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«AMERIKKKA», DE FERNANDO ALEGRÍA
[Los refugios de la identidad perseguida]

Por Fernando Aínsa
Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, Nos. 277-278, julio-agosto de 1973




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Pocas novelas han abordado el gran tema del emigrante latino en los Estados Unidos. Mientras miles de latinoamericanos viven en los grandes centros urbanos de Nueva York, Chicago o Los Angeles, marginados y sin poder romper el duro esquema norteamericano, son pocos los escritores que han intentado trasponer en términos literarios ese duro drama cotidiano de miles de sus compatriotas. Fernando Alegría es uno de ellos, consecuente y con un conocimiento directo de esa realidad que ahora estalla, surrealísticamente, en Amerika, Amerikka, Amerikkka [1] Ya lo había hecho, más atenido a experiencias reconocibles en Caballo de Copas, siguiendo entonces una línea de bases más realistas.

Hasta Fernando Alegría sólo Teodoro Torres, en La patria perdida, y Luis Spota, en Murieron en mitad del río, se habrán atrevido a incursionar «con ojos latinoamericanos» en el «vientre del monstruo» de los Estados Unidos. Pero lo habían hecho en un mero tono de protesta y denuncia de la condición de los braceros mejicanos en el sur de California y Texas, sin incorporar la mágica desproporción del intento que ahora Alegría asume, pletórico de jocundidad. Sólo algunos relatos aislados de Enrique Anderson Imbert, especialmente Oscurecimiento en Nueva York y La sandía, daban a la condición de «extranjero» (el protagonista se llama así) la atmósfera desazonada y desazonante que necesitaban para rozar los límites de lo fantástico en sus experiencias. «Sentirse extranjeros» en un país como los Estados Unidos era algo más que un problema social; los afectaba psicológicamente, los lanzaba a los límites de un territorio casi irreal y, por lo tanto, mucho más temible.

Este desajuste esencial del latinoamericano en los Estados Unidos, esta identidad perseguida y sin refugios conocidos en un país que tiene, a su vez, la protesta juvenil y negra en marcha, constituyen ahora el tema de una Amerika que no se escribe por mera casualidad con una «K», con dos, o con tres «K». Las razones de por qué es así las da, espléndidamente, Fernando Alegría en esta última novela.

I. EL MOVIMIENTO COMO HUIDA CIRCULAR

Los niveles en que Amerika debe ser abordada críticamente parten de ese desajuste esencial latinoamericano, al que Chile no es excepción. Alegría en varias de sus novelas anteriores ya había abordado el «movimiento» como huida y búsqueda. También había contribuido en algunas memorables páginas de Los días contados a darle una dimensión mítica al «correr» aparentemente sin sentido de «el Palomo» o Victorio.

«La sociedad chilena necesita —como todas las sociedades— una especie de intrahistoria arquetípica que le permita identificarse con los llamados "comienzos" mítico-históricos de su vitalidad intangible e irreal», ha escrito Helmy Giacoman[2] . En el rastreo de la creación de esos mitos se descubre, muchas veces, que hay un nivel burdo o paródico en que esos anhelos populares se expresan. «La maratón de los barrios» de la que participa «el Palomo» es un modelo mítico que adelanta Alegría como una premonitoria constante de inestabilidad de sus héroes, luego ampliada en Caballo de Copas.

El pueblo de un barrio de Santiago entra «en una mascarada anual que le permite olvidarse de la fea realidad en la cual vive sumergido», movimiento global que se expresa «en una carrera vital en la que los participantes corren huyendo de la negación diaria de sus vidas»[3]. El «Palomo» corre allí «sin una dirección y un sentido muy preciso», aunque lo haga con una proyección patriótica —«Corre por la patria, hacelo por Chile, mierda, los chilenos no se rinden..., no se rinden—» proyección que agudiza el nivel paródico y que termina para descubrir que «la meta era otra vez el comienzo» [4].

