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LAS BOLSAS DE BASURA

Enrique Winter
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Brenda se agacha ante la perra atropellada: tiene las patas juntas, la marca de la rueda la recorre desde el lomo hasta el hocico, sobre un charco parpadea todavía. Brenda le toma el pulso. Se acaba. Está a dos cuadras a la sombra de su departamento y las camina silbando, las camina para dejar las bolsas de la feria y sacar una donde quepa este presente.

Se lava la cara y con las manos húmedas toma la bolsa matutera y las llaves. Baja en calma los escalones, poniéndose los guantes y el delantal, rumbo al semáforo, al cruce de calles donde los feriantes montan sus puestos entre las hojas caídas y los pocos cristianos o borrachos que andan por ahí temprano los domingos. La perra es chica, quedó tan cerca de la acera que Brenda no espera la luz roja para levantarla, y bota menos sangre de la que suponía sobre sus guantes quirúrgicos. Pone entonces una mano bajo la cabeza de la perra y con la otra guarda la cola y las patas en la bolsa. La anuda para evitar las miradas curiosas durante el camino de retorno y cuando empieza a desgastarla el peso, a sospechar que la bolsa puede filtrarse, acelera hasta el segundo piso.

El baño ancho y alto parece esperar al primer quiltro que recoge, el baño vacío en oposición a la sala y al dormitorio, atiborrados de películas, diarios y cajas. Con mascarilla, Brenda enciende el extractor, abre la bolsa del cadáver, blando, y luego las puertas del baño y de la pieza. Se echa al fin unos minutos en la cama, mirando la bolsa desde lejos. La pieza es una reproducción casi exacta de la que tenía donde su madre hace unos días, los mismos cojines y cobertor, el mismo armario.

De la repisa y en punta de pies saca dos cajas selladas antes de dar con la que busca. Necesitaría el escalpelo de adentro de la caja para poder abrirla, como los dibujos animados que rompen la celda para robarle la llave al guardia. De a poco deja la mudanza atrás, raja la cinta con las uñas y encuentra el cuchillito de hoja fina. Se refleja y lo levanta como un cáliz, concentrada en sus dos cortes y en la oportunidad de inaugurarlo por sí sola.

Abre las persianas esta vez y la luz se suma a los tubos fluorescentes; la caja de utensilios recolectados por años evita el portazo de la corriente de aire. Como igual la desconcentra el extractor, busca la radio en la sala y el cedé gira a máximo volumen. Aquí nadie tocará el timbre –quedaron de arreglárselo la semana entrante– ni golpeará la puerta. Erizada por el comienzo del plan, Brenda tararea una canción mientras se da más vueltas por el departamento. Las vueltas son las que dejan, dice, pegada, mirando el techo, cuando alguien la apura. Las mismas vueltas por las que podía desaparecer tres días sin darle explicaciones ni a su madre.

Luego de escurrir los restos de sangre coagulada y tierra en el lavamanos, seca la abertura de la perra, empujando las vísceras hacia el interior. Abajo, el marrón es rojo, pronto rosado y transparente del agua corriendo. Brenda corta y estira un pedazo de venda, pegándolo con cinta gruesa a los bordes del pelaje. Cose un punto a cada lado del agujero, mientras en el parche un circulito de sangre amenaza con madurar en un círculo y luego en esa oscuridad que avisa el desborde. Brenda prepara un parche idéntico de relevo y lo deja sobre la taza del baño.

El escalpelo brilla aun más entre el espejo y los focos. Desde el ángulo en que no la ciegan, se inclina hacia el cadáver, amoldado como el agua al lavamanos, cubriéndolo entero. Demasiado cauta en sus primeras incisiones, Brenda corta profundamente el contorno donde empieza la cola. Cuando lleva la mitad del perímetro, punza el pellejo por accidente, manchándose. Unas gotas, suficientes para detenerla un rato luego de observarse el pulso tembloroso y recordar cómo en el campo degollaban corderos: el balido que ninguna radio acalla.

