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''Carta de Ajuste'' de Antonio Rioseco y Juan Eduardo Díaz
Presentación

Enrique Winter

 

 

Toda presentación de un libro consiste en proponer un barrio donde ubicar al nuevo vecino. Una cartografía, un mapa, donde juntar con lo visible lo que era invisible. Pero ¿cómo situar con exactitud a los vecinos cuando son veintidós y no precisamente hermanos? ¿Cuando lo primero que los une ya es un lugar, Valparaíso; y lo segundo, es una doble invisibilidad, por su carácter de inédito? Situar lo que ya tiene sitio, e indicar lo invisible, constituido como cuerpo en razón justamente de su invisibilidad.

La suma de todos los colores luz, los de la carta de ajuste, da como resultado el blanco: el blanco desde el cual empiezan las transmisiones y también la escritura. Antonio Rioseco Aragón y Juan Eduardo Díaz confían en la programación que recién parte y tienen motivos para ello. Pues esta programación se engarza a los jóvenes que preceden inmediatamente a los aquí antologados, no por génesis sino por finalidad, en el decir de Anguita y en escribir poesía en el puerto; que han despachado a lo menos cuatro libros indispensables y renovadores en el último bienio: “El Cementerio de los Disidentes” de Claudio Gaete (1978), “An Old Blues Songbook” de Carlos Henrickson (1974), “Chilean Poetry” de Rodrigo Arroyo (1981) y el reciente “Silabario, Mancha” de Marcela Parra (1981), quien al igual que Gabriel Manzur (1989) aparece en esta cuidada “Carta de Ajuste”, perdiendo la ciudadanía de inédito antes del presente lanzamiento. El fragmento de “We” que de ella se incluye, opera como un manto cubriendo los textos dentro de los textos de esta antología, donde se desacraliza la poesía y el arte mismo: “Joe cree que el cine Dogma es una copia barata del Porno. // Joe articula en Sexual Freedom Magazine, / su área de trabajo es el hardcore porn. / En sus ensayos incluye: / 1. referencias críticas de otros escritores / 2. análisis de fotografía y de color.”

El carácter intrínsecamente temporal de esa primera ciudadanía, la de inédito, se une a la indefinible ciudadanía porteña, si consideramos que ninguno de los autores recién citados nació en Valparaíso, ni siquiera en la Quinta Región. ¿Qué es lo porteño, cuando un puerto es un lugar de paso? Un lugar en la costa o en las orillas de un río que por sus características, naturales o artificiales, sirve para que las embarcaciones realicen operaciones de carga y descarga, embarque y desembarco, etc.” según la Real Academia Española, donde esas operaciones bien pueden asimilarse a los discursos artísticos. ¿Cómo ponerle un gentilicio a los inmigrantes, que son lo otro, la antítesis sin la cual la síntesis de la poesía porteña sería impensable? Los propios poetas nacidos en Valparaíso se encuentran en un número importante fuera de Chile o al menos de la región. Rioseco y Díaz afrontan esta patada al localismo y hacen una antología de poetas en Valparaíso. Parecen decir que no les importa de dónde vengan, sino dónde están, y cuando se trata de inéditos es evidente: hacia dónde van.

Ahora que la inmigración no llega del mar, sino del interior, y no por el comercio, sino por la educación o el turismo, causas mucho más fugaces en presencia que las económicas; la caracterización de elementos propios de Valparaíso se torna aún más compleja. Porque el lugar representado en la nueva poesía porteña no es para nada el de las aulas universitarias, ni los cerros coloridos de las postales, ni menos el mar. Lo único que parece mantenerse es el tránsito de ida y vuelta entre las vanguardias culturales propias de ciudades cosmopolitas y el entrañable espíritu de provincia que le queda a cualquier lugar fuera de Santiago, en uno de los países más centralistas del mundo. Esto sin perjuicio que tal como no se justifica trato alguno de mayor dignidad al libro, como señala el ultracitado Deleuze, tampoco se justifica hoy una discriminación positiva para la poesía de provincia, menos aún para una ciudad que está más cerca del centro de Santiago que muchas comunas de la misma capital. Si la distancia se mide en algo, es en tiempo, que no en kilómetros; aunque hoy poco debiera hablarse de distancia con todas las tecnologías a la mano de la palabra escrita. Tecnología que utiliza Jaime Elgueta Catricheo en el diseño de la portada para intervenir una fotografía donde se distinguen, junto a un calzado juvenil y a un cenicero, “El Necronomicón” y antologías de Huidobro, Neruda, Millán y Teillier. Desde la primera mirada, se da cuenta de la vida como un acto de selección de textos, y también de la fuerte influencia que, como ninguna otra, tiene la tradición poética chilena en esta publicación, salvo la presencia de García Lorca y de Vallejo, tanto en los epígrafes como en la escritura de Paula Salas (1980). Pareciera reproducirse el orden de los cambios del canon chileno en el orden por fecha de nacimiento de los poetas aquí incluidos, donde sólo tres son de la década del setenta. Los demás también son poetas experienciales, cada vez menos ingenuos y más conscientes en un plano crítico del uso otorgado a los recursos líricos.

