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LA POESÍA DE ENRIQUE WINTER (CASI UN COLLAGE)

Por Darío Jaramillo Agudelo



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El mundo es discontinuo, fractal. O así lo parece. No hay un solo lente para leerlo. ¿Leerlo? ¿Acaso no sea más bien cosa de sumergirse en él? O, yendo en la otra dirección, no hacia el mundo sino hacia sus nombres, ¿agotar el lenguaje, exprimirlo, examinar al tiempo cada significado, cada interpretación, cada dilema mental?

Puedo extremar las posibilidades. Y cabe hacerlo. Recorrer todas las posibilidades: agotar la significación y hacerlo desde el centro de las cosas, refundido con ellas:

Las crestas de las olas alcanzan caracteres
que solo imprimen en mareas altas.

Así, los contrasentidos, los consentidos contrasentidos pueden extenderse, impregnar el texto. Por ejemplo: el tono de una conversación que nadie tiene, la manera como nadie lo dice. Por ejemplo, la mezcla de planos, dos temas intercalados:

No sabes amar con intensidad, dudo de que te arda la sangre
por dentro, no intente reparar este aparato usted mismo
y es imposible seguir enamorada de alguien que está muerto
no exponga este monitor directamente al rayo del sol
de alguien que no tiene los ojos brillantes (…)

De repente, entre los pliegues de los poemas que parecen mirar hacia otra parte, aparece un ahorcado y ese ahorcado crea una fatalidad: alguien hereda la condición de ahorcado: una posible lectura de estos poemas es como autobiografía, una autobiografía que se extiende a los antepasados, un chico que saldrá a recorrer, a inventar “una nueva geografía de Chile”, una nueva geografía que se va extendiendo hacia el norte, por el continente, a disposición de un chico que va en microbús.

En esta historia, este conjunto de poemas en formación, en Rascacielos irrumpe el lumpen, la miseria por dentro y por fuera, hijos de varios padres, presos, putas, noche, droga, la violencia entre parejas, la promiscuidad, a veces prestándole la voz a la mujer.


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Enrique Winter (Santiago de Chile, 1982) ha publicado hasta ahora cuatro libros de poemas: Atar las naves (2003), Rascacielos (2008), Guía de despacho (2010) y Lengua de señas (2015). La oportunidad de ver reunidos en un solo volumen esos textos permite una lectura en la que, por supuesto, hay una evolución y, acaso por lo mismo, metidos a biólogos, también se puede detectar una continuidad a lo largo de 16 años.

En la lectura tomé mis propias notas que daría como mucho a un testimonio aislado de un lector distante en el tiempo y en la geografía. Pero a la hora de ponerme a ordenar esos apuntes descubrí Proyecto Patrimonio, donde se reúnen reseñas de libros por autores (sobre todo chilenos y peruanos); gracias a esa fuente pude seguir las diferentes lecturas que ha tenido Winter desde la aparición de cada uno de sus libros.

Los libros de Enrique Winter pueden leerse como biografía o como el itinerario de unos viajes hacia adentro y hacia afuera. Lo que insinúo, no como intención explícita del autor sino como experiencia de mis lecturas, es que estamos ante una autobiografía, alguien viaja hacia adentro con la experiencia de sus movimientos por el mundo; también con la experiencia de sus inmovilidades, de sus vueltas alrededor de la noria. Lo que dijo el mismo Winter en una entrevista de 2011 autoriza esta lectura: “En Atar las naves hay un deseo de mar, Rascacielos está escrito de espaldas al mar, entre los edificios y adentro de ellos, forzado el gesto de no mirarlo, pues otros ojos -que no los míos, como en el teatro- nos relatan. En Guía de despacho estamos dentro del mar”. Todavía no se había publicado Lengua de señas.

Llamo la atención sobre este itinerario que traza Winter, regido por lugares, escenarios del movimiento, del viaje; y hasta lo contrario, esa paradójica forma de viajar que, desde Viaje alrededor de mi cuarto de Xavier de Maistre, es el no viaje. Porque las cosas comienzan con las naves atadas, y es el título de su primer libro; pero aún con las naves inmóviles hay un movimiento, un cierto viaje circular. Dijo Winter: “Atar las naves propone que lo que nos está matando es la falta de viajes, una noción del espacio cerrado, a pesar de la posmodernidad; de que uno no viaja sino que peregrina. El viaje sería como un vector hacia adelante, mientras que la peregrinación es una vuelta en círculo, que se vuelve casi pornográfico o hiperreal cuando uno piensa en el Transantiago, que está diseñado para que hagas siempre el mismo recorrido, siendo profundamente difícil salir de él. Eso es la micro. Eso no lo nota la gente que anda en auto o a pie. No tienen la noción del viaje predeterminado. Yo me fui a una ciudad donde hago todo caminando. Eso pensaba en Atar las naves, que las micros son nuestras naves, el mar está afuera y nosotros encerrados”.


