—Aló, aló, sí, pero diga luego lo que va a decir.
—Tenga calma, compañero.
—Te digo que hay apuro. Lo nuestro te lo puedo decir en dos palabras. Lo oímos en el Canal 7, creo que fue poco después de las doce de la noche, algunos compañeros ya estaban en sus puestos. Llegué a SUMAR en la madrugada. Reunión de comando, claro, sí, lo vi también.
—Aló... no está llegando, compañero... Aló.. . Aló... Me decía.. .
—Millas alcanzó a... ¿Apareció en El Siglo?
—Vicuña Mackenna... Habla Cordón...
—Liquidaron las direcciones políticas. El local se incendió.
—Mire, compañero, no es el Cordón Vicuña Mackenna.
—Hable, no más, por la cresta, la conexión está perfecta.
—Como le dije, llegaron los camiones y camionetas con armas y alimentos de Tomás Moro.
—Recibió el mensaje, entonces.
—Hace veinte minutos entraron dos camiones.
—¿Vienen las armas ? Aló... Aló...
—... de ametralladoras y bazucas. Yo diría capacidad mediana. No para durar mucho. No. ¡Qué ofensiva vamos a tomar, compañero! Bueno, de todas maneras lo decidirá el comando. Ya. Estoy informado. Corte.
—Diga no más. Diga.
—Bueno... estábamos en el segundo piso. Desde el ventanal, ya sabe, puro vidrio, demasiado vidrio. Nos habían rodeado completamente. Militares y carabineros, o sea, fuerzas móviles que nos disparaban desde todas partes. No sé, no pude darme cuenta exactamente porque los estampidos eran caballos y con el fuego de armas cortas y todo lo demás, es muy difícil decir. Los compañeros a cargo del objetivo militar nos habían organizado en grupos de diez con instrucciones de atacar y replegarse. La resistencia era inútil. Claro. Con las armas que llegaron de Tomás Moro se podía dar una batalla y se dio. No crea, los compañeros pelearon hasta el último... No le puedo contestar... Sí, claro, usted cree, pero, como le decía, de repente nos atacaron con aviones y helicópteros y nos estaban haciendo zumbar, una lluvia de balas que venían de todas partes y adentro ni nos veíamos ni podíamos oír los gritos de los compañeros. La humareda venía del techo y después por las escaleras y las balas daban bote y sentíamos los chiflidos y las explosiones, pero creo que nadie veía nada... Nos comunicamos con varios Cordones y fábricas... El retén lo tomamos temprano, pero sin consecuencias. Supimos que las industrias no resistían, así que viendo a los compañeros que caían por todos lados era suicida aguantarse ahí. La consigna fue abandonar el edificio y guarecerse en las poblaciones. Pensamos en La Legua y El Pinar y La Esmeralda... No sé, no podría decirle con precisión. Los que salieron, salieron por la tarde... Unos cien, quizás más... Sí, o sea, a mi alrededor y abajo. Era un infierno. Los militares estaban nerviosos, no se esperaban la andanada de tiros. Habrán caído muchos. No sé. Como a las siete. Más o menos. Porque con el humo y el incendio y además que estaba nublado y se oscureció temprano y alguien, no me acuerdo quién, dijo que en Indumet la resistencia era muy fuerte y que tal vez podríamos irnos para allá. Pero yo me las agencié para salir. Claro. Volví a La Legua.
—Mamá, ahí vienen los milicos.
—¿ Otra vez?
Sí, los milicos vienen en un camión verde oscuro. Llegaron sin hacer demasiado escándalo. A esa hora, ese día, casi todos nosotros ociosos, sobándonos las manos y algunas mujeres lavando, pero la mayoría calentando agua. Una tarde muerta digo yo. Que fuera domingo, no importa. Como le iba diciendo, aquí se acostumbraba a jugar rayuela y los cabros a la pelota. Los que tienen radio de pilas siempre oían los partidos del Colo. Nadie se queda adentro, entonces, aquí se vive con los perros y los chiquillos y la gallada cuenta sus problemas y compara su mala pata. Nada fuera de lo común. Pero este domingo el cabrito le avisa a la mamá y ella se queda en la puerta secándose las manos en su delantal roñoso. Porque sabrá usted que el maestro se había fondeado.
La población es de barro y los ranchos de tablas. Algunos ni se pueden llamar ranchos, pero de algún modo habrá que llamarlos porque a falta de clavos los palos se amarran o se apuntalan y si no se van volando es porque el pedazo de pizarreño que sirve de techo está sujeto con piedras y no me dirá usted que el viento aquí no sopla aunque lo peor es la lluvia pues la población no desaparece solamente gracias al barro que la tiene bien sujeta por abajo y que el terreno es plano pero tiene desagüe hacia el canal. Yo he visto muchas poblaciones que se las llevó la lluvia. ¿Usted no ha visto? Las callampas del Mapocho por Barnechea cuando el río las daba vueltas y partían dejando gatos, escobas, sillas y bacinicas entre las piedras.
