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Introducción a los cuentos de Baldomero Lillo

Por Fernando Alegría
Universidad de California, Berkeley.
Publicado en
Revista Iberoamericana. Vol. XXIV, Núm. 48, Julio-Diciembre 1959




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I. AMBIENTE HISTÓRICO
En el sur de Chile, en las cercanías de la dinámica y progresista ciudad de Concepción, hay una costa de dramáticas configuraciones: allí se ven colinas plantadas de pinos, lujuriosamente verdes, cubiertas por viejos helechos, acantilados abruptos, suaves y escondidas playas bañadas por una marea tupida de cochayuyo y otras algas marinas, apacibles botes pescadores trenzados en una vasta acumulación de redes; allí las gentes transitan en una atmósfera de paz y lejanía, y, a menudo, se pierden en dunas solitarias. En ciertas zonas se alzan construcciones gigantescas donde reina una actividad que el observador no identifica de inmediato. En la cima de unas amplias colinas existe un parque fabuloso: el Parque de Lota; y entre plantas de vieja alcurnia chilena hay una fastuosa mansión del más depurado estilo dieciochesco. La mansión está permanentemente vacía. Nunca fue ocupada por sus dueños. Entre los senderos floridos se divisa un muelle. Una inmensa maquinaria lleva, entre el fragor de grúas y cadenas, la carga que se van tragando lentamente los barcos: el oro negro, el carbón chileno. Esa mansión vacía y ese muelle sumido en nubes de vapor y de hollín, son el símbolo de un mundo que encontró su expresión en la obra del escritor más patéticamente vigoroso que ha producido la literatura chilena: Baldomero Lillo.

Ese mundo minero, tal como lo conoció Baldomero Lillo, fue durante una época fuente de grandes riquezas, que no siempre sirvieron para el progreso del país. Sus dueños ambicionaban el poder y la fortuna para incorporarse a la lujosa decadencia europea de fines de siglo. Cuando quisieron trasladar ese lujo a la tierra nativa e incrustado como una corona sobre el pequeño imperio negro de sus minerales, el país había adquirido ya conciencia de sus contradicciones sociales y económicas; el intento resultó vano, anacrónico, casi suicida. A poca distancia del hermoso parque y de la principesca mansión, existía un mundo de diferente carácter, dantesco en las proporciones de su miseria: era el mundo de los mineros. Allí vivían en covachas minúsculas e infectas, amontonados, enfermos, estrangulados por el hambre. Sus salarios eran vergonzosos; no gozaban de legislación social alguna; la ley se aplicaba tan sólo para proteger a las compañías; las autoridades hacían la vista gorda frente a los innumerables abusos; el gobierno —lejano, politiquero— no se interesaba en investigar condiciones que, en todo caso, no iba a corregir.

"En la región carbonera de Arauco —ha escrito el distinguido ensayista Ernesto Montenegro— la flor de la juventud ha ido a gastarse en el molejón de una faena más áspera que ninguna. En los días en que el autor vive cerca de ellos, los mineros se hallan confinados en el Campamento igual que en un campo de concentración. Con virtuosa prudencia la Compañía ha cortado las comunicaciones con el mundo de fuera, a fin de que sus obreros no caigan en las tentaciones de la chingana y el garito. La Compañía se daba sus leyes y acuñaba moneda propia, como si fuese un principado extranjero enclavado al margen de la soberanía de la nación. Las multas y los recargos por materiales completaban el despojo, manteniendo así al trabajador en forzada servidumbre"[1]

Esclavo de la Compañías el minero trabajaba como un topo en piques submarinos, arriesgando su vida a cada instante, ya fuera bajo la amenaza de maderámenes carcomidos, apolillados o insuficientes, o bajo la amenaza del temido gas grisú. Encadenado por las deudas que contraía en los almacenes de la Compañía, donde era su obligación comprar, no llegaba nunca a reunir los medios que le permitieran independizarse. Daba su vida al consorcio minero y con él sepultaba a su familia. Los niños se incorporaban al trabajo de la mina a los diez o doce años de edad. Una vez arrastrados a las tenebrosas catacumbas, su destino estaba sellado.

Baldomero Lillo vivió esta miseria. No fue un obrero, pero trabajó junto a ellos como empleado de pulpería. Respondió a esa condición social de un modo que pudiera considerarse típico de su generación. A fines del siglo XIX se desarrollaba una revolución industrial que había de cambiar la fisonomía de la nación chilena. Las repetidas crisis económicas, el despilfarro de las riquezas nacionales, en especial de la salitrera, el centralismo absurdo que patrocinaban los gobiernos desentendiéndose de la suerte de las provincias, el absoluto dominio político que ejercía una clase social privilegiada, llevaron a las masas del país a interesarse en los programas revolucionarios que patrocinaban el socialismo y el anarquismo europeos y a agruparse luego en instituciones de carácter cultural y político que, a la larga, aceleraron el advenimiento al poder de la clase media chilena. A la vez que la clase media comenzaba a desplazar del gobierno a la clase alta —en su mayoría terratenientes— el proletariado de las ciudades adquiría una buena medida de poder político a través de sindicatos, federaciones y asociaciones de marcado tinte socialista.

