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ENTREVISTA A ENRIQUE WINTER
+ ADELANTO DE SU NOVELA “LAS BOLSAS DE BASURA”
Por Sebastián Astorga
www.revistalecturas.cl
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Enrique Winter (Santiago, 1982) es magíster en escritura creativa. Ha publicado los libros de poesía Atar las naves (Temple, 2003 y Manual, 2009), Rascacielos (Ripio, 2006; Literal, México, 2008; Funesiana, Buenos Aires, 2011 y como Skyscrapers, Díaz Grey, Nueva York, 2013), Guía de despacho (Cuarto Propio, 2010; Gigante, Paraná, 2014; Atarraya, San Juan, 2015 y Pez Espiral, 2015) y –junto a Gonzalo Planet– el álbum Agua en polvo (Cápsula, 2012), reunidos en Primer movimiento (Sudaquia, Nueva York, 2013) y seleccionados en Código civil (Ruido Blanco, Quito, 2014) y Oben das Meer unten der Himmel(Luxbooks, Fráncfort, 2015). Es, además, traductor de las antologías Blanco inmóvil (Fondo de Animal, Guayaquil, 2013 y Kriller71, Barcelona, 2014), Abuso de sustancias (Alquimia, 2014) y Grandes éxitos (Mantis, Guadalajara, 2014) de Charles Bernstein y –junto a Bruno Cuneo y Cristóbal Joannon– Decepciones de Philip Larkin (UV, 2013). Ha recibido los premios Festival de Todas las Artes Víctor Jara, Concurso Nacional de Poesía y Cuento Joven, Concurso Nacional de Poesía Pablo de Rokha y Goodmorning Menagerie Chapbook-in-Translation, entre otros.
Fue editor de Ediciones del Temple y abogado de la Cámara de Diputados. A veinticuatro años de su primera novela y dieciséis de su primer premio de cuento, debuta con Las bolsas de basura.
– ¿Qué libros marcan la escritura de Las bolsas de basura?
– Silabario, Mancha de Marcela Parra, que edité hace siete años. Escribí el libro que el actor porno lee en uno de los poemas para no tirar con su esposa. Marcela inventó el título y la trama de Las bolsas de basura (un artista que diseca quiltros atropellados), pero esa trama ya era la vida de Antonio Becerro, que me regaló las fotos para las guardas de esta novela. A esos círculos concéntricos sumé escenas que se avinieron mejor con las convenciones de la narrativa que con los demás géneros en los que escribo.
Leí un centenar de novelas mientras hice Las bolsas de basura, pero me cuesta encontrar vínculos entre ellas y la mía. Quienes la conocían me iban recomendando otras afines, como Lulu de Mircea Cărtărescu, por ejemplo, pero una vez que ya tenía definidos, en un primer borrador, el mundo de los travestis y el tono. Me alejé conscientemente de las construcciones chilenas que los enrarecen o santifican, pienso en El lugar sin límites de José Donoso o en las crónicas de Pedro Lemebel, por ejemplo. A mí me interesa la empatía extrema, ser el otro, las circunstancias que nos ponen de uno u otro lado de algo que no tiene lados sino dudas, de eso tratan los poemas de Rascacielos, que críticos como Maureen McLane leyeron como una novela y que terminé junto con el comienzo de Las bolsas de basura. Lo que sí recuerdo son un par de cuentos que marcaron aspectos específicos de ella como “Jacob y el otro” de Juan Carlos Onetti en la atmósfera de los diálogos; uno puede pesar el aire, pasar horas inquieto durante el instante que va desde una pregunta hasta que el boxeador responde. Franz Kafka influenció mi construcción del asedio, desde que Miguel, uno de los personajes, se enreda en un accidente que es el verdadero detonante de la trama.