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Lo que sorprendió a los primeros lectores de Atar las naves fue encontrar tanto dominio del taller poético en un escritor que tenía 20 años. En su reseña, Juan Cristóbal Romero destaca que “Winter escribe sin duda contando sílabas. Entre sus versos se reconocen el ya sobajeado endecasílabo, eneasílabos, heptasílabos, alejandrinos muy bien compuestos, algunas exploraciones vanguardistas como versos de dieciocho sílabas con dos hemistiquios de nueve: ‘Son delgadísimas sus trenzas y atan mis brazos a sus hombros’. Hay sonetos, haikus, seguidillas, etc. Y también hay verso del que se dice libre”. Y Andrés Urzúa de la Sotta abunda en el mismo asunto: “En Atar las naves, Enrique Winter nos invita a viajar por su infancia, por su imaginación y por un canto que, según admite, ‘es huero / como un globo en el cumpleaños’. Ahora bien, esta odisea está cargada de imágenes oficiosamente trabajadas, además de un ritmo propio, que se pasea como por su casa por diversas estructuras poéticas, como cuartetos, tercetos, sonetos, haikus y versos para todos los gustos: endecasílabos, heptasílabos, alejandrinos (…) En conclusión, Atar las naves es, pese a ser la primera publicación de Enrique Winter, un libro maduro, profundamente conmovedor y, aunque suene antitético, dulcemente mordaz”. El juicio a la aparición de un primer libro no podía ser más auspicioso. Alejandro Zambra estuvo de acuerdo: “Con solo 20 años, el autor deja en claro que conoce bien las claves de su oficio y realiza un convincente recorrido por los callejones menos iluminados de una ciudad que bien puede ser Santiago o –como quería Alfred Jarry– ninguna parte”.

También es notoria en Atar las naves, y a sus primeros reseñistas no se les escapó, la agudeza de Winter para hallar imágenes que añaden al sentido, dan un giro, sorprenden. En particular destacan el poema “Terminales comunes”:

Solo la vuelta de otras niñas en bicicleta
da origen a la plaza en donde puedo escribirte.

Los círculos concéntricos del cielo
trazan decenas de gaviotas

mientras tu mano se esculpe a sí misma
(vuelos de águila sobre el tocador).

Estos retoques a la piel del mar
hacen de los pelícanos cucharas
en las pestañas del océano.

El agua es tu perfil,
oculto por la niebla de los puertos
girando en bicicleta.

El poeta dice que “Atar las naves (2003) es un libro sobre el no viaje, sobre el encierro”. Y también ha dicho: “Los viajes son pura ausencia: no se es de allá porque uno viene, ni se es de acá, porque se fue. El desajuste, el desacomodo desde el que se crea, es la misma base de los viajes. Algo falta y se sale a buscarlo. Philip Larkin no salió ni a comprar el pan, pero entendió mejor que nadie la falacia de la pertenencia en ‘Lugares, seres queridos’”.


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En 2008 apareció la edición definitiva de Rascacielos. Para Sergio Rodríguez Saavedra Rascacielos es “un viaje hacia la marginalidad latinoamericana en su estado más crudo” y Lorena Saucedo explica que en realidad es un viaje hacia (¿al?) otro: “(…) El ‘yo’ en la poesía de Enrique Winter es problemático en el mejor sentido. Va y viene entre voces y, necesariamente, entre cuerpos. En varios de los poemas de Rascacielos, el yo es un tú transcrito, el interlocutor (amigo, familiar, desconocido) que habla con voz propia a través de la voz del poeta. Varios de estos poemas son, así, un diálogo sublimado cuyos ecos llenan el cuarto. Otros más provienen de un yo refractado, que se vuelca e incluso llega lejos subido en el viaje de un ‘lirismo impersonal’: ‘Y si uno es su cuerpo: el cielo es más pequeño que los rascacielos’. En este entrecruzamiento de voces subyace una idea importantísima: el ser individual es algo que se resuelve en las multitudes, en las esquinas, en la carne de otros”.