Baldomero Lillo, siguiendo muy de cerca este proceso revolucionario, no llegó, sin embargo, a abanderizarse; pero sus simpatías, así como las de la juventud intelectual de 1910 estuvieron con las huestes que comandaban la Alianza Liberal, el Partido Radical y el Partido Socialista. Tal fue el dramatismo de esas luchas políticas y el realismo con que Lillo denunció al país un aspecto de la miseria económica y la corrupción moral reinantes, que hasta hoy se acostumbra identificar su obra literaria con la saga de los mineros del carbón. Desde este punto de vista, es decir, considerando a Baldomero Lillo como un escritor realista y popular, el fondo histórico de su obra está constituido por el proceso revolucionario que viviera Chile entre I890 y 1920, mas o menos, proceso en el cual, como se ha dicho, llegó la clase media al gobierno del país, mientras la clase obrera, en particular la del norte salitrero y la del carbón en el sur, adquiría conciencia de sus derechos políticos y se organizaba sindicalmente. Ideológicamente, las nuevas generaciones se inspiraban ya en un credo socialista que había evolucionado del mutualismo de Francisco Bilbao[2] al marxismo dialéctico. La guerra de 1914 y la Revolución Rusa de 1919 iban a jugar un papel decisivo en la definición política de esas generaciones. Pero tales acontecimientos no afectaron la obra de Baldomero Lillo. Se mantuvo hasta el final de su vida al margen de la política activa, inspirado más bien por un celo humanitario que le llevó a defender los principios del cristianismo y de la justicia social en un plano estrictamente idealista.


II. DATOS BIOGRÁFICOS
La vida de Baldomero Lillo nada tiene de espectacular. Fue la vida obscura de un hombre que consumió sus ímpetus revolucionarios en la faena concentrada del auténtico escritor. Nació el 6 de enero de 1867 en el puerto de Lota. Sus padres fueron José Nazario Lillo y Mercedes Figueroa. Familia modesta la suya, no conoció los grandes vaivenes de la fortuna. El padre vivió acicateado por ansias de aventura y, acaso, contribuyó a encender la imaginación de sus hijos mientras, con su propio ejemplo, les coartaba el impulso a imitarle. Lo ensayó todo, sin mayor suerte. En 1848 fue uno de los primeros en lanzarse a la epopeya del oro en California. Volvió, después de dos años, con un tesoro de anécdotas, pero con los bolsillos vacíos. En torno a la mesa de su casa se leía obras históricas y folletines. Sus hijos se nutrieron abundantemente de toda clase de consejas y cuentos populares. Sobrecogido; tal vez, por el dinamismo del padre, dos de ellos decidieron muy temprano su destino de soñadores. Samuel fue poeta, Baldomero cuentista.

La niñez de Baldomero ha sido recordada por su hermano Samuel en una entrevista aparecida en la prensa chilena hace algunos años. Dice don Samuel:

"Baldomero tuvo tos convulsiva cuando niño y desde entonces quedó delicado. Lo afectaron las emanaciones de las fundiciones que había en Lota, donde nacimos y donde mi padre fue empleado de la Compañía. Estudiamos en el Liceo de Lebu. Nosotros entramos el año 83. Lebu era un pueblo recién fundado, rodeado de árboles, los árboles naturales de la región, no plantados por el hombre. Vivíamos al pie de la montaña. Aquellos fueron años felices para Baldomero, cuya salud se mantuvo bien. Recuerdo que salía a cazar con mi hermano Fernando. Mi padre tenía una escopeta y un fusil. Fernando llevaba el fusil y Baldomero la escopeta. Buscaban torcazas y las cazaban a menudo. Baldomero tuvo siempre una puntería extraordinaria. Con pólvora minera que consiguieron y un "balero" de mi padre hicieron balas para el fusil. Yo mismo los vi moliendo la gruesa pólvora negra con una botella. Su cuento Cañuela y Petaca es, de comienzo a fin, un relato de la vida real. En el Liceo, Baldomero nunca pudo hacer estudios regulares. Pasó ramos sueltos..."[3]

Su mala salud le impedía someterse a la disciplina del colegio. Muy joven aún empezó a trabajar en la pulpería "La Quincena". Lota contaba entonces con menos de seis mil habitantes y vivía del comercio minero. Enviado por sus patrones a la vecina ciudad de Concepción a comprar las provisiones de la tienda, Baldomero aprovechaba la oportunidad para adquirir libros. El escritor chileno González Vera, biógrafo acucioso de Baldomero Lillo, recuerda este episodio con las siguientes palabras:

"En uno de los primeros viajes adquirió los Bocetos Californianos de Bret Harte. Del entusiasmo que esta obra le produjo hizo partícipe a su hermano Samuel. En cada viaje traía nuevos libros. Así leyó algunos de Pereda, Pérez Galdós, Dostoyevski, Tolstoy y Maupassant. Este último le gustó más allá de toda medida. Reunía en sí lo patético y lo cómico y sacaba sus cuentos casi de la nada. Poseía el don de la composición y sabía dar animación a sus historias".[4]

Por esta época dejó su empleo para trasladarse al establecimiento minero de Buen Retiro, a una legua de Coronel. Le nombraron Jefe de la Pulpería. Casó entonces con Natividad Miller. Según las palabras de su hermano fue allí donde comenzó a sentir el drama de los mineros. Describiendo estos años de absorción para el escritor, declara Samuel Lillo:

"Lo que decidió su vocación como escritor fue su observación directa de la vida miserable de los mineros en Lota. Fue un penetrante observador de la vida. No manejó grandes ideas ni filosofías y fue ajeno a toda política de partidos. Era la realidad lo que le interesaba por sobre todo. En Lota bajamos juntos a la mina. Yo sólo tres veces. El, muchas más. El vio de cerca lo que allí ocurría. Conoció la Compuerta No. 12... Lo visité en Buen Retiro. Ya por entonces yo vivía en Santiago. Leía con avidez extraordinaria. Solía viajar a Concepción especialmente a buscar libros. Tenía una carabina Winchester y tiraba al blanco en las dunas, por las que daba largos paseos. En 1898 se peleó con el gringo administrador de Buen Retiro y se vino a Santiago". (Ibid).