Julio toca el timbre, viene de camisa. Si fuera un reloj, con los pies daría las dos de la mañana, pero son recién las once. Huele a fragancia de madera cuando Miguel, sin perfume, lo abraza y sube al auto. Los ventanales amarillos rumbo al centro de Talca son gradualmente reemplazados por luces rojas, Miguel está mudo, carga un solo recuerdo: tenía un año o más, un conejo plástico gigante, y un día ya no. Recuerda la angustia, la mirada al espacio desocupado, casi describiría la silueta del conejo, oscura sobre el papel mural, impidiendo que se destiñera.

Mañana viajará a Coquimbo. Debió hacerlo hoy, pero es el cumpleaños de Lucas. Miguel no sabe que huye de quien ama y la verá esta noche por última vez. No escuchará más de Julio –aún le tiene un polerón con cierre y franja celeste– ni del cumpleañero, que tampoco le ha devuelto la casaca del partido. A Miguel no le importan ya la ropa prestada, la gente que llama o deja de hacerlo. Silba una cueca chora, improvisando una letra para el conejo inflable: entristece a mi palacio una abeja que lo zumbe, fiel custodia del espacio que dejará su derrumbe. Al silbar mira a su izquierda, tras los rulos mojados de Julio y la cabecera del asiento. La oscuridad anuncia sitios eriazos que desaparecen entre las luces de las casas cuando el auto dobla, salvo uno, al frente de Miguel por unos compases, los del semáforo en rojo.

Ya sé, todo lo sólido se desvanece en el aire, polvo somos y en polvo nos convertiremos, la vida es un suspiro, el mundo un pañuelo. Puedo decirlo, evoca Miguel, no así la desaparición del conejo cuando miles también desaparecían y no eran conejos. Todo escozor futuro repitió el de esta partida y la mirada de sus padres al berrinche y no al abandono. El llanto no explica nada. El llanto por no poder preguntarles qué pasó. Su primer recuerdo es el de una pérdida y la incomprensión de los demás, su primer recuerdo es la imposibilidad de comunicarse, de alcanzar la ventana por donde se colaba la luz que sólo el conejo interrumpía, delante de un diseño despegado del color marrón con que asocia su niñez por las escasas fotos, las series televisivas, los papeles de regalo, las alfombras. Miguel amaba la presencia del conejo, más alta, celeste como el polerón con cierre –le pregunta por él a Julio, “chucha, huevón, se me olvidó, te juro, te lo paso la próxima vez que nos veamos”, responde, lo mira y sonríe a medias, Miguel también–, celeste el cielo que separa esa nube de la que es ahora. La sonrisa de oreja a oreja del conejo. Sus últimos recuerdos tratan de lo mismo. Busca uno celeste y no lo puede nombrar. Si supiera lo que le falta, alguien lo encontraría, pero entonces ya no será lo que busca. No deja decirse. Si se pinchó, su padre habrá botado la evidencia, los tétricos restos en una bolsa de basura. Un pinchazo accidental y el estruendo que arrastra un mundo anterior fuera del escenario. Tal vez se desinfló sin drama mientras él dormía. Pero allí estaba con su zanahoria y luego no, ni pudo contarlo. Aprender a hablar, creer más adelante que sí podría decir las cosas, no cambió mucho las consecuencias. Eso al año o dos.

Una partida en falso de Julio le deja los anteojos en la mitad de la nariz y le recuerda a Miguel más accidentes. El espacio del primer recuerdo –que dejará su derrumbe, silba– lo llena uno que ahora le parece el segundo, aunque de seguro no lo es. Cerca de los siete años su perro perdió un ojo en la calle. Primero miraba con dos, luego sólo con uno y se ponía de lado cuando salía a recibirlo. Nuevamente le vetaron la trama, Miguel la adivinó apenas por el desenlace, pero esa vez no lloró. Aunque ya tenía palabras para preguntar, nunca se atrevió a hacerlo: la noticia del atropello le daba más miedo que el cuenco del ojo. Un día, tuerto, el perro partió con la soltura acostumbrada y no volvió más; ahí sí le hablaron de un atropello y Miguel no quiso continuar el asunto, corrió a su pieza y se encerró hasta la mañana siguiente. Tal vez fueron varios días y en cama, interrumpidos sólo por comidas que el padre le dejaba junto a la puerta, ¿iba a la escuela entonces? No lo recuerda, sí el casete –mira la radio del auto–, lo cantaba una y otra vez cuando quedó solo esos días, sí, fueron días. “Era callejero por derecho propio”, decía el parlante, “era nuestro perro porque lo que amamos lo consideramos nuestra propiedad”. “Se bebió de golpe todas las estrellas”, cantaba, y Miguel entendía, eso era el fin del perro, aunque lo siguieran cantando.

