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VEO UN RÍO VELOZ BRILLAR COMO UN CUCHILLO, PARTIR
MI LEBU EN DOS MITADES DE FRAGANCIA, LO ESCUCHO
Gonzalo Rojas, Íntegra - Extra/ 1, Buenos Aires

ENRIQUE WINTER


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1

En cada uno de sus libros, Gonzalo Rojas –quizás el más rítmico de nuestros poetas, el que aligeró el lenguaje hacia el baile y el vuelo– propuso una nueva lectura de su obra previa. No solamente por la perspectiva ante el movimiento de su escritura, como puede esperarse de todo artista, sino por la insistencia sistémica del autor en incorporar poemas ya conocidos entre el descampado de los inéditos, que inevitablemente los resignificaban. Por esto, apenas me enteré que se publicaría su primer libro póstumo, su poesía entera, lo primero que pregunté fue cómo se ordenarían los textos tantas veces repetidos y, sin embargo, distintos. La crítica, traductora y novelista Fabienne Bradu –autora de Otras sílabas sobre Gonzalo Rojas por el mismo Fondo de Cultura Económica y del prólogo de Oscuro y otros textos por Pehuén, además de promitente de la prosa completa y de la biografía del lebulense para los años venideros– optó correctamente por la disposición cronológica.

Mucho se ha escrito sobre esta decisión de acompañar a Rojas en su devenir, pero nada sobre el hecho de que el tránsito es, en realidad, a través de sus libros. Pues al poner los poemas en el mismo orden en que aparecen en los originales (y no según la fecha de escritura, que en varias ocasiones antecede en un par de décadas al libro que los contiene), La miseria del hombre (1948) se presenta completo, a Contra la muerte (1964) sólo le falta el extraordinario “El sol es la única semilla” por aparecer en aquél, a Oscuro (1977) un par más por el mismo motivo y así. Aunque a cada nueva publicación se le van extirpando partes crecientes en razón de que asoman antes en este volumen, Íntegra no deja de reproducir los libros hasta ahora frecuentados. Es tan certero quien argumente que el orden es cronológico, como quien diga que es simplemente el de los libros, como una antología convencional, con la sola excepción de los poemas duplicados. Por ende, mientras Rojas no los reimprimió tanto –estrictamente en sus primeros sesenta años de vida, con sólo dos conjuntos publicados, pero en sentido un poco más laxo, por cuanto extractaba nuevos poemas de los viejos, bastante más allá de esta edad– lo que Íntegra ofrece lo hace de la manera en que Rojas lo ofreció. Sólo su segunda parte, constituida por apenas 81 de las 878 páginas dedicadas a los poemas, al reunir los inéditos y los no recogidos en libro, renuncia, por razones obvias, a ese universo concéntrico de la obra rojiana y presenta una linealidad cronológica. Una no exenta de sorpresas, por cierto.

Dificultó la labor compilatoria el mito que el propio poeta quiso hacer respecto de haber atisbado su voz característica mucho antes de La miseria del hombre, que reeditara a meses de su muerte, agregándole poemas reconocidamente posteriores. Como Bradu desea, Íntegra demuestra que Rojas persiguió durante su vida poética las mismas obsesiones del comienzo, pero también derriba el mito de la preclaridad respecto a cómo hacerlo, con sólo despachar el surrealismo tremendista de La miseria del hombre junto con el resto de una obra de tono hondamente distinto.

Íntegra viene a corregir también la noción de que Rojas publicó mucho de anciano, pero poemas producidos cuando joven. Sin perjuicio de que ambos asertos son parcialmente ciertos, sorprende encontrarse con que la mitad de su obra fue efectivamente escrita después de los setenta años de edad. Así por ejemplo, el fundamental “Rimbaud” que comienza con “No tenemos talento, es que/ no tenemos talento, lo que nos pasa/ es que no tenemos talento, a lo sumo/ oímos voces”. Y que ésta no constituyó una decadencia, sino una profundización de sus inquietudes y del dominio de su lenguaje, aparte de nuevas búsquedas. También significó una mayor fertilidad, como consta en la mañana del 17 de febrero de 1990 en que apuntó esas síntesis que son “Del animal que me rodea a medida que voy saliendo”, “No escribas diez poemas a la vez” y “Qué bueno ir lejos en el cuerpo de las mujeres hermosas”. Arguye Rojas que “A partir de los sesenta uno empieza a respirar más libre, las arterias ruedan de una manera más lozana y uno olvida el pavoroso miedo que te meten en la nariz desde que naces. No hay que tener miedo a nada, pero empiezas a comprenderlo tarde, cuando dejas de conceder tanta importancia a la famosa realidad”.

