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Novelas que hablan, Novelas que cantan


Fernando Alegría
Revista Atenea Abril-Junio de 1966

 

 

El crítico francés Alberès, fijando las condiciones que determinan la grandeza de una novela, habla de una cualidad musical, de un tono de voz que en ella se impone, y recuerda, al respecto, una curiosa frase de Paul Valèry refiriéndose a otro arte, el de la escultura. Dice Valèry: hay monumentos que hablan y monumentos que cantan. Hoy, en una playa roja del país vasco arisca y amable al mismo tiempo, muy consciente yo de colores, sonidos y formas —la roca ocre y blanca, los viñedos retorcidos arañando la falda roja de los cerros arcillosos, las hortensias y geranios de un verano ebrio— leo una serie de novelas de mi tierra y la pregunta de siempre, la que me preocupa intensamente como aficionado al género, vuelve a surgir: ¿Por qué, si la novela es un canto, y entre novelas de una misma época, a veces de un mismo país o de varios países juntos, ella establece un tono inconfundible de modo que la novela de un tiempo determinado acaba por sonar en voz única que a todos nos conmueve; por qué la mayor parte de la novelística chilena no llega a levantar la voz del todo, por qué no se oye, por qué se queda en la página impresa mirándonos, hablándonos sin mayor eco? ¿Se alegará razón de calidad? Pero es que no hablo de méritos ni de genio. Hablo de algo que trasciende al renglón escrito, de eso que se queda sobre el libro, más allá de él, vibrando, murmurando, iluminando. Sé que hay novelas muy eficaces en las que no se hace sino balbucear, es decir, hablar muy pintoresca y "vivamente" para entretener, enternecer y pintar cuadros de costumbres. Algunas cosas españolas de reciente factura, por ejemplo. Buen lenguaje de entremés, con ciertas indicaciones y apartes que no caben en la escena y por eso salen en forma de novelas.

Pero en nuestra América hay una voz hecha de voces, no un coro, sino una sola voz diversa en sí misma, que le insiste al mundo, le llama, le conmina, le intriga, le angustia, y esa voz, que puede ser épica o antiépica, lírica o antilírica, es la voz de novelas escritas por individuos muy dispares, desconocidos unos de otros, lejanos, solitarios, no necesariamente geniales, aunque algunos han dado prueba de serlo, individuos que sienten esencialmente algo que les compromete a todos por igual y lo van expresando con un lenguaje desusado hasta ahora en el mundo hispano.

¡Qué opulencia y dulzura en las campanas andinas de José María Arguedas! ¡En sus muros que le hablan a la madrugada de escarcha, en sus sierras abiertas al viento del jinete trágico que las cruza! ¡Y qué voces sombrías en las catacumbas resplandecientes de Ernesto Sábato! Son novelistas éstos de tonalidad trascendente, de voz inconfundible, como lo será también Roa Bastos; como lo fue desde un comienzo Juan Rulfo.

La novela así mirada nace de una profunda experiencia poética en la que vastas zonas del pensamiento y de la pasión de una época se asimilan, se ordenan, se armonizan por medio de esa vigilancia que defendía Santayana, especie de timón invisible, o conciencia de su tiempo y de la humanidad que ha de guiar al artista en medio de las cataratas. Cambia el idioma de los hombres a través de los años y cambia la voz. Oímos la voz de Gabriel Miró en sus libros como el coleccionista oye la voz de Carusso en los viejos discos "38", voces suspendidas en un desván del siglo, con mucho polvillo e invisible arena en los surcos: a Carusso, cuando canta, como si le estuvieran sosteniendo por las axilas en el aire y él se quejara, allá arriba, muy arriba, altísimo, en dos de pechos inalcanzables. A Miró como si nos hablara de espaldas en medio de apacible siesta en canícula española: voces que llegan falseadas por el inalámbrico que las transmite. Pero Dostoievski suena y la suya es una voz hecha millones de voces que nos llegan con toda la hondura de su angustia original: narra y dialoga, abre almas, disecta, especula, va de un trance a otro trance, mas lo que se oye al fin es un canto, algo que, dándonos la humanidad de su tiempo, nos da la voz única, distinta en esencia, de él mismo.

"Hay monumentos que hablan y hay monumentos que cantan". ¿Quiénes hablan y quiénes cantan entre nuestros novelistas? Novelistas que hablan, los hay por millares; que cantan, muy pocos. Eduardo Barrios canta en el Hermano asno, Pedro Prado en Ahina, Augusto D'Halmar en La sombra del humo en el espejo, Fernando Santiván en La hechizada, Mariano Latorre en El aguílucho, Manuel Rojas en todo el ciclo de Aniceto Hevia, con una organización sinfónica que es nueva entre nosotros. ¿Y hoy? Hay quienes creen que haciendo una especie de novela vaga no dejará el autor de trascender en el tiempo y en el espacio. Pero hay una novela vaga que es evidentemente retórica. Se confunde aquí una fórmula con una técnica literaria. No basta divulgar en bellas imágenes estáticas para hablarle al corazón del hombre. Por el contrario, las imágenes detenidas en una novela nos distraen e impiden la comunicación personal. La acción fija en múltiples espejos, por su insistencia, desaparece. Rebuscándose, hay novelistas que no se encuentran. Ni siquiera se pierden. No hay nada que perder.

