Escribir consiste en reducir una complejidad de conexiones a una secuencia estrecha, dice Ted Nelson, el creador del hipertexto como hoy lo conocemos, a partir de su proyecto Xanadú de 1960. Mucho antes de internet, Nelson quería crear una biblioteca en línea con toda la literatura de la humanidad. Si uno pinchaba un párrafo de un texto era conducido directamente a otros, que fueron sus fuentes o debatían con él, a través de computadores conectados alrededor del mundo. Ted Nelson le dice a Werner Herzog en su reciente documental Lo and Behold: Reveries of the Connected World que la escritura ha reducido una complejidad de conexiones a una secuencia estrecha porque no está de acuerdo, porque para él los procesadores de texto tienen una comprensión errada de la escritura, unificando lo que debería dispersarse. La humanidad no tiene herramientas decentes para la escritura, dice, burlándose del corta y pega. Sí las tiene el agua, por ejemplo: uno mete los dedos y el agua se abre rodeándolos. Cada gota entra en diálogo con otra y vuelven a juntarse cuando sacamos los dedos. La dificultad para visualizar y expresar el mundo, para dar cuenta del sistema cambiante de relaciones entre las cosas a las que apunta Nelson tiene, a mi juicio, más que ver con las limitaciones de los procedimientos tradicionales de escritura que con el potencial de la escritura misma. Los nuevos medios son una oportunidad para ampliar aquel registro y con él, el mundo. Una oportunidad perdida hasta el momento por cómo estos medios han emulado a las tecnologías análogas, y por la poesía también, al sujetarse porfiadamente a la narración lineal cuando ya ni siquiera leemos así.
Contra lo que podría suponerse en tiempos en que se popularizan de forma acrítica culturas milenarias y lejanas, llamando a cambiar nuestras conductas si queremos cambiar nuestros resultados, algo bastante lógico por lo demás, Nelson propone repetir el procedimiento. Repetir el procedimiento cuantas veces sea necesario hasta que el resultado cambie aunque sea por error, porque la poesía en la era de lo medial no está liberada de las obsesiones. Cuesta encontrar un ejemplo de poesía relevante que no haya sido creada desde la radical reiteración del golpe de una sola tecla hasta que se borronee, quiebre o salte lejos. Poemas que se puedan tocar como el agua, que mojen de vuelta y se reagrupen una vez que los dedos salieron a flote, poemas permeables a ese lector activo, que cambien su propia forma frente el lector, porque él cabe en ellos y mientras más se adentra más agua rebalsa, poemas que estén relacionados con todos los demás poemas en red, poemas que sean el resultado diferente que ha producido la insistencia en un mismo procedimiento. Para que el lector quepa dentro del poema, el poema debe dejar espacios vacíos.
Para proponer una poética por otros medios, en tanto, debo reinterpretar brevemente los medios tradicionales. En eras prosaicas como esta suele rechazarse la lírica. Los que creen que alguna vez estuvo viva dicen que está muerta y proceden sin más a pasar por poemas sus breves apreciaciones sociológicas, antropológicas o, peor, confesionales. Se olvidan o no saben que la lírica nació a medio morir saltando y que ese ha sido siempre su lugar. Orfeo enamoró a Euridice tocando la lira y tuvo que bajar al infierno a buscarla. Como si esa no fuera muerte suficiente para la lírica en el instante mismo de su nacimiento, una vez que Orfeo perdió a Eurídice para siempre al volver a la superficie, se retiró a las montañas en las que las Bacantes lo apedrearon y despedazaron, repartiendo sus miembros. ¿Por qué le hicieron eso? Porque él, que funda y representa la lírica, rechazó la seducción de las Bacantes. ¿Cuál es entonces el lugar de la lírica ahora? El mismo del comienzo: uno que rechaza seducir o ser seducido sin amor, esta es una metáfora para el embelesamiento que originan las escrituras que dicen exactamente cuánto el lector quería que dijeran y de la forma por ellos conocida, porque confirman sus juicios previos sobre las cosas enunciadas, conservadora y a veces imperceptiblemente, por supuesto; un lugar que se reconoce descuartizado, que construye desde y con los restos de cada desastre histórico y cada crisis del lenguaje. Por eso es fragmentaria como una navegación por internet y se rebela ante el efectismo, ante los lugares comunes que aparentemente sobrevivieron enteros.