Como portada es motivo de felicitación Listen to living de su compatriota Roberto Matta, el artista visual al que más se refiere el poeta en su obra y con quien mantuvo un diálogo estético colmado de trazos en común. En cuanto al título, Íntegra es esdrújula como destaca la antóloga al gusto del autor, pero bien podría haber sido una imagen o una consigna, emparentada con el espíritu de los títulos que Rojas eligió en vida y más aún, con los riesgos de su poesía. Es grata, sin embargo, una obra completa que no tenga que explicarse como tal debajo de un título imaginativo. Acá el puro encabezado basta para saber de qué se trata. Esdrújula sí, también femenina, abarcadora.

Como último aspecto de edición propiamente tal, comprendo la inquietud de tantos lectores, que ven interrumpidos los poemas por los comentarios del autor y de la antóloga, incorporados bajo cada uno de ellos. Algunos son sosos y otros –peor– los explican. Como si las obras a estas alturas no tuvieran que funcionar por sí solas y si alguien viniera a ser su exégeta, de seguro no le correspondería al mismo autor, como bien aclaró su admirado Ezra Pound en la introducción a los Cantos y bueno, tantos otros que después han puesto en cuestión la persistencia del autor. Como sea, los comentarios existen y han sido prolijamente estudiados por Bradu. ¿Hacen bien en estar en el libro? Sí, ilustran pretensiones del autor, que no necesariamente se cumplen en los poemas. Y cuando sí lo hacen, ilustran sus contextos o referencias. Aunque es verdad que entorpecen la lectura, también lo hacía Rojas en sus presentaciones públicas, y me pregunto en qué lugar del libro no lo harían. Al final, por cierto; pero en tal caso no los habría leído, porque cambiar la página luego de cada poema sí que habría sido molesto y leerlos todos juntos después de éstos, inconducente. Entre que estén o no, mejor que estén: la inconfundible voz de Rojas pareciera hablarnos en cada uno de ellos. Los porfiados lectores podrán saltárselos.

Las observaciones de la antóloga, en tanto, permiten reconocer procesos de poda interesantes, especialmente los que toman poemas de La miseria del hombre como fuente para varios otros desde Oscuro. Ligados a comentarios del poeta como que le “asusta el que de allí siga saliendo un pensamiento engendrador, germinador”, el rol de fuente que cumple La miseria del hombre en su obra queda en Íntegra más claro que nunca antes. Muchísimos poemas posteriores, redondos en su sensorialidad son fragmentos expresivos del desmadre de ese libro, lo que es, sin duda, un aporte. Como lo es enterarnos por el autor que “El sol es la única semilla” fue una reacción a la lectura de Confucio acerca de que no debe aceptarse arbitrariedad alguna en las palabras, por los efectos que tienen sobre la realidad, o del deseo y de la tragedia biográfica detrás del impactante, en parte gracias al comentario, “La salvación”. También crece el poema “Celia” sobre la muerte de su madre, con la glosa de Rojas acerca de lo que ella le dijo en ese momento, “Qué divertido es todo esto” y ese “esto” reverbera como la vida, la muerte, como el centro de por qué y para qué estamos aquí y lo escribimos. Para poemas clásicos como “Al silencio” se agradecen comentarios honestos como el del método compositivo que el propio Rojas nos da, honestidad consistente con el resultado. Otra gracia es que nos cuelan una biografía íntima, por la que nos enteramos del extenso intercambio epistolar con su hijo Rodrigo Tomás, el escritor Mauricio Electorat y el crítico Marcelo Coddou principalmente en los años ochenta o del romance de viudo que convoca “Río Turbio”, por ejemplo. Para ahondar en esto, sirve la breve cronología con que cierra este volumen sin pérdida.

Sólo siete poemas no tienen un comentario: “Pintemos al pintor”, “A unas muchachas que hacen eso en lo oscuro” y “Mueran las piscinas” que apenas antecede a “La adúltera” con “Rodillas” y a “Féretro y más féretro” con “A Renata Lozano en esa clínica” en páginas seguidas. Entre cientos que sí se comentan, más parecen erratas –habiendo fechas por consignar– o, peor, un ahorro de papel en los que el poema justo calza con la página. Pero en el afán de agregar un comentario del autor a todos los poemas, sobre muchos de los cuales éste nunca se manifestó, se reitera lo ya explicado en comentarios previos y hasta cuatro son por entero copiados dos veces, sagitario y navegante uno, sobre las erratas el otro, la desmesura y la brida más allá, la concentricidad y excentricidad de su obra. Que sí, ahora sí, interrumpen el flujo de la lectura de Íntegra al extenderse de modo inversamente proporcional al de los poemas. Para esos toques de más, concedo que tal vez habrían funcionado mejor dentro de su contexto de entrevista o –siguiendo el método compositivo del mismo Rojas–, de una selección de sus declaraciones. Escogidas y posteriores instalarían una conversación luego de leer los poemas, sin nada que los defienda (ni torpedee) más que su propia palabra en el vacío.