Se bajan del auto y abrazan al cumpleañero. De pie en la entrada y con el celular en la oreja, Lucas se ahoga en la acumulación de estímulos que traerán una segunda resaca –la caña moral, dice– por no haber tomado en cuenta a ningún invitado o demasiado a quien despierte con él.

Miguel toma y hace como que baila. Son sus primeros días de vuelta, comparte apenas el silencio y el silencio rebota tras los bajos de los amplificadores, en las noches del barco en el que se enroló. Por ellos sale música, retomando la de sus padres, alguien apuesta: los del cumpleañero debieron ser dueños de un piso como este. Lucas vuelve a un punto de partida familiar, a los techos altos anticipados por cenefas para las cortinas –retiradas antes de que estos pisos se arrendaran por la noche–, por molduras de madera y no de escayola o yeso como las de ahora. El salón enorme, el baño y el pasillo tienen todos puertas del ancho de sus brazos, pero con pestillos nuevos, supone Miguel al tocar las cintas que cubren los agujeros para los pomos.

Lucas les ofrece sillas y vasos plásticos sobre una mesa larga donde apoyar las promos de pisco. Pero no lo hacen, nadie lo hace, para que no se las roben. Las esquinas se pueblan de bolsas negras donde rellenar los tragos, y en un porcentaje nada despreciable –como dice Julio– se desprecian, caen entre las zapatillas, pegando las suelas al piso de parqué. Los padres del cumpleañero lo repararían de vivir acá, dice otro. La culpa es del hielo, le contestan, incapaz de mantener la solidez ni por tres canciones, goteando como estos edificios antiguos. Miguel sonríe intermitentemente por la luz estroboscópica, por un par de horas. En las esquinas, parejas de amigos o amantes se gritan al oído, usan como cuenco la mano que el vaso les deja libre, mueven los pies o los ojos hacia quienes bailan, reciben a otros amigos o amantes rumbo a servirse algo o mearlo después.

Mañana viajará a Coquimbo. Debió hacerlo hoy, pero es el cumpleaños de Lucas. Su amigo, no el de Brenda. Qué hace ella aquí, qué pasó con la acusación, con el sumario que les hicieron. Se separaron hace un año, Miguel se fue muy lejos y para siempre. Acaba de volver y mañana se irá más cerca, pero también para siempre. Brenda aún llena más espacio que su cuerpo y un calor baja por la garganta de Miguel, amarrándosela. Verla caminar, sólo verla caminar tomaría su vida entera o la de otro, varias más si cualquiera de los dos recogiera lo que ella acumula. Miguel lo haría gustoso y jura, lo intentó. Brenda se habrá mojado el pelo por horas, por mechones. Las decenas de pinches se le caían como bellotas a una ardilla por cargar de más, como migas para el camino de vuelta.

Brenda no lo ha visto aún, o al menos eso le hace creer. Ya no le basta con mirarla para saber lo que siente y no le parece haber perdido esa facultad previa a la primera vez que hablaron, es ella quien suspende ahora el acceso. Por eso se fotografían los ojos adolescentes, antes de que calcen con los agujeros de la máscara. Por eso también Miguel se embarcó. No creyó terrible dejar de verla, y no lo fue, el problema fue dejar su voz ronca, aunque la hubiera oído después de saber lo que ella sentía, y con sólo mirarla. Verse es la cáscara, el interior es hablarse lo que nadie más puede hablarse, el jarabe de los chicles, el manjar del cuchuflí. La distancia no es para las personas, sigue repitiéndose Miguel, mientras se desvía del ángulo en que Brenda podría haberlo visto, apoyado en el marco de la puerta y a falta de algo mejor, tomando su piscola.

