“PASEANTES” DE DIEGO ALFARO PALMA
Presentación de Enrique Winter
http://lacabinainvisible.wordpress.com/2010/04/21/winterpaseantes/
La quinta región tiene dos pueblos colindantes que se llaman Limache, como los dos Paseantes que Diego Alfaro (Limache, 1984) tiró en el comedor hace unos meses. Las hojas sueltas pidieron el viejo ejercicio del este sí y este no, para escribir un solo cuerpo del que ya nadie recordara las partes constituyentes, como el cuerpo del Limache que aparece en los mapas. Y si el nombre de los pueblos mencionados es mentiroso, tanto más lo es el de Paseantes, pues quienes hablan acá no vagan distraídos, sino que buscan imperiosamente darse cuenta de las cosas, para dar cuenta de ellas.
Las indagaciones de estos personajes rebotan casi siempre en la naturaleza o en el otro. En “Semilla”, un niño “empuñó -sin gesto- la manga de su chaleco / despidiendo la bruma y sus vacíos / para así admirar el paisaje.” No cabe aspaviento ni mueca posterior a la solución del enigma planteado en ese primer poema. El autor aclara que sólo empuñó la manga, que no hay otra lectura que el deseo de observar lo que está detrás de la ventana. Pero la mención a la falta de gesto es, obviamente, un significante verbal, una “imagen acústica” en palabras de Ferdinand de Saussure, cuyo significado por lejos trasciende a ese niño y plantea de entrada, una ética del descubrimiento. Cruzando la temblorosa belleza de la cotidianidad, se reaprecia lo que estaba allí, a la vista, pero sin ser visto; en conjunto con el contradictorio “odio ante las cosas verdaderas” (Ian Curtis). El niño busca lo que resulta insoportable para quien lo encuentra de adulto. En este sentido, Alfaro no será el último en decir que “La eterna búsqueda del cazador / semejante a la del filósofo / termina en la contemplación” (Elmer Fudd), pues uno envejece y se acerca a la naturaleza inevitablemente, como si agacharse con los años fuera una lenta aproximación a la tierra, hasta quedar bajo ella.
Si no es en la naturaleza, es en el otro, donde el poeta se registra: “Miras la vergüenza oculta en tu libro / te vuelves hacia la ventana / y parada en la esquina con su cartera / te sonríe, como queriendo salvar tu mundo” (Aurelia), y “Ambos somos una ventana donde ha golpeado la lluvia” (Just Like a Woman). El antónimo, en el disfraz de enemigo o de amante, es aquel en el que uno se valida; pues sólo a través del otro se puede pensar en uno en perspectiva y en varias caras, “ambos se mirarán como en un espejo, / él le amarrará los zapatos para salir a caminar” (Elmer Fudd).
Paseantes es una colección de poemas de transición entre un pasado que uno intuye de inquietud y un presente que da eventuales respuestas, claro que en un “retorno que no termina” (El Retorno), en parejas que se desvanecen como la cerveza (Mesa Número Uno), o en objetos que señalan la ausencia, “como si el equipaje no estuviera listo, / como si algo faltara de ti / a la ropa tu cuerpo, a tu cuerpo un lugar” (Presentimiento). La narratividad de este registro es inevitable, hasta intencionada en las tomas de voyeur sensible. El impacto poético se produce algunas veces por los hechos mismos, pero en la mayoría de los casos porque el autor selecciona los detalles con paciencia para asir, al menos desde la representación, la fugacidad con la cual se le aparecieron. Para Blaise Cendrars, todo se movía, y así indicó que su obra oscilaba entre un desorden de sensaciones y el realismo fotográfico de sus poemas de viaje, que se desvanecía en el momento que se le registraba. Suya es la oscilación poética de Alfaro, cuyo Paseantes puede diseccionarse según los polos de Cendrars. Es en el realismo donde más cómoda puede hallarse la subjetividad pretendidamente exacta. Esta pretensión errada es placentera en cuanto, creyendo ser fiel a la original, crea una nueva realidad a partir de la experiencia. El ejercicio es el de un ladrón que cuando llega a su guarida, nota que lo que trajo consigo no es lo que robó. El ojo propone y el resto del cuerpo dispone una suma de respuestas físicas, entrometimientos en lo observado. Así, como en Cendrars, lo observado se desvanece en el registro. Cuando uno revisa las fotos del viaje, lo no fotografiado se olvida con mayor facilidad que si al viaje no se hubiese llevado cámara, y respecto a lo que sí se fotografía, el recuerdo no sólo queda mediado por el registro, sino que lentamente se convierte en el recuerdo del registro mismo, bajo el enfoque y la luz elegidas por el fotógrafo, o impuestas por la urgencia del ambiente.