Arguedas con sus viejas sierras cuzqueñas, Roa Bastos con su Chaco legendario, ardiente, caótico; Sábato alargándose como un pulpo en su tremenda ciudad, resollando en su angustia social y filosófica, no son buscadores de efectos, ni financistas del exotismo. Existe en ellos como en lo mejor de la novela hispanoamericana de hoy, una integridad esencial, una seriedad valiente para darlo todo y jugárselo todo, mano a mano, desgarrándose a menudo, confesando, hiriendo, ofendiendo, pero todo a la luz de una honradez inmaculada, la honradez del artista que suele librar su batalla confiado en lo que tiene individualmente, en lo que es total y entrañablemente suyo, y nada más. No hay lugar para el truco. Nada. Sólo la voz desnuda, épica en su pureza, bella en su temeridad y soledad.

Búsquese entre las novelas chilenas recientes las que den esa garantía de integridad y pureza en la voz. No son fáciles de hallar, pero las hay. Se escribe en ámbito demasiado restringido entre nosotros, dentro de situaciones que paulatinamente han llegado a convertirse en fórmulas. Chile, que tiene uno de los movimientos poéticos más libres y audaces y de mayor vuelo estético en la lengua castellana, cuenta con una de las novelísticas de índole más conservadora en América.

¿Tiene algo que ver con esto la orientación de la crítica? Posiblemente. Por lo general, la crítica más firmemente establecida en Chile (Alone, Silva Castro) aplica cánones que corresponden a la generación del 98 para juzgar a novelistas que se formaron leyendo a Joyce, a Faulkner, a Kafka, a Hesse . . . Por supuesto, una generalización como ésta es válida a medias. Como toda generalización. Ni toda la crítica es retrógrada —pienso en la lucidez e inteligencia de nuevos críticos abrecaminos, como Luis Sánchez Latorre (Filebo) y Hernán Loyola— ni toda la novelística chilena actual se aplica a perpetuar fórmulas.

Buscando entre los escritores jóvenes que superan fórmulas pienso en Luis Domínguez y en su extraña novela El extravagante (Zig-Zag, Chile, 1965). Hay en este libro una placidez engañosa, una especie de luz de mediodía que oculta ciertas sombras muy reales, muy activas, que pueden sorprendernos apenas pasado el punto meridiano. La vida —una pequeña porción de vida— a través de la confusa y patética experiencia de un niño, es un tema antiguo en todas las literaturas. Esta es la fórmula. Pero la vida de Julián, con su perro-cordero bíblico en los brazos, las lágrimas de Julián y el consuelo del fraile, así como la tragedia minúscula de las dos hermanas en la primavera sexual del barrio, narrada —registrada debiera decirse— en un contrapunto hablado, directo, esta es la vida que sintoniza Domínguez, sólo él, y que supera a la fórmula. Vida, en cierto modo estática, casi impávida, demasiado abierta y, por ello, cargada de un dramatismo en potencia que se adivina y se siente, aunque no se lea. Caer en lo común sin consecuencia es el peligro de toda novela vaga. Domínguez lo salva en su experimento inicial.

Pienso también en Jaime Valdivieso y su relato Nunca el mismo rio (Zig-Zag, Chile, 1965). La fórmula: buscar raíces, el lugar de origen, llegando por medio de terceros al hombre fundamental, al primero, al que va como sombra persiguiendo al narrador. Valdivieso peca de cierto esquematismo aquí —no el esquematismo dramático, avasallante de El muchacho, que era la gran virtud de ésta, su primera novela—, sino de otro de naturaleza temporal: el tempo de la novela no corresponde a la grandiosidad de la concepción inicial. El episodio de la caída del gran señor, víctima de un joven seductor, tenebroso y cruel, es de gran envergadura. Una isla de perfecta dimensión en un movimiento apresurado. Valdivieso tiene en su voluntad de arremeter, de insistir, penetrar y abrir, la línea de su obra futura. Acaso no sea novela. No tiene necesariamente que serlo. Los géneros han perdido hoy las fronteras.

Pienso en María Elena Gertner, quien supera en La mujer de sal (Zig-Zag, Chile, 1965), la fórmula más difícil de superar, porque es en los últimos años la de más raigambre en la literatura femenina chilena: el amor frustrado y las alternativas que lo engrandecen, lo sofocan, lo empequeñecen, lo borran o lo consagran.

Desde que María Luisa Bombal escribió La última niebla y La amortajada —con altura de estilo, de ahí la fama— se han escrito en Chile demasiadas novelas sobre un matrimonio fracasado y lo que sigue. Entre nosotros debiera declararse una moratoria en contra del tema de la Bombal. Darle tiempo al tiempo, a ver si el matrimonio chileno cambia de rumbo y vuelve a ganar interés como asunto literario.