Los anexos del final, en tanto, son indiscutiblemente útiles: su obra, el mapa general de la misma (con los libros en que se imprimió cada poema) y los índices de éstos por primeros versos, orden alfabético y aparición. Los usé todos y a la vez; si no se pretende hacer una investigación crítica específica, no falta nada.

2

A sus últimas lecturas públicas, Rojas llegaba con tres carpetas de tipografías ampliadas, en las que separaba sus poemas eróticos, de aquellos sobre la fugacidad, la muerte y lo divino, de los metaliterarios o en que se refería a la escritura en un sentido amplio. Tres ejes entonces: eros, tánatos y lenguaje, tres ruedas que se hacen pocas para interpretar su poesía completa que, como señala la antóloga en la nota introductoria, da cuenta de otras fijaciones. Con todo, la de Rojas no deja de ser una útil guía de lectura. Releer desde esa clave, por ejemplo, el temprano “El abismo llama al abismo” remece tanto más.

Con la intensidad con que siente un adolescente, etapa que el mismo Rojas admite que en él fue larguísima, la vida se le va en sus poemas primeros en cada ilusión y decepción amorosa, en cada atisbo de la precariedad de la existencia. Como muchos poetas, Rojas pareció perder parte del impacto doloroso que el mundo generaba en él y recurrió más tarde al material de esa época sensible para construir otro más potente y persuasivo en términos literarios. Encontró un tono único a partir del libro que quizás sea su cumbre expresiva, Contra la muerte, y desde él revisó sin miramientos su obra anterior, podando y ritmando los breves recortes de sus delirios y visiones. Es cierto, toda su obra puede encontrarse en lo que sintió en su juventud, lo que allí faltaba, o más bien sobraba, era escritura. Lo que había en La miseria del hombre no es poco, ya estaba su obra completa, incluso su voz, distinguible plenamente de sus pares, pero destemplada; las imágenes rebalsan en conceptos que se vacían de tan grandes. Quiero decir que con la insistencia en el poema, con el oficio adquirido en su madurez y vejez, ya no requirió que el mundo lo remeciera. Con cuanto lo había impactado de joven, con esa cantera de escritos bastó para a través del borrado darnos una obra indispensable, a punta de dos o tres poemas con las mismas palabras por cada uno de los que antes tambaleaban. Supo qué camino tomar en el momento en que, sanado de la sensibilidad extrema, se deja de ser poeta o se pasa a serlo, desde el lenguaje ahora, para siempre.

Se ha indicado más de una vez a Rojas como un poeta de la variación de lo mismo y antes de Íntegra estaba de acuerdo. Hoy concilio que no se trata de variaciones sino de concentraciones. Lo que ya estaba decanta al disminuir la intensidad del claroscuro, al maniobrar las velocidades. Al sopesar la potencia con control, de modo que los poemas pasan en su mayoría a superar la experiencia vital que los provocó. Pero esto no podían saberlo los críticos de la época ni él, que revisitó luego las mismas imágenes pesimistas de La miseria del hombre una y mil veces desde el optimismo de la utopía, desde el reconocimiento del dolor como parte de un todo gozoso y cósmico, que podía celebrarse con música. Sólo sus últimos poemas lo muestran algo cascarrabias, lo mínimo que puede permitirse a alguien mayor de noventa años ante la estulticia del mundo actual. Y este autor, que controló todas las variables que pudo de su propia obra y vida que buscaba igualarla, se despacha un último poema fenomenal, un testamento que reúne la mayoría de sus vertientes, “De qué más se te acusa Gonzalo Rojas”.

