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“Confesiones de un inglés comedor de opio” de Thomas de Quincey

Por Enrique Winter
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Thomas de Quincey fue una de las mentes más brillantes de Inglaterra, según Charles Baudelaire, quien dedicó la mitad de Los paraísos artificiales, la biblia sobre droga y literatura, a traducirlo. A su juicio, no tenía nada que agregar al deslumbrante, médico y poético tratamiento de Confesiones de un inglés comedor de opio de De Quincey. Virginia Woolf añadió en su ensayo sobre “El coche correo inglés”, suerte de tercera parte de las Confesiones, seguida por Suspiria de profundis, que “en sus mejores momentos, la escritura de De Quincey tiene el efecto de anillos de sonido quebrando entre sí, ensanchándose más y más hasta que el cerebro difícilmente puede expandirse lo suficiente para dar cuenta de la última y remota vibración, que los gasta en el borde de todo, donde el habla se funde en el silencio”. Como casi todo escritor que argumenta a favor de otro, esta descripción es además un salvavidas para el mar turbulento de la propia obra de Woolf.

Traductor del griego y del latín, premiado por su versión de una de las odas de Horacio con apenas catorce años, De Quincey abandonó a su familia dos años después, a cambio de la vagancia y el hambre, de perseguir poetas y escribir sobre estas aventuras. No era Jack Kerouac, no era Roberto Bolaño y también debe su obra más relevante al registro de esa huida que, en cierto modo, inventa. No debe olvidarse que son los años del romanticismo –es a William Wordsworth y a Samuel Taylor Coleridge a quienes persigue, convirtiéndose primero en su secretario, luego en su amigo y, finalmente, en su traidor, con biografías en que los descuera–, años en que la experiencia nueva de estar solo en una ciudad, de seguir en ella a un desconocido como en “El hombre de la multitud” de Edgar Allan Poe, o de vagarla como Baudelaire en Spleen de París, obras influenciadas por el opiómano, requería inventar una nueva manera también de contarla. En ella, De Quincey interpela fraternalmente al lector para su indulgencia, al “hipócrita lector” baudelaireano, como interpela también a la calle Oxford, “madrastra de corazón de piedra”, en un uso renovador de la segunda persona, robado del místico y amatorio, puesto ahora a acusar. Y en esta urgencia de originalidad, De Quincey escribe de la química del cerebro, habla de científicos y de adicciones, antes que estas palabras se acuñaran. Coleridge mismo promovió a fondo el conocimiento científico y el método experimental, que De Quincey lleva a sus límites en escenas de Confesiones tales como la del médico que se inocula voluntariamente un cáncer, metáfora para su adentramiento en la adicción al opio.

Confesiones de un inglés comedor de opio es de una contemporaneidad, de una actualidad insólitas, en su mezcla de autoficción y ensayo, en formato de novela tramposa. Atributos que pueden encontrarse en sus demás publicaciones: El asesinato considerado como una de las bellas artes, por ejemplo, comienza como un ensayo satírico y termina como cuento gótico. Además su visión de mundo se apoya en las peripecias, en un periodismo gonzo cuando describe e informa el uso del opio y sus alucinaciones. Un libro que podría publicarse hoy y estar a la moda, pero también un libro que hace propio el origen de la palabra “ensayo” en Michel de Montaigne, para tantear y probar, allí donde De Quincey derechamente improvisó. Escribió lo que pasaba por su cabeza, poniéndole la voz propia, como Montaigne, en autorretratos que miran altaneros al espectador, siguiendo a Alberto Durero, pero confesando lo inconfesable de San Agustín, de Jean Jacques Rousseau, con la radicalidad de publicarlo en vida, visitando el lugar de la vergüenza. Abre entonces una nueva tradición de dar la cara, que goza de buena salud gracias a las estrellas de la farándula, a quienes llegó por William Borroughs, Allen Ginsberg y tantos otros sucesores.

En cuanto al estilo, en Confesiones de un inglés comedor de opio destacan párrafos de varias páginas y materias escasamente relacionadas, a la Thomas Bernhard –si se ha de elegir a los predecesores– y oraciones de casi un párrafo a su vez, seguidas de otras breves, punzantes como aforismos. Un esteta, de humor cáustico, desplegado en referencias maledicentes a intelectuales de la época, en apartes teatrales y refranes latinos. Divierte por vía del anecdotario de la confesión de un héroe más o menos solitario, a la manera del Lazarillo o del Quijote, inglés como Tristram Shandy, pero con una sugerente e inestable flema de clase.

Algunas de sus agudas observaciones: “la larga familiaridad con el poder atenúa sus efectos y atractivos”, “una posición que eleva a un hombre con demasiada eminencia sobre sus compañeros no es la más favorable a la moral o a los atributos intelectuales”, “el error de la mayoría de la gente es suponer que por el oído se comunican con la música y, por ello, son pasivos ante sus efectos. Pero esto no es así: es por la re-acción de la mente a los avisos del oído (la materia viene de los sentidos, la forma de la mente) que se construye el placer”, “los pobres son mucho más filosóficos que los ricos –muestran una sumisión más dispuesta y alegre a lo que consideran irremediables males o pérdidas irreparables” y, respecto de sí, comenta que los sufrimientos prematuros de los meses de vagancia lo hicieron inmune a la tristeza. ¿Inmune? No realmente, pues confiesa nunca haber sido alegre, sino melancólico, de una manera que anticipa esa falta a ser llenada que asociamos a la melancolía desde Sigmund Freud.