En Santiago, Baldomero Lillo ensayó varios empleos, entre otros el de Agente de Seguros, y se estableció al fin como funcionario del Consejo de Extensión Pública, dependiente de la Secretaría de la Universidad de Chile. Su hermano Samuel gozaba ya de un sólido prestigio literario. Por su intermedio Baldomero llegó a conocer a las grandes figuras de la literatura chilena de su tiempo. Reunidos en tertulias literarias en casa de Samuel o del poeta Diego Dublé Urrutia, los escritora leían y comentaban en alta voz sus producciones. Baldomero escuchaba y, de vez en cuando, narraba en tono de conversación algún incidente dramático de sus años vividos en Lota.

"Tenía una facilidad enorme para narrar —dice su hermano— oírlo era una cosa encantadora. Costó convencerlo de que escribiera. La idea surgió en las tertulias que había en mi casa, en las que participaban Augusto Thompson, Ortiz de Zárate, Benito Rebolledo, Magallanes Moure, Fernando Santiván, Juan Francisco González, Diego Dublé. Un día lo oyeron contar la Compuerta No. 12 y le rogaron que lo escribiera. Más tarde yo lo di a conocer. Lo leí en el Ateneo, porque Baldomero no se atrevía. Algunos dudaban de su existencia y me atribuían a mí la paternidad del cuento." (Ibid).

Así pues, animado por sus amigos, Baldomero Lillo se dio a escribir sus cuentos. En 1903 ganó un concurso, auspiciado por la Revista Católica, con su cuento Juan Fariña. Al año siguiente tenía ya suficientes narraciones para publicar un volumen. No pudo encontrar un título, sin embargo, hasta que vino en su ayuda Diego Dublé. "Si todos sus cuentos se desarrollan en la mina —dicen que le dijo— ¿por qué no titularlos Subterra?"[5] El éxito de Sub-Terra fue sorprendente. La crítica lo recibió con entusiasmo[6] y la edición se agotó en tres meses. Poco tiempo después Lillo triunfaba en un concurso literario organizado por El Mercurio. Su envío fue el cuento que daría título a su segunda obra: Sub-Sole. De la noche a la mañana se había convertido en un escritor de fama y su nombre salía de los cenáculos para ser esgrimido como arma de combate por los estudiantes y obreros revolucionarios.

En 1905, buscando un clima adecuado para su precaria salud, se trasladó a San Bernardo. Allí obtuvo el material para su cuento En la rueda. Las consecuencias que le acarreó esta cruda narración de una riña de gallos han sido el tema de una pintoresca página de González Vera.[7] En 1907 publicó su segundo libro, Sub-Sole, que, a pesar de los elogios con que fuera recibido por la crítica, no despertó el mismo entusiasmo que Sub-Terra. Arreciaban los conflictos sociales en la pampa salitrera. Los socialistas hubieran querido que Baldomero Lillo insistiera en la nota patética de su obra inicial; en cambio, el escritor parecía ansioso de ensayar nuevos temas, de probarles a sus compañeros de generación que también era capaz de manejar un estilo quintaesenciado y de especular con ideas filosóficas en parábolas y narraciones alegóricas. Una masacre de obreros en el norte vuelve a despertarle, sin embargo, sus ansias de redención social. Decide escribir una novela acerca de la explotación de que son víctima los obreros pampinos en las oficinas salitreras. La novela se llamará La Huelga. Se documenta cuidadosamente. En 1909 hace un viaje al norte, comisionado por el Consejo de Instrucción. Conversa con los obreros, reúne material impreso, toma apuntes, y regresa dispuesto a completar su proyecto. Escribe uno o dos capítulos que lee y relee introduciendo numerosos cambios. Se obsesiona con su trabajo, pero no consigue adelantar. No abandona nunca la idea, aunque interiormente sabe que jamás logrará llevarla a cabo. A Eduardo Barrios le confesó "No sé bastante de ese ambiente... No lo he asimilado como el de las minas de carbón".[8] La Huelga siguió preocupándolo por el resto de su vida, como una especie, de espejismo literario alimentado por sus sentimientos de solidaridad social, pero lejano e irrealizable.

