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LAS BOLSAS DE BASURA DE ENRIQUE WINTER

Por Macarena García Moggia


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Una bolsa de basura es una incógnita. Aunque cotidianas, su presencia basta para que levantemos algunas sospechas. Preguntas relativas, por ejemplo, a su contenido: ¿qué hay dentro de una bolsa de basura?, ¿por qué aquello que hay dentro es basura?, ¿acaso es basura necesariamente lo que hay dentro?, y si no es así, ¿qué es aquello que se confunde con la basura? También su destino puede volverse una interrogante: ¿hacia dónde se dirige el contenido de una bolsa de basura?, o bien: ¿de qué lugar proviene? Siempre una bolsa de basura parece dispuesta a un inminente traslado. Finalmente, surge la pregunta por el portador, es decir, por aquel que transporta o deposita en un lugar cualquiera una bolsa de basura: ¿de quién es la basura que hay dentro de una bolsa?, y si no es basura, ¿quién considera eso que hay dentro como basura?, o ¿quién quiere hacer pasar por basura lo que hay dentro de una bolsa, y por qué? Todas estas preguntas contienen, en germen, una historia. Y Las bolsas de basura, de Enrique Winter, parece contenerlas todas.

La novela cuenta historias sobre el contenido de unas bolsas de basura, sobre los desplazamientos de esas bolsas y sobre quienes las portan, es decir, sobre quienes conservan dentro de ellas aquello de lo que otros o tal vez ellos mismos se quisieran deshacer. Varias historias que en realidad son una sola: una mujer recoge perros muertos, perros que han sido atropellados, los recoge de la calle o de un basural que visita a menudo y los lleva a su departamento en bolsas de basura. Una vez allí, les quita cuidadosa y lentamente la piel que luego deja secándose en la ducha envuelta en sal. Los órganos del animal, sus músculos y sus interiores, en tanto, se van de vuelta en bolsas de basura a la calle. Con la piel, Brenda –así se llama el personaje- reviste esculturas de yeso o plástico esculpidas a la medida de los perros muertos, transformando estos cuerpos desechados en objetos “permeables a la belleza extrema”. El motivo se repite, una y otra vez, a lo largo de la novela, sumándose a la intensidad del rito la intimidad de un idioma privado que crea la zona de complicidad necesaria para transmitirnos un secreto: el secreto que transmite la buena literatura, como ha dicho Juan Villoro. Pero de esa complicidad también participa Miguel, ex amante de Brenda, un chico autoexiliado recientemente en Coquimbo con quien Brenda comparte un secreto plan, pese a todo, pese al mal de amor del que la novela nos vuelve testigos privilegiados; un plan envuelto en bolsas negras de basura o tanto al menos como parece estarlo el pasado entero de Miguel, que ahora pasa los días cuidando de un rebaño en alguna colina cercana al puerto nortino. Las bolsas de basura entonces se desplazan, metamórficas: radicado en una nueva ciudad, Miguel presencia la muerte de un hombre, un travesti llamado Eugenio, de cuyo cadáver se extraen muestras de semen que lo implican en un hipotético asesinato. Miguel se lo tiró un par de horas antes de encontrarlo arrollado en una esquina por un automóvil sin patente, al igual que un perro. Salvo que el destino del travesti fallecido, a diferencia de los perros, no es la “belleza extrema” sino el ataúd, un ataúd que bajo tierra se vuelve permeable a los organismos que se encargan de la descomposición de un cuerpo. Y así, repetidamente, el narrador de esta novela penetra la tumba de este hombre muerto para hablarnos de la materialidad de esa descomposición, aclarando en un pasaje que “hay sólo un escalón entre la bolsa de basura, el egoísmo del ataúd y la permanencia de la piel que se pierde al abandonar la tierra”; “la tierra a la que nos inclinan los días”, dice en otra parte, recordándonos la famosa frase de Jenófanes, el presocrático según el cual “de la tierra viene todo y todo termina en la tierra”, la misma tierra que en su límite superior “colinda con el aire mientras que en el inferior desciende hasta el infinito”.