En “Carta de Ajuste” los autores pueden trastabillar, pero aún no pasan gato por liebre. El estremecimiento de aquello que pueda resultar poético es real, de una realidad distinta a esa otra del orden productivo. Irresistible para cientistas sociales resultará el poema “Realismo” de Alejandro Tapia San Martín (1981): “Las cosas van volviendo una a una a su lugar / o se ubican donde debían estar: / los lápices en el lapicero, las llaves en el llavero / y el llavero atado a un pantalón / cuya talla no deja de aumentar. // En la libreta / los apuntes han sido reemplazados / por direcciones y números de teléfono / las ideas por proyectos / las dudas por una lectura más informada.” Da con el temple de la compilación: uno de ojos abiertos y nerviosos, atentos a lo que pasa mientras la mano apunta de todo, excepto direcciones y números de teléfono. Porque es cierto que hasta los más estridentes en “Carta de Ajuste” se expresan dentro del formato convencional del poema, donde el discurso queda circunscrito a un desarrollo versado, salvo en la excepción señalada al comienzo. Sospechan del lenguaje, mas no de sus cauces. A la misma opresión moderna reacciona con sólo diecinueve años Macarena Rodríguez (1988), quien en “Triste Taxonomía” apunta al burócrata con una sorna que no es sino una profunda empatía: “Y usted, señor, ¿qué mira? / ¿Es un damnificado de la vida, señor? / ¿Tiene la corbata al cuello, / o es acaso usted la corbata? // ¿Se siente a sí mismo como un nudo? / ¿Un plegamiento obsceno y ordenado? // Permítame soltarlo. / Véame como su día de suerte, / su desliz imaginario, / las suaves manos que recorren su plexo, su dorso, / y mil anatomías prohibidas por usted mismo. // Tan monotemático, monocromático, monosilábico, / un mono con corbata. Atado casi por broma al mundo.” En “Ritual Inmanente” agrega que “nos escondemos en un maletín / ponemos ya sin ganas el despertador.” Estos textos precisos y punzantes dan cuenta de un trabajo de observación donde la identidad es global y por ende, tendiente a su desaparición. El sujeto se desprende de su identidad, descubre que los rasgos individuales se formarían sólo al margen de ese realismo gris del ciudadano moderno.

Una segunda persona atraviesa “Carta de Ajuste”, porque estos poetas buscan interpelar a quienes provocaron lo escrito y como reemplazantes, a quienes lo leen. El cuestionamiento es externo, dirigido a la fisura de la experiencia, pero casi siempre desde un plano subjetivizante. Cada autor suele mantener una sola voz, coherente, que transmite la frescura de la verdad propia, de la necesidad urgente de escribir. La polifonía de “Carta de Ajuste” se constituye por la suma de estos autores que tocan un solo instrumento, pero como ningún otro podría hacerlo, al apegarse logradamente a sus experiencias únicas. Tal vez por esta base es que destella, distinta, la metapoética de Ignacia Jeldes (1987) en “Conducta”: “La falta de ideas / se refugia / en una página en blanco / y se mimetiza / hasta que no se distingue // del cansancio.” Desprendiéndose por un momento del yo llamando a un tú de “Carta de Ajuste”, resignifica la observación como inquietud, como una suma de reacciones físicas propias y del entorno. La Alameda vista con ojos que conocen la provincia pasa a ser “como la gran arteria enferma / de un corazón hipertenso.”

Temáticas que hoy están al borde de un risco, como la nostalgia, aquí sobreviven por vía de la narratividad y el manejo del suspenso en Fernando Ortega (1983), y la densidad conceptual de América Merino (1982). Con un verso respirado, esta última presenta experiencias verosímiles (“He robado una piedra de la tumba de mi padre, / de ese hombre que por años creí que lo era”) en un marco mítico o fundacional, juntando los fragmentos que nos quedan de lo perdido (el padre, el amado, la palabra, la luz). Los menores en edad como Victoria Mora (1987) vienen a romper con el canon. Entre bombas de humo y deudas al neobarroso, sueltan imágenes visionarias y de duda. Comparten la incomodidad de estar en el mundo, pero reconocen elementos que hacen que valga la pena la afirmación de la sorprendente Valentina Arregui (1989): “hoy no quiero / dejar de respirar”.

La imposibilidad de seleccionar lo mejor de un universo que aún no es público, aquí no basta con leerse todos los libros, porque estos poemas no estaban en libros, obliga a los antólogos a centrarse en los círculos conocidos, lo que hace indispensable una pequeña lista de notables excluidos. El discurso contingente de Daniel Tapia (1980), la agudeza de Andrés Urzúa (1982), editor de la revista Hoja de Papel, y la precisión anglosajona con que maneja la emotividad Diego Alfaro (1984) habrían expandido el espectro estilístico de esta antología. Cierto es que el primero no envió a tiempo sus textos, otros corrieron la misma suerte para “El Mapa no es el Territorio” (Ed. Fuga, 2007), pero la desidia de los autores no es una excusa. La ausencia de Antonio Rioseco (1980), en cambio, sólo puede celebrarse: consciente de la nítida resolución de sus poemas, decidió noblemente renunciar a la doble nacionalidad de antólogo y autor.

Esto da cuenta de la buena salud de la poesía en Valparaíso, con poéticas consolidándose antes de un primer libro tanto dentro como fuera de “Carta de Ajuste”, donde el permanente incendio de Valparaíso que constata Eduardo Correa (1953), acá se palpa nuevamente en las cenizas. “Carta de Ajuste” es un puñado de cenizas con distintas alturas, definitivamente armónicas al leerse de corrido. Un viento las levanta en vaivenes, el mismo que apaga el fuego pequeño, pero enciende aquellos grandes, al cantar de Modugno. Escriben mirando de frente al pasado, pues avanzan hacia el futuro de espaldas como los aimaras. Tal vez eso una a los porteños, de frente a un pasado mítico que dudosamente existió y caminando insistentemente hacia la posmodernidad, pero siempre al lado, por dentro o por fuera, de un incendio.


 


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