La verdad es que Baldomero Lillo no publicó otro libro después de Sub-Sole. Cuando conseguía olvidarse de su proyectada novela escribía cuentos que El Mercurio y Zig-Zag daban a conocer de inmediato. En 1912 había perdido a su mujer. Debió ocuparse del cuidado de sus cuatro hijos, él, cuya salud era cada vez más mala, al borde siempre de la tuberculosis. Se jubiló de su cargo en 1917. Vivió desde entonces retirado en su casona de San Bernardo cuidando un gallinero modelo que había construido él mismo, para admiración de sus vecinos, y recibiendo la visita periódica de sus leales amigos. El gran novelista Eduardo Barrios ha dejado una semblanza inolvidable del Baldomero Lillo de esos años:

"Su débil complexión, aquella figura larga, desgarbada, invariablemente de luto: el rostro flaco, empenachado por la cabellera negra, áspera, y revuelta como una llamarada, invadido por una barba indígena, rala y bravía, rastrojo en tierra pobre, los hombros subidos, en ángulo, de donde caía la americana abrochando el primer botón y abriéndose abajo los extremos, luego los pantalones casi vacíos encima de los huesos, siempre con la forma perdida y siempre cortos como los de un adolescente; por fin, los pies grandes, separados, humildes, pies con fisonomía. Lo veo pararse ante mi mesa y repetir en silencio sus gestos favoritos: ladear la cabeza, levantar las manos, con los dedos tendidos y juntos, para sacudir de una ventanilla de la nariz no sé qué pelusilla o polvo imaginario; y quedar después masticando febrilmente ¿qué? Nada. Parece que sus nervios le exigían acompasar su actividad interior con aquel tic de gastarse la dentadura" (Ibid.).

El 10 de septiembre de 1923 murió víctima de la tuberculosis. En el verano de ese año había escrito su último cuento, Inamible, obra maestra del humorismo chileno.


III. SUB-TERRA, 1904
La primera impresión que producen los cuentos de Sub-Terra puede ser engañosa. Tan fuerte es su impacto dramático, tan brutal la realidad del ambiente, tan primitiva la psicología de los personajes y tan sencilla, en su fatalismo, es su derrota, que el lector, abrumado, cree haber tenido en sus manos un reportaje desnudo, directo, sin arte, de una situación social execrable. Baldomero Lillo, se dice, no ha hecho más que reproducir las observaciones que acumuló en la zona del carbón. Su obra no es más que un angustiado documento naturalista. Sin embargo, es preciso reponerse de esta primera impresión. Hay que dominar los sentimientos de cólera y de repulsión; es necesario que nos retiremos un tanto de esta masa de incidentes que pugna por cegarnos y ahogarnos de emoción y, al retirarnos y contemplarla con cierta perspectiva, comenzamos a ver la verdadera realidad del hecho social que preocupa a Lillo y la verdadera naturaleza de su expresión estética.

Desde luego, comprobamos que sus cuentos no constituyen una creación "primitivista", ni son una crónica periodística del drama minero. Por el contrario, hay en ellos un proceso de elaboración literaria —son premeditadamente realistas, patéticos y sociales— y calzan con exactitud en una forma que representa tendencias dominantes en la época en que fueron escritos. Quienes le consideran un "primitivo" basándose en ocasionales errores gramaticales que se advierten en su obra, además de confundir el estilo con el lenguaje, no analizan los problemas de técnica literaria que Baldomero Lillo confrontó y resolvió, por lo general, con éxito.[9] Los cuentos de Sub-Terra son, evidentemente, parte de la tradición naturalista que llega a Chile desde Francia y España a fines del siglo XIX. Baldomero Lillo construye observando muy atentamente el trabajo de sus maestros, de Zola particularmente. No descuida los detalles. Usa la fórmula naturalista con perfecto dominio de sus múltiples matices. Parte siempre de una situación definida, ya sea de naturaleza social, moral o económica. La contempla desde un solo ángulo, especie de agujero que perfora en la pared de la realidad, obteniendo así una visión deformada, parcial, pesadillescamente sórdida, patética hasta la morbidez. Carga esta situación de un denso contenido sentimental y golpea, luego, en el ánimo del lector, buscando su simpatía, exigiéndola, sin argüir, más bien por un proceso de acumulación que, al tomarnos de imprevisto, nos deja en estado de schock.

Este caudal de sentimentalismo contrasta agudamente con la frialdad objetiva que se demuestra en la descripción de la realidad inmediata. Baldomero Lillo presenta sus ambientes mineros, la minucia de la vida en los campamentos, el aspecto técnico del trabajo subterráneo, sin desperdiciar detalle. Rara vez se advierten errores en sus minuciosas y gráficas descripciones. Sus caídas, cuando las hay, son de carácter técnico y no son producto de descuido o ignorancia, sino, a mi juicio, exceso de particularismo: por ejemplo, la superflua recapitulación que interrumpe la acción de sus cuentos El pozo y El registro.

Al contraste entre realismo objetivo y sentimentalismo, corresponde en un plano más abstracto, otro contraste que pudiera definirse como un juego de luz y sombra, de blanco y negro. Ignoro si Baldomero Lillo llegó a conocer los cuentos del inglés Robert L. Stevenson —maestro en este recurso estilístico— pero sí conoció a Dostoyevski y a Galdós, y conociendo la obra de éstos debió reparar en la misteriosa cualidad psicológica que adquieren ciertas escenas por ellos descritas en que sólo dos elementos se disputan el plano de la realidad concreta y el más intangible de la actividad espiritual. El héroe, desgarrado en un conflicto de salvación o condenación, parece buscar la respuesta en las cosas inanimadas que le rodean y no halla sino una pesadillesca repetición de la incógnita en la luz y la sombra con que lo hiere el ambiente.[10] En la obra de Baldomero Lillo muchas veces este contraste se realiza en la oposición de una serenidad poética en el paisaje, que corresponde a la luz y una trágica condición vital, que es la sombra. Tal cosa sucede en Los inválidos, El pago y El chiflón del diablo.

