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Fernando Alegría visita a Borges

Por Fernando Alegría
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 3 de septiembre de 1989



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Instalado en el Hotel Le Chandelier, que me escogiera con discreta sabiduría mi buen amigo Luis Iñigo Madrigal, catedrático de la Universidad de Ginebra, comencé los preparativos de inmediato. El hotel se encuentra en el tope de la colina que es, en verdad, la cúspide de un fascinante laberinto de callejuelas, corredores, aleros y escaleras de piedra, en el corazón del barrio viejo de la ciudad. A un par de cuadras está la Catedral y, frente al hotel, al final de un callejón, los gruesos muros de la iglesia de St. Germain. Esa misma noche le sugerí a Luis Iñigo que camináramos hasta las puertas de la iglesia.

Un tanto agobiado por el silencio, sintiendo el misterio del cruce de callejas medievales bajo la llovizna, no supe qué decir. Nos encontrábamos junto a un edificio de apartamentos macizo pero no imponente que, por el desnivel de la calle, daba la impresión de estar inclinado.

—Allí —dijo Luis, mostrando una ventana en el segundo piso—, allí murió Borges.

Después, me habló de un cáncer al hígado, del cuidado solícito que le prestaron los médicos suizos, de la devoción sin par de María Kodama.

—Estuvo perfectamente lúcido hasta el final —agregó—. No quería morir en un hotel ni en el hospital. Arrendó, entonces, este apartamento y se instaló a esperar.

Nos encontramos muy cerca de la ventana y tengo la impresión de que, empinándonos, podríamos espiar y ver el dormitorio. Parece alumbrar una pequeña lámpara. No hay tal. Más tarde, tocamos el timbre. No hubo respuesta. María Kodama andaba de viaje.

—En los últimos meses hablaba con dificultad, dificultad puramente mecánica —explica mi amigo—, y el andar se le hacía difícil.

Imaginé a Borges caminando por el barrio viejo de Ginebra. No lejos de donde estamos se encuentra el colegio calvinista donde pasó días felices de su mocedad. Y, como continuando una conversación sin palabras, Luis Iñigo dijo:

—Esta ciudad medieval de rincones, vericuetos y plazuelas, era la ciudad de su imaginación, la memoria de eternas invenciones, la única ciudad que un ciego, como él, aún podía recorrer.

Así, también, en su misteriosa ceguera, imposibilitado de escribir y debiendo dictar, Borges escogió la forma del soneto —pequeño y aritmético laberinto—, como el molde ideal de sus composiciones. La Ciudad de Borges... habría dicho él con picardía, no la ciudad de Dios, no, ¡no es para tanto!

Al día siguiente, muy de mañana, salimos en dirección al cementerio. En Ginebra hay demasiados automóviles y, como todo el mundo obedece las reglas del tránsito, resulta imposible estacionarse. Comenzamos, entonces, a acercarnos al cementerio en círculos concéntricos. Por fin, se produce un espacio. Entramos al revés. Dejamos el auto y caminamos un par de cuadras buscando una puerta lateral que Iñigo Madrigal conoce. Miré el rótulo de la avenida donde dejamos el automóvil. Se llama Boul, St. Georges. Recordé la voz de doña Leonor, la madre de Borges, cuando en Berkeley lo llamaba "George"...

Entramos al cementerio y enfilamos por un soleado caminito bordeando suaves prados donde aparecen unas pocas tumbas. El sendero se bifurca en tres direcciones, como en los cuentos del finado. Doblamos a la izquierda. Los escasos mausoleos son patricios monumentos de héroes y estadistas. Los cipreses y los pinos crecen como obeliscos. El ambiente es grato. Es éste un parque que parece olvidar la seriedad calvinista. En la esquina, una fuente. No de adorno, sino de regadío. Nuevamente vamos a la izquierda. Mi amigo se detiene sin decir nada. Veo un banco y me siento. Miro la tumba que tengo al frente y me doy cuenta que allí está Borges. En una estela blanca se lee:

Jorge Luis Borges
and ne forthedon na
1889-1986... 735.

