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''Maldita Gracia'' de Rodrigo Véliz
PROLOGO
Por Enrique Winter
Rodrigo Véliz Lobos (Buin, 1980) saca de las brasas
un cordero que lleva a lo menos ocho años asándose, hasta quedar a
punto. Desde la publicación de “Chile…” en el año 2000, pasando por
“Recuerdos de Provincia” en 2001 y las quince copias de una primera
edición de “Maldita Gracia” en 2004, de las cuales diez se habrían
perdido en la micro rumbo al lanzamiento; el
autor ha transitado, a paso de camino rural, hacia carreteras comunicadas
con dos otredades: la del centro y la de la muerte.
El movimiento ha sido exógeno y endógeno a la vez,
respecto a la territorialidad de su poesía. Cierto es que abandona
parcialmente el larismo de sus primeras publicaciones, pero a favor
de introducirse en la dinámica mortuoria y el entresueño de autores
como Boris Calderón, el mayor poeta de su comuna natal. Profundizando
su pertenencia a esta tierra determinada es que logra literariamente
salir de ella. Proclama que “venguemos nosotros / a las voces que
sólo se entienden / con el viento”. Desde la antítesis con que los
seguidores de De Rokha se oponen a la tesis lírico-telúrica, Véliz
sintetiza un mundo nebuloso. Lo presenta, sin embargo, en el plato
conciso de la tradición criollista. Lo borroso es entonces una sensación
más que una imagen, desde la cual el autor establece con claridad
una ética. Sus elementos son, por ejemplo, la compasión, la amistad
y el recuerdo, superando, como George Harrison en “All Things Must
Pass”, la máxima que no se puede hacer arte a partir de buenos sentimientos.
“Maldita Gracia” se divide en dos secciones, “Provincia
Muerta” y “Marulla”, que se diferencian como la primavera del otoño,
estableciendo un diálogo comparable al de estas estaciones. Lo que
construye el recuerdo de lo vivido, lo deshoja la muerte sobre lo
no vivido. Se produce un efecto especular parecido a si se leyera
de corrido “Chilenas i Chilenos” y “Tristura” de Floridor Pérez. Pues
con Pérez comparte una respiración y no pocos demonios, ligados a
estar afuera, y cerca de los muertos. Cercanía que tomó recientemente
Jaime Bristilo Cañón en “Campo Santo”, como hace décadas Óscar Hahn
en “Arte de Morir”, por nombrar a tres en cuyas páginas domina el
blanco, porque algunas letras bastan para cargar visualmente el luto.
Incluso el vocabulario en “Maldita Gracia” es a propósito escaso,
confirmando que con pocas palabras el mundo puede explicarse. Con
esa economía de recursos, y sin perjuicio de los nombrados, el diálogo
más evidente que sostiene Véliz con la poesía chilena, es justamente
con un muerto: Eduardo Molina Ventura. Para el caso, léase de su autoría
“Los Amantes Eternos”, “La Muerte” o “Página Blanca”. Tal como Véliz,
Molina recoge del olvido a los finados en “In Memoriam”: “No olvides
a los muertos que jamás olvidan / y son tu sombra viva. / Todo cuanto
les des te lo agradecen y devuelven (…) Dale al muerto un guijarro
uno solo / y él te devolverá el interior de una montaña”. Véliz busca
hacerle caso, y no es el único. El célebre Quitapenas frente al Cementerio
General de Santiago, tampoco. Qué decir de la Avenida Francia en Valparaíso,
donde la Funeraria Arturo Prat comparte pared con el Club Social del
mismo nombre. Y de tantos que han visto muertos cargando adobes, o
ladrillos al decir de Isidora Aguirre en “Población Esperanza”; o
que incluso los han visto acarrear basura, como dicen los guatemaltecos.
El caso es que la intervención del otro lado, no es nada nuevo, y
menos en este continente. “Comprenderá que todo / es suela de bototo
viejo” dirá Véliz. La muerte a estas alturas puede que sea una excusa,
porque “Maldita Gracia” es un tratado sobre la memoria. Donde la muerte
sería una de sus columnas, qué mejor recuerdo que el de un muerto
(los muertos siempre son buenos); la espera sería otra; y lo perdido,
la tercera.
En la duermevela de Linderos, Buin e incluso de Rancagua,
lo que se percibe como normalidad es la constante pérdida de un mundo,
y ante ella, el desasosiego por aquello que oculta la tranquilidad.
Una visita a Coya, por ejemplo, es adentrarse a la macabra perfección
de los jardines de David Lynch en “Terciopelo Azul”. Nada más cercano
a la muerte que el silencio de una bella urbanización, secundaria
y sin gente. “Me fui de viaje, / cuando volví / no estaban los de
antes. / Sólo el arado / sobre la alfalfa / esperando nuevas voces”,
escribe Véliz. Una espera tan lejos, tan cerca, de la de su coetánea
Gladys González: “En Gran Avenida / hay un paradero / aún más triste
/ y una chica que lo habita // un paradero que ha visto todo / y que
se convierte / en el esperadero silencioso / de la persistencia.”
Quien vuelve desea que nada haya cambiado, sin embargo el arado reacciona
como la chica de González: desea que algo, efectivamente, suceda.