En el desarrollo de sus cuentos, Lillo parte de una situación apaciblemente patética, alcanza la médula dinámica de la narración en un drama colectivo que de pronto hace crisis, y busca el desenlace en una tragedia final. Estos son los tres momentos en que descansa toda trama de Baldomero Lillo, con excepción de sus cuentos de intención humorística. La unidad de Sub-Terra atañe, entonces, no sólo al tema de los cuentos, sino también a la técnica que en ellos emplea. Cuando la unidad estilística se rompe y Lillo se torna amanerado en la búsqueda de metáforas extrañas y elegantes, es posible que sea víctima de la influencia de aquellos escritores de su generación que más cerca estuvieron de la revolución modernista. Tema es éste que demanda un análisis detenido; por el momento me limito a señalar el marcado carácter dariano que asumen ciertas descripciones del paisaje en Sub-Terra y algunas alusiones clásicas que, en el ambiente minero, suenan desconcertantes. Observe el lector que Lillo llega hasta el extremo de caracterizar a Petaca, el minúsculo personaje de uno de sus mejores cuentos, con estas palabras: "Ante aquella cara ruin encogiese desdeñosamente de hombros el moreno Nemrod..."

El carácter de los cuentos de Sub-Terra varía, desde el patetismo desenfrenado de La compuerta No. 12 y El pago, la síntesis dramática —acaso melodramática— de El chiflón del diablo y Juan Fariña, hasta la observación realista de ligero saber humorístico de La barreta y Cañuela y Petaca. Un cuento como El grisú adolece de una simplificación tan exagerada en la caracterización del "villano", Mister Davis, que le resta credibilidad. Otro como El pozo, después de un dramático comienzo sufre a causa de la recapitulación que el autor usa para identificar a los personajes, pero se afirma, en seguida, con el brutal desenlace.

Para apreciar estos cuentos el autor debe considerar que Baldomero Lillo escribe impulsado por una cólera santa. Ha vivido un drama que considera no sólo una vergüenza para su pueblo sino para toda la humanidad. Ante él tiene el ejemplo de Zola —cuya novela Germinal causó en su ánimo una profunda impresión— y de otros cruzados de su tiempo que defendieron con igual ardor los derechos de las clases explotadas. Lo admirable en Sub-Terra es que esta emotividad, muchas veces rayana en el sentimentalismo, nunca desvirtúa la realidad de una historia ni resta calidad humana a los personajes. Si alguna limitación artística se advierte en esta obra no es tanto el resultado de su emotividad, como del marco retórico que se impuso el autor al aceptar las condiciones rigurosas del naturalismo. Este marco le restringió las aventuras de la imaginación. Admirando, como admiraba, a los novelistas rusos del siglo XIX no se atrevió, como ellos, a dar el paso que le iba a libertar del lugar común para lanzarse a las zonas libres, excéntricas, misteriosas donde hubiera podido dilucidar los conflictos espirituales del individuo, además de su esclavizada condición social. Tal es la preocupación de Baldomero Lillo con la sórdida alternativa de sus personajes, que recorta alas a su vuelo poético y se queda en tierra, sub-terra, rodeado de seres sufrientes que parecen calmar en él un ansia obscura de padecer y compadecer, a la vez que le compensan en un plano ético por lo que sacrifica en otro de naturaleza poética.


IV. SUB-SOLE, 1907
En esta obra Baldomero Lillo abandona el tema minero casi por completo y se aventura en el mundo de la parábola filosófica y del costumbrismo cotidiano. No hay en Sub-Sole sino dos cuentos que guardan relación con la literatura de protesta social tan característica de Sub-Terra: ellos son El alma de la máquina, de ambiente minero pero no "subterráneo", ya que el maquinista, personaje central, conduce desde arriba la siniestra rutina de los trabajadores, y Quilapán, relato campesino cuyo eje dramático es el vil despojo de que es víctima un indio por parte del terrateniente blanco.

Resulta curioso observar cómo Lillo gana en calidad literaria al independizarse del naturalismo obsesionante de sus documentos estrictamente sociales. En Sub-Sole se aquieta el sentimentalismo, aunque no desaparece del todo, ya que hay relatos como Víspera de difuntos en que vuelve a predominar ahogando la peculiaridad espantosa del crimen que allí se narra. Disminuye el tono de lloroso patetismo. La prosa de Lillo adquiere una resonancia de airada protesta —en Quilapán, por ejemplo— y gana una nueva dimensión, a la vez más humana y más abstracta, de valor regional y universal, tanto en la reproducción escueta de una tradición campesina —la pelea de gallos en En la rueda— como en la elaboración del tema de la maldición divina: en El vagabundo, segunda versión de La mano pegada. Estos cuentos son costumbristas y Lillo los narra convencionalmente. Sin embargo, en ellos se ve la búsqueda de elementos sorpresivos que puedan levantar el drama de los personajes a un plano de novedad genuinamente artístico. Elementos de esta clase son, por ejemplo, la muerte del gallo Clavel; la decisión del capitán de El remolque; el accidente y resurrección del joven patrón en El vagabundo; la espeluznante venganza del náufrago en El ahogado, al arrastrar consigo su tesoro.