La lírica, transmisora de sentimientos y emociones, no tuvo que pasar por la transición de las demás artes, desde el enfoque tradicional en el consumo al enfoque vanguardista del procedimiento. Como la poesía no producía objetos únicos, auráticos a precio de mercado, y por ende elitistas, su valor estuvo siempre del lado de quien la producía y no de quien la compraba, por lo cual las vanguardias no tuvieron objeto alguno que quemar para que perdurara el arte. ¿Dónde está el poema? ¿En la arena, en la piedra, en el bronce, en el papiro? En su esencia está la reproductibilidad, primero de memoria, que se dice de corazón en inglés y en francés, y más ahora con los nuevos medios digitalizados. La tecnología ha radicalizado la falta de aura del poema. El libro, además, cada vez cuesta menos. Hace solo una década operábamos una editorial para publicar a buenos poetas que no tenían dónde hacerlo y hoy hasta los malos pueden elegir. Si bien la autocomprensión de los materiales y procedimientos del poema es mayor desde la modernidad, digamos que en Baudelaire y en quienes luego de él fundaron naciones, nadie podría negar que ya estuviera en las cartas de Horacio, por ejemplo, o en los versos de Homero. Por eso la poesía fue la primera de las artes en alcanzar la contemporaneidad, y me pregunto si ahora podría ser la última en enchufar al fin el módem, en hacerse cargo de su propia libertad sin mercado. Porque la poesía es aún, y más que entonces, el único lenguaje no sujeto a fines. Ojalá suceda antes de que se consolide efectivamente un mercado, como el que hay en España y en Estados Unidos, para la poesía que va de A a B sin desconcentrarse, que puede entenderse como se entiende la narrativa juvenil, más directa y sencilla que cualquier película comercial o denunciando lo que los documentales hacen mejor. Por ahora, al no tener un mercado ni un aparato crítico establecido (elementos paralelos cuando no opuestos), la poesía radicaliza la indistinción a la que están sometidas las demás artes con las redes sociales. Cualquiera escribe un poema o es considerado un poeta por algunos, justamente por cumplir la premisa lírica de expresarse íntimamente. El mismo Ted Nelson escribe poemas de esos. Este fenómeno que a muchos espanta, que levanta aburridas lecturas públicas y talleres en cada barrio, me fascina. Tal espanto desnuda, en primer lugar, el apego inconsciente de los creadores a la jerarquización y la competencia, a privilegios simbólicos a los que no quieren renunciar y que en una sociedad revolucionaria han de ser superados. También muestra que la poesía gusta y ha gustado siempre, que ofrece dudas y amplía sentidos. La experiencia con poemas difíciles ante audiencias legas que entran en ellos como entran al agua así lo demuestra. Para poner la cosa en orden, en cambio, está la policía. En el poema la puntuación puede emularla y por eso una poética por otros medios reduce la puntuación al mínimo o directamente renuncia a ella. Las palabras son ambiguas y la poesía las celebra en vez de encarcelarlas en el sentido. Para decir cuánto vale una persona se requieren números y la poesía se hace, por el contrario, con palabras. La discusión sobre poesía en este caos, entonces, se vuelve indispensable para distinguir relaciones entre las obras, para cosechar el propio canon heterogéneo, mientras otros sacan el suyo igualmente legítimo desde el humus general.