Hablar como hablan los otros; es cuestión de tono, de acento, de vocabulario, de desdoblamiento, en fin, pequeño detalle, es cuestión de volverse otro. Este sería el momento de citar a Rimbaud, que inventó ese problema y nos lo dejó de herencia. Por su parte, Winter, al decir de Andrés Urzúa de la Sotta, lo que hace es “escuchar las voces ajenas o incluso para intuirlas, imaginarlas o inventarlas. Winter, entonces, se nutre por el oído. Su poesía, especulo, proviene de la sonoridad, de parar la oreja, de estar a la escucha de las cosas, y más particularmente, de las personas y sus versiones íntimas de la historia. Por lo mismo su libro, en este caso Rascacielos, aparece como un compendio de registros del habla, en el que discurren aleatoriamente la inculta informal con la culta, la marginal y la jurídica”.

Lo que hay en el fondo lo intuye Leonardo Robles: “En Rascacielos surge una mirada compasiva de Winter hacia el otro, que de alguna forma lo define a él mismo en su diferenciación, en su ansia de ser marginal sin serlo. El poeta siente que cada persona tiene algo valioso que contar y de esta forma rescata discursos olvidados por banales que, sin embargo, dignifican la pérdida como la obsesión de lo que pudo haber sido y no fue: ‘Lo que persigo y apetezco es la pérdida’”.

El trabajo del poeta es un trabajo con las palabras. Y, en el caso de Rascacielos, un poeta que demostró con su primer libro la carpintería que tenía, conocimiento del lenguaje que hace parte del talento propio del poeta. Jaime Pinos señala con acierto que ese talento logra una “polifonía de vidas e historias que encierra la estructura concreta del rascacielos. Creo que ese afán polifónico es una de las coordenadas que articulan este texto. La diversidad de ámbitos y personajes, de voces y puntos de hablada. La escritura de este libro es una escritura en trávelin que, permanentemente, pasa del plano general a hacer foco en el detalle vislumbrado en alguna de las ventanas donde, como escribió Baudelaire, vive la vida, sufre la vida. (…) Lo que realmente importa es ese trabajo de captura y puesta en lenguaje de los retazos de realidad que el poeta recoge, como guijarros en el río, de la circulación de las experiencias, las voces y los textos”.

El mismo Pinos destaca otro notable aspecto de Rascacielos: que “predomina cierto objetivismo, cierta forma distanciada de construir o abordar las escenas. El poeta como camarógrafo. O él mismo como una cámara. I am a camera, decía justamente Bob Kaufman. Descripción, pulcritud en el estilo, distanciamiento. Sin embargo, sobre ese fondo, creo reconocer cierta cuerda contraria. Cierto lirismo que asoma en la musicalidad y en el ritmo de algunos poemas. Winter trabaja con la precisión, pero también se permite cantar o ponerle soundtrack a sus textos que juegan con varios registros formales. Narrativa, caligrama, montaje, métrica clásica. Interesante contrapunto que intenta romper con las falsas dicotomías entre objetivismo y barroco, entre lirismo y antipoesía”. Esta doble condición de Rascacielos –el poema como cámara, el poema más personal– la encuentra Luis Riffo: “creo que las fortalezas de este libro están en algunos poemas que regresan al tono personal, pero que son consecuentes con la propuesta descrita. Breves textos como “Mantra” (“Con la heridas de los dedos pinto / unos cuadros que compran a buen precio / quienes me las hicieron”) y “Vanguardia” (“Los jóvenes poetas. Peligrosos / como artes marciales milenarias / en el gimnasio del burgués”) tienen una eficacia poética que logra sintetizar cierto desasosiego por la complicidad que la poesía tiene con los poderes dominantes”.

Óscar Petrel hace una afortunada síntesis del tono principal de este libro: “poesía que se vuelve contemplación del instante, imagen fílmica, guión poético de marginalidades y amores contrariados, de cumbias a todo chancho y papeles de ricolate, de camas compartidas, cassette y novias letales. De fondo, el mismo paisaje del viaje que todos vemos por la ventana del bus. Escritura que se vuelve lúcida al devenir en voces ajenas”. Sergio Muñoz se refiere a su contenido más profundo: “Rascacielos, más que dejarnos certidumbres, nos invita a entrar en la ceremonia –siempre necesaria– de las preguntas, de los cuestionamientos respecto del otro, de las interrogantes respecto de los alcances del lenguaje, de los diversos mundos discursivos que conviven en la sociedad y que forman la argamasa espiritual y física que reúne, ya sea en la comprensión o en la incomprensión del lenguaje, a la mayor parte de los seres humanos, y finalmente, de las interrogantes respecto de la finalidad última del arte. ¿Cuál es el sentido de escribir textos, publicarlos, trabajar afanosamente en su forma, y darlos a conocer en un objeto llamado libro?”.