Pero este niñito, que tendrá como cuatro o cinco años, me mira con ojos de ancianito y, al pasar, le pongo la mano en la cabeza. Tiene las mechas mojadas y me fijé en sus pantaloncitos bien rotos y los calcetines enrrollados en los tobillos. No me interesa el resto de la población, ni las calles que han hecho, ni la pila de agua, ni los balancines y columpios, ni la televisión apagada, ni la bandera chilena que no han bajado. Me acuerdo que el cabro tenía las rodillas pelás y los zapatos embarrados. Varias chombas puestas y todas rotas.
El día era nublado, como decía, día de sopaipillas y vino tinto, y aquí hace frío, pues, no ve que nos pega el viento de frentón y todo esto se llueve y las payasas en el suelo se pasan, por eso es que las mujeres andan enfermas de la vejiga y ese cabrito, el del maestro, se mea solo, o sea, que no hay cijo y qué carbón va a haber, apenas unas ramas secas y papeles y por eso ve los grupos que ve calentándose los pies. Así fue que los soldados bajaron y entraron a la población sin apuro y no como otras veces que llegaban corriendo y con una sonajera de rifles que daba miedo. Como le iba diciendo, se fueron de hacha a la casa del maestro, quiero decir, porque del 11 de septiembre para acá lo habrán allanado unas veinte veces, pero ahora, como le digo, sin gran apuro. Para mí que ya le habían perdido las ganas.
La mujer me miró de otro modo y no quise sostenerle la mirada. No era rabia, ni miedo ni nada. Un par de ojos como piedras en los que yo me veía como un concha de su madre. Pero el cabrito se quedó parado afuera. Los demás se hacían los disimulados, como siempre, rotos choros o huevones, pero chuecos, no digo peligrosos, por lo menos ahora, y por eso me carga que los congrios les metan el fusil por la raja. Caminé hasta la puerta y la mujer se hizo a un lado. No me gusta la huevona porque sé que es dura, rota dura, la negra. Para lo que me importa. Entré con el sargento y dos soldados y empezó el allanamiento. La misma huevada de siempre. Qué huevada, pensé. Me puse a mirar para afuera. El cabro seguía ahí parado, cabezón y piernas flacas como toda esta gente de mierda, y el quiltro a su lado más arestiniento. Vi la hora. Tiempo de sobra para una buena revisada pal lado del cerro. Y después al regimiento. Pero hacía frío y parecía más tarde. No hay novedad, dijo el sargento y la flaca huevona dijo ya está bueno, pus, podrían irse cabreando. El sargento se volvió como para pegarle una cachetada, pero le paré el carro con un gesto. Me alisé los guantes y di orden de retirarnos. Vamos. Y no sé por qué, nunca lo sabré, ya ve lo que son las cosas, se me ocurrió decirle al cabro: Ya está, pues, cabrito, ya no volvemos más, quizás porque me pareció no sé, ahí parado, muerto de frío, solo, y le puse la mano en la cabeza otra vez. Y, entonces, me habló. Era la primera vez que me hablaba y dijo: ¿ Que ya encontraron al papá en el entretecho? Lo quedé mirando y el cabro no se turbó. Me pareció que sonreía. Observé a los otros. Inmóviles, los huevones, extrañados. Di la vuelta y entramos al rancho otra vez. No di ninguna orden. El sargento golpeaba con el rifle en el techo. Como demorara un poco le dijo: ¡Baja, mierda, o fusilamos a tu mujer! Y saltó el pescado. Inconcientemente me eché para atrás. Pero estaba desarmado. No lo había visto nunca en persona, lo reconocí por los retratos que se publicaron después de SUMAR. Gallo joven, flacuchento pero fortacho, con barba estilo Guevara, de esas que se usan ahora. Miró para todos lados, como intrigado, se fijó en la mujer, pero a mí no me dio pelota. El sargento le pegó un empujón por la espalda y lo sacó del rancho. Después el concha de su madre me clavó la vista y dije con rabia, porque me dio rabia que me mirara el huevón, proceda, y el sargento corriendo formó el pelotón, después pusieron al hombre contra la pared del rancho, los demás callados, y sin vacilaciones ni nada y con movimientos bien medidos el sargento levantó el sable gritó fuego y los soldados dispararon. Se dobló el huevón y medio que quiso afirmarse pero las piernas no le dieron para más. Cayó fuerte. El sargento esperó. Mi tropa esperaba. El olor a pólvora me picó en la nariz. Avancé de inmediato. Le puse el revólver en la nuca, más o menos, y ¡pam! le pegué el tiro de gracia. Di unos pasos para atrás porque había sangre ya y barro en las botas. Y me iba cuando vi al cabro. No se había movido. A la mujer ya no la miré. Al niño hubiera querido decirle alguna cosa, así como, oye, tu papá no te oyó nada, ni supo lo que dijiste. ¿Y cómo le va a decir eso usted a una criatura? Tendrá toda la vida para que se lo digan. O no se lo digan.
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Fernando Alegría