El ejercicio es difícil, sin embargo, en primer lugar porque la era de lo medial disminuye aún más la visibilidad de la poesía por el exceso inabarcable de información. Hay más producción poética, pero se ve menos. Un especialista no puede estar al día con los miles de libros físicos y electrónicos que aparecen. Unido a eso, también en la industria editorial y con ella en los mundillos de poetas, se ha refinado el capitalismo. Tal como antes simplemente se compraba queso y ahora cualquiera distingue el mantecoso del azul, hoy cada corriente poética, en el mejor de los casos, o grupo de amigos, en el peor, se agrupa en torno a una editorial distinta, que controla algún premio, aparece en algún medio de prensa y eventos públicos, sin necesidad de exponerse a la diferencia. Quien quiera sonetos los obtendrá de quien los ofrece sin que el lector ni el autor pasen por el mal rato de debatir en torno a su atingencia. Lo mismo sucede con quien haga ruidos experimentales. A esta eficiencia inevitable del avance del capitalismo me opongo como un agente más del espacio poético. Una poética por otros medios obliga a moros y cristianos a salir a la cancha. Nadie puede decirme que el lateral derecho de la selección de fútbol es rápido si yo veo en el estadio o en la televisión cuán lento es. La ausencia de crítica, de diálogo y de lectores en la poesía permite la venta de humo sin que se la pueda contrastar. Hay que apuntar allí donde los poemas hacen agua, meter el dedo para que, luego de mojarnos, el agua se reagrupe. Un dedo cariñoso, sin embargo, y al poema no al poeta, porque más allá de la falacia de un ataque a la persona, cabe preguntarse por el mismísimo lugar del autor cuando el desarrollo de la inteligencia artificial permite a los robot aprender en línea de todas las experiencias propias y ajenas. Si choca un automóvil de esos que andan solos todos los demás autos que andan solos dejan de chocar en las mismas circunstancias. Un aprendizaje colectivo e independiente del rol jerárquico es una utopía interesante y estos robots matan así al autor ya no por darle vida al lector como en Barthes, sino porque en este horizonte, que es utópico para nosotros, pero que ya existe para los robots, el lenguaje opera con autonomía tanto de autores como de lectores. Un ejemplo interesante al respecto es el movimiento Flarf en Estados Unidos, que componía poemas con los resultados que arrojaba Google ante búsquedas específicas. El mismo arbitrio y falta de control autoral puede hallarse tres décadas antes en el movimiento Oulipo que los inspiró, y ellos se basaron en otros a los que podríamos acceder apretando botones de hipertextos infinitos.
El punto es que el poema está tan desprovisto de contexto en internet como lo está dentro de un libro. La revolución de lo medial no puede hacer lo que hizo la revolución francesa con el arte al sacarlo de las iglesias y palacios ofreciéndolo en los museos, y con esto destruyéndolo en parte por quitarle su contexto. Digo que el contexto material del poema (el libro, la librería, la biblioteca) es más blando, no hay nada que destruir ni descontextualizar en la medida en que se siga leyendo el poema como una entelequia, y aquí creo que radica el problema. Porque al poema se accede efectivamente en un soporte y bajo la influencia de una infinidad de factores que las demás artes ya tomaron en cuenta. Y en la era de lo medial, de lo interdisciplinario entre áreas que se separaron antes por mera contingencia, la poesía no puede llegar preguntándole a las otras lo que pasó en estas décadas en que la redujeron a denunciar sucesos personales. El poeta ha de crear las condiciones para que su propia poesía pueda hacerse un espacio donde no lo tenía. Ha de crear cierta realidad, que tal vez sea la de todo lo que no es el poema mismo. La percepción de su contexto a la manera de “Scrim Veil—Black Rectangle—Natural Light” del artista visual Robert Irwin, que en 1977 instaló una franja negra a un metro ochenta del suelo, alrededor de una sala del museo Whitney. Desde la franja, en el centro, comenzaba una tela hasta el techo. Como la sala tiene una ventana nos hace conscientes de los cambios de la luz, junto con el del espacio y de la gente transitando, que incide sobre toda obra que allí se instale. Si toda experiencia estética es, en principio, esta sola alteración de la percepción, ¿para qué se requeriría, además una obra?