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Una reseña escrita por Eduardo de Gortari dice que “quizás el más logrado de sus poemas hasta el momento [es] ‘Este cassette toca su vida’”, un poema de Rascacielos. Por su parte, el poeta argentino Ezequiel Zaidenwerg escribió un ineludible y magnífico ensayo sobre los tres primeros libros de Winter. Allí dice que “el poema central de Guía de despacho –verdadera piedra fundamental del libro y probablemente de la obra de Winter– se llama ‘Soles’”. Y, a partir de su lectura de “Soles”, da su diagnóstico sobre el marco retórico de Winter. Zaidenwerg menciona primero “los principios constructivos del barroco”, pero aclara que “estos procedimientos forman parte de un programa estético más amplio, que hace un uso selectivo de otros aparatos retóricos, cuya difusión debemos a poetas estadounidenses como Gertrude Stein, Wallace Stevens y John Ashbery. Dicho programa supondría que la poesía es un arte de contrastes y que, para que las zonas luminosas del poema brillen con más nitidez, es necesario rodearlas de opacidad”.

El mismo Winter precisa que Guía de despacho “es una alegoría de un pueblo arrasado por un maremoto, lo escribí antes de que ocurriera el de este año, y en ese espacio que puede ser un pueblo como cualquier otro, empiezo a jugar un poco con la idea de la representación, con la posibilidad de dar cuenta de las cosas que suceden. Mi escritura es más bien impulsiva, la armo con poemas que voy escribiendo en una libreta que llevo siempre en mi bolsillo”.

En Guía de despacho el yo poético es múltiple y cada voz habla como siente, entona como piensa, usa su propia jerga. Así lo ve Enrique Morales: “lo interesante de Winter es que no descansa solo en la referencialidad del sujeto observado, también se compromete con él, también asume su mirada, establece su punto de vista, se ubica a sí mismo dentro de esa observación, lo que da un grado de verosimilitud a las diversas propuestas. (…) El sin sentido del sujeto, si es que hay sujeto, aparece en los disfraces lingüísticos que el hablante se provee: envase retornable, el nombre del conserje, monitor bajo la lluvia, Soy verano, Soy cebolla de outback, Soy internet, Soy cariñosa. En estos poemas, el yo, como el dinero, se intercambia con todas las cosas nombradas, por lo mismo, es su equivalente en el lenguaje y más allá también. Carga, por cierto de capacidad coral, donde otras voces ocupan el lugar del observador. Testimonio entonces no de autor, de humanidad:

(…) Soy luna llena.
. . . .. . . .Soy rock. Soy show de música en vivo.
. . . .. . . .Soy beso en la boca. Soy cómplice.
. . . .. . . .Soy un abrazo fuerte.
. . . .. . . .Soy un camino, soy río santos.
. . . .. . . .Soy una sonrisa. Soy explosiva. Soy reggae.
. . . .. . . .Soy arrepentida. Soy sicodélica. Soy equivocada.
. . . .. . . .Soy familia. Soy linda. Soy un sol.
. . . .. . . .Soy correcta. Soy una vuelta por pacaembú de noche.
. . . .. . . .Siempre fui labrador y ahora también soy staffordshire.
. . . .. . . .Soy la Miná. Soy yo misma.
. . . .. . . .Soy Sabrina”.


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Fernando Pérez Villalón hizo una muy aproximada síntesis de Lengua de señas: “es un libro denso y lleno de recovecos, una vertiginosa sucesión de imágenes en la que a veces cuesta descubrir puntos de anclaje o de orientación, en parte debido a la ausencia de puntuación y de títulos de los textos. El lector transita entre el registro más lírico de algunos poemas breves, el onirismo de otros más extensos, y una mezcla de jirones de recuerdos, observaciones, conversaciones y reflexiones (varias de ellas en torno al oficio poético) que se van entretejiendo cuidadosamente. El libro está atravesado por una respiración constante, deliberada, por un ritmo sincopado que va encadenando una imagen con otra a través de los encabalgamientos, cortes de verso precisos que dejan en suspenso un momento el sentido, lo interrumpen y le dan un ritmo musical muy característico al fraseo de los textos (‘Aquí se esculpe con los ojos oídos / ojalá las imágenes se basten a sí mismas / pero lo que dicen es y debe ser / otra cosa’)”.

