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“AL ESTE DE TODO” DE CÉSAR HIDALGO

Enrique Winter

Se nos invita a escudriñar en un diálogo que el autor entabla por vía de cartas no fechadas y dirigidas a sí mismo. Alrededor el mar y Al este de todo, este diario o bitácora. Poesía vivencial y en primera persona, cuyas motivaciones íntimas la vuelven universal. El mismo efecto se produce respecto al lugar del que dice emanar: la cabina que habita. Ésta es descrita acabadamente y al parecernos una écfrasis, surge la pregunta por cuál es la obra de arte en tanto cabina. Una naturaleza muerta.

Hidalgo busca el cable a tierra en las palabras que lo antecedieron, dos o tres libros, que se oponen a las fuerzas naturales, silentes a la larga en comparación a los amantes “ruidosos como muebles”. La quietud es ensordecedora y se construye por las personas, trabajada en la madera. Estas palabras son presentadas como supervivencia, los flotadores que pellizcan la pesadilla solitaria. Su lectura persigue la luz o encontrarse luminoso.

Este gesto que puede parecer nostálgico, es expectante. Si Sartre admitió que “como todos los soñadores, confundí el desencanto con la verdad”, la duermevela de Hidalgo persiste en el anhelo. Para Benjamin, “En un amor, la mayoría busca una patria eterna. Otros, aunque muy pocos, un eterno viajar. Estos últimos son melancólicos que tienen que rehuir el contacto con la madre tierra.” Al este de todo documenta este desapego a través de una escritura por impulsos, expresada en visiones, sin que sepa bien el autor qué dijo, algo que suele saberse sólo cuando ya no se dice nada. En cambio aquí, “Las gaviotas saben lo que hablan y escuchan, atentas, catatónicas.” Junto a ellas el viejo rol del vate: “Sé también que es cielo y por qué las estrellas se lanzan fugaces en él”.

Al este de todo es un nado, se lee de un tirón, denotando así la desproporción de tiempo entre un viaje que no haremos –diez segundos de un noticiario– y el que el autor hizo por nosotros; y de intensidad, desde adentro hacia afuera de la tragedia de una rutina marítima. Se lee también como un capítulo de una novela de formación tardía, como Retrato del artista adolescente o Los años de peregrinación de Wilhelm Meister. Dietrich Schwanitz explica que en este tipo de obras “El protagonista comprende retrospectivamente la historia de sus errores como el proceso necesario que ha tenido que recorrer para lograr conocerse a sí mismo. Así, este proceso conduce a la formación, y sólo el logro de la meta vuelve comprensible el proceso.” Ese movimiento centrípeto es expreso en Hidalgo, quien advierte: “Me sentí un gigante, pero los árboles me dijeron que no”. Por vía de la imagen, cuadra al final el círculo de lo vivido: “Un niño juega en la tina con barquitos de papel, juega que su brazo es un huracán. / Un hombre arranca sueños entre temporales. / Imagina el brazo infantil que hará naufragar su barco.”

Cuando declara “Mi soledad es distinta”, uno se pregunta ¿a qué? La tendencia actual a la igualdad de ideal político –una libertad con pequeñas protecciones–, deja en la subjetividad una sobrecarga de desigualdad. El mercado funciona por el permanente deseo de las personas de diferenciarse del resto. A lo que uno dedicó sus energías por años, se olvida por la nueva fruición. Al este de todo no es ajeno a la volatilidad de quien uno es, la esencia es también aquí un material transable. Porque, con Benedetti, “Un hombre alegre / es uno más / en el coro de hombres alegres / un hombre triste / no se parece / a ningún otro / hombre triste.” El motor de esta diferenciación es la áspera relación del autor con el modo de vida del marinero.

El movimiento biográfico es también el de las palabras sin el artificio o tarjado al aire del verso. Se aparece –como olas– en la prosa poética, vastedad u horizontalidad asimilable a los océanos. Están el mareo de la letra, mínima en el blanco de la página que también está dentro de ella, como el mar en el marinero, que es apenas una marca; y el espacio abierto que se hojea. Esta vastedad opera no sólo como lejanía, sino también en tanto perspectiva, pues aclara en quien viaja lo que aparecía borroso de tan cercano: la carne cuando no se tiene y la anécdota. La lejanía de los puertos acerca, a su vez, a la otredad: la luna, los animales y la muerte. A veces desde el estereotipo oscuro, otras desde la caricatura graciosa –la superstición– a la usanza de los mexicanos.

Con Maquieira “volábamos sobre un mar mareado / jubilosos de perpetuar el ataque”, guiados por el albatros de La balada del marinero anciano de Coleridge y el ímpetu de Ahab en Moby Dick de Melville. En cambio, Hidalgo no emula la grandiosidad del mar ni compite con ella: “El viento trata de sumergirse, las olas vuelan. Chocan los titanes. Nadie gana.” Opera sobre el apunte como Shepard, y con la calma ansiosa de novelas del tipo Big Sur, sin explicitar la crudeza que se adivina. La evidente crisis de Kerouac se lee en el acto de escapar y no en la narración del escape mismo.

Resulta de interés la doble dirección de la memoria: hacia la evocación (“y tu recuerdo es el pájaro que trasciende el manto y queda hecho glaciar”) y hacia el anhelo de una llegada que inventa el sentido del viaje. Cabe preguntarse a qué se retorna en Al este de todo, si conformarse con la rápida respuesta de la infancia, corroborada por ese brazo en la tina con los barcos de papel, o en una melancolía que ya quedó errante en torno al cuerpo que finalmente no se desplazó, como si estuviera muerto. Porque es evidente que aquí el movimiento no implica traslación: la física lo deja en la partida. Pero “benditos los que viajan sólo de ida” canta Joan Baez y Al este de todo da la permanente apariencia de sólo ir, como recomendaba el citado Kerouac. El pasado –lo vivido– es algo mutable, “soportando la derrota de su tiempo y del tiempo”. También respecto del mar “porque él pasó de nosotros y su inmensidad ya no es”.

Quedan, por último, las muchas maneras de decir una “carcajada bullendo en las trenzas de un mar antiguo” y el juego. Pues aunque se cumplan los itinerarios de la cita de Calvino que abre el libro, éstos no quitan el ojo de niño del autor, curioso ante cada parada: “Los perros dueños de la noche. / (…) Nadie mira las canillas sucias de mi puerto.” Una creación desde la experiencia antes que desde la biblioteca arriesga pecar de inocente, pero pocos se quejan de que en el puerto se pinte hoy como en el siglo XIX. Esas formas a veces vistas de Al este de todo adquieren una nueva vida desde una búsqueda de placeres, sin más ética asociada a ella que la fotografía de lo sentido. No altura, sino registro. Realismo, pero no más sucio que las propias manos del marinero. Recién duchado, antes de que amanezca.


 

 

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