si supiera cómo chupará la tinta la página seis de este artículo y así sorbiera el sudor por una serifa en que las eses se sientan suaves como las imagino al paladearlas si subo por los muslos hacia la palabra precisa la sonrisa a imprimir de un majestuoso magenta si antes del cian al anillo del amar se descalzan y opto por un maquillaje opaco negro de una pero ni idea cuánta luz reflejará el blanco de la página esa mayoría silenciosa de cuánta le apuntes y ni te digo sus poros las manchas que realza un polvo equivocado si no vuelvo al palo seco alias sin gracia olvido los sombreros en el aire y cómo cachar si la copia que tienes en tus manos y por qué no en las de quien amas o en los puros dedos no es la del cambio de cartucho desteñida como en modo linterna o ventana quisiera una para ver la misma o con la canícula cenital quizás de costado que elegirás o te elegirá el ángulo de la cabeza el de los ojos claros acaso más sensibles si unas pupilas dilatadas por caliente por los anteojos para ver bien o para verse si de aumento o de sol y acompañado como se visitan los campesinos mudos se toman algo juntos o de ruidos para construcción y orquesta a qué hora la verás y dónde público o privado de la primavera qué cosas te habrán pasado justo antes o mucho para que te afecte lo que no debería o peor no juntes lo que sí como pares de calcetines incluso al imprentero al diagramador si sordo o ciegos a las puntas de estas letras totales que también pretenden denotar asuntos o los pliegues de la piel pétalos debajo de los pechos las perforaciones en las pestañas el pezón abierto una gota dulce en el doblez de cómo agarres ahora este libro propio o prestado con marcas de pasto grasa una hormiga muerta o cruzando de lo más viva de cuántas veces ahogues su agua sin reconocer la acacia por su nombre sino porque viste otras y luego por el doble fondo del recuerdo no la relectura cuáles tus velos desvelos velocidades
Una poética por otros medios reduce el espacio hasta que explote y crea uno nuevo. No pinta hasta que deja de ser una tela. En la poesía quedan los rastros de esa desaparición y con ellos la imposibilidad de romper con todo, como desea el pensamiento revolucionario, porque ya sabemos de la herencia transgeneracional, de lo mucho que queda cuando creemos haberlo borrado. Por otros medios se crea algo nuevo, pero perviven en él los antiguos.
El más obvio de los contextos es el del estado del arte y, paradójicamente, también el más obviado. Cuando Pound llama a no rellenar con palabras vacías lo que ya se dijo en el poema, lo hace rebelándose contra la camisa de fuerza del verso metrado, contra la extraordinaria intuición de Yeats menoscabada por calzarla a un formato. Es inaceptable argumentar de igual manera hoy, como si no hubiera pasado un siglo de versolibrismo. El verso libre no tiene nada que rellenar, la exigencia imaginista de prescindir de toda palabra que no contribuya a la presentación del poema, hoy es mera tacañería, una concesión innecesaria de la poesía a la eficiencia del lenguaje publicitario. Las palabras pueden contribuir de muchas otras maneras dentro del poema, sobre todo si desobedecen el primero de los principios del mismo imaginismo: tratar directamente la cosa, sea esta subjetiva u objetiva. Esa es una reacción a la selva lírica de entonces. Desde Williams y Parra pasando por la poesía política del mundo en los sesenta y setenta, todo ha sido tratado tan directamente, tan ramplonamente la mayoría de las veces, que poco más se puede ofrecer en esa línea. Un poema es político por cómo amplía la sintaxis de una lengua, no porque denuncie la injusticia en el mismo orden y con las mismas palabras que usan los opresores. Es curioso que el principio que mejor haya sobrevivido de quien tal vez pensó más la poética moderna sea el de preferir la secuencia de la frase musical a la de un metrónomo y creo que ha sobrevivido gracias a que no le hicieron caso. A que se le ha hecho caso demasiado tiempo a Parra en eso de que la poesía era musical en exceso antes de que él le pusiera contenido. Yo me pregunto, ¿por qué una habría de impedir la otra? ¿Una vasija deja de acarrear agua cuando la pintan? Las mismas interrogantes emergen con la traducción, y en la era de lo medial, traducir es una manera más atenta de leer, igualmente urgente. ¿Si ha de priorizarse el sentido o el sonido del original? Ambos, por supuesto. Allí donde Pound veía montaje, ahora hay yuxtaposición, usuarios que pueden leer decenas de páginas web a la vez, en las que muchas veces hay más de un concepto abstracto al lado de otro y, sin embargo, se mueven.