Íntegra ofrece diversos testimonios que relativizan el proceso expuesto. Valioso es para el caso el poema “Alcohol y sílabas” que publicado por primera vez en Oscuro (1977), el autor fechó en 1942, y refiere al tránsito de los métodos surrealistas del grupo La Mandrágora, que abandona entonces, hacia “otro lenguaje que yo en ese momento prácticamente descubro y pongo en marcha”. En su carácter compilatorio abundan en La miseria del hombre poemas que dan cuenta del crudo estilo supuestamente abandonado. De ser cierto que Rojas escribió “Piélago padre” a los dieciocho años impresiona cómo ya entonces estaría presente en un plano técnico su proyecto. De él la maravilla de la aliteración “Erguido sobre azules pétalos, príncipe del principio,/ pasa el viento en un vuelo de palabras sobre el mar” que retomará con esa intensidad recién en Del relámpago (1981).

Oscuro es entonces más que la antología de poemas solicitada por Monte Ávila Editores, una de estrofas, sobre todo en lo referido a La miseria del hombre. Y así cortados, apretados en su médula, esos antiguos poemas fueron incorporados a los libros sucesivos del autor. Al leerlo en Íntegra sin los textos ya publicados principalmente en Contra la muerte, la cara política del conjunto se alza con firmeza. Una de la que poco se ha hablado en Rojas y que se hace carne en los consecutivos “Liberación de Galo Gómez”, “El helicóptero”, “Cifrado en octubre”, “Desde abajo” y “Reversible”, además de varios otros repartidos. La poesía como circunstancia, siguiendo a Goethe –Rojas dirá que casi nunca un poema nace del mero juego de las ideas– da cuenta de su reacción inmediata al golpe de Estado y posterior dictadura chilena. Lo hace con una consciencia declarada de no caer en el panfleto, de no reproducir lo que la situación solicitaba, sino de que los poemas siguieran siendo artefactos del lenguaje. Una respiración acelerada, propia del miedo, pero también del vigor del galope o del que lucha, alienta estos textos. “Domicilio en el Báltico” es de sumo interés por su crítica, contemporánea de los textos antedichos, al régimen de Alemania Oriental. O los elementales “Papiro mortuorio” y “Morar el muro” de Transtierro (1979), sobre todo el conmovedor “Sebastián Acevedo” de El alumbrado (1986), dedicado a quien se inmolara frente a la catedral de Concepción, en protesta por la detención de dos de sus hijos por la dictadura. Le sigue “Ningunos” y “Veneno con lágrimas”, del mismo tenor. Sugerente es el gozne previo de “Visiting professor”, autodenuncia política del crítico del imperio trabajando en él por buena paga y con lascivia por las estudiantes.

Íntegra permite notar otras recurrencias del autor, como su deconstrucción de la elegía funeraria, en numerosas cartas y llamados con anécdotas de sus amigos, escritores y familiares caídos, desde el explorado “Una vez el azar se llamó Jorge Cáceres” a “Epístola explosiva para que la oiga Lefebvre”, por ejemplo. No exagero con que podría hacerse un libro de considerable extensión y suficiente interés sólo con sus obituarios, que van de Teillier a Cortázar, de Hölderlin a Rimbaud, de Rulfo a cada uno de sus más cercanos, renombrados en diversas áreas del saber. La muerte tiene, hacia la época de Materia de testamento (1988) cada vez más nombres propios en los poemas de Rojas. Con ellos convoca mayores emociones que por su sospechosa tendencia a dedicar poemas a académicos vivos y relacionados con su obra.

Y si hay lugares reconocidamente visitados por el autor en las palabras esdrújulas como el relámpago y en imágenes de caballos y mariposas, confirmados en este volumen, también resaltan otros como el espinazo, New York o Valparaíso, los viajes (gozosos, salvo el inquietante “El señor que aparece de espaldas”) o el exilio, el “transtierro” en el que se deja la comodidad para “volver a ver el mundo”. Asimismo el diálogo constante en sus textos con poetas más jóvenes (Floridor Pérez, Gonzalo Millán), del siglo XX (Gabriela Mistral, Jorge Luis Borges, Paul Celan) del XIX (Rubén Darío) y del XVIII (William Blake), que se suman a su constelación latina, griega, del siglo de oro español y francesa más difundida. Esta genealogía puede gozarse en la nombradía del poema “Concierto”. Comparte con Celan la materialidad de las palabras, los quiebres abruptos y la sensualidad del imaginario. Rojas, en otra nota de las recordables, se atreve a denominarlo su “doble perfecto”, por “la página como ilustración de los grandes desgarros mentales. Lo incoherente, en efecto, responde a una condición de pensamiento de repentinas luminosidades”, lo que abre una posible línea de investigación de las muchas que faltan en su obra, evidente en la sonoridad de poemas como “Gato negro a la vista” o “La turbina” y en la suspensión del sentido ya con las palabras cortadas por el verso en “Coro de los ahorcados” del mismo Del relámpago en que primero aparece “Fosa con Paul Celan”. En tanto que su devoción a San Juan de la Cruz y al Arcipreste de Hita propone desde estas esquinas una relectura fresca de su expandido erotismo.

