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Las bolsas de basura de Enrique Winter

Por Sara Jordán


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Más conocido como poeta, Enrique Winter escribió su primera novela antes de los diez años, como lo señala en una entrevista, y a los treinta y dos regresó desde la poesía a una novela compleja, bien estructurada, con un significado simbólico y otro literal y sugestivo.

Se trata de una novela realista que emplea el chileno coloquial como un lenguaje prolijo, carente de ripios, muy bien trabajado –probablemente– por su oficio de poeta. La estructura de la novela (la superposición de capítulos como placas tectónicas) podría deberse a la falta de una ideología ambiciosa y a la carencia de hilos sólidos que sustenten nuestra realidad postmoderna. El sentido en el que me remito al leer esta novela, evoca un poema de Armando Uribe: “se produjo la quiebra de todo, el golpe universal/ de estado, estamos entre los escombros/ que quedaron”. Cada capítulo es un fragmento de ese quiebre.

El poema de Marcela Parra, que abre el libro, es un anticipo de lo que se leerá después y va en concordancia con los personajes sórdidos de la novela. En un principio, la trama fluye pausadamente, hasta que el protagonista experimenta un sorpresivo encuentro sexual con un travesti. De ahí en adelante, Winter aprieta el acelerador y los personajes ya presentados se empiezan a mezclar por sus historias o recuerdos, lo que permite avanzar igual de rápido entre las páginas restantes.

La prosa de Winter va y viene, como las olas que rompen en la orilla, entre imágenes que parecen fotografías y entre las atmósferas en las cuales intercala sus propios versos, publicados con anterioridad.

Pero el coloquialismo a veces lo obliga a rectificar su discurso para darse a entender entre otros hispanoparlantes, y así Chile gana una batalla y pierden los de afuera, conservando nosotros esa mirada tan insular, propia de nuestros compatriotas.

Las bolsas de basura, el título lo indica, y como advertimos en las primeras páginas, trasladan restos sociales, en este caso perros atropellados que han sido disecados, hecho que, junto con la imprescindible escena sexual con el travesti, nos lleva a pensar que estas bolsas de basura acarrean los vestigios del desperdicio social en que nos hemos convertido, luego de la dictadura. Quiltros, no perros de raza, pierden la vida en el borde de la calle, en el margen, en otras palabras, en la marginalidad de la que hemos sido testigos a lo largo de los años durante la transición a la democracia. Perros vagos que se lucha por conservar a toda costa con un ritual atroz.

La fortaleza de esta novela está en las imágenes. Los personajes están muy bien logrados. Prevalece, al final de la novela, la sensación de huida, del retorno al útero materno del protagonista cuando decide volver a Talca, su ciudad de origen.

Las bolsas de basura hacen de la disección de estos animales muertos el escrutinio de una sociedad que se mira a sí misma desde las ruinas del período dictatorial, sobre todo, desde el lado de los derrotados pero, asimismo, muestra la ruina de una civilización como una metonimia del mundo actual. He ahí el valor de leerla también como un símbolo: la derrota de algunos, la marginalidad de otros. La “bajeza” social que de ningún modo entra en la forma de esta novela, con el lenguaje de un equilibrista que se sobrepone al mundo actual a través de una mirada penetrante y certera.


 

 

 

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