Me gustó el libro El cerrajero. Me gustó leerlo. Me gustó la experiencia textual que tuve como lector. Me gustó el vértigo narrativo que conforme avanzaba la historia fui sintiendo. Me gustó la reacción dopaminérgica de mi cuerpo mientras me fundía en las elucubraciones y delirantes obsesiones de Belén, voz narrativa y protagonista de la obra literaria que hoy presentamos.
Y comienzo diciendo simplemente que me gustó -a riesgo de que mi intervención sea calificada a priori como liviana o carente de una reflexión retórica más profunda- precisamente porque creo que una de las fortalezas de esta nueva entrega de Felipe Acuña Lang, es que, sin querer queriendo, posee una potencia performático-narrativa que como tal nos llega primero al cuerpo, a los sentidos, antes que a nuestro intelecto. O sea, primero me gusta. Después habrá tiempo para interpretar o criticar.
Seguramente la sensación vertiginosa que me provocó la lectura de El cerrajero, responde a las maneras de operar del autor, aspectos formales de la composición escritural, como por ejemplo el notable uso de oraciones cortas, colocadas con precisión entre puntos seguidos que, de tanto aparecer, a ratos también parecen decir algo, más allá de la pausa que instauran entre los enunciados y cuya estratégica y gramaticalmente correcta disposición generaría un tempo narrativo in crescendo, un célere ritmo de las acciones perpetradas por los personajes que, muy en el estilo narrativo del cine de David Lynch, transitan de lo cotidiano a lo siniestro.
Al decir “me gustó” o “me gusta” también estoy reconociendo cierta erótica del relato. En 1973, Roland Barthes planteó el texto como cuerpo. “Es el lenguaje el principal sujeto y objeto del placer, mientras el texto, que a su vez resulta una suerte de contenedor de ese lenguaje, presenta rasgos de cuerpo humano capaces de generar, con quien guste interactuar con él, una relación erótica”, dice Barthes en su libro El placer del texto.
En la relación erótica que se da entre esos dos cuerpos, el texto y el lector, siempre está interviniendo la cultura. Digamos entonces, a manera de metáfora continuada, que la cultura es un preservativo. De hecho, es ésta aquello que confina el placer: “La cultura vuelve entonces bajo cualquier forma, pero como límite”, dice Roland Barthes.
Entonces podemos ver El cerrajero como entidad performática, como una novela, pero también como una acción literaria, como lenguaje fenomenológico que apunta a nuestros sentidos, que resulta de la transfiguración, que se da en la presentificación del cuerpo-texto ritualizado en símbolos estéticos los que finalmente y con la salvaguarda de la cultura serán igual decodificados como un mensaje de crítica, en este caso a esos poderes fácticos que se perpetúan en sus puestos en base a clientelismo electoral, especulación inmobiliaria, corrupción política, redes de prostitución, trata de personas, amenazas, brujería y muerte.
En el personaje de Agatha se refleja esa crítica al poder político y la codicia. Vieja mala, siniestra, bruja inescrupulosa… me imagino a Yubaba, la malvada hechicera, dueña de las casas de baños termales, en la notable película animada japonesa El viaje de Chihiro.
Tengo que decir además que en todo momento estoy validando la interpretación crítica de la obra a partir de lo subjetivo, actitud que nos permitirá un abanico de posibilidades de lectura y no un único y aburrido análisis racional del asunto.
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Felipe Acuña Lang encontró -o se encontró- con una manera de componer la escritura exponencialmente mucho más subversiva que la de sus entregas anteriores -Habitar, El motociclista, Esteroides-. Lo subversivo entendido como la pérdida temporal del control de lo que se está narrando. Este rasgo parece ser el responsable de que la historia se construya a partir de distintos géneros, miradas y estilos narrativos. Confluyen en El cerrajero lo terrorífico, lo paranormal, lo esotérico, lo policial, lo sicológico, lo político, lo antropológico, lo territorial, lo onírico, lo fantástico…
No se trata de perder el control de la escritura al punto de dejarla en manos del azar y por tanto sin capacidad de garantizar coherencia en lo contado. Para ello, el autor sabe lanzarse al vacío en busca de los insumos literarios. Sabe, porque de hecho tiene el oficio y la madurez para escudriñar en su Viña del Mar, la ciudad bella y la fea, y extraer de ahí los personajes y argumentos que darán forma y fondo a su ficción.
La composición escritural va persuadiendo al lector y son tantas las capas metatextuales que se van traslapando unas a otras que lo que debería redundar en una lectura caótica o una comprensión confusa, termina por el contrario siendo una experiencia fenomenológica placentera. Y no se trata de un texto sin médula. De hecho, toda la cosmética narrativa utilizada por el autor permite que hechos que aparentan no haber ocurrido, o que se dan en un estadio onírico, o, por último, que caminan en un limbo entre realidad y ficción, no pierdan su dignidad verosímil.
J. Torres está soñando, no sabe si la amante del político murió en realidad. Escucha una voz que le intimida, que lo obliga a cambiar las chapas de las puertas de los departamentos que Agatha les arrienda a personas comunes y silvestres que han cometido el fatal error de atrasarse en sus pagos mensuales. Es la voz de la maldad, de una mujer anciana poderosa que ha gobernado durante décadas la ciudad y que cuando aparece lo hace levitando, igual como Yubaba de El viaje de Chihiro.