Ahí está Borges, al amparo de un árbol frondoso, entre azaleas y begonias. El número 735 es el de su actual residencia Sus vecinos son: al frente, A.J.A. Roux; a la derecha, familia Dufour; a la izquierda, Charles Hubart y Jeanne Giron.

Atrás, a cierta distancia, hay una pequeña sepultura cubierta de hierbas y, en su cabecera, dos iniciales: J. C. Dicen que es la tumba de Calvino. Dudoso.

En verdad, dos son las inscripciones en la estela que se alza sobre el sepulcro de Borges, una al frente y la otra en el reverso, y ambas me intrigan. Se trata de alusiones que encierran ese misterio y esa ambigüedad tan característicos de las especulaciones de Borges.

La primera proviene del poema La Batalla de Maldon (1), celebración de una predestinada derrota (una victoria no hubiese inspirado a Borges) sufrida por los guerreros ingleses bajo el mando de Byrhtmoth en lucha contra invasores daneses en las tierras de Essex. En su arenga, el héroe da consejos para enfrentar al enemigo. La inscripción quiere decir:

Y ellos jamás sucumbieron al miedo.

Y se me aparece el rostro de Borges a cierta distancia y advierto que detrás del esbozo de sonrisa se esconde una duda. Hay algo que descubrir en la inscripción.

Debo referirme, primero, a cierto hecho ocurrido hace algunos años. Estamos en un banquete ceremonial en la Isla de Manhattan. El sitio de honor es el de Borges. Desde mi puesto lo veo de frente. Creo notar que Borges me observa. La luz, que viene de atrás, es engañosa. No puede ser, pienso. No me ve. Pero, la certeza no es un hecho físico y concluyo que, en esos momentos, nos une una mutua satisfacción en el rescoldo de un incidente en que Borges ha probado su valentía. Horas antes, recibió el ataque verbal de un hombre desbocado, un churl, para usar un término del inglés antiguo que le gustaba a Borges. El energúmeno se abalanzó contra Borges lanzándole toda clase de improperios. Borges, impávido, se limitó a repetir las palabras como un muro que devuelve sin cesar la pelota del adversario empecinado. Más tarde, comentando el incidente, dije que me recordaba una leyenda del Popol-Vuh en que los objetos se rebelan contra su dueño: los platos, las cucharas, lo golpean en el rostro.

Al escribir sobre el texto de La Batalla de Maldom (que Borges prefiere llamar "La Balada de Maldon") la frase sobre la valentía personal le quedó vibrando.

La inscripción en el reverso de la piedra es otra cosa y, no obstante, apunta a lo mismo. Borges piensa en la muerte en términos de un enfrentamiento heroico: ¿prevalecerá nuestro valor ante lo irremediable del desenlace? Dice la inscripción:

Hann teker sverthit gram ok laggr i methal theira Bert

Es decir:

El toma la espada y la pone entre ellos desnuda.

Se me aparece, inesperadamente, el lecho donde yacen Tristán e Isolda separados por la espada desnuda del Rey Marc. ¿Pero, no es el enemigo quien yace a nuestro lado? ¿Quién fue ese enemigo para Borges? ¿La espada desnuda será la muerte, imagen de algo que para siempre quedará incompleto, irrealizado, imagen de la única muerte digna de los héroes de Byrhtmoth?

