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Roger Santiváñez: Roberts Pool crepúsculos
Roberts Pool Twilights / Roberts Pool Crepúsculos. Traducción de Elsa Costa. EEUU: Cardboard House Press. 2017. 

Por Enrique Winter
Publicado en Poetika1, N°3, enero de 2019



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Roger Santiváñez ha transitado con solidez la ruta del poeta maldito que se convierte en músico. A cuarenta años de empezarla, rimbaudiano, en el desorden riguroso de los sentidos, pone a disposición de los lectores angloamericanos la que tal vez sea su obra más  difícil de traducir, por entregarse entera y casi sin narración a los sonidos propios del castellano. Elsa Costa hace aquí una labor magnífica al producir en inglés los murmullos de agua del original a través de nuevas rimas y aliteraciones, versionándolos como si se tratara de  una directora ante una  orquesta. Roberts Pool crepúsculos cuaja, en ambos idiomas entonces, una estética inconfundible a primera vista en la página, por sus tercetos en los que cada verso tiende a ser igual de ancho, también en el  oído, gozoso de arritmias, y, por supuesto, en el fondo mismo de la escritura, siempre a la siga de la belleza carnal.

Santiváñez viene del Perú de César Vallejo, sin duda, pero sobretodo de César Moro (1903-1956), de la locura culterana de Martín Adán (1908-1985) y de las  raíces surrealistas de Emilio Adolfo Westphalen (1911-2001), tradición de quiebres en los límites de la palabra, interrumpida sólo por la generación anterior a la suya, más coloquial y casi igualmente poderosa, convirtiéndolo en una especie de isla que escribe desde sus abuelos literarios para sus nietos futuros. Una isla que se separó del continente de la anécdota en libros tan interesantes como El chico que se declaraba con la mirada y Symbol, que desde el lumpen opera de bisagra entre su poesía temprana y la mayor atención a la sonoridad que nos convoca en este libro. Una sonoridad ya anunciada mucho antes, en su primer libro, en sus tres poemas “a la manera de José Lezama Lima”, que nombran la realidad, pero siempre de otro modo.

Porque Roberts Pool crepúsculos es barroco y define sus capas sobrepuestas y recargadas en el primer verso: “& el destello del brillo del río”, que, además, presenta la luminosidad sobre la que el conjunto vuelve incesantemente hasta que “La luz ya no es del sol sino del aire”. La sensación de calor estival, de cuerpos mojados o tibios, inunda esta poesía de al menos dos maneras: una celebratoria de lo que está ahí, propia del canto que nos remite a versos de hace siglos, y otra que trata de rozar lo inasible (“se va la luz se va la forma (…)/ Perfección solar cuya belleza me/ Ensimisma & se desaparece”). En la primera se distingue la mutación del placer en la escritura de Santiváñez cargando la libido de la experiencia rockera y narrativa a la apetencia por los cuerpos en un despliegue de visualidad que provoca y acompaña la calentura del lector. El paisaje deseoso y playero ya estaba en su libro Amastris  y aun más erótico es Virtú, única obra  publicada con posterioridad a esta. Se trata de un erotismo de espía, de fisgón, con una doble incorrección política por ser la mujer joven el objeto del deseo, equiparable en su incorrección al uso, hoy, del imaginario del siglo  de oro. En este libro hay ninfas, en general y  en particular, un poema se llama Aganipe, que es también una fuente, y tiene al frente a Hipokrene, que es también una musa; en este libro hay rosas. Hay que hacer esfuerzos serios para no dejarse llevar por el ritmo. El sentido se escurre, pero si se vuelve lentamente, ha estado siempre allí. No sólo el sentido, todo lo que nombra Santiváñez pareciera estar yéndose, escapándose todo el tiempo y esta poesía no ceja en su persecución.

Pero del siglo de oro y también del modernismo hay más que un imaginario revisitado aquí, hay una actualización por vía de la sinestesia: lo que en la poesía de entonces era regular gracias al metro, al oído a la larga, Santiváñez lo pone en el ojo, que ve los tercetos como ventanas o ladrillos, mira a través de ellos y con ellos construye. Sin embargo, la vista engaña, el poeta se adelanta o se atrasa una o dos sílabas en cada verso generando acordes inesperados, volviendo performativa la sensación de los cuerpos y la naturaleza deseados, en amenaza  de moverse. Bloques visuales que no son bloques auditivos, menos de fondo, porque los tercetos no oponen entre sí lo que cuentan ni los finales resuelven lo expuesto en los primeros, como se hacía en la poesía clásica. Por el contrario, las sílabas en Roberts Pool crepúsculos siguen derramándose más allá del texto irresoluto como el agua, como el sol, como los fluidos corporales. Sántiváñez gusta de la simetría y de la sincronía, de las aliteraciones (“formas femeninas”) y onomatopeyas (“Aves tempraneras de  agosto & la  calor chuerq/ Respondido chuerq  en otra rama”); corta las palabras entre versos, porque todo es un gran continuo, y comienza en mayúsculas el siguiente, en una forma de la poesía en inglés acorde con su uso de giros como cardinals, swing, glitter o never ever. En su poesía temprana abundaban frases cortas y disruptivas, aquí los vaivenes del lenguaje no se detienen más que cuando termina el poema y ni siquiera entonces hay puntuación.

“Roberts Pool crepúsculos”, la primera sección, escrita al borde de la piscina del mismo nombre, nos prepara para el carácter más abstracto de “Dante’s Reading”, la segunda, con sus tres poemas inducidos por la lectura de La divina comedia en Ocean City, un balneario de Nueva Jersey. Es interesante el desajuste que esta fuente externa produce. El primero de los poemas hace la transición desde la búsqueda de belleza de la que veníamos a la metaliteratura, que es otra que huye, haciendo aquí más evidente el despliegue del lenguaje cantándose a sí mismo, en una acumulación de imágenes aparentemente inconexas y surreales. Como nada se concluye, para bien, en el devenir de este libro, redobla doblemente el final de la sección al develarlo: “de nuevo atravesando superpuesto recomienzo es/ Cuchar nunca va a acabar”. Por ello “Final aún”, la tercera sección, plantea una salida alternativa, distinguiendo a este canto respecto de otros por el goce y el descenso, para luego marcharse con el lenguaje hecho silbido, como en Altazor de Vicente Huidobro. Un aire tibio. Afinen los oídos  que comienza aquí el concierto de verano.



 

 

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