María Elena Gertner se salva de los peligros de esta fórmula gracias a una poética profundización en el alma de su personaje central y a una digna indiferencia por el sensacionalismo de las circunstancias de su caída. La solapa del libro habla de un caso de ninfomanía. Lo será en un ambiente determinado, muy local. En el mundo en que se mueve esta "mujer de sal" ya no lo es. Ni en la novela, ni en el cine, ni en el teatro de hoy. Es el resto de un amor, la sombra algo triste, nostálgica, densamente sensual, tiernamente desesperada, de una mujer joven que va de aventura en aventura consagrando la imagen de un amante perdido, hasta encontrar el hombre a quien ha de sacrificarse —otra pasión imposible— en un acto de angustia total, definitivo. María Elena Gertner evoca ambientes europeos que tienen algo de Remarque —el de Arco de triunfo— y de Hemingway, el joven aficionado de Pamplona, tal vez en la dulce y triste combinación de parques, hoteles, cafés, calvados y lechos sin esperanza, abandonados a prisa en la madrugada. Tiene una actitud madura frente a la amistad entre hombre y mujer, al amor que supera la decepción pasional. María Elena Gertner —más directa que la Bombal, más imperfectamente humana— establece un tono de autenticidad, de verdad poética, de compromiso simple y hondo, que le da una grandeza natural a su historia.

La novela de Jorge Edwards El peso de la noche (Seix Barral, 1965) es una de las que trasciende más nítidamente entre las novelas chilenas recientes que he leído. Tengo la curiosa impresión de que esta novela, ganadora de un premio importante en Barcelona, viene a romper el "equilibrio de fuerzas" que se había producido dentro de la llamada generación del 50 en Chile. Edwards desaloja a algunos, obliga a que otros se reacomoden, conquista un puesto señero, incuestionablemente.

El tema de El peso de la noche es ya característico de su generación: la desintegración de la familia bien chilena. Lo han tratado cuatro o cinco de los escritores jóvenes más destacados en los últimos años. Pero Edwards le impone un sello individual, un acento que lo distingue claramente. Desde luego, revela un admirable sentido de composición: nada hay aquí de forzado, de pretencioso. La trama, sencilla, nítida, fluye con naturalidad. Edwards nunca se detiene a contemplarse como otros novelistas de su generación que parecen escribir mirándose en un espejo, asombrados de su propia habilidad y ocurrencias. Hay un arco que une el comienzo y el final de la novela de Edwards, natural como la vida y, como la vida, sorpresivo, cruel, desconcertante. La decadencia social que simboliza no es un problema abstracto, es el anverso y el reverso de una moneda que el hombre maneja a diario en Chile: el "acabado", el "sin remedio", llevando a cuesta su simulación patética, desgarrándose día a día, escondiendo la mitad del rostro que revela su caída y mostrando la pequeña y patética máscara de las conveniencias; y, por otra parte, el niño que nace a la visión de un descalabro paulatino en el cual irán descubriendo sus armas de juvenil impostor o de gran rebelde, aprendiendo los lances que le permitirán refinar la futura renuncia o el coraje para el rompimiento fatal: personajes de admirable humanidad. En cierto sentido recuerdan otros tipos semejantes en alguna novela de Barrios, de Edwards Bello, de Romero, y en la novelística social del 50, en obras de Jaime Laso (El cepo), de José Donoso (Coronación), de Fernando Rivas (Los últimos días), de Margarita Aguirre (La culpa) y los dos Valdivieso, Mercedes (La tierra que les dí) y Jaime (Nunca el mismo día). No obstante, la nitidez esencial de las semblanzas de Jorge Edwards —expuesta con la violencia reprimida del nuevo realismo contemporáneo— es mérito suyo, muy personal.

Estas novelas chilenas —dos de ellas de índole "experimental" para la crítica, El extravagante y Nunca el mismo río, y dos asentadas con seguridad en un estilo ya característico de sus autores— tienen en común un acento que se alza por encima de episodios y personajes para fijar la atención en un cuadro interior de angustia, desesperanza o rebelión, característico del hombre moderno. El paisaje local o la circunstancia social sólo valen aquí en la medida en que ayudan a individualizar un sentimiento sin fronteras. Reina en estas novelas una libertad de actitud y de expresión en que se reconoce la experiencia poética y se entierran las viejas fórmulas geométricas del relato costumbrista. Poseen en común, además, una tendencia al tono menor, al recato y a la sobriedad que, tradicionalmente, se considera peculiar del romanticismo chileno. Movimiento reflejo, tal vez, provocado por la presión de la crítica chilena; de ninguna manera característico de toda la novela chilena de hoy. En ese tono, sin embargo, en la autenticidad del sentimiento que les da origen, en su clara voluntad de estilo, estas novelas cantan. Para el que desee oírlas.

 

 

 

 

 

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Novelas que hablan, Novelas que cantan.
Fernando Alegría.
Fuente: Revista Atenea
Abril - Junio de 1966.