Me distrae otra imagen: Borges, circunspecto y medido en el estrecho cubículo de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, ayudado primero por una amiga y, después, por otra, escribe sobre la épica germánica con actitud impecable de filólogo decimonónico, comprobando datos, fechas, vocablos: No obstante, la consideración de La Batalla de Maldon y las referencias cruzadas que conducen a una metaliteratura, despiertan en él la tentación de los juegos de la memoria creadora. Afirmando acuciosamente la realidad de seres y pasiones que ocurren tan sólo en manuscritos quemados, escritos por fantasmas medievales, Borges se desliza con pericia hacia la lógica fantástica de una pseudociencia de la palabra. De ahí las citas asombrosas de sus ensayos. En este caso, procede, entonces, a nombrar con la juguetona gracia y elegancia de sus más célebres fantasías:

"La balada de Maldon —dice—, como las venideras sagas escandinavas, abunda en pormenores circunstanciales, sin duda históricos. En el principio se habla de un joven, que ha salido a cazar; al oír el llamado del jefe 'dejó que de su mano el querido halcón volara al bosque y entró en la batalla'. Dada la dureza épica del poema, la frase 'el querido halcón' nos conmueve singularmente".

Pero, es la "espada desnuda" que me sigue penando. Borges hace una referencia a un "escritor noruego cuyo nombre se ha perdido", quien "redactó, inspirado en esos cantos, la Volsunga Saga". El profesor Herbert Lindenberger, celebrado autor de La ópera: El arte extravagante, me hace notar esta curiosa observación de Jakob Grimm, recogida por Borges: "La saga de los antepasados de Sigurd se caracteriza por una barbarie que es índice de su mucha antigüedad".

Parafraseando la saga, Borges llega al episodio culminante y lo describe así:

"Muerto Sigurd, Brynhild descubre que no puede sobrevivirlo. Se apuñala, después de pedir a Gunnar una última merced: 'Quiero yacer en la misma pira que Sigurd, y que de nuevo esté entre los dos la espada desnuda, como en aquellos días en que subimos juntos a un mismo lecho. Ahora, en verdad, seremos marido y mujer y la puerta no se cerrará detrás de él cuando yo lo siga".

Sigurd y Brynhild durmieron juntos tres noches y "en la tercera cambian anillos, pero Sigurd no toca a Brynhild e interpone en el lecho, entre los dos, la espada desnuda". Borges comenta:

"Burton entiende que la espada, en tales circunstancias, representa el honor del héroe".

La luz del sol abre suavemente el misterio del Boul. St. Georges. Es pasado el mediodía. Comenzamos a alejarnos. Me preocupa esta idea sobre una angustia de Borges jamás confesada. La desecho. Me quedo con el suave poeta que alguna vez escribió sobre trenzas morenas en el atardecer de su barrio. Borges puso una espada desnuda entre él y muchas cosas y seres que lo conmovieron y le causaron incertidumbre. Lo esencial es que no sucumbió al miedo. Además, como dice Brynhild, "la puerta no se cerrará". Las campanas de St. Germain tocan a dormir en su ventana de Ginebra. Una mano delicada cierra las persianas:

La moraleja la dice el mismo Borges: "Pasa con los resúmenes de la Volsunga lo que pasa con los resúmenes de Mac-beth; la primera impresión que suelen dejar es la de un caos de crueldades. Olvidamos que el tema era familiar a los contemporáneos y que asombrarse de la muerte de Gunnar en el foso de las serpientes hubiera sido como asombrarse porque en un cuadro muere un hombre en la cruz... Alguien podrá descreer del muro de fuego y de la espina del sueño; nadie puede no creer en Brynhild, en su amor y en su soledad. Los hechos de la saga pueden ser falsos, los caracteres son reales".

A la vuelta de la esquina, rumbo a la capilla y a la entrada principal del cementerio, hay una lápida gris y reluciente: allí reside Alberto Ginestera (1916-1983).

Vuelvo a observar la piedra en la tumba de Borges. Desde lejos, me parece ver figuras que bailan. Me imagino gente de campo danzando un "gato" o un "pericón". Al acercarme me doy cuenta de que son guerreros antiguos, de faldas cortas y sandalias, marchando.

Cuando Borges escogió las palabras de La Batalla de Maldon para la piedra de su tumba pensaba en otra que describió así:

"Una lápida del norte de Inglaterra representa, con torpe ejecución, un grupo de guerreros nortumbrios. Uno blande una espada rota; todos han arrojado sus escudos; su señor ha muerto en la derrota y ellos avanzan para hacerse matar, porque el honor les obliga a acompañarlo".

