Presentación de Nomeolvides: flores para nombrar la ignominia de Verónica Zondek
Por Enrique Winter
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No hallarán aquí más flores que en el título, y apenas aparecen se esfuman en la metáfora de los versos. Los versos son las flores cuando nombran en vez de ser nombradas, cuando mutan de objetos de la contemplación a quien las contempla y las dice. Versos y flores comparten, sin embargo, la tradición de ser pensadas como texturas, aquellas por las cuales se comunican la belleza y el lirismo, quizás desde antes que siquiera se pensaran la belleza y el lirismo como algo aparte de la experiencia vital de conmoverse, del instinto y la atracción amorosa. Hay, desde el título entonces, al menos dos transgresiones: del objeto al sujeto que habla aquí, como podría pensarse el tránsito de la mujer en la poesía, sin ir más lejos, y de lo digno de cantarse, lo bello, a lo que no, la ignominia. Las flores son nomeolvides, las del amor desesperado.
Zondek nos da una clave de lectura en el epígrafe, tomado del libro de Job, un inocente feliz al que el diablo y dios en una alianza que hoy parece eterna, deciden poner a prueba, por vía del sufrimiento. Ya Nadia Prado, entre nosotros, desarrolló este arquetipo, ligándolo a la relación alienada con el trabajo –job en inglés– a través de voces dolientes como las de Nomeolvides, voces que en el caso de ambas poetas chilenas vienen a representar a un colectivo explotado de uno u otro modo. El modo de Zondek es el de la seducción y posterior elusión masculina, el del embarazo como animalidad con la que luego carga una sola de las partes. El sexo como una liberación –de semen primero, de ausencia después– en el caso del hombre, y como una retención contraria en el caso de la mujer, una concha que recibe el mismo semen, los golpes y la ausencia.
Sebald se preguntaba de qué manera podía comunicarse la catástrofe, él se refería a la guerra, pero su preocupación vale igual para esta catástrofe privada, considerando lo extendida que está en el país de los huachos de O’Higgins, analizada, además, profundamente en nuestra literatura (Sonia Montecino, Gabriel Salazar). Decía Sebald que la única vía artística era narrarla en su “pura facticidad”, oponiéndose a cualquier alegoría. Cuando lo contado es horroroso, más valdría simplemente contarlo, sin rodeos ni aderezos. Esta es la decisión, correcta a mi juicio, que toma Zondek en Nomeolvides, donde lo lleva a cabo a través del monólogo. Los personajes hablan, hablan y hablan de lo que les está pasando, hablan sin aderezos líricos, sin flores, le dicen al pan pan, al vino vino. La diferencia de Zondek con las escrituras de la “pura facticidad” ante la tragedia –pienso ahora en Sin destino de Kertesz, por ejemplo– es que ella sí parece buscar un sentido restaurador de la humanidad vejada. Lo que Zondek hace es mostrar lo terrible, sin temor a demostrar que es algo específico lo que lo provoca. Entonces denuncia la violencia, como si este libro fuera una segunda parte de Vagido, en lo que la violencia toca al embarazo, o de Por gracia de hombre, en lo que toca al género. Nomeolvides es así una pieza más en la consistencia de la obra de Zondek, en la cual es muy difícil disociar a la estética de una ética; toda una épica –si se me permite la aliteración– en la época –la paronomasia– posmoderna –la rima–. La autora sigue batallando en las categorías del bien y del mal, cuando parecían extinguidas y lo hace sin manipulaciones emocionales ni condón, con los hechos y las hablas descubiertas. Si la literatura es, como me parece, el espacio de la duda, Zondek trabaja con la certeza de la misma duda, establece un proyecto y se deja llevar por él.
Inscrito en una tradición de monólogos dramáticos que va de la Antigua Grecia a obras hermanas en tema y doxa como Casa de remolienda de Luis Alberto Heiremans, Nomeolvides opta por el recipiente diferenciado de la poesía, como lo hiciera Browning en el siglo XIX. Esta decisión no puede ser tomada a la ligera después de Duchamp, cuando el artista se vuelve amo y señor de decir que su obra es del género que le plazca, en oposición a la máxima legal, que también sobrevive hoy, de que las cosas son lo que son y no lo que las partes dicen que son. Este libro puede leerse sin problemas como monólogos dramáticos y, de manera un poco más laxa, como novela en verso. Las reflexiones llevan a los hechos, cuyas consecuencias son relatadas, Zondek trama un hilo narrativo que nos hace pasar las páginas a un ritmo acelerado hacia la inevitable inmolación del personaje que llegamos a querer. ¿Por qué cifrarlo como poesía entonces? Tal vez por la relevancia del lenguaje por sobre los elementos propios de la representación en escena o de la narración. Nomeolvides está escrito en la pátina del habla y se enrosca sobre ella, en un gesto que podríamos considerar barroco: la sujeción a la superficie, la renuencia a la teorización vertical, desarrollándose en todo aquello que la superficie pueda rendir. Esto conlleva otras paradojas, presento una acá: mientras más coloquial el lenguaje, este libro se acerca menos a la verosimilitud que a la alegoría rehuida con Sebald. Y eso es, sin duda, poético.
También lo son sus construcciones visuales: el blanco de la página aplasta los poemas en la mitad de abajo, en la misma mitad de abajo de la escala social en que se sitúa, móvil, este libro. El ojo ve, aun antes de leer, un texto sometido al margen inferior, como su protagonista. También lo que dice se equilibra en el margen de la vida, del que está por nacer, de la que está por morir, en tiempos de debates acalorados sobre aborto y eutanasia. El ojo ve distintas tipografías para los distintos registros del habla que luego reconocemos. Una vez leyendo, una vez atrapados por los significados, el ojo puede darle aquí la batuta a la oreja, dejar que sea seducida por las rimas y arritmias de Zondek que, en este libro, hace con la poesía popular a la que nos remite lo que el jazz hizo con el blues: cantarla a destiempo, desplazada, generando desde ella acordes nuevos, más anchos.