Titulo este texto de igual forma que De Quincey su libro y asisto a la recreación de su mismo carácter sensacionalista: medio ensayo y aún no me refiero a su consumo de opio. De Quincey demora la mitad de Confesiones –publicado además por entregas en una revista, defraudando al lector de la primera parte sin una sola mención– en comenzar a contar lo que el título tan directamente convoca. Y cuando lo hace, admite que tomó opio hace tanto tiempo que de haber sido una experiencia insignificante, ya habría olvidado la fecha. La larga introducción es performativa, por cuanto reproduce en el acto de la lectura el tedio acumulativo aun en las aventuras de De Quincey. El tedio desde el cual se requieren paraísos artificiales. La descripción de la primera dosis de opio adquiere así un entusiasmo desmedido en la prosa, atrayendo por contraste con cierta planicie previa en la narración: “Lo tomé: y en una hora, ¡oh! ¡Cielos! ¡Qué asco! ¡Qué agitación, desde su más bajo fondo, del espíritu interior! ¡Qué apocalipsis del mundo dentro de mí!”. Como confiesan los heroinómanos –la heroína viene del opio– toda inyección posterior a la primera es un intento por volver a esa sensación, a esa que, melancólicamente, falta; esa que hace del “material crudo del sonido orgánico un elaborado placer intelectual”. El que también provoca el cactus andino San Pedro, por su alta concentración de mezcalina y bajo cuyo efecto los sonidos de distintas entidades se escuchan todos a la vez, otorgándole sentido a una acumulación que no tiende a estruendo alguno. Puede arriesgarse una interpretación en que la estructura del libro entero sea la del viaje de opio, desde la infancia a la que se accede en las ocho horas de lucidez que da la droga, hasta los sueños lúcidos posteriores a su efecto.

Me parecen exquisitas las contradicciones de Confesiones de un inglés comedor de opio. El autor se define como un gran tomador de vino y unas páginas más adelante argumenta desde su posición de casi no tomarlo, proveyéndonos por lo demás de una graciosa comparación entre el vino y el opio. El libro termina con su superación de la adicción y también es mentira, por supuesto. Porque como escribió la citada Virginia Woolf, el compromiso de De Quincey no es con la verdad, sino con el arte: que el relato funcione. Jorge Luis Borges es otro de sus seguidores y lo defiende a su modo, valorando su “memoria inventiva” y no por ello menos verdadera. A las contradicciones, De Quincey suma la soberbia del experto, definiendo una iglesia de la que es el único miembro y describiendo los efectos del opio como nadie más podría, casi al tiempo que, en nota al pie, comienza a contar otra historia, pero se detiene, porque es demasiado buena como para hacerlo gratis.

Confesiones de un inglés comedor de opio se sitúa en dos momentos: en los éxtasis de 1804 y en los tormentos de 1812. Su objetivo, declarado al final, es “exponer el maravilloso poder del opio, tanto en el placer como en el dolor”, pero cambia no sólo durante el transcurso previo, sino también en su segunda versión, vastamente considerada inferior a la primera, que aquí comento. La segunda fue publicada a los 70 años, con el doble de edad y de páginas, que detallan la relación con su madre, su huida juvenil y la disputa con Coleridge, entre digresiones más fastidiosas. En su defensa, celebro que agregara los nombres que en la primera versión censura, pero cede a la tentación de recrearse y así, viejo, elimina sus insultos a la vejez y aumenta las contradicciones, argumentando que escaparse de la escuela fue su más grave error, cuando no parecía otra cosa que el bautizo de la radicalidad de su escritura y vida. En fin, si no era aún la suya la literatura de la duda, de la compulsiva duda, a poco de morir pasa a serlo.

Del opio acepta tres verdades previas: su color café oscuro, anochecido, que es caro y, bajo determinados presupuestos, conducente a la muerte. Luego dedica varias páginas a tres desmentidos: que intoxica, deprime al día siguiente y produce letargo. Como era de esperarse, luego queda en entredicho con las descripciones de su abatimiento intelectual. Un torpor en el que igualmente era feliz “observando el paso del tiempo” bajo un consumo para actividades colectivas y luego solitarias.

Apenas se autodefine como un “inglés no místico”, refiere al imaginario, esplendor, y al paraíso para su experiencia con el opio, y argumenta sobre la sabiduría necesaria para establecer cuándo se fue feliz. Pero en este carácter construye un tratamiento exotista, sino veladamente racista de turcos, indios y malayos. Es entendible no tanto por la época como por el imperialismo inglés, pues se lee casi igual en El enigma de Jan Morris, por más liberal y cosmopolita que sea el cambio de sexo que allí narra y en 1974. La escena del malayo, en tanto, es decidora de la circularidad de su estilo, por cuanto la presenta como real, pero parece uno de sus sueños y regresa en obras posteriores como La rebelión de los tártaros.

La última sección del libro, “Los dolores del opio”, recoge fragmentos y apuntes en un desorden de tiempo y de estructura. Es performativo de nuevo: del malestar y de la imposibilidad de escribir del De Quincey adicto y frente a la “tiranía del rostro humano”. Cuenta la opresión de sus alucinaciones y dicta reveladoramente otra imposibilidad, la de olvidar. Borges lo cita: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido” y Philip Roth cierra su extraordinario Patrimonio con otra orden: “No debes olvidar nada”. Pero para De Quincey esa orden es una tragedia como la de “Funes el memorioso”, porque sus sueños lo introducen a dimensiones incompatibles en su recordada oscuridad con la ternura de su hijo despertándolo. Son, sin embargo, sueños arquitectónicos impresionantes, que de algún modo diluyen la línea de placeres y dolores del opio, por cuanto la imaginación más sorprendente opera desde los últimos, y así también esta sección del libro. “La especie humana no soporta mucha realidad”, diría T.S. Eliot después; la escritura de De Quincey hizo lo posible contra ella o, por lo menos, para redefinirla.



 



 

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