Una similar experiencia cerrada, es decir, circular, culmina en los movimientos de Victorio corriendo por un pueblo pampino en una forma «un tanto incongruente», entrando y saliendo por las puertas y ventanas de casas en ruinas[5], poniendo —como «Palomo»—«distancia entre uno y el mundo». Pero esa distancia no deja de ser reducida: los movimientos circulares no salen de un escenario determinado. El movimiento es aquí «una maratón» de raíz deportiva, aspecto que resalta psicológicamente la falta de «adaptación» original, pero que no la «resuelve». Muchas formas de búsqueda de un ámbito para la identidad se resuelven en forma similar: tumultos, conmociones, demostraciones masivas y manifestaciones (cuando no combinados eventos deportivos que terminan en violencia; manifestaciones pacíficas que se revierten en auténticas asonadas), pero ninguna de ellas sale de un escenario cerrado y predeterminado.

Sin embargo, en Caballo de Copas, Fernando Alegría ya pone «distancia entre él y el mundo». La falta de rumbo se extiende ahora a los Estados Unidos en un movimiento permanente del héroe-narrador y su alter ego (Hidalgo y González). Como anota Nelson Osorio, citando a Oldrich Belic, el principio del viaje de esta novela está heredado de una picaresca donde los héroes «viajen sin cesar de un lugar a otro, y en medio de sus viajes se desarrollan sus destinos»[6]. En San Francisco faltan, sin embargo, las cosas que están lejos: la tierra, el paisaje, la gentes y los rostros de los que ha huido originalmente. Desarraigo y nostalgia son los extremos pendulares de un movimiento que tiene en su base una falta de consolidación cultural del héroe en cualquiera de sus medios: Valparaíso o San Francisco, puertos-bahía abiertos al Pacífico de similares características, tal como recuerda Carlos Lozano[7].


La «transculturación antitética», Chile y los Estados Unidos

Lo mismo sucederá con el personaje proteiforme de Amerika. Ha emigrado a los Estados Unidos, pero un romanticismo retrospectivo le hace pensar que los habitantes de su Chile natal están menos determinados por la técnica y un «sistema» que la civilización norteamericana a la que no puede «penetrar». Aunque ha emigrado, el héroe de Amerika llega a creer que es más fácil llegar a ser lo que uno hace (clave de la combinación de las «técnicas» dominantes de un medio con el desarrollo de la identidad) en el Chile del que ha huido que en los Estados Unidos que no entiende.

Este es parte del desajuste básico del personaje de Alegría: es el hombre que ha salido de su Chile natal y que intenta un proceso de consolidación cultural en un país donde nunca podrá sentirse feliz y «armónicamente» prolongado en el medio. Poco a poco, lo invadirá una nostalgia retrospectiva sin fundamento real. De allí la eterna condena al movimiento, la locomoción como salvación.

Sin embargo, Amerika ofrece parte de las alternativas de una síntesis posible entre los extremos de los bajos fondos urbanos chilenos, el valle central arquetípico de la infancia y los laberintos amenazantes de los USA[8]: «la transculturación antitética» de que habla Augusto Roa Bastos. «A diferencia de nuestros novelistas que han adoptado el exilio, y que utilizan el décalage del distanciamiento como prisma revelador de sus enclaves de origen (Asturias, Carpentier, García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes y otros), Alegría aprovecha la discordancia de esta dualidad "transculturada" como un impulso estructurante de su mundo de ficción»[9]. Más adelante, el mismo Roa Bastos entiende que «en esta obra se cumple además, con características singulares, el proceso de asimilación y fusión de dos realidades culturales: la chilena e hispanoamericana con la estadounidense. No como simple fenómeno de sincretismo literario o como una síntesis "hipostasiada" de estas dos realidades, sino como una especie de transculturación antitética —llamémosle así— de estos dos campos de fuerza opuesta por un irreconciliable antagonismo»[10]. Los modos narrativos de cómo ese esfuerzo de síntesis se procura y los «refugios» que deben irse construyendo para no ser destruido por el agresivo contorno, forman parte de la aproximación crítica de este ensayo.


II. LA DIALÉCTICA «DENTRO-FUERA»

El protagonista de Amerika ha llegado a una ciudad y a un país que están en guerra, una guerra entre un «sistema» y una serie de conciencias que aspiran a ser libres. Sin embargo, los bordes del conflicto no son muy claros; están recorridos por una violencia soterrada, diabólica, que el chileno recién llegado no entiende ni le interesa, aparentemente, entender. Como la conciencia narrativa está en la primera persona, las imágenes superpuestas del conflicto se van deformando a través de la visión protagónica, pero sin llegar a perder la raíz del enfrentamiento: un orden descompuesto y agotado busca por la agresión y la opresión organizada restaurarse a sí mismo, pero una acelerada y caótica acción desencajada lo va desbordando.

