"Rascacielos", segundo poemario de Enrique Winter
Contra todo eufemismo
Por Juan Cameron
En revista Liberación, Malmö (Suecia).
Sin conceder al inútil lirismo y utilizando temas en función de símbolos, el poeta Winter nos entrega, a través de una exposición bastante autobiográfica, una obra desarrollada y limpia cuyo eje denota la soledad a que el individuo está condenado desde sus orígenes.
Un consejo necesario de seguir en casi totalidad de los jóvenes poetas es comenzar su carrera con la edición del segundo libro, observación que parece absolutamente válida en el caso de Enrique Winter puesto que -con la circulación de su reciente Rascacielos- demuestra haber adquirido un interesante desarrollo literario.
Lo habíamos conocido con su inaugural Atar las Naves, un conjunto con el cual, si bien demostraba cierto nivel de oficio y conocimiento, no lograba convencernos del todo por su sequedad expresiva. Había allí una excesiva voluntad de limpieza (se supone) de fragmentos literarios y rasgos de sentimiento innecesarios para el resultado del texto. Ahora, en esta nueva producción, Winter apunta a la melodía y al ritmo -con algunos devaneos con la rima- para señalar su dominio del verbo y, de paso, seguir la particular receta que en el Postfacio de su libro inicial, Armando Uribe Arce daba, a él y a los jóvenes poetas, con un disimulado tirón de orejas: "Lo que llaman aquí 'verso libre' a menudo diluye las particularidades de quienes, por pereza, por ignorancia o por creer que su texto, siendo 'libre' es más sincero, saltan, sin ritmo, cuerdas inexistentes". Heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos han de probar en esta nueva obra que el novel escritor sí tiene en verdad oído.
Winter se sube a un rascacielos que, en tanto nombre, está cargado de connotaciones. Desde ya, y a causa de su profesión de jurisperito, puede referirse al "cielo de los rascas", aquel de los individuos más vulgares y desamparados en el mundo de la educación, carne de cañón de los tribunales en lo penal. O a la sociedad construida en forma piramidal o vertical, a la que basta un par de buenos golpes para desmoronarla. O al alcanzar las alturas de la geografía en ese viaje que es a la vez iniciación y apertura. Cualquiera puede ser el significado. Para la mexicana Lorena Saucedo proviene "de un yo refractado, que se vuelca e incluso llega lejos subido en el viaje de un 'lirismo impersonal'; y cita: "Y si uno es su cuerpo: el cielo es más pequeño que los rascacielos". Puesto que en "este entrecruzamiento de voces subyace una idea importantísima: el ser individual es algo que se resuelve en las multitudes, en las esquinas, en la carne de otros" (véase Proyecto Patrimonio, <letras s5.com>).
Los temas de Winter (como decíamos, el viaje, el mundo del desamparado y la ciudad en tanto escenario) operan en la función de símbolos de su propia emoción, a los que el poeta traslada la culpa del "sentir". Sucede en estos versos exactamente lo que Carlos Bousoño señala en su "Teoría de la expresión poética" (pág. 290, ed. 1970, Biblioteca Románica Hispánica, Ed. Gredos, Madrid). Por este tropos, llamado de subjetivismo oblicuo (transversal diríamos por estos días) logra el autor desprenderse de todo sentimentalismo, aparentando ante el lector un discurso más creíble y por ende más "objetivo".
Los lugares citados, es conveniente indicar, desordenan la bitácora. El Quezaltepeque guatemalteco puede bien ser de pronto, cuando se acerca a Honduras, el salvadoreño; y el viaje entre Tegucigalpa y San Pedro Sula, junto a las altura americanas, los salares y los desiertos, para luego pasar a San Cristóbal, no puede ocurrir sino en el estricto territorio del lenguaje, en el patrimonio de imágenes del autor- Y tiene como su más profundo objetivo dar cuenta de la inevitable soledad a que el individuo está condenado, a pesar de los nombres de muchos -y de muchas- que para el lector quedan grabados como simples notas al margen o a pie de página. Una vez más el poeta no concede a la geografía, porque esta yace afuera, en la realidad, y ese ritmo aquel no lo baila.
Estamos ante páginas cargadas de acertadas figuras. En un viaje que va desde Guatemala al mero México el poeta describe: "como barbas// de una ballena cierran las montañas,/ el sol es la linterna de un minero/ y quema como marca de cigarro". Y pronto, para dibujar a los condenados de esta tierra advierte con una inusual comparación: "a quien quiere encamarse con la futura madre,/ que de las drogas duras va y vuelve al alcohol/ como un columpio con un niño". Winter no duda en aplicar los elementos de un oxímoron más o menos brutal a modo de símil. Recurso que repite a página siguiente en un celebrado poema fúnebre: "Patricio Hernández, profesor de nado,/ más Alejandro Galvis, el poeta,/ son desde hoy puñado de cenizas,/ como las del cigarro que ella apaga/ conmigo en los moteles de Santiago". Hermosa imagen, por lo demás, que enriquece la iniciada por Lêdo Ivo al declarar que el bombero Juan Cristóbal da Silva "hoy es tan sólo una composición mineral".
Al hacer un balance de sus representaciones, Winter sitúa el relato desde el tablado de la ciudad. Esta es la única realidad actual (o actuable) puesto que el viaje siempre finaliza para convertirse en recuerdo. En este sentido, el viaje es el recuento del pasado. En consecuencia la ciudad es la vivida más que la nombrada, la sabida más que la anotada en la bitácora, es Santiago, es Valparaíso, es una plaza o cualquier otro sitio palpable en lo cotidiano. El verdadero San Cristóbal es un cerro en su ciudad capital; no es San Cristóbal de las Casas u otro pueblo en Centro América. Porque al final de cuentas, cualquiera que sea la interpretación de estas páginas, el rascacielos es sólo una sombra que se yergue solitaria sobre una ciudad siempre desconocida.