Disfruté a escritores estadounidenses como Joan Didion, Don DeLillo o Philip Roth, Slapstick de Kurt Vonnegut, por ejemplo, pero estoy en desacuerdo con su consejo, aplicable a casi todos los nombrados, de que cada frase debe revelar a un personaje o hacer avanzar la trama. A mí me interesan justamente las otras frases, ojalá oraciones largas en las que los espacios muten y se vuelvan inseguros, eso hace Saul Bellow, oraciones pegadas al detalle, que sobran como en el cine de Carlos Reygadas, por el puro gusto de exponerlas, de pensar la literatura como un arte de la presencia más que de la representación, donde la vida transcurre en piezas y baños prestados, en oficinas, en la calle, comiendo y durmiendo en la amplia gama de grises en la que pensamos nuestras paranoias. Tal vez me parezca en esto a otros novelistas de la divagación –qué buenas son Clarice Lispector y Zadie Smith; Witold Gombrowicz– o que primero escribieron libros de poesía, como Michel Houellebecq o Ben Lerner, por volver con él a los estadounidenses. Creo que los libros me marcan más por oposición, porque en su Leaving the Atocha Station noté cierto engolosinamiento al referirse al lenguaje y a una apatía posmoderna que no quería aquí. Yo a mis personajes los amo, me importa todo de ellos y sus circunstancias pueden renovar un pacto de sentido si se las dice sinceramente como en My Struggle de Karl Ove Knausgård, aunque en mi caso se trate de ficción, una marcada también por los informes legales, por las actas que redacté durante un lustro.
– ¿Cuánto demoró su escritura?
– Los primeros fragmentos son de hace ocho años, escenas impulsivas, emotivas, de las tramas de Miguel con Brenda y con Eugenio. En retrospectiva, creo que fueron provocadas por un doble ejercicio que hice entre fines del 2006 –negarme, por única vez, a escribir poemas para concentrarme en la preparación del examen de grado– y comienzos del 2007 –retomar luego del examen la escritura con una bitácora del viaje que hice en un barco japonés–. Luego vinieron algunos esbozos de las escenas de la pensión y los primeros cruces con la trama propuesta en el poema del epígrafe. Esporádicamente agregué reflexiones al proyecto durante los años siguientes, mientras prioricé Rascacielos, Guía de despacho y el álbum Agua en polvo. Sólo para los talleres de la maestría de escritura creativa de la Universidad de Nueva York comencé a escribirla de modo contínuo, dejándome llevar, terminándola en dos semestres, los segundos de 2012 y 2013, gracias a la extraordinaria retroalimentación de mis compañeros y tutores. La corregí con amigos al año siguiente, reescribiéndola este verano, bajo un nuevo montaje. Luego de quince años editando a poetas agradezco el karma de haber sido yo esta vez el editado por narradores excelentes.
– ¿Qué dijo tu editor o primer lector cuando leyó los manuscritos?
– Mi primer lector fueron quince. Dijeron de todo en ese taller, apoyándome con más entusiasmo de lo que esos capítulos iniciales se merecían. Después subieron la vara.
– ¿Qué lugar ocupa este libro en tu proyecto literario?
– Hoy es el centro. Creo que cuaja inquietudes presentes en mis libros previos y la solución de continuidad propia de la prosa me forzó a concentrarme en imaginarios lejanos al origen de mi poesía. Al escribir lo que en mis poemas serían elipsis descubrí torceduras del inconsciente a las que les asigno una mayor densidad. Las descripciones de la descomposición de los cuerpos o los puntos de vista que delinean las pérdidas de los personajes, los tiempos, los dobles, el territorio: con Las bolsas de basura aprendí a escribir de nuevo, la verdad.
– ¿Te es más difícil la prosa o la poesía? ¿Cómo ligas estos géneros?
– Me siento igualmente incómodo escribiendo ambas y lo gozo. Son convenciones arbitrarias que responden a los materiales con los que trabajo y desde siempre me interesaron los híbridos. Admito sí que pienso de forma entrecortada, en verso, si quieres, y creo que ese es uno de los motivos por los que corrijo menos mi poesía.
– ¿Cómo escribes? ¿Algún método o rutina?
– Tomo apuntes en libretas y en el computador, que marco con las iniciales de cada proyecto. Luego los compilo y compongo. Aunque crea conocerlos bien, investigo los universos nombrados, en este caso los de la memoria, la taxidermia, los estudiantes de veterinaria, la prostitución, la burocracia municipal. Leo en voz alta, sigo ritmos a veces previos al sentido. Me cunde más por la mañana y por la noche, pero no he logrado una rutina, porque no escribo sin ganas. Entonces leo y las ganas pueden volver. Cuando me aburro de un aliento de escritura retomo otro, así casi todos los días avanzo en algún ensayo, poema, narración o traducción, aunque dé clases. El problema ahora es distinguir los momentos de ocio, en los que hago lo mismo.
– ¿Tiene nombre tu próximo proyecto? ¿De qué tratará?