Aunque Íntegra confirma su lubricidad –la faceta más pública de su obra tardía–, la arista que pulió con mayor destreza entonces fue la de la metapoesía, referida a procesos creativos cada vez más conscientes de sus materiales. “Tres rosas amarillas” y “Del animal que me rodea a medida que voy saliendo” de Desocupado lector (1990), con su inolvidable comienzo “El mismo pensamiento que esta mañana era un pez/ entre los parietales nadando en lo alto de ese equilibrio, ciego” dan cuenta de esto y también paso a poemas más raros, propios del carácter abstracto que alcanza el pintor que ya tiene más para decir acerca y con la pintura misma que de los modelos sobre los cuales la usa. Las dudas al respecto se convierten, sin embargo, en certezas peligrosas en poemas como “Los verdaderos poetas son de repente” seguido de “Todo lo que hay es una mariposa”. Uno podrá estar en desacuerdo, confiar en que la poesía es el terreno ciego de la incertidumbre, del tanteo gracias al cual se amplía el lenguaje, pero no es en ese plano donde Rojas expone sus visiones, las que, por lo demás, cumplen con el objetivo antedicho.

Sus poemas últimos sitúan contextos personales como nunca antes. Corre esto para las experiencias amorosas –la disposición cronológica nos comparte su deseo temporal con una u otra mujer que luego se esfuma– y para la fijación cada vez mayor con la edad, ejes que van de la mano. Y no tiene precedentes su soltura en “Empréstame a tu hermana” ni para el desamor en “Cosa mentale”. Otras insistencias que este libro hace patentes son la locura, en la apropiación de su lenguaje en “Esquizotexto” o la construcción de uno distinto en “Miedo al arcángel”, rarezas respecto de su tono. Incontables críticas a ciertas tecnologías, especialmente la televisión u otras previas como la de “Fútbol sin parar” amplían su registro y preparan el aterrizaje en mayor propiedad del humor en su poesía.

3

Sus poemas inéditos y no recogidos en libro, dispuestos en una sección aparte respecto de la obra que Rojas quiso perpetuar, son sumamente provechosos y, a la larga, la mayor novedad para sus lectores. Alberga, a mi juicio, tres secciones claras, tanto por tema como por cronología, pese a no separarlas: la de su juvenilia, la política o publicada en revistas que coincide con su madurez creativa, y la de su archivo personal, que marca sus últimos años, gracias al orden que el propio autor impuso entonces a su trabajo.

Publicados con apenas dieciocho años de edad los primeros, bajo un notorio influjo nerudiano, pero también con la pericia en las imágenes de Vicente Huidobro, referentes que más adelante comunicó el propio Rojas, asombra en ellos el mismo tráfico entre el erotismo y la fugacidad que atropellaría su obra. Destaca la limpidez formal de “Los sonetos de la vida” con su merodeo a la máxima latina sic transit gloria mundi sin nombrarla. Practicó el verso de arte menor en varios poemas aquí recogidos, pero alcanza la respiración primera, extendida que le conocemos, en “Alta mar”, profuso en imágenes insinuantes que apelan a distintos planos de la vista.

Da gusto encontrarse con la fraternidad y solidez literaria de “Parra se va a Inglaterra” que dedica “Al gran poeta, Nicanor Parra” una década antes que éste se burlara de él y a dos de que Rojas le respondiera con “Gracias y desgracias del antipoeta” que los distanció definitivamente. También con “Vaticinio”, con la lealtad a Neruda en su cumpleaños, a Fidel, al “Estudiante baleado” en Argentina, al éxtasis de la revolución en “Escritura”, en fin, al poeta político que la época requería, antes que las dictaduras reaccionaran, haciendo de Latinoamérica un cuartel. “Lo difícil no es el peligro; ¡cualquiera se atreve con el chillido/ de la metralla!, lo difícil es ser hombre/ fiel al humus del hueso que nos amarra con la tierra, partir/ el pan con el hermano; y lo demás tristeza” escribe Rojas en 1972 y no hay más inéditos hasta 1984, dados los numerosos libros que compiló en el tiempo intermedio. De ese año es “Cambiemos la aldea” que emociona además por ver al poeta como ciudadano, regalando en persona lo que escribe a sus paisanos en poemas que le podrían haber costado algo más que el exilio. Y el temple político no se acaba junto con las dictaduras, pues Rojas despacha “Nariz para después” a partir del bloqueo de Irak ya en los años noventa. Los poemas intercalados a estos fueron casi sin excepción publicados en revistas y tienen similar envergadura que los de los libros. También generan en el lector una nostalgia por lo no vivido, por una época en que los poemas se estrenaban colectivamente, desde Arúspice en Concepción a Vuelta de Octavio Paz en Ciudad de México.