Mientras el héroe transita entre los engranajes de la desencadenada maquinaria —la guerra arrecia, caen los helicópteros como moscas, se asesina impunemente, los judíos se concentran aterrorizados en los corredores de los subterráneos, las bayonetas empujan a multitudes concentradas— se adivina en ese conflicto «exterior» un esquema: hay peludos, obvios hippies, a los cuales se ha ordenado matar, hay un aparato represivo amorfo, pero visible, que intenta aplastar esos gritos y el sonar creciente de los tambores de los panteras negras. Cuando aparecen «Los niños de las flores», la alegoría se hace aún más obvia, aunque el movimiento de Berckeley de 1964 apenas quede referenciado por las escasas pautas geográficas de la novela: una vez se nombra la bahía de San Francisco, otra el pueblo de Sausalito y el océano común chileno-americano, el Pacífico.

En este escenario —que Alegría estruja desatando un discurso de ribetes fantástico-grotescos— la identidad de un extranjero tiende a ser aplastada. Sin embargo, pese a las fuerzas emocionales que operan de un modo oscuro, el héroe afirma por ese hostigamiento «exterior» la necesidad de lograr una identidad «interior». En ese medio singularmente hostil, agravado en este caso, pero siempre hostil para un extranjero[11], esa necesidad de identidad se agudiza y empieza por expresarse en términos de una aspiración a la privacidad, a una construcción mental que proporcione seguridad[12].


La casa como primer refugio

Las nociones dentro y fuera forman parte de este primer eje dialéctico polarizado que la novela recorre alternativamente, como un modo de descuartizamiento de la conciencia acosada de su protagonista. La necesidad de espacíalizar ese adentro lleva a la construcción de la «casa», una casa inmensa llena de corredores y ascensores, donde el protagonista empieza por refugiarse y termina por vivir casi fortificado.

«He llegado con mucha angustia a esta casa» confiesa al llegar[13]. En este momento, el héroe viene huyendo y se siente agobiado por su condición de extranjero. «No sé el idioma de esta gente, no reconozco su olor; su agresividad y sus odios me repelen»[14], tres negaciones que son parte del primer rechazo del contorno. Una atmósfera pesadillesca ha precedido su entrada al ámbito de «control inmediato» que es la casa. Los heridos en las calles y la violencia que la recorre lo empujan desde «afuera» a buscar el refugio primitivo donde protegerse. La llegada al barrio ha empezado por apaciguarlo: «Pero ya estoy en una bella calle de casas de ladrillo, verdes de musgo...» [15]. Al llegar a su «centro de fuerza» —al decir de Gaston Bachelard— deposita la maleta y empieza a llorar con suavidad[16]. Descarga su acumulada tensión y cree ver en un rincón a su lejana mujer e hijos recibiéndolo con esa alegría que sólo puede brotar en la resignada tristeza de la ausencia. Es el primer atisbo de hogar, entendido como «ser concentrado», que tiene el héroe chileno «exiliado y paria» en los Estados Unidos.

Su conciencia de centralidad se despierta. La esencia del verbo habitar lo lleva a buscar este principio de organización personal que es tener una casa. Sus valores personales tienden a estabilizarse. Y en ese comienzo, sus exigencias son mínimas: sólo quiere una habitación donde poner sus muebles, libros y discos y sólo quiere soñar con una ventana («Pido muy poco. Una ventana»), ese puente-abertura comunicando el interior con el exterior.

Desde esa seguridad mínima y ese contorno-controlado de la identidad («la casa» y «la casa otra vez, ahora poblada de hippies» son títulos significativos de dos capítulos), el afuera se suaviza parcialmente y se integra en sus elementos positivos al gran edificio donde el protagonista vive. Se produce una especie de atracción o absorción de imágenes que se integran a la casa: sus corredores interiores pueden llegar a ser «como una avenida ancha y luminosa plantada de árboles muy verdes y frondosos en el verano, con una bella línea de tranvías...» [17].