En sus relatos de carácter simbólico Baldomero Lillo alcanza una maestría igualada tan sólo por las figuras cumbres del género en Chile: Augusto D'Halmar y Pedro Prado. La huella de Darío es aquí manifiesta. Cuentos como El rapto del sol, parábola contra la ambición y la soberbia, Irredención, especie de cuento infantil en que se castiga la vanidad, y El oro, parecen emparentados directamente con los cuentos de Azul... no sólo desde el punto de vista temático sino también estilístico. En cambio Las nieves eternas —indiscutiblemente una de las obras maestras que produjo Lillo— se diferencia de las leyendas poéticas de Darío en la sencillez maravillosa del lenguaje y la profundidad auténticamente filosófica de la idea central. González Vera ha indicado la ascendencia española de este relato[11] en que se narra la historia de una gota de agua, en un ciclo perfecto, desde que un rayo de sol la desprende de una roca en la cordillera, hasta que un viento huracanado la devuelve convertida, primero; en vapor, luego en nieve, a las cumbres de donde partiera. En este ciclo, que es el ciclo de la vida, se da y se niega en los trances del amor, del sufrimiento, de la piedad, del orgullo, de la ambición, del egoísmo. Busca con inspiración divina su propio destino. Cuando lo halla, es la muerte a quien debe enfrentar en la fría e inmóvil perfección de las nieves eternas. Augusto D'Halmar imitó este cuento en su hermoso relato A rodar tierras.

Digamos de paso que es en Sub-Sole de donde parten varias tendencias de asentado prestigio en la literatura moderna chilena: el marinismo, entre otras, que tiene su origen en narraciones como El remolque y que han cultivado novelistas como Salvador Reyes, Juan Marín y Luis Enrique Délano; el indianismo, concebido como protesta social, está en síntesis en Quilapán; el humorismo costumbrista, que practican hoy González Vera y Carlos León, tiene su antecedente en Inamible. Cuento es éste, por lo demás, que en perfección técnica, imaginación, ágil y novedoso desarrollo, supera a la mayor parte de los relatos incluidos en Sub-Sole. lnamible es uno de los pocos cuentos auténticamente humorísticos que escribió Lillo. Los otros son: La propina, Tienda y trastienda y Mis vecinos, que forman parte de Relatos populares. Llamar "humorístico" a cuentos como La mano pegada y Caza mayor es una aberración. Son estos cuentos de un patetismo sobrecogedor. El primero es macabro en la escena del castigo que sufre el viejo vagabundo a manos del patrón. Cañuela y Petaca, de intención humorística, carece de la gracia bullente y contagiosa de Inamible.


V. RELATOS POPULARES, 1942
Este libro es producto de una recopilación que hizo González Vera de cuentos publicados por Lillo en diarios y revistas y que no formaron parte de Sub-Terra ni SubSole. El motivo minero aparece tan sólo en uno de los cuentos: Sobre el abismo. Los demás representan una variadísima gama de asuntos: algunos son costumbristas como En el conventillo, Tienda y Trastienda, y mis vecinos; otros son consejas campesinas, por ejemplo La cruz de Salmón, El angelito, La Chascuda y Malvavisco; otros son dramas marítimos, SubSole, La ballena; y dos son juegos de imaginación e ingenio, La propina y Los cambiadores. Tratándose de una recopilación póstuma no puede buscarse aquí la unidad que existe en Sub-Terra. Sin embargo, y a pesar de la variedad de los argumentos, algo hay de característico en todos estos cuentos. En ellos desaparece el alegato social, no la conciencia social, que está presente en El angelito y En el conventillo, ambos cargados de fervor humanitario e indignación ante el drama que ahoga a los parias de la ciudad y del campo. Pero todo este sufrimiento es retenido, dominado en su desolada tendencia exclamativa por una fuerza depuradora que no es ya un instinto artístico, sino confianza, poder discernidor, visión de grandes proyecciones. Relatos populares es, como SubSole —tal vez en mayor medida que este libro—, el producto de un experimentado narrador, de un narrador que no se satisface ya con el impacto dramático inmediato de los hechos que ofrece desnudos ante el lector, sino que busca el efecto hondo y permanente de la realidad que se esconde en los pliegues más íntimos de las emociones, las pasiones, las debilidades y grandezas del alma popular. En manos de Baldomero Lillo el campo y los pueblos provincianos de Chile adquieren un sentido mágico de vida; mágico, digo, en su capacidad de sentir desorbitadamente, de ansiar y sufrir, y de enfrentarse a la muerte fortalecidos por la esperanza de una justicia, de un amor, de una paz, que, en su perfección absoluta, alcanzan el significado de un absurdo sublime.