De unas bolsas de basura entonces, a un ataúd, y de un ataúd a la piel: esta nueva y primera  novela de Enrique Winter se desplaza leve y ágilmente de una figura a otra, sobrellevando con astucia, y sobre todo con placer, el peso natural de unas metáforas que están allí para nombrar una posibilidad de resistirse a la disolución que significa ese “límite inferior”, bajo la tierra. Arrancando con la lentitud de una taxidermia, la novela va acelerándose en una superposición de tiempos presentes que se abisman, como descendiendo cada vez más vertiginosamente hacia ese infinito. Se detiene, sin embargo, en una bella alegoría: Miguel camina solo con algunos cargos judiciales a su haber y una culpa incierta a cuestas, desciende la pendiente de una calle rodeado de perros que ladran y se multiplican en contraste con otros que parecen embalsamados, quietos y hermosos, instalados en la vereda tal vez por Brenda, tal vez cumpliéndose, en definitiva, el secreto plan. La belleza extrema de unos perros esculturales se enfrenta entonces a la de unos quiltros vivos cuyos aullidos se parecen menos a los ladridos de la esperanza que en los cuentos de Rulfo anuncian la proximidad de un pueblo, que a los de Alejo Carpentier en “Los fugitivos”, otro cuento sobre perros donde estos acaban devorando a su amo, empujados por un condicionamiento atávico. La novela entera, para decirlo de una vez, pone estos dos elementos en tensión: por un lado la artificialidad de aquello que se esfuerza por mantenerse erecto, brillante, sublime, si se quiere, con toda la desmesura que una apuesta estética semejante implica, y por otro lado la fuerza que proviene de la tierra y que empuja a la descomposición de los cuerpos y a la disolución del límite último que nos mantiene a resguardo de la nada. Reparación versus destrucción, dirán algunos. Lo interesante y lo extremadamente singular de esta voz narrativa es que logra concretar esa tensión en la más absoluta llaneza de la cotidianidad material, dando origen a un universo analógico donde el más ordinario acto doméstico produce una especie de eco que resuena a lo lejos.

Podría ese eco ser efecto del lirismo que se cuela en estas páginas. Un lirismo que se justifica, a primera vista, por el poema de Marcela Parra que antecede la novela y que daría origen a los personajes de esta historia, y también al título, Las bolsas de basura. Su presencia parece marcar el territorio, definir los límites del campo que se va a sembrar, aunque el uso de suelo cambie, o mejor dicho, aunque las semillas a sembrar sufran injertos de diverso tipo, dando como resultado un fruto inexistente. Lo cierto es que las semillas de esos frutos se encuentran igualmente repartidas en los libros anteriores de Enrique. Hice las veces de detective y encontré varios indicios no solo de los personajes que la novela desarrolla sino también –y sobre todo- de las obsesiones que en ella se dan curso. Así por ejemplo, en Guía de despacho, su último poemario, un breve poema titulado “Chocolate” habla de un perro muerto flotando en la piscina y más adelante, el poema “Martínez”, número 0115 del libro, acaba con unos versos que dicen: “Ni morir me asegura mezclarme con la tierra / a que me inclinan los días. Hasta pasarme de largo. / El féretro también es una bolsa que la envuelve / y por fuera, mis huesos”. Pero antes todavía, en Rascacielos, publicado el 2008, mismo año que Silabario, mancha, de Marcela Parra, donde se incluye el poema que encabeza estas páginas; en Rascacielos aparece de manera insistente un personaje llamado Miguel, junto con otro llamado Brenda: “Las manos blandas de Miguel en Brenda” se titula un poema, o “Miguel, cinco mil metros y ese parche en el ojo”, tal vez el mismo Miguel que en el poema “Ritos de paso” le advierte a un tal Andrés sobre su hipocresía, y que en “Cañón de Bryce” dice que el silencio suena en todas las escalas. Asimismo, se esparcen en Rascacielos, como también en Atar las naves, imágenes que parecen originarias del microcosmos que aquí se despliega, como la de un padre que no está, unos niños que juegan a torturar animales, hombres que son atropellados, fotografías del pasado que van a parar a bolsas de basura, gusanos que acaban el almuerzo, viajes, en barco o en bus, sin contar que hay versos en estos libros que Las bolsas de basura se roba enteros, como si además de recuerdos y además de huesos estas bolsas cargaran con los residuos de un imaginario poético hecho pedazos, reconstruido pieza a pieza, como un puzle, sobre una superficie prosaica que junta y pega, aunque sin necesidad de esconder las costuras. Por el contrario, la novela deja que esas costuras se noten y que lentamente se abran, para que haya contaminación y se mezclen las economías, la condensación de la imagen poética con la diseminación del espacio narrativo. También sobre costuras que se abren y se cierran habla un poema de Teresa Calderón que se titula “Bolsas y basuras”, y que comienza así: “Desde hace años, vago por los sueños cada noche interminable, arrastrando bolsas negras de basura llenas con mis objetos queridos. Son enormes los sacos. El peso me impide casi todo movimiento. En el esfuerzo de tirarlas por senderos y quebradas de oniria, amanezco agotada. Noches más tarde, las bolsas empiezan a romperse. Como un reguero me sigue el contenido que me desvivo protegiendo. Son migas de pan para encontrar el camino de regreso a la vigilia. Que nada se pierda. Que nadie se pierda”.