Aunque sólo sea una reiteración, la reiteración de la singularidad
de cada uno de los actos. Rutinarios como el movimiento del arado
y, también, de la micro. La memoria se construye en ambos casos como
tendencia a la soledad. Se comienza en familia, la imagen de la abuela
es basal en “Maldita Gracia”, y se la deja por el viaje (¿por trabajo
a la capital?), que conduce a un retorno donde ya no se es reconocido
por la tierra. Se mira el árbol y el árbol ya no mira de vuelta.
La afanosa búsqueda de un lugar propio, esbozada por
Philip Larkin (“No, no he encontrado nunca / un lugar del que pudiera
decir: / ésta es mi tierra, / aquí debiera quedarme”), en “Maldita
Gracia” estaciona a vivos y muertos en torno a la apacibilidad del
pueblo. Sin embargo, en el matrimonio a la chilena de su hermana,
Rodrigo Véliz no estaba vestido de huaso, estaba disfrazado. El revés
es terrible para efectos de la constitución de una identidad, que
no sea la mera oposición a la metropolitana. ¿No viene tal vez su
poesía a llenar una falta de sentido, de contenido, de la división
geográfica de nuestro país? ¿Qué es aquello que se perdió efectivamente
con el advenimiento del tren o del supermercado? Más que el falso
huaso, me interesa el personaje que Véliz no sabe que carga: el de
poeta como lector, porque sólo se hacen lectores quienes no pudieron
ser titulares del club de fútbol Lautaro de Buin. Su padre y todos
sus hermanos tienen algo más interesante que hacer los domingos y
allí veo una patria, elementos de una cosmovisión que incluye también
a las Damas Bingueras, que luego de siglos de esperar a los futboleros
en la casa, encontraron una entretención acorde, al son de “solito
el nueve” o “se paga el cartón”. Las iglesias ven como ralea su público,
y no es por centro comercial alguno. La identidad como algo que siempre
se pierde, pero que también se renueva. “Así que será más sabio que
dejes / de pensar que aún podrías encontrar / lo que hasta ahora no
has llamado / tu mujer, tu lugar”, concluye Larkin. Lo que me recuerda
que en “Maldita Gracia” casi no hay poemas amorosos. Acaso el desamor
de “Mal de Nuestros Ojos” y, sobre todo, de “Madurez” sea otra externalidad
de la destrucción, siempre aparente, de la provincia.
En “Descripción” cada imagen es un verso que cae como
ficha de dominó sobre la siguiente. Implica la lentitud del recuerdo
a través de su ejercicio opuesto, el de la rápida acumulación visual.
Parece construido en un lenguaje televisivo, tal como el poema que
le sigue, “Despedida”, es una perfecta imagen cinematográfica. Se
puede oír el tren, el mismo que abre la sección al pasar “rápido como
la muerte / riéndose de las monedas puestas en los rieles”, y se puede
ver como las casas no quieren despedir a nadie. El montaje sobre el
que se construye la narración, a través de las elipsis que constituyen
los numerales de los poemas largos, cortando escenas relacionadas
o no con las anteriores, da con una aparente polifonía. Pero los sujetos,
que pueden ser desde los perros a los muertos, no son el centro, sino
los ejes de un mareado peregrinaje. Aquí ya no hay poemas como fotos
(recuerdos de provincia), pues cada percepción, cada afección, está
marcada por su propio movimiento, o por ese otro que imprime la inmanencia.
Es probable que Véliz no entre a picar sobre los temas
que enuncia. Su merodeo es el del gesto espontáneo de la escritura.
Algo le llama la atención y lo apunta, por ejemplo “quizás las gotas
/ recuerdan mi infancia, / quizás las gotas sean / infancias que caen
desde / el cielo / y sólo golpean los techos / para revivir algunos
recuerdos” o “el perro odia al cartero / le debe recordar al asesino
de su madre.” Este ejercicio sensible, no puede sino trasuntar la
melancolía de quien da cuenta de contrastes insalvables. Se contrapone
la rapidez del tren a la estaticidad del riel, y los conecta el dinero.
Quien describe no está allá ni acá, aunque su escritura pareciera
establecer una ética de ellos y nosotros. Esto, que puede considerarse
un artificio, no es administrado, sino vivido. Y sólo si se considera
en perspectiva, puede volverse consciente. Véliz deja el pueblo y
sólo entonces se describe como pueblerino, tal como los europeos habrían
aprendido mucho más sobre sí mismos al “descubrir” América, según
J. H. Elliot en “El Viejo Mundo y el Nuevo (1492-1650)”.
Las experiencias que roncan en “Maldita Gracia” entran
en tensión con las lecturas que la explican desde otras provincias.
Bernardo González celebraba cuánto le decían otros poetas de pueblo
y naturaleza como Sergei Esenin. Así compartieran una patria de manera
mucho más natural que con un santiaguino. Evidente sería ligar no
sólo a Esenin, sino a Maiakovski, con el Véliz de este libro, pero
es un ruso contemporáneo, el primero de los grandes en apartarse de
la rima, quien pinta realmente la señalética de bienvenida a la localidad
de “Maldita Gracia”. Dice Guennadi Aigui: “sus ojos vivaces antes
de morir / extrañaban la pureza / que sólo causa dolor y ruina.”
Enrique Winter.
Valparaíso, junio de 2008.