Un saludable balbuceo baña los últimos poemas inéditos, una contracara de la excesiva certeza expuesta en los que publicó y, sin embargo, tan embriagantes como aquéllos. El archivo personal de Rojas lo muestra en pleno trabajo los últimos años, aún más del que se pudo leer en sus libros de la misma época. No es descabellado ver en ellos un nuevo vértice expresivo, en que amplía las fuentes con mayor rigor que antes. De poemas tardíos como “Copa de alquimia” saca más estrofas de las apuntadas por la antóloga para otros poemas, cerrando un círculo impresionante por su consistencia. Descubre a los noventa y uno nuevas canteras como lo había sido La miseria del hombre. Así por ejemplo, “Adiós al verano” es un delirio acumulativo de imágenes como el de su juventud, esta vez situado en los sucesos literarios y políticos del mundo. Quizás dónde lo habría conducido, pero lo único cierto es que la muerte lo pilló en movimiento.

4

Expuesto el recorrido de Rojas, publicado e inédito, con los criterios de edición de Íntegra en sus dos secciones, cabe cerrar con retazos generales sobre lo que nos deja su obra. Dice el autor que “no escribí más de cinco o seis poemas dignos de releerse”. Considero que el número señalado es efectivo para aquellos por los que Rojas nos recuerda irrefutablemente por qué leemos poesía y por qué la seguimos escribiendo. “Al silencio”, “Qué se ama cuando se ama” y “Carbón” convierten la vida en otra cosa después de leerlos. Reencontrarme con ellos en Íntegra sólo los hizo crecer. Que mi padre –descendiente alemán, ingeniero y marxista que no lee literatura– y yo en dos extremos del continente nos emocionáramos al compartirle “Carbón” por correo electrónico da cuenta de fibras que Rojas agarró y “todo el hueco del mar no bastaría” para ahogarlo. Estos tres poemas me parecen cumbres de la lengua castellana. La ternura, el proceso de adultez de Rojas, cuando comienza realmente a mirar hacia atrás y hacia delante a la vez despacha el inagotable final deseoso de “Las hermosas”, “Hembras, hembras/ en el oleaje ronco donde echamos las redes de los cinco sentidos/ para sacar apenas el beso de la espuma”. Qué decir de “Al fondo de todo esto duerme un caballo” o de “No le copien a Pound”, innovando en cada uno de sus temas centrales. ¿Pueden los cientos de poemas restantes considerarse una “metamorfosis de lo mismo”? Quizás, pero están llenos de inquietantes revisiones del mundo, que en este conjunto relucen en “La materia es mi madre”, “Escrito con L” o en la ominosa enumeración de “Poeitomancia”, por ejemplo. La lectura de sus obras completas no altera la percepción generalizada de Rojas como autor de poemas indispensables, más que de un conjunto parejo. La terquedad con que golpea la misma tecla una y otra vez, explota por acumulación en estos hitos desde los cuales podrá leerse nuestra época.

El vitalismo militante y agresivo en “Los cobardes” y “La sangre” de La miseria del hombre, “Lo manchan todo con su baba metafísica.// Yo los quisiera ver en los mares del sur/ una noche de viento real, con la cabeza/ vaciada en frío, oliendo/ la soledad del mundo” y “de los blandos que mueren en colchones de pluma,/ sin haber conocido la tierra que mancharon”, hacia Contra la muerte es una vida elegida, un reto que ahora es casi una invitación “¿Por qué lloráis? Vivid./ Respirad vuestro oxígeno”. Rojas empieza a desgranar a los receptores de sus diatribas, que a su vez también refina, por ejemplo en el muy actual “Victrola vieja”, contra la academia. Las reglas de distinta naturaleza lo oprimen y cree en la poesía de la mano de la revolución en los modos de vida, llevándolo a exponer el suyo con arrojo. Se dirige así hacia la oralidad, “ya no tiene escritura porque tiene palabra” dice en “Advertencia al poeta Guillermo Sucre cuando quiso dejar la poesía”; hacia los modos de decir: descubierto el “anda andando” del habla popular, lo utilizó más de una vez hasta cristalizarlo en el “duerme durmiendo” de “Al fondo de todo esto duerme un caballo”.