Me gusta esta imagen de las miguitas que van dejándose en el camino para no perderse al momento del regreso. Me gusta aunque las señales, en el caso de la novela de Enrique Winter, resultan bastante ambiguas. Y es que no es claro si son los restos de sus poemas en su novela los que marcan el camino de retorno a la poesía, o si, por el contrario, los restos de esta novela en sus poemas prescribían ya entonces una dirección, aunque tiendo a pensar que no. Conjeturo más bien que tanto como buena parte esta historia venía escribiéndose silenciosamente en sus poemas, podrían venir también escribiéndose otras, tantas como imágenes, voces y hablantes proliferan en un imaginario que a la luz de estas páginas se nos revela insospechado. Con todo, más allá de las miguitas que marcan el camino de regreso, la pregunta, en realidad, es: ¿a dónde regresar? Sin más rodeos, yo leería esta primera novela de Enrique en radical continuidad con su obra anterior, que aunque escrita en verso se ha situado siempre en una zona de cierta manera “liminar”, es decir, un poco en la puerta de salida o de entrada entre un acá y un allá que adopta múltiples formas, ya sean temáticas o estilísticas. Basta releer los títulos de sus libros con atención: Atar las naves, Rascacielos, Guía de despacho, Las bolsas de basura. En todos los casos, se conjuga algo que parece querer pasar hacia otro lado, pero que de una u otra forma se queda en el umbral, vacilando entre un afuera y un adentro, y las naves se atan, y los rascacielos no terminan de perderse en el cielo, y las guías de despacho son lo que se queda de lo que se va, y las bolsas de basura son la piel que se resiste a la voracidad de la tierra. De manera que la pregunta por el camino de ida y vuelta de un poeta hacia la narrativa y viceversa no resulta, en este caso, y acaso nunca, relevante. Sólo pienso en otra cara de la misma voz. Una voz cuya longitud se expande todavía más, aunque provenga del interior sospechoso de una bolsa de basura.

Hay un cuento de Sergio Chejfec donde un hombre encuentra una bolsa tirada en el ascensor y al llegar a su departamento siente la tentación de ponérsela en el rostro, como una máscara, y piensa ante el espejo que esa bolsa “sería el objeto ideal para ocultarse, un simulacro de pertenencia o nacionalidad, o la prueba ostensible de nuestra definitiva condición invisible”. Quizás esta primera novela de Enrique Winter tenga que ver también con eso.



 


 

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"Las bolsas de basura" de Enrique Winter.
Por Macarena García Moggia