La equiparación de la experiencia, sea histórica como en “Inés”; de mujeres de distintas edades, siempre solitarias; propia y con dedicatoria en “Intersticios”; de suicidas famosos como Nick Drake y hasta caricaturas como Charly Brown; cumple un rol político que creo relevante, en cuanto a la importancia que asignamos a las demás personas. Acá todos pasean por un parque de escasa vegetación -la economía de recursos del verso- de modo que sus rostros quedan al descubierto y pueden encontrarse. Paseantes pareciera suceder en un presente continuo: un día de lluvia en todas las realidades que a uno lo circundan, desde la familia a los programas televisivos. La desoladora “fotografía de un carrusel bajo la lluvia” (Bibliotecario) puede estarse disparando mientras las otras páginas del libro son registradas y sus personajes caminan mientras uno lee a otros. Desde afuera ahora, Paseantes instala un riel a lo largo de las veredas de un pueblo grande o una ciudad chica, y sobre él posa una cámara fotográfica para seleccionar momentos, pero con arbitrariedad. Algunos resultados son sutiles como “Piano de Juguete” y otros desentrañan una sensorialidad que sólo es posible desde la experiencia: “Dulce al paladar / el pastel de pasas / se quiebra entre los dedos.” Los dedos forman parte de un cuerpo que, herido como todo cuerpo, disfruta y resignifica.
Alfaro apela a un sentimiento puro, no explicable fuera del poema, como en la anécdota de Franz Schubert que, consultado por el significado de una obra suya, volvió al piano a tocarla. Todo lo que tenga que decir está allí, “sin gesto”, lo que por cierto es riesgoso por falaz. Alguna vez la música incluyó todo lo que tocaran las musas y Alfaro quiere hacer canciones en una época de sonidos. Sus imágenes son de aire, “un balón que escapa hacia el viento” (Charly Brown) o un globo por el que tender “las manos hacia un poste / para intentar atarlo” (Globo) en una época de contaminación atmosférica. Lleva a cuestionar el rol de la esperanza hoy y el de la poesía en ella. Comienza y termina el libro desde los valores humanos más básicos, no sin suspicacia. El amor filial, “En tu labor crítica / al menos una vez / al mes la revisión / de la dentadura / (…) / evitando la lesión / y controlando el pulso, / al igual que un jardinero / en el oficio de impedir / el paso del tiempo.” Cierto es el consejo de Lou Reed, “Siempre que escuches sobre valores familiares, preocúpate de tu billetera, porque alguien está robando algo”, pero acá no se trata de una imposición ética, sino de una constancia de los gestos por los que vale la pena levantarse en las mañanas. La vida es difícil, pero merece el esfuerzo, por las implicancias de “un rayo de luz apresado / en un frasco de mermeladas” desde el cual el autor sí atisba una ética para una toma de partido ciudadana: “No anhelemos no brillemos, / es hora que apaguen la luz.” (Estantes). Sólo así veremos la que está apresada en un frasco o en otras personas. Hay más elementos para la creación de una ética en Paseantes, con sus peligrosas implicancias: “Un cantante de blues agoniza en un hospital, / muere sin la pena ni la gloria del muchacho. / Notas se recuestan entre las sábanas. / El hombre muere, no hay remedio, ni canción” (Woody Guthrie). Si algo no tiene remedio, ya está remediado. Sin gesto. Vaya un tercer elemento para la ética del buen morir: “No plagies la huída de otros. / Toma en cuenta que el talento / es una maleta vacía, / que no hay trompetista en esta vida / que haya sabido morir bien” (Plagios).
El espacio que dejó la caída de las religiones y más tarde, de las ideologías, sumado al escepticismo que no responde a las necesidades de las personas, ha generado una evidente crisis de la esperanza, en el decir de George Steiner. No deja de ser interesante, en una época de astuto cinismo, creer en algo y comunicarlo en verso. En una época de expectativas y de lo razonable, también la esperanza lo es, en aquello que lo razonable merece rescatarse. “La certeza esquiva del asombro” (Paseante Número Uno) en palabras de Alfaro, puede sentarse bajo el árbol de Heráclito, para quien “si no esperas lo inesperado, no lo encontrarás, pues es penoso y difícil de encontrar.” Por eso estos Paseantes no vagan aunque quieran hacerlo, sino que buscan. Por eso también se suicidan.
A la abrumadora experiencia informativa que tenemos a diario, cada vez más poetas y músicos nacionales responden con obras conmovedoras en su sutileza. Las revoluciones que Manuel García, Chinoy y Camila Moreno le bajan al rock, se las bajan a la poesía Antonio Rioseco, Andrés Florit y Diego Alfaro, por nombrar a los más recientes, con una poesía a ras de suelo, basada en la experiencia de los ciudadanos comunes. Éstos reflexionan, se enamoran y mueren tal como los grandes creadores, y la diferencia a rescatar es que a estos autores, les importan. Las estridencias son mínimas, y se obsesionan con los detalles de lo que cuentan (es eso lo que aman) y no con los adornos del verso o con quien deba celebrarlos. Un afán desde el cual distinguir los matices de una vida ploma por las labores domésticas. Todo suceso puede ser extraordinario en su pequeñez, de modo “que no tenga que partir a otro planeta” en voz de Rioseco. No creo que el futuro de la poesía o de la música se encuentren en la sencillez narrativa de la guitarra de palo, pero sí creo indispensable la señal de época de estos creadores: el impulso de recuperar sentimientos básicos, desde los cuales rebotar más lejos en la medida que se flexibilicen creativamente, asimilando tantos más códigos de un mundo indescifrable.
“Cuando nos vamos no sabemos que nos vamos / creemos cerrar una puerta, sellar el cerrojo / aferrándonos a una manilla como a una promesa” (Umbral).