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Las fronteras del Realismo

Por Fernando Alegría
Fragmento de "Literatura chilena del Siglo XX"
Publicado en Revista Alerce. SECH. Santiago. N° 2, (julio-agosto 1961)


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Entre los escritores chilenos de este siglo prefiero estudiar a quienes desdeñan la estampa fácil de la realidad cotidiana y cultivan, en cambio, la identidad de sí mismos en una realidad trascendente. Hubo una época en que nombrar las cosas de nuestra tierra bastaba para crear la impresión del poder lírico. Se decía álamos y se creaba una atmósfera vibrante, un horizonte de jinetes y un rancherío de adobe junto al estero. O se decía espuelas o puñal o retén y se veía nacer un mundo de contrabandistas en la cordillera, una mujer abandonada, un rancho en llamas, un salteo. Era época un tanto mágica. Los cuadros de provincias pasaban por cuentos y las manchas de acuarelas por poemas. El patrón seducía a la joven campesina; ésta viajaba a Santiago y se internaba en alguna mala casa. Se decía destino fatal, entonces, y lacras sociales; se decía parias y, un poco más tarde, castigo y revolución: de todas estas voces surgía la imagen de una ciudad cruel y devoradora, construida sobre deleznables prejuicios; ciudad que perdía sus decorados de aldea, sus caballos, sus carretas, sus acequias, y se industrializaba llenándose de sindicatos y factorías, de motores, de grúas, de gas y electricidad, de altos edificios y de más altas injusticias. Bastaba nombrar todo esto para sugerir el aspecto de una época, de un país y de un pueblo. Pero no para crear la imagen íntima del hombre ni la relación de ese hombre con la realidad en que vivía.

Buscándose a sí mismo entre las cosas, como un individuo que persigue su sombra en el desorden de un viejo y atestado desván, escritores como Prado, Lillo, Santiván, D'Halmar, Barrios o la Mistral, debieron mirar más allá del objeto inmediato y, en el proceso, distinguieron la parte de ellos mismos, parte esencial, que iba quedando en esas cosas tan familiares, tan insignificantes en apariencia. El hombre que traspasa su identidad a las cosas puede decir que las crea a su imagen y semejanza, pero, al fin, son ellas las que lo poseen. D'Halmar, por ejemplo, ensayó mucha alegoría y símbolo para dejar su testimonio de este hecho en dos o tres miniaturas: "A rodar tierras" es una, "En provincia" es otra, acaso la mejor. Lillo, por su parte, siendo como era un celador subterráneo, prefirió confundirse en un conglomerado humano de patética presencia, pero no se halló inventariando sus miserias. Quiso respirar y moverse con libertad y ascendió a un plano de luminosas parábolas presintiendo que el destino del hombre no podría concluir como el destino del caballo ciego abandonado en las dunas. Siguió, entonces, el trayecto de una gota de agua, desde la cordillera hasta el mar, y su regreso a través de nubes y tempestades, hasta las cumbres nevadas. En esa visión creyó identificar el paso de la humanidad por la tierra. Así también aconteció con Prado, el de Alsino, y Barrios, el de El hermano asno, y Latorre, el de "El Aguilucho", y Gabriela Mistral, la de los "Motivos del barro": no podía bastarles una realidad que, en su inconsecuencia, ofrecíase como un poder amorío, despegado del hombre, ajeno a su voluntad. Quisieron dar una forma a ese caos: se la dieron en la obra de arte y, al mismo tiempo, descubrieron la propia identidad. Así hicieron también los pintores chilenos de 1913: salieron a captar la naturaleza en el instante de su creación. González, Burchard, Valdés, Gordon, Luna, vieron un país que se escondía más allá de cierta barnizada pulcritud; un país agitado por el movimiento de materias y colores: pujante, pronto, a dar a luz.

Es decir, que cuando no bastó ya nombrar las cosas para hacer poesía, se buscó el atributo de las cosas en su relación trascendente con el hombre. La literatura chilena se movió, entonces, en una zona sin fronteras, engañadora, mágica. Materia clara o brumosa, pero siempre inconstante, a la búsqueda de la mano escondida. Igualmente imprecisa. He aquí la clave de las tres grandes generaciones de escritores que produce Chile en la primera mitad del siglo veinte. Entre la realidad y la superrealidad como quien dice entre la vigilia y el sueño, se persigue la imagen que habrá de individualizarnos en el mundo contemporáneo. Realismo es, para algunos, compromiso con los deberes, sociales del hombre y obligación de describir con intencionada exactitud. Superrealidad, en consecuencia, será el caos que el artista debe organizar. En un realismo entendido de este modo cabe tanto la cólera como la exaltación generosa y la euforia profética. Pero sus mareos debieran ser rígidos. En la literatura chilena no lo son. No es posible que lo sean, en ninguna parte. No hay realismo sin vida y no hay vida en la creación artística sin libertad de imaginar. El realismo de Neruda, por ejemplo, se refiere a numerosas capas de la realidad: conscientes o subconscientes, mediatas e inmediatas, formadas o en proceso de formación: es un realismo hecho de realidades y superrealidades.