Carlos Cociña me señaló a propósito del autor que no puede escribirse poesía relevante si no es a través de obsesiones, a menudo extremas. Agregó que mientras el erotismo lo sigamos entendiendo como hasta ahora, la obra de Rojas será vívida, con versos como los del impresionante “Dos sillas a la orilla del mar”. En él, la deidad griega, la carnalidad nocturna, el desgarramiento que la sigue y el insoportable peso de la mirada deseosa se funden en un todo que puede encontrarse en algo aparentemente tan anodino como los palos y la lona de estas sillas. Por esto y más, pese a compartir varios de los juicios de Raúl Zurita respecto de esta edición, no puedo sino disentir de su crítica al erotismo sin odio rojiano, inaceptable según él luego del Cantar de los cantares, porque éste da cuenta de una noción del erotismo que es evidente que los milenios intermedios han cambiado. En tanto que la noción que levantó Rojas persiste en nuestro cotidiano, en cómo fluye nuestro deseo, aunque las reivindicaciones de género tarde o temprano también lo modificarán. A mayor abundamiento, creo que ese odio que Zurita no ve, la tensión y la paradoja, sí están presentes de modo subrepticio en los poemas eróticos de Rojas, como si los hubiese escrito desde la etapa del espejo de Lacan, con la libido narcisista y su función enajenadora del yo, aún antes de tener un tono autónomo que posar sobre la otra como cuerpo deseado. Siguiendo al francés, una sociedad unida sólo con fines utilitarios, con los individuos angustiados por cumplirlos, llevaría desde ese reflejo a una sexualidad voyerista o sádica. La escritura de Rojas interviene esta consecuencia desde un espacio de goce estético –decisión conflictiva, sin duda, quizás extemporánea– pero sin liberarse de la causa. La imagen y el deseo se anteponen a la conciencia del sujeto en Rojas, tal como en la feroz descripción lacaniana.

De acuerdo al poeta Marcelo Pellegrini, Rojas no atrajo al eros sólo en calidad de tema, sino como auténtico lenguaje, abordara o no el asunto erótico. Desde ahí construyó el suyo de forma tangible, que es tal vez su mayor legado a las generaciones posteriores. En su escritura hay ambigüedad, aproximación y polisemia, creación de modos de decir distintos a aquéllos bajo los cuales opera el poder. Pero en oposición a los movimientos de la poesía del lenguaje, que crean bajo mecanismos similares, Rojas no renuncia a la seducción, la que hipnotizaría a los lectores, en vez de hacerlos partícipes activos. Por el contrario, la seducción es el centro de su propuesta y desde la respiración pretende ser leído, objetivo que cumple ciertamente.

El flujo erótico rojiano puede observarse como un péndulo cuyo centro es la consumación amatoria. Sin ella y en los extremos, el silencio, que se constituye en una de las formas de la eternidad por no estar sujeto al desgaste humano y al desollamiento del uno por el otro que trae aparejado el coito. Así maniobra la recurrencia en distintas épocas a Elena Martínez Giessen, de quien se prendó en la adolescencia y con quien nunca pasó de la amistad. Con la tragedia expuesta en “La salvación” o la evocación romántica de “Paisaje con viento grande” y los muy posteriores “A esa que va pasando ahí” y “Diálogo con Ovidio”, nos la trae una y otra vez con un ojo verde y otro azul, como los colores con que pintó su casa en Chillán. Aunque fue su esposa y madre de su primer hijo, los poemas dedicados a María McKenzie también operan con el erotismo de lo intocado, presente en la paradoja de por tan callada haber promovido en el poeta la visión de la totalidad. Lo que no sucede es lo que queda, una especie de aplicación de la teología negativa al eros. Pero mucho más recurrente en su obra, se sabe, es el amor consumado, el de “El fornicio”, y por tal vinculado directamente a la muerte, como el canto de sirenas en La odisea o, en su reescritura por James Joyce: la épica del sujeto contemporáneo por sobrevivir un día, en esta sociedad moderna llena de riesgos visibles. Como en Ulises, sus estructuras poéticas son coherentes con las síquicas de la memoria y la lujuria, con el monólogo interior a la larga. Y si en Ulises el deseo termina ejerciéndolo la mujer, en Rojas el eje es continuamente la mirada masculina. Aquí sí podría suponerse un envejecimiento probable, el de la apropiación por vía del tacto u otras formas genéricamente asociadas a lo femenino, de un nuevo erotismo. Uno en que lo amado sea un sujeto activo más que un objeto pasivo de la mirada. Lo que sucede es que Rojas clausura un modo histórico de la mirada poética y ese modo se cumple en él a través de una erótica desplazada a todos los sentidos. Hay sujeto y objeto, sí, pero la mirada contiene a los organismos enteros y multiplicados de ambos. La muerte en último término es la familia, bien lo sabían los griegos, consumado en su obra en el conmovedor “Asma es amor”. También parece cerrar una cierta idea de autoría, la de las posibilidades expresivas del yo hipertrofiado de Whitman, de Neruda, del vate que viene a hablar por los demás. Y lo sabe en el gesto de liberarse del formato de libros sucesivos, centrándose en esa voz única suya; la primera persona, la que goza y sufre.