La poesía es previa al alfabeto y será posterior también al libro, caro y pesado. Junto con preguntarse por la supervivencia del libro, que en términos teóricos me tiene sin cuidado, por más que me gusten como a otra persona puedan gustarle los ñoquis, cabe preguntarse por la supervivencia del poema y la del verso como unidad de sentido. Porque el cierre de cada idea igualado al cierre del verso, rimado, cumplía con facilitar la función de memorización anterior a la escritura. Cuando se empezó a escribir no faltaron los griegos que criticaron el ejercicio porque provocaría la disminución de la memoria. Otros tantos defendieron las bondades de la máquina de escribir cuando rápidamente se imponía el computador y eso que el computador se asemeja más a nuestra manera de pensar y, como todo medio luego de su uso, también la determina; esa potencial liberación de la linealidad. Ahora que en escuelas de países nórdicos ha dejado de enseñarse la manuscrita, ¿cambiará la poesía? ¡Por supuesto! Como cambió de la oralidad a la escritura. La complejidad de la nouvelle, que no podía contarse, lo representa en la prosa; la obsolescencia de la rima y de la unidad de sentido como recurso de la memoria lo representa en la poesía. Por otros medios digo que los versos deben ser todos encabalgados, salvo cuando el lector espere que así sean. Hay que defraudar su expectativa de que todo capítulo derive en el siguiente. Que cada verso suspenda el sentido permitiendo que el lector se pare al borde del abismo y decida si cae. Con solo encabalgar, hasta el más sordo de los poetas tendrá a lo menos dos ritmos operando: el del verso y el del sentido de la frase. Y eso es lo menos que se le puede dar a orejas acostumbradas a la complejidad de producción de las canciones pop que se escuchan simultáneamente en el mundo entero como nunca antes en nuestra historia, porque todo el mundo también vive a lo menos dos tiempos: el de su relación con la democracia y el capitalismo occidentales, donde los años cincuenta de Alemania pueden asimilarse a los noventa de Chile o la actualidad en Myanmar, y a la vez el de la contemporaneidad de la industria cultural, luego de milenios de relativa protección de las tradiciones nacionales. Los nuevos medios recuperan la oralidad previa al alfabeto y a los libros. Lo sabe la Academia que le otorgó el Nobel de Literatura a Bob Dylan. Mientras más atento se está a la tradición, más se carga de futuro la poesía. Con Dylan, el Nobel lo recibieron los rapsodas, cuya etimología viene de hilar, por lo demás, como si los versos fueran hipertextos cantados por las creativas y demandantes estructuras silábicas de poetas provenzales o monjes budistas cuando la poesía aun no se separaba, por mera contingencia, de la música. El meollo consiste en dejarse llevar, la porción del cerebro que improvisa suprime la que controla. La poesía no puede limitarse a las herramientas con las que se manifiesta. Por eso una poética por otros medios llama a usar los que se tenga a mano de manera distinta de aquella para la cual fueron concebidos. Por eso tampoco creo que un poema sea de esta era solo por cumplir con el número de caracteres de Twitter, que ya están contenidos en la cueca, cuya estructura métrica es la misma del haikú, por lo demás. Una poética por otros medios evalúa qué le aporta el video a un poema que ya tiene imágenes y la música cuando ya tiene ritmo. Se pregunta cuánta explicitación requiere un poema. Sobre todo a la luz de que es la distracción la que los nuevos medios generan y permiten. Porque se le canta a la máquina hasta que se la conoce. Y la palabra, cabe recordarlo, no media algo, es.
