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Sobre Rascacielos de Enrique Winter

Por Rodrigo Arroyo
 Versión original de la publicada en Revista Contrafuerte Nº 2, febrero de 2009.
  

   

     La poesía debe ser un poco seca para que arda bien, y de este
modo iluminarnos y calentarnos

     Octavio Paz 
 

La multiplicidad de la mirada (de vistas) es lo primero que pienso al oír hablar de un rascacielos; pues si bien la imagen que asociamos a esta construcción tiene que ver con desmesura y magnificencia, arrogancia si se quiere; bien podemos -apenas- habitar su primer piso (de un rascacielos); es posible relacionarlo vagamente con un exceso del exceso, o una aspiración de ser más de lo que en verdad se es. Un cuerpo que producto de su envergadura permite o facilita el simulacro; entendiendo el simulacro como una construcción enfocada en lo dispar, en la diferencia, rompiendo así con la idea que sustenta al mimetismo. Podemos pensar que un rascacielos disloca el contexto urbanístico, del mismo modo creo que un posible intento por entrar en Rascacielos (Ed. Limón Partido, Coyoacán, México 2008) de Enrique Winter disloca la idea del texto. Estamos creo, ante un libro que se acerca riesgosamente a la certeza, leemos en varios poemas la seguridad de una voz; hecho que se vuelve peligroso en relación con los mismos poemas; hay una suerte de disputa de sentido interno en el libro ("como el pintor de brocha gorda que cubre el blanco de los muros") cuando el verso se extiende en el poema surge -inevitablemente- una duda, ¿Es posible pensar en la contención, pese a que sea bajo un marco estético? Digo esto pensando en que tal vez las voces que atraviesan este libro den cuenta de lo contrario, esto es: incertidumbre.

Pero seamos justos, no toda certeza es peligrosa, esto se comprueba a través de los 64 poemas que componen este libro, Winter logra su punto más alto al ironizar en Rascacielos de modo interesante sobre la tradicional discursividad respecto a la marginalidad, a la pobreza; haciendo un cambio de orden; aquí la marginalidad es la palabra, y claro, la lectura de ella: "Somos ocho en la pieza./Tengo catorce años y duermo con mi hermana./Sus muslos contra el pecho esperan/ un portazo. Tirita el vidrio" Así, la palabra se hace cuerpo, discurso, o un  lugar (Oyarzún, Celan) tan disperso como la voz que en este libro se asemeja a la imagen que entrega un caleidoscopio; es a contrapelo entonces que un verso nos da cuenta de una operación más fina, -"y si uno es su cuerpo, desplomarse no es breve"- que permite entender la dispersión que es posible advertir. Caer al asumir el cuerpo, es también decir -de otra forma- que uno no es su cuerpo (Jaspers) y de serlo, el peso de asumirlo -incluso como texto poético, o ficción, nada más- nos haría caer; algo así como caer del rascacielos. 

Donde mejor funciona, si es posible pensar en tales términos, la poesía de Winter es -insisto- en el lugar de la crítica, de la ironía dura, sin disfraz: "Cuando mi hijo tiene hambre/ observa la piscina",  "Soy joven. No soy pobre/ porque no tengo un niño. / Los pobres tienen muchos hijos", o "Todos los resentidos que conozco/ se enamoran/ de la primera cuica que los pesca". También lo cotidiano estructura el sentido del libro, parece afirmarnos silenciosamente que hay un decir de lo que no dice, o que no es necesario decir, pues se presenta apenas, y basta con eso: Y ese plato limpio nada dice de los comensales ni de lo cenado. Tal vez baste con eso, o con saber que tal cotidianeidad apunta a las constantes nuevas formas de relacionarnos con objetos y situaciones comunes; así, más que el río distinto de Heráclito, estamos ante partes físicas que se deben al contexto real en el que habitan (Benjamin) ya sea en cuanto a tiempo (modernidad, por ejemplo) o en cuanto a cruces culturales. En este sentido el cruce con México no puede ser tomado a la ligera. Por otro lado, ciertas imágenes cotidianas, dan la impresión de que las palabras halladas nos dejan en presencia de un lenguaje tratado como cuerpo, físico; más que jugar con su sentido "Brillante como escupo sobre escarcha".

A modo de resumen, creo que Rascacielos es un libro que, haciendo una analogía con la construcción, parece bastarse a sí mismo, por sobre su entorno. Decía anteriormente sobre una disputa de sentido interno, pues bien, eso crea una especie de muro que cerca el libro, ¿Será eso la confirmación de la voz propia?, ¿Será tal vez un deseo de autoexilio que exhibe el camino solitario del que escribe, del que lee?

¿O será la incertidumbre de estar ante un libro que sabe dudar de sí, y responderse solapadamente?

Valparaíso, octubre de 2008.


 

 

 

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Por Rodrigo Arroyo.
Versión original de la publicada en Revista Contrafuerte Nº 2, febrero de 2009.