Ashle Ozuljevic Subaique observa lo mismo. En Lengua de señas “las palabras son una trampa que nos empujan al vacío de creer que nos entendemos, al espejismo de la presencia a partir de la ausencia (‘lo que está pasando y lo que no’), esto debido a la depuración de sus enunciados, en los cuales resiste lo esencial, trazos delgados que hilvanan sutilezas: puñados de tamizadas palabras dispersas sobre el silencio, asemejándose al manojo de lucecitas en el cielo negro que bien nos bastan para designar el cosmos”. Y Pía Sommer ahonda con una hipótesis: “Lengua de señas parece escrito desde la inconsciencia de una comunicación, desde un aislamiento, un lugar en que el poeta concibe, combina y asocia símbolos como si padeciera de una imposibilidad de decir con frases completas, entonces lo hace con señas, señas que le dan las palabras”.

Una de las primeras lecturas de Lengua de señas, debida a Guillermo Rivera, abordaba este conjunto de poemas como una novela donde “no hay desarrollo, nudo, ni desenlace” y donde “el lenguaje es el personaje principal y en este exceso de actualidad –con objetos definidos y voces definidas– se introducen nuevos nexos entre las cosas: el lenguaje como Proteo viaja en un Mustang a Mantagua y plasma las bases de un mundo que produce nuevos centros de relación”. Se trata de “esos residuos trastocados de un presente donde lo que hay que interpretar no es el fondo de sentido verdadero, sino el sinsentido, lo innombrable, el desecho, como gustaba a Gadamer”.

Sin llegar a identificarlo con una novela, el cubano José Kozer ve en Lengua de señas “un movimiento poético abierto por donde, desde la misma existencia tanto humana como poética (textual) entra (…) con la mayor naturalidad todo un mundo cercano, inmediato, que a la vez contiene mundos lejanos”. En alguna entrevista, refiriéndose a Lengua de señas, Winter intercaló una frase que podría ser una clave, si la hay, de este libro: “somos lo que somos porque lo contamos, y no al revés”.


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En el camino creativo de Enrique Winter,  además de sus cuatro libros de poesía, hay una novela, Las bolsas de basura (2015), varias traducciones y un disco. Claro que, al leer sus entrevistas, aún antes, en sus poemas mismos, estas distinciones de géneros son apenas referencias externas, nomenclaturas que no rozan el nivel en el que Winter se involucra en el asunto. Acaso desde la perspectiva de los dos puntos más lejanos, en apariencia, el poema y la música, juntando los extremos, se vislumbra algo en una de las respuestas del poeta: “mi obsesión con la música antecede a la de la poesía, y no concibo a esta sin la primera, tal como muchas culturas lo han hecho por milenios. El lenguaje intento usarlo materialmente, como un expresionista abstracto ve la pintura, en tanto pasta, con volúmenes independientes del mundo exterior. Esto es algo que se intensificó solo después de muchos años escribiendo. Hay relaciones intuitivas y sonoras, imágenes que conducen a sentidos equívocos, etcétera, que me interesan bastante. Pienso en las aliteraciones, rimas internas y encabalgamientos, por ejemplo, como herramientas para armar atmósferas sonoras, que a su vez desplacen la persuasión del lenguaje del poder y de la publicidad hacia otras persuasiones, otras maneras de decir y sentir que cumplan así mejor la necesidad política del texto de lo que lo haría la pura denuncia”.  Va a lo central: “Creo que la poesía se sostiene en la medida que, desde la experimentación de las posibilidades del lenguaje, siga escudriñando al ser humano”.

Como se ve repasando sus poemas, los caminos de elaboración que adopta Winter son intrincados, metros difíciles, combinación de ellos, asociaciones por sonido, desdoblamientos, yoes hablando como cada cual habla, ella o él, hasta el mismísimo poeta, conversaciones que se mezclan, que se aúnan, de repente un soneto, opacidades y brillos, en fin, hondos conocimientos de las retóricas, hasta las parodias, hasta las náuseas.

Lo notable es que todo esto se logra sin perder la pasión: “Yo escribo porque no tengo otra forma de deshacerme de lo que tengo adentro, uno tiene que soltar cosas que están adentro y tienen que salir”. Y antes ha dicho: “Voy con mi libreta y permanentemente escribo lo que veo y siento, lo que me disloca”. Sea.



Bogotá, 2018.



 

 

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La poesía de Enrique Winter (casi un collage)
Por Darío Jaramillo Agudelo