Para Gabriela Mistral, por otra parte, realismo es la búsqueda de una raíz panteísta en la evocación de su tierra nativa. "No habló; ella de paisajes, sino de aquellos en que se transformaron esos paisajes a través de la lenta maduración de su exilio. Pensando en su caso pudiera decirse que el poeta hace a la naturaleza. No por capricho y travesura, como quería Vicente Huidobro, sino por necesidad de existir. Lleva sus paisajes consigo mismo; a veces los lleva a cuesta y comulga con ellos en rituales secretos. También lleva sus cosas y sus gentes y se encarna en ellas cuando siente que la identidad con ellas ha dejado de ser temporal. Así conoce el mundo el poeta y, acaso, todo artista se le asemeja en este proceso de devoración y autodevoración. El sueño de Gabriela Mistral fue, asimismo, una realidad, pero inefable como toda experiencia mística. ¿Qué ha sido la realidad para los grandes poetas abstractos de Chile? Pudo ser un subterráneo ancestral o una cortina entre las potencias agresivas de la simulación — la burocracia académica o social, por ejemplo— , y las fuerzas de la liberación onírica. Para un poeta como Huidobro realidad puede ser la falta de realidad. Es decir, la irrealidad de los nexos que mantienen unidas a las cosas en el mundo objetivo. Pongamos las cosas en libertad, desatemos la mesa de sus patas, el pájaro de sus alas, la cebra de sus listas, los astros de su cielo, y la nueva realidad que tomará forma será un acto de creación hilarante. Cortemos viejos nexos para inventar nuevos. Cuando el poeta abstracto ha creado del todo su realidad cesa en su función creadora y, para sobrevivir como artista, debe moverse hacia la zona sin fronteras a la que aludo, a esa zona indecisa que para él asume el grave sentido de una vuelta a la realidad. En el fondo, esa vuelta no es tal, sino el descubrimiento de una realidad esencial a la que se aplicará con la sabiduría adquirida en el ejercicio de la abstracción.

La literatura chilena se ha hecho trascendental en esa acción constante que la mueve entre la realidad y la superrealidad. Los más notables escritores chilenos del siglo veinte llegan a crear su estilo en esa ambivalencia. Podría decir que, la característica esencial de nuestra literatura es precisamente su realismo hecho de abstracciones; su glorificación de un hombre, el chileno, a quién hasta ahora no ha podido comprender ni definir del todo, y de un país: Chile, al que, a menudo, le vuelve la espalda y del cual no está muy segura de que habrá de sobrevivir.

Todo escritor nuestro, realmente nuestro, llega a plantearse, esta pregunta: ¿Qué es lo chileno? Y esta otra: ¿Qué es la búsqueda de lo chileno? Y responde en la medida en que haya resuelto esta antinomia de lo concreto y de lo abstracto. Tratando de contestar a esas preguntas me dije una vez lo siguiente que ahora repito a manera de síntesis de lo expuesto anteriormente. ¿Qué es para mí la búsqueda de lo chileno? Es la búsqueda de mi mismo. No es una búsqueda demasiado intencionada, porque a base de conceptos acabaría hallando otra cosa. Es un encuentro que celebro a diario con mi lenguaje, con mi memoria o, para ser más exacto, con mi nostalgia — irrealidad— , ya que lo chileno es para mí objeto de nostalgia, con cierta poesía de Chile, cierto histrionismo de mis compatriotas, cierta música. Todo en el proceso de forjarse. Es la búsqueda de algunas razones: ¿Por qué un país de tan bella naturaleza muere a diario en convulsiones? ¿Por qué nos movemos con tanta decisión hacia una meta que no conocemos? ¿Por qué vivimos de una leyenda y rehusamos identificarnos tales como somos hoy? Esta es, entonces, la respuesta más directa: busco lo chileno en lo humano, no en lo circunstancial del paisaje. Busco un mundo de relaciones humanas que, aún sin comprender, pueda hacer vivir en una obra de creación. Pequeñas, individuales verdades, no dogmas. Busco la integración en mí mismo de dos fuerzas opuestas que nuestros antepasados consideraron como factores externos, de índole geográfica, económica y política, y que para nosotros son drama del espíritu en la solución del cual nos jugamos nuestro destino. ¿Civilización y barbarie? ¿Viejo y nuevo mundo? No importan las denominaciones. El chileno lleva una pugna de cultura que no logra aún armonizar. Es el caso de todos los pueblos hispano americanos. En última instancia, creo que buscar la "chilenidad" es buscar lo que une a los hombres de todas partes, no aquello que los divide.

La literatura chilena del siglo veinte se mueve, pues, en las fronteras del realismo. Entre el subterra y el subsole de Baldomero Lillo. Gabriela Mistral, definiéndose a sí misma, en un poema de sutil alegoría, dijo:

"No tengo sólo un Ángel
con ala estremecida:
me mecen como al mar
mecen las dos orillas
el Ángel que da el gozo
y el que da la agonía ..."

(TALA, p. 41)

Entre esa agonía y ese gozo, en zona siempre imprecisa, pero fecunda, se halla el mensaje original de nuestra literatura.


 

 

 

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