– Sí, tienen. Lengua de señas reúne poemas en torno a las artes visuales y al desorden de los sentidos. Son construcciones de imágenes fragmentarias, con un lenguaje tan material que lo imagino tocable. Un adelanto bilingüe saldrá este mes en Washington por el premio Goodmorning Menagerie, mientras que la versión completa la lanzará Alquimia Ediciones en septiembre, a raíz del premio Pablo de Rokha.
En narrativa, escribo una investigación sobre tragedias familiares de las que me fui enterando a medida que entrevistaba a mi abuela. Hice algo de trabajo de campo en Lodz y en Modlin, Polonia, como el que hice en Coquimbo para Las bolsas de basura, además de un trabajo documental, encontrándome hasta con un complot político. Me interesa menos la verdad histórica que el sustrato de la ficción, pues no hay nada más real que mi vínculo sanguíneo con quienes nacieron en esos lugares y a la vez sólo ahí me he sentido tan extranjero. Es una búsqueda muy inquietante, al menos para mí, de la identidad, consciente de que somos lo que somos porque lo contamos, y no al revés.
También queremos retomar la banda Winter Planet con la posproducción de un audiovisual que hicimos, tengo traducciones de poetas estadounidenses a la espera, en fin.
– De qué preocuparse y de qué no…
– De la moral y las buenas costumbres.
– Últimos descubrimientos personales en música, cine y letras.
– En lo que va del año, la poesía del peruano Rafael Espinosa y varios narradores argentinos. Entre los más jóvenes, la ternura violenta y homosexual en Ladrilleros de Selva Almada, situada en el mercado artístico de Romance de la negra rubia de Gabriela Cabezón; la delirante Gracias de Pablo Katchadjian. Un poco antes me provocaron los registros de Patricio Pron en El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia; de los españoles Jordi Carrión en el ensayo Librerías y Mercedes Cebrián; de Fernanda Trías; de Lina Meruane en Sangre en el ojo y Carlos Labbé en Libro de plumas, entre otros chilenos.
Creo que soy el único escritor al que le gustó Birdman, no entiendo cómo no le entusiasma al resto que pueda hacerse una película así de comercial con una trama que no avanza, que se enrosca sobre sí misma como las novelas que me importan lo hacen con el lenguaje. En las antípodas y tan potentes, Relatos salvajes y Leviatán: narratividad pura. En la música, en cambio, dejé de estar al día, recién me emocioné en un concierto de Roy Brown, una especie de Patricio Manns puertorriqueño, y vuelvo casi diariamente a Thelonious Monk, a Gustav Mahler. Sinceramente, creo que los descubro cada vez y que ese descubrimiento es el último.
– El futuro de Chile, ¿dónde está?
– En los movimientos sociales que están a punto de conseguir cambios en la educación que ni soñábamos cuando marchábamos hace una década, que ojalá continúen hacia el sistema laboral, de salud y de pensiones. Los juicios de corrupción son una señal positiva. El futuro también está afuera, no deja de sorprenderme lo mucho que pensamos en la chilenidad, cuando tenemos todo para reflexionar continental y mundialmente, no con grandilocuencia sino en el mismo suelo de los demás, que ya articularon lo que a veces recién intuimos. Es obvio, pero se olvida fácilmente, que cada uno de nosotros tiene más en común con quien se dedica a lo mismo en un pueblo como este en otro continente, de lo que comparte con su vecino. Ya sabemos a quiénes benefician los sentidos de pertenencia patrióticos. Esto no se opone a que la escritura me parezca contingente, cuestionadora de su tiempo y espacio, a que me importe más a medida que se cuela por los recovecos incómodos de la sociedad a la que pertenecemos, injusta, pero también frágil y alterable.
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Extracto de Las bolsas de basura (páginas 159-161)
Todas las mañanas Brian se lava el culo con bálsamo, desde adentro, porque a Eugenio le gustaba, por costumbre. El baño del piso de arriba también es compartido, pero se mantiene en condiciones decentes, por la gran ventana y porque él se incluye en un turno que las chicas del piso habían heredado de otras chicas. Se enjabona las piernas, los vellos han crecido y se cuestiona cómo algo tan evidente, que a quien se quiere nunca más se deja de querer, vivo o muerto, no se dice por quienes dan consejos ni tampoco por quienes los reciben. Cuando se quiso, se quiere para siempre. Así no más, qué tanto. Cierra los ojos al enjuagarse. Si se puede sobrevivir con ello, con o sin las personas queridas. No se reemplazan, se suman. Seca partes mejor depiladas que otras y perpetúa con la toalla a Eugenio: una vez estaba envuelto en una y le dijo que él le hacía ver a la gente lo que la gente no sabía que no quería ver. Entonces le exigió una explicación y Eugenio le habló largamente mientras se vestía de cómo provocaba a quienes se juraban tan liberales.