La tapia que da al Boul. St. Georges es baja, como de adobe en cementerio de pueblo. Por encima de ella descubro el rótulo de un negocio al otro lado de la calle: Lutherie-Guitarras. Y, a su lado, otro que llama la atención: café de l'Espoir.

Borges no olvidó detalle.

Después, un almuerzo frugal en un café del vecindario. En una mesa un anciano hace durar eternamente su copa de vino. Me desanima. Es obvio que toma la copa en serio y que viene allegándose con cierta maña al barrio de Borges. Otros obreros hay que comen con hambre, beben y se van. Este café no puede ser de los pagos de Borges. Hubiera sido mejor el de l'Espoir.

La verdad es que la soledad de Ginebra —grande y activa—, no nos deprime ya. El lago, sus barcos para turistas, el Chorro poderoso y exacto como un reloj metafísico, el río apresurándose a su lado, las tiendas y tranvías, no pueden molestar a Borges. Todo pasa a sus pies, y su ruido y su pasión no le alcanzan.

Con Borges en Ginebra uno está tranquilo. Un poco, quizás, un poco triste. Pero, el ánima de este caballero ciego, su rostro tan abierto, sus manos cruzadas sobre la cabeza del bastón, no ceden. Sigue sonriendo hacia el vacío, reconociendo luces que lo acompañaron siempre. Ahora se complace en hacer frases grandes como la soledad y sabias como su pudorosa ternura. Ensaya una vasta síntesis. Tiene tiempo de sobra. Y calma. Se ha detenido transitoriamente. Buenos Aires es un cuaderno donde cantan los versos de su madurez. Ginebra también es un cuaderno, pero de colegial ilusionado, enamorado. ¿Enamorado de qué? También hay tiempo de sobra para descifrarlo. Ginebra es así.

Frente al hotel Le Chandelier hay un Pub lleno de bulla y, junto a él, tiendas de silenciosas antigüedades. Por algún extraño fenómeno físico los ruidos del Pub y de los cafés vecinos se van derecho al cielo. La callejuela de Borges está siempre colmada de silencio, el zaguán de su casa limpio, fresco y vacío. Algo espera allí, alienta y resiste. La ventanita, con las persianas corridas, me es familiar.

¿Qué buscó Borges al morir en Ginebra? ¿Qué arquitectura de paseante ensimismado, qué lápida o libro o cielo, entrevistos a través de un oro viejo, sin brillo, pesado de tiempo? Algo dijo en La Recoleta para aclarar el misterio:

"Hermosa es la serena decisión de las tumbas,
su arquitectura sin rodeos
y las plazuelas donde hay frescura de patio
y el aislamiento y la individuación eternales;
cada cual fue contemplador de su muerte
única y personal como un recuerdo ...
Vehemente en las batallas y remansado en las losas
sólo el vivir existe.
Son aledaños suyos tiempo y espacio,
son arrabales del alma
son las herramientas y son las manos del alma
y en desbaratándose ésta,
juntamente caducan el espacio, el tiempo, el morir,
como al cesar la luz
se acalla el simulacro de los espejos
que ya la tarde fue entristeciendo.
Sombra sonora de los árboles,
viento rico en pájaros que sobre las ramas ondea,
alma mía que se desparrama por corazones y calles,
fuera milagro que alguna vez dejaran de ser,
milagro incomprensible, inaudito
aunque su presunta repetición abarque con grave horror la existencia."

Habiendo descorrido la persiana y anticipado la revelación, Borges retrocede y deposita una clave engañosa:

"Lo anterior: escuchado, leido, meditado
lo realicé en la Recoleta,
junto al propio lugar donde han de enterrarme."

Guardo mis notas en el bolsillo, saludo con afecto y vuelvo a leer al despedirme:

"and ne forthedon na".



 



 

 

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