una bombilla en pequeños tubos que envuelven la cuerda. Al hacer vibrar la cuerda, al moverla como las niñas que la saltan en todas las escuelas, los pedazos de bombilla se desplazan no hacia el punto más estable, sino que a los de mayor movimiento. La calma no tiene valor ni para los pedazos de bombilla y se nos quiere convencer que la tenga para las personas y sus pasiones. El autor se esfuerza para que el lector luego mire el mundo de otra manera, que es lo mínimo que se le puede pedir a un libro de poesía. En este caso, esa otra manera es más humana, donde el arte opera como vehículo de los celos, del gozo y de las demás pasiones.

Cuando los conceptos se ofrecen como imágenes, cuando la estética es un delirio original, cuando las pinturas y las instalaciones pueden ser los neones de los restoranes chinos (Moncada es uno de los inventores de la irónica columna “Arte en Todas Partes: Vanguardia Now” bajo el seudónimo de Teresita Larraín, en la revista La Piedra de la Locura) y el deseo “Se desliza como gato entre las rejas de las diez de la mañana y entra a una fuente llena de sol detenido”, poco importa si el libro se entiende a cabalidad, si gusta o no, para que sea necesario. La inverosimilitud debe entenderse como verosímil, aunque sea poco probable. “La tarea es resolver muchas veces el mismo problema” parece aclarar en Cubo en Gris, pero tal vez sólo oscurezca intenciones menos ambiciosas. Salones termina con diez aforismos. Los tres últimos son la conclusión, además, de esta presentación: “viii. El cuadro es un artificio para ver el futuro. // ix. De no haber riesgo, todas las telas serían bodegones. Si gobernara el temor a lo inconcluso, el mundo nunca habría dejado de ser la primera aldea. // x. Cualquier acto podría contener poesía, cualquier texto en verso o prosa podría tener un final de cuerdas vibrando y un pez dorado que lo atraviesa.”

 


 

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