Internet mismo es material. Lo controlan y lo usan para controlarnos los gobiernos y las transnacionales. Existen grandes procesadores que guardan la información. Los algoritmos de lo que vemos en las redes sociales responden a los intereses de otros más poderosos. Ya no se usan las páginas web que no sean noticiosas o comerciales. Los resultados que arrojan los buscadores ahora repiten las fuentes antes de permitir que aparezca una nueva, disidente. Lo que construyen los nuevos medios es una ilusión de libertad, propia de la democracia capitalista de la cual son un instrumento. A la poesía también le corresponde defraudar las expectativas. Lo que se espera de la poesía viene lógicamente del pasado, de lo que la poesía ha sido. La tensión entre romper con el pasado y proyectarlo es, a su vez, el cambio necesario para la supervivencia, movimiento que puede leerse desde la autopoiesis de Maturana y Varela a la lectura de la vanguardia como continuidad con la tradición en el argumento de Greenberg, por la vía de mantener el estándar de calidad. Por eso me preocupa la poesía chilena, porque se repite a sí misma bajo el paraguas de Lihn, que tuvo la gracia de cambiar la forma del de Parra, y me preocupa la teoría sobre la poesía, bajo el de Pound, por ejemplo. La poesía debe defraudar a todo nivel, incluso temáticamente: construir desde la periferia lo que el centro no espera de la periferia. Todo puede ser un detonante. Quitar la rima allí donde la oreja la pedía, ponerla donde vuelva a sorprender, porque hoy el metro y la rima son más populares que nunca, usados de manera original en el rap y hasta en el reggaetón. Hacer al lector consciente de su propia respiración al desnaturalizarla. Despertarlo, en fin, a sus sentidos, que son más de cinco. La tecnología es más afín a este cambio de lo que es el lenguaje mismo. Porque el lenguaje que crea el mundo a la vez nos lo aleja. Si no me toco un pie con el otro no sé si estoy descalzo, entonces la poesía en la era de lo medial debe recuperar para los sentidos lo que las palabras les robaron, el mundo nada menos. La paradoja es que se los devuelve con las mismas palabras que se lo quitaron. Porque ahora ustedes intentan seguir lo que digo y con el intento pierden la relación directa con la piel que les indica si los calcetines que llevan puestos les hacen picar o quitan el frío. Porque no hay un argumento de peso por el cual restringir a la poesía al solo sentido de la vista, que además es el único que opera a distancia.
La poesía en la era de lo medial se rebela contra la estafa de la grandilocuencia. Al final, como argumentaba Emily Dickinson, se trata de la búsqueda de la verdad. Pero ahora con un ingrediente menos, del que quiero hacerlos conscientes: la sinceridad. La poesía en la era de lo medial se opone a la sinceridad, porque ella reproduce nuestros gustos, nuestros valores, en fin, nuestra identidad ya existente. Y eso que asumo aquí la identidad como lo que es: una suma de características de un colectivo y no del individuo. El poema es el lugar en el que se escudriña la alteridad tapada por esas generalizaciones y se la hunde en capas de cuestionamiento. No es casual, por ello, que la narrativa sea cada vez más autorreferente renunciando a ponerse en el lugar del otro. Su funcionalidad es representativa del mercado y la falta de empatía favorece el control social, la mirada del otro que es siempre malvada según Lacan. Así se contemplaba antes una obra de arte. El arte contemporáneo intenta reemplazar esa mirada por una que es participativa y no trascendente. La poesía también. Ambos descubren así la falta de verdad en el conservadurismo de la sinceridad. La CIA informaba que no espiaba sistemáticamente a los ciudadanos, pero lo hacía, ¿por qué la poesía habría de privarse del arma de tales malentendidos mediales? Los nuevos medios nos espían, la poesía repone el velo.
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Por Enrique Winter
Publicado en Hablar de Poesía, Argentina, 17 de abril de 2018