¿Qué no es sino locura y desvarío genial esa porfía de Las niñas tejedoras que se instalan en el conventillo miserable a morirse de hambre, despreciando la caridad, escupiendo la mano que se atreve a ofrecerles sostén y sujetándose con las uñas al catre de bronce para que no se diga que "una de las niñas Mella se ha muerto en el hospital?" En otro plano, el de la imaginación pura y del excentricismo superior, Lillo también toca a sus personajes con algo de divina locura: júzguese ese galán del cuento La propina y su implacable verdugo, el cochero que le persigue colgándosele de las colas del frac mientras ambos corren detrás del tren. Su predicamento es absurdo, pero es decisivo, fatal, vale decir, clásicamente trágico. De esa carrera y de los puñetazos que descarga contra el cochero —el peso de la vida...— Octaviano Pioquinto obtiene el secreto de la redención final. Locura es, asimismo, la del joven tendero que se emplea en Tienda y trastienda sin ganar sueldo y la de su amo que ha descubierto el método de engañar a todo el mundo; locura la de los gordos fabricantes de telones en Mis vecinos, que engullen las provisiones de todos los vendedores ambulantes y se disfrazan para no pagar; locura la del extraño pasajero que anticipa la catástrofe ferroviaria en Los cambiadores; y locura, desde todo punto de vista admirable, la del autor de esas dos fantasías del horror, Sub-Sole y Sobre el abismo, cuentos que igualan a lo mejor que se ha escrito en la historia del género "gótico". Del primero de ellos se ha dicho que es una imitación de ¡Solo!, cuento de Armando Palacio Valdés, pero aunque lo fuera, las variantes que Lillo introduce en el tema, la diferencia de caracterización, y su estilo, de una tensión que permite el más alto dramatismo y la poesía más sutil sin llegar jamás a exclamaciones, justifican el calificativo de maestro que le ha asignado la crítica.

Si pasamos por alto La Chascuda —un cuento en que falta solidez al razonamiento investigador del personaje central y organización a la trama—y La ballena —un cuento de "ambiente" pero sin desenlace— los Relatos Populares prueban que Baldomero Lillo alcanzó un grado de perfección técnica, de profundidad psicológica y fuerza imaginativa, sin igual en la literatura chilena de su época. Mientras sus contemporáneos no consiguen evitar el lugar común en su afán costumbrista, Baldomero Lillo toca la realidad chilena y la hace vibrar de patetismo, o la anima con un cómico excentricismo, o la estiliza en búsqueda de valores superiores. Lo obvio no calza en su concepción literaria. Había conquistado ya el privilegio de lo sublime.


VI. "EL HALLAZGO" Y OTROS CUENTOS DEL MAR, 1956
Es ésta una recopilación de tres cuentos inéditos de Baldomero Lillo, descubiertos por el crítico José Zamudio. Desiguales en calidad, no cambian nuestra opinión sobre los méritos de Lillo. El primero de los cuentos, titulado El hallazgo, presenta una curiosa semejanza con la novela de Ernest Hemingway The Old Man and the Sea. En ambos relatos un hombre sale al océano a luchar contra fuerzas que, fatalmente, han de vencerle. Pero, mientras en la obra de Hemingway la lucha ve al hombre hacer acopio de su básica esencia heroica y dignificarse épicamente en la derrota, en la del escritor chileno la medida del esfuerzo del hombre —luchando contra otros hombres— es pequeña, la emoción final es de un primitivo dramatismo. No logró Lillo dar a su relato el hálito universal que Hemingway dio al suyo. Sin embargo, en sus tres cuartas partes El hallazgo posee una sobria grandeza y un poder de emotividad que está a punto siempre de desatarse. Para el estudioso de la obra de Lillo hay en este cuento un curioso detalle: en medio de la narración se intercala un incidente que no es sino una versión sintética del cuento La ballena, incluido en Sub-Sole.

El segundo de los relatos, El anillo, es de carácter semilegendario. Si el autor lo hubiese contado dentro de la esfera mágica que exigía, sin intentar una explicación natural del extraño episodio que lo inspira, acaso su mérito fuera mayor. Posee los elementos de un relato espeluznante, pero estos elementos no están debidamente aprovechados. En cuanto al tercero de los cuentos, el llamado La Zambullón, no consigue despertar grandes emociones, tal vez debido a que ante la inminencia del naufragio, el mismo autor se encarga de indicamos que la distancia que separa al bote de la playa puede ser salvada a nado por los pescadores. El mérito del cuento reside en la figura de Teresa, personaje de arrestos épicos, a quien Baldomero Lillo describe con vibrante entusiasmo.


VII. ACTUALIDAD DE LILLO
El prestigio de Baldomero Lillo se ha cimentado con el tiempo y hoy se le considera como el padre del realismo social chileno. Nadie discute ya sus méritos. Críticos y escritores de todas las tendencias se ocupan de analizar su obra buscando nuevos aspectos y nuevas enseñanzas. Se conoce todo lo que escribió. Si llegaran a descubrirse otros cuentos pudieran, acaso, variar las apreciaciones estrictamente críticas, pero no la estimación de su obra en relación con el desarrollo de las letras de Chile.

Baldomero Lillo no fue un fenómeno aislado en su época. Junto a él creció un grupo numeroso de novelistas, cuentistas, poetas y ensayistas, cuya obra se nos aparece hoy sólidamente estructurada sobre la base de principios estéticos, filosóficos y sociales. Representaban ellos la cristalización de un ideal literario americanista fomentado desde mediados del siglo XIX por pensadores eminentes como José V. Lastarria y Domingo Faustino Sarmiento. Respondían al llamado de crear una literatura autóctona, novedosa y valiente en su ideología, alejada de los manoseados modelos clásicos y neoclásicos europeos. En cierto modo, constituían la superación del romanticismo americano, pues venían a inyectarle la savia del realismo francés y español, y del exotismo modernista de Rubén Darío. La reforma del nicaragüense, que afectaba tanto al verso como a la prosa, fue recibida por los escritores chilenos de 1900 sin una conciencia clara de lo que significaba. En sus aspectos más superficiales no llegó a interesarles. Eran ellos escritores preocupados por un ideal social, por credos filosóficos y políticos, desdeñosos de vanas acrobacias retóricas. Les atrajo, sin embargo, la literatura alegórica que el modernismo importó de las naciones sajonas y orientales.