Acuña no puede evitar acudir a la realidad para elaborar sus personajes. De hecho, El cerrajero partió así, igual como todas sus narraciones anteriores. La vocación voyerista, la observación obsesiva, el escrutinio frenético de la geografía habitada, llevó a Acuña a detenerse esta vez frente a un pequeño local de la galería Saleh, un cubículo en el que encontró al cerrajero.
Lo que pasa y es lo que en cierta medida trasciende sus obras publicadas antes de El cerrajero es que el manejo de, diríase, distintos niveles de narración o las oscilaciones entre situaciones supuestas y situaciones efectivamente ocurridas en la historia van generando una confusión exasperante.
Y en esto pareciera ser afortunada la decisión estratégica de Acuña de catapultar como voz narrativa a Belén, reportera de crónica roja del diario local, quien terminará asumiendo el rol protagónico, como resultado de una dinámica metaliteraria que enfocó la historia troncal en el devenir de la periodista, signado por su necesidad de escribir sobre J. Torres. “Sin él no habría escritura”, confiesa la voz narrativa a comienzos del relato.
Y no es que el autor se lave las manos como Pilatos. Fue la fórmula que finalmente funcionó. Le permitió tomar la necesaria distancia, al menos simbólica, de una trama de cultos esotéricos malignos, rituales satánicos que se suceden en lóbregos pasillos de las obsolescentes galerías comerciales viñamarinas, de una secuencia de misteriosos crímenes ocurridos en los edificios de la ciudad jardín y un arisco personaje, objeto de estudio de una investigación literaria que, por la singular naturaleza de su ser, puso en más de una ocasión en duda el proyecto. El cerrajero siempre pensó en que su biografía era suficiente como para plasmarla en un libro y no ocultó su frustración al ver los primeros manuscritos de Acuña que, de su trayectoria de vida poco y nada contenían.
Será la mente de Belén el espacio en el que se jueguen las cartas y resulta fascinante aquel no texto que inevitablemente debe construir el lector como el complemento necesario para hacer calzar las piezas del puzzle de esta novela, la protagonizada por la reportera del crimen, que cuenta el proceso de escritura de otra novela, la inconclusa, la motivada por el cerrajero y los personajes que se desenvuelven en su misma frecuencia: Lucio Castaño, Salmoral, la mismísima Agatha, la mujer amante del político, la mujer de J. Torres y JP, su hijo, Ferroni, el relojero, la tarotista Chelita Zamora, Frank, el detective Gálvez y varios más que se me quedan en el tintero, sin dejar de mencionar la escueta pero necesaria aparición de un tal Sarmiento, escritor villalemanino que supuestamente le dio un par de humildes consejos literarios a la voz narrativa.
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Ya no es solo ese habitar, que proviene del latín habere, tener frecuentemente, ese sentido de pertenencia a un territorio. Ahora es un habitar activista, valiéndose para ello principalmente de la sátira, en una molienda de realidades que será procesada en el alambique creativo de Acuña, del que resultará un destilado narrativo de ficción apasionante.
Ya no es solo la voz narradora de un “paseante” de incisivo voyerismo, capaz no solo de describir con agilidad, claridad y gracia, locaciones, personajes, situaciones, sino que dicha voz es capaz también de crear una trama de hipervínculos con aquellos textos o capas inmateriales, siempre relativas, del relato resultante de una indagatoria vivencial, sello indiscutible de la narrativa de Acuña. Me refiero a lo sicológico, lo circunstancial, lo cultural, lo medioambiental, lo sexual, lo sentimental, lo ordinario, lo político, lo territorial, lo barrial, lo doméstico, lo personal incluso.
Leer es asistir al desnudamiento de un cuerpo, el del texto. El acto de lectura conlleva que el lector descubra las zonas más significativas del cuerpo textual e imagine poco a poco los significados que se encuentren encubiertos, ya que “es el ritmo de lo que se lee y de lo que no se lee [es decir, que se acaricia superficialmente] aquello que construye el placer de los grandes relatos”, dice Roland Barthes.
Me gustó leer El cerrajero. Leí una versión final, ya editada, que Felipe me envío en un PDF por whatsap. Lo imprimí y lo degusté en tres tandas. Pero también leí el primer manuscrito de la obra, en momentos en que los dolores musculares y achaques -pre-pandemia- se imponían sobre los interlocutores del diálogo que sosteníamos con Felipe en un café de calle Libertad en Viña.
Pienso finalmente que detrás de todo lo anterior, lo que Felipe buscaba era encausar su escritura hacia un thriller policial. Y, sin dudas, lo logró, pero narrativamente dio un paso más adelante y creó una trama de ficción aún más compleja, literalmente una distopía, que, pienso, sin temor a equivocarme, lo sitúa en las altas esferas de la actual narrativa chilena. Me gustó El cerrajero. Me gustó ser parte de El cerrajero. Me gustó leer El cerrajero. Grande Felipe Acuña Lang. Posdata: Aunque suene cliché “En El cerrajero, cualquier similitud con la realidad es mera coincidencia”.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Presentación de la novela "El cerrajero", de Felipe Acuña Lang
Emergencia Narrativa, 2024, 160 páginas
Por Rafael Sarmiento