Usa asimismo la problemática segunda persona de los místicos, aunque situada como en “Vocales para Hilda”. Rojas propone un erotismo sagrado, en un ideario notoriamente cristiano de estado de gracia en “La cordillera está viva”, “Contradanza” y otros. Aunque, en palabras del propio Rojas de los comentarios al pie, concupiscente. Es decir, con el deseo de bienes terrenos y, en especial, con un apetito desordenado de placeres. Tal vez uno de sus mayores méritos sea crear un lenguaje y un ritmo para el terreno inestable comprendido entre la aparición mística y la pulsión surrealista del cuerpo. Cita a Valéry, para quien “la poesía es una vacilación entre el sentido y el sonido”, una combinación prudente de imágenes delirantes con ritmos rigurosos. Este expresionismo, criticado por Enrique Lihn debido a cierta elocuencia, parece jugarle un poco en contra a medida que pasa el tiempo cada vez más descreído de otredades retóricas. Pero lo que dice Rojas de Vallejo, que nos dejó un “todavía”, puede aplicársele a la poesía erótica chilena desde él pagada por adelantado, y sin el cual Venus en el pudridero de Eduardo Anguita –a quien le dedica el premonitorio “Cítara por el muerto”– y obras más recientes como Jóvenes buenas mozas de Claudio Bertoni serían difícilmente imaginables.

Los versos rojianos son mayoritariamente ensamblajes de los más clásicos de los versos clásicos: heptasílabos y endecasílabos; y poco se dispone sobre los métodos compositivos que articulan toda su obra. Leonardo Sanhueza considera “que asimiló la métrica española para descuartizarla y adecuar los trozos a su singularísima respiración”, lo que otra lectura atenta demuestra falso. Rojas no dividió en partes la métrica española –hasta en sus escondidos poemas surrealistas de juventud se la encuentra entera– sino todo lo contrario, multiplicó las partes ya existentes. Sus versos en vez de cortar los heptasílabos, suman dos o tres de ellos sin respiro y luego los encabalgan a un par más. Aquel sonido que nos es por un lado tan natural al oído (no porque exista necesariamente algo así como la naturaleza de un sonido, sino por la repetición incansable de una tradición) en Rojas es además su asma, su respiración, por acumulación –insisto– no por disgregación. Daré un ejemplo de su primer libro, para mostrar que siempre estuvo ahí, y justamente riéndose de quienes metrifican, por lo que el equívoco lo quiso provocar él mismo, jugando. Es un verso y se compone de tres heptasílabos “que son una amenaza para los sacerdotes del soneto y el número”, respondidos por dos eneasílabos, que darían cuenta de una libertad fuera de estas formas, que él, sagaz, revoluciona desde adentro “Pero es un sol innumerable lo que me sale por la boca”. Hágase el intento, costará mucho encontrar versos de Rojas que no estén metrificados, que no hagan gala de “cláusulas silábicas, dactílicas, anapésticas, trocaicas, yámbicas, etc.” en palabras del autor, que en ellas leía –cómo no– la respiración latina, sino hasta su poesía tardía. La gracia está en coser sin que se note la costura y menos el género, cuando se trata de uno antiguo y en liquidación.

La paradoja de la respiración rojiana es que no implica sujeción al habla, como aclara la nota de “No le copien a Pound”, sino servicio al canto. Pero el mismo canto se vuelve más conversacional también en su poesía madura. A medida que se avanza en su obra se torna cada vez más evidente la eliminación de puntuaciones, dejando a los recursos primigenios del corte de verso y de la sílaba dirigir las respiraciones. Lo que eran puntos pasan a ser comas y éstas tienden a disolverse en el silencio.


Nueva York, septiembre de 2013.



 

 

 

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