De esta dualidad —por una parte, el realismo francés y español, y por otra, el idealismo oriental— nació en Chile y en otros países de la América Hispana una literatura híbrida que jamás llegó a conciliar los extremos de las tendencias que la animaban. Este fenómeno explica que Baldomero Lillo escribiera los cuentos naturalistas de Sub-Terra y las alegorías filosóficas de Sub Sole, y explica también que Augusto D'Halmar escribiera Juana Lucero y La lámpara en el molino, Pedro Prado Alsino y Un juez rural, y Eduardo Barrios Un perdido y El hermano Asno.

¿Qué diferencia fundamentalmente a Baldomero Lillo de sus compañeros de generación, mostrando como muestran una común ascendencia literaria? Algo que podría ser la razón de su actualidad: el poderoso y obsesionante contenido social de su obra. Ni D'Halmar, ni Latorre, ni Santiván, ni Maluenda, ni Prado, ni Barrios, demostraron mayor interés por crear en sus libros el clima candente de conflictos sociales que Lillo persiguió obcecadamente a través de sus cuentos. No obstante, sería un error considerarle un escritor político. No lo fue. Pero sí fue un escritor revolucionario, profunda y genuinamente revolucionario por el contenido dinámico que supo dar a sus temas populares y porque, sin caer nunca en el discursismo propagandista, sus cuentos llevan siempre un mensaje implícito, un llamado a la justicia social y a la defensa de los pobres y desvalidos. Como ya se ha dicho, aunque su ideología es cristiana, sus personajes, sus temas, el mundo todo que animó en su obra literaria muestra ya las raíces del socialismo moderno.

El mensaje de Baldomero Lillo ha encontrado eco en la obra de escritores recientes: Manuel Rojas es discípulo suyo y un episodio como el del niño abandonado en la prisión en Hijo de ladrón es un eco innegable de La compuerta No. 12; González Vera le sigue en narraciones como "Vuela Poco" de Cuando era muchacho; Juan Marín le tuvo por modelo en su novela Viento Negro, que volvió a poner de actualidad el drama de las minas del carbón; escritores jóvenes como Nicomedes Guzmán, Gonzalo Drago y Baltazar Castro, le estudian, le exaltan, le organizan un culto, esforzándose siempre por emularle en novelas y cuentos de crudo realismo.

En resumen, puede afirmarse que Baldomero Lillo creó una tradición literaria en Chile: la del realismo social y proletario y que, al igual que sus compañeros de generación, buscó en un idealismo alegórico la forma de expresar su concepción de la vida. En uno y otro medio creó obras de significación universal que le aseguran un sitio de honor entre los más grandes cuentistas de la América Hispana.

 

 

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Notas

[1] De descubierta, Santiago de Chile, 1931, pp. 47-48.
[2] Filósofo chileno, nació en 1823 y murió en 1865, autor de Sociabilidad chilena y fundador de la Sociedad de la Igualdad.
[3] "Mi hermano Baldomero Lillo, una entrevista a Don Samuel Lillo", El Siglo, Santiago de Chile, 6 de junio de 1954.
[4] Sub-Sole, tercera edición, Santiago de Chile, 1943, p. 200.
[5] Citado por González Vera, op. cit., p. 209.
[6] Escribieron sobre Sub-Terra, entre otros, Antonio Borquez Solar, Federico Gana, Rafael Maluenda e Ignacio Pérez Kallens. Véase la bibliografía sobre Baldomero Lillo compuesta por González Vera que aparece como apéndice a la tercera edición de Sub-Sole ya citada.
[7] Op. cit., p. 213.
[8] "Baldomero Lillo", Revista Chilena, XI, 1923, p. 416.
[9] Criticaron los defectos lingüísticos en la obra de Lillo, cultores como Armando Donoso en Los nuevos, Valencia, España, 1912, pp. 25.59; y Mariano Latorre, La literatura de Chile, Buenos Aires, 1941. Hay pruebas fehacientes del esfuerzo desplegado por Baldomero Lillo para mejorar la estructura técnica de sus cuentos. Pueden citarse como ejemplo las dos versiones de un mismo tema que realizó en La mano pegada y El vagabundo, así como la intercalación de un episodio de La ballena que, aparentemente, no lo dejó satisfecho, en otro cuento titulado El hallazgo.
[10] Señalaré tan sólo dos ejemplos de este aspecto de técnica literaria en la obra de Lillo: uno, en que el contraste de blanco y negro es puramente pictórico, ambiental, pudiera decirse decorativo, que se halla en El Pago (Sub-Terra, octava edición, Santiago de Chile, 1956, p. 50) y el otro en El chiflón del Diablo (lbid., p. 66). Pudieran citarse también ejemplos en Sub-Sole: cf. En la rueda (Sub-Sole, sexta edición, Santiago de Chile, 1956, pp. 43 y 50).
[11] Parece tener su origen en un cuento de Gregorio Martínez Sierra titulado Viajes de una gota de agua. Cf. González Vera, op. cit., p. 238.



 

 

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Introducción a los cuentos de Baldomero Lillo
Por Fernando Alegría
Universidad de California, Berkeley.
Publicado en Revista Iberoamericana. Vol. XXIV, Núm. 48, Julio-Diciembre 1959