Brian podía pasar mucho rato sentado y con los ojos fijos en la parte de atrás de las rodillas de Eugenio, mientras él cocinaba de pie. Eran siempre el comienzo de algo y Eugenio se dejaba mirar, con un pie podía acariciarse la pantorrilla como si le picara o arreglarse el short con una mano sin soltar la otra del sartén, el plato o lo que fuera. Silbaba o cantaba despacito, y Brian oía la melodía como si viniera directamente de esas rodillas, cada tanto flectadas, avisando más allá los muslos que no vería hasta tarde. Pero Brian solía tocarlos por dentro del short y sin levantarse del sofá que tenían en la cocina. Sólo con las uñas o las yemas, bordeando el calzoncillo hasta ser detenido. No siempre sucedía y entonces el agua quedaba corriendo si venía de la llave o se evaporaba si estaba en la olla.
Cuando terminaban de tirar, a Brian no le paraba la lengua y Eugenio escuchaba a medias desde la cocina, con bata. Nunca se vestía después, aunque fuera mediodía. Entonces Brian le contaba desde la cama que cuando chico anotó sus primeros besos en la agenda, creyendo que iba a poder registrarlos toda la vida, y a Eugenio le hacía gracia, o que sin importar si eran hombres o mujeres siempre le habían gustado los malos. Brian recordaba a quienes esperan la noche entera y no averiguan dónde estuviste, traen chocolates, mazapanes, se acuerdan de todo lo que les cuentas y preguntan cómo resultó tal o cual cosa de la semana pasada, del mes pasado, si te angustian las mañanas se cuelan en tu cama al despertarte o esperan que despiertes si durmieron contigo, antes de salir. Uno fue harto bueno con él y bien optimista, risueño, pero Brian no estaba enamorado. Demoró mucho en darse cuenta de si estaba con él sólo porque era bueno –si no me hubiera cuidado tanto lo habría dejado al tiro, le confesaba a Eugenio y Eugenio asentía– o si, peor, por el hecho de ser bueno con él es que no se enamoraba. El mismo motivo por el que lo quería –no me habría dejado invitar al primer helado o baile, ya ni me acuerdo cómo lo conocí, pero no me gustaba de antes, eso seguro–, el mismo motivo por el que lo quería era por el que no lo amaba, quizás, el motivo por el que empezó lo hacía terminar. Me ahogaba, cachai, en querer quererlo, pero no era culpa de él, ni cuando salí de pendejo y escondido con el vecino, ¿te acuerdas del Elder?
–¡Sí! Bien pavo el huevón, pero no entiendo por qué te gustan los malos ahora –le preguntó Eugenio una vez, menos distraído que de costumbre.
–No cacho, porque soy bueno supongo, ¿no?
–Vos soi loco no más y, cuidado, acá a los locos los apalean.
La respuesta de Eugenio a otras preguntas variaba entre tratarlo de masoquista, simulando un látigo y azotes, los locos están en veda o me los como con limón, lo mismo con los choros u otros mariscos, cuando no lo paraba en seco con la tonterita de distinguir buenos y malos como si la vida fuera una teleserie.
Eugenio también le contaba sus ocurrencias, pero no esperaba a tirar para decírselas, podía salir en cualquier momento con su opción por vivir con alguien que lo mantuviera caliente en vez de con uno que lo satisficiera. Cuando Brian le preguntaba si él lo satisfacía o lo mantenía caliente, Eugenio no respondía, pero le hacía cariño hasta que se olvidara de lo que estaban hablando, igual cuando surgía lo de la falta de plata o de si había salido a putear, cuando él iba al trabajo o cuando Eugenio se perdía varios días y volvía sin explicaciones, a veces con moretones escondidos por el maquillaje. Pero no podía esconderlos de los ojos de Brian, los ojos parecían hechos para sus rodillas y cabían en ese hueco.