La fiesta prende al fin y permite a Miguel sujetarse al plan, pese a Brenda. Desapercibido, cree, va una y otra vez al baño, adaptado para eventos: el urinario metálico cubre entera una pared y evita así las filas, las baldosas arabescas reúnen el fuego que las quemó con el agua del uso colectivo, más evidente en las manchas de humedad del muro y en el papel que se amontona en las tazas. En una de las tasaciones ante el espejo, recuerda al conejo como si estuviera ahí. Se parece al que arma un porro sobre la jabonera, y también le recuerda a las madres invisibles, o quizás se las trae su risa, contagiándolo. Cuando el volumen de la risa y de su emisor se van del baño, Miguel puede ver, con la forma del que se fue, los tapices y manteles cubriendo a esas madres: sujetaban a niños que debían fotografiarse inmóviles. Las madres escondidas como fantasmas y Miguel que se mantuvo quieto hasta la desaparición del conejo. Pretende moverse, aunque aparezca Brenda aquí. No es la figura sino el movimiento. La de ella, el de él. Truncado ya, porque la tiene al frente, como si Brenda esperara entrar al baño de hombres que él desocupó.

Uno. Cuando las cosas se destiñen, el color sigue en ellas. Con la piel bronceada es más fácil, imaginamos la palidez debajo y hasta la reencontramos al invierno siguiente. Pensamos en capas y vemos cómo el pellejo se lleva esa impostura veraniega, pintura descascarada en un muro que se resiste a abandonar su color. Pero cuando un rojo soviético como el de la casaca que le tiene Lucas deviene rosado, nadie lo almacena y nos preguntamos dónde está el rojo desaparecido cuando no en la lavadora, como las sillas de playa o las cortinas que jamás se lavan y sin embargo destiñen. No suman una capa, pero tampoco desprenden la que tienen. Son rojas aunque Lucas ya no lo vea y a Miguel le pese, los colores no apelan a la vista, permanecen intactos. Cuando las cosas se destiñen.

Dos. Las salas casi vacías y blancas son el interior –el aire de cada ladrillo– de muros que separan otras salas casi vacías y blancas. No notamos la alfombra verde ni los bordados oscuros. Brenda tiró por primera vez sobre la alfombra de la pieza de Miguel. La sangre formó un bordado parecido a estos y escurría en contraste con las piernas rígidas de ambos, incapaces de soltarlas, rojas. Los ojos en duda, las manos que intentaban, fijas en el otro, al caer juntos, tapándose las bocas, mordiendo la risa entre contenida y agitada, las lenguas. Al final se abrazaron, palpitantes como enredaderas en salas casi vacías y blancas: el aire. La comida servida por el padre de Miguel.

Tres. Las alfombras de los puertos y las piezas son los puntos de la bufanda que Brenda le regaló. La bufanda es el yugo que ha tejido la sobra de cariño y de minutos. Él se convirtió en esa bufanda calentita de cruces originales, demasiado larga y pesada.

 

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Enrique Winter (Santiago de Chile, 1982) es autor, en poesía, de Atar las naves (premio Festival de Todas las Artes Víctor Jara), Rascacielos(beca Consejo Nacional del Libro y la Lectura), Guía de despacho(premio Concurso Nacional de Poesía y Cuento Joven) y –junto a Gonzalo Planet– del álbum Agua en polvo (Fondo para el Fomento de la Música Nacional), reunidos en Primer movimiento y seleccionados enCódigo civil Oben das Meer Unten der Himmel. Es, además, traductor de las antologías Blanco inmóvilAbuso de sustancias y Grandes éxitosde Charles Bernstein y –junto a Bruno Cuneo y Cristóbal Joannon–Decepciones de Philip Larkin. Sus libros se publican en diez países; sus poemas y videos integran centenares de revistas en seis idiomas. Magíster en escritura creativa por la Universidad de Nueva York, dirige el diplomado del área en la Universidad Católica de Valparaíso; fue editor de Ediciones del Temple y abogado.

Winter acaba de publicar su primera novela, Las bolsas de basura, y la plaqueta de poesía Sign Tongue (premio Goodmorning Menagerie Chapbook-in-Translation), que será incluida en su nuevo poemario, Lengua de señas  (premio Concurso Nacional de Poesía Pablo de Rokha).

 



 



 

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LAS BOLSAS DE BASURA
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