Instalado en esa casa, el héroe cierra una primera etapa: ha descubierto los peligros exteriores y la imposibilidad de modificación del contorno, donde es extranjero y no entiende el idioma. Paralelamente, la configuración errante de su identidad se detiene y consolida en un espacio interior de seguridad y un espacio exterior de combate; la dialéctica dentro-fuera ha abierto sus compuertas y la novela ya está en marcha.


El espacio exterior de combate

A partir de ese momento, todas las salidas al exterior agudizarán ese extrañamiento y ese contraste dialéctico esencial. Al circular por una ciudad en guerra, el héroe confirma la inutilidad de su búsqueda: «Busco a mi gente. No está. No ha estado nunca aquí. Esos que me esperaban, no me conocen ahora»[18].

Paralelamente descubre a lo largo de ese movimiento que «un cerco venía creciendo alrededor de mi estancia» [19], y como el espacio exterior de combate se organiza también contra esa casa. «En esta casa una raza asustada e hipócrita, corrompida por la vergüenza», se descubre rodeada por radiopatrullas y la ventana-puente de su habitación llega a ser estudiada «seriamente» por los asesinos que andan por las calles[20]. La primera actitud defensiva del héroe de Amerika es la de fortificarse, concentrar aún más el refugio, «como esas torres medievales, cargadas de almenas y montones» [21].

La pesadilla se intensifica: afuera, las llamas avanzan por el barrio, la casa es casi ruinosa y el protagonista tiene la revelación del fracaso de su intento de construcción de «un refugio» en el seno de la compleja civilización norteamericana que ha llegado, hiperbólicamente, a reglamentar el orden de las conciencias y el de la expresión amorosa. Después de la lectura de «los nuevos textos de la Constitución» [22], hasta el propio espacio interior se vulnerabiliza: el adentro está siendo invadido reglamentariamente por el afuera, mientras la violencia del aparato represivo se encarga de hacerlo real.

En ese momento, el protagonista puede reflexionar:

«Desde mi llegada a esta casa tuve dos anticipaciones claras de lo que iba a ocurrir: primero, supe que no había llegado al destino dispuesto finalmente para mí; segundo, supe que en la naturaleza misma de la casa se escondía la razón de mi insegura condena y de mis posibilidades de liberarme, añadiéndome a otras personas, completándome en ellas, justificándome si las desenmascaraba, redimiéndome si en un acto de amor lográbamos juntos trancar la puerta, cortar corredores y darle a este saco abierto de mujeres, niños, ancianos, jóvenes esposos y criminales, la apariencia de una casa firme y cerrada» [23].

De la primera anticipación surge con claridad que el «movimiento» original será reasumido. El héroe «no ha llegado», por lo tanto empezará nuevamente una búsqueda en el espacio, tal vez con el convencimiento de que el Paraíso no puede estar nunca en los Estados Unidos.

De la segunda surge, con apasionante fuerza, el poder del amor. El protagonista de Amerika se ha multiplicado y prodigado en el sexo y en el amor y ha convertido a la mujer en el segundo refugio que todo hombre aspira construir en el seno del primero (la casa). Y en esa mujer proteiforme y múltiple, llámese como se llame (Verónica, Pía, Judith, Lucía, etc.), el héroe de Alegría se propondrá realizarse desapareciendo por el origen: hundiéndose en la grieta del sexo, buceando por alcanzar el nodulo de su comienzo, por ese túnel de la huida que es también garantía de la «estabilidad» perdida en aras de una desazonante conciencia.


III. EL SEXO COMO SEGUNDO «CENTRO»

En el origen había una aspiración muy simple: tratar de ser feliz amando y trabajando. El lema de Sigmund Freud para vivir bien —«Lieben und arbeiten» (amar y trabajar)— formaba parte del primer «movimiento» del chileno emigrante hacia los Estados Unidos. Pero como en Caballo de Copas, el héroe de Amerika ha tenido que empezar por aceptar tareas infames, una suerte de espionaje que necesita alimentarse continuamente de víctimas.

El «picaro» chileno de Caballo de Copas, también un hombre solo, «tocado por la rutina proletaria y la pobreza» que lo cubren como un hábito, lava platos en un restaurante de San Francisco y vive en un hotelucho filipino, pero no llega nunca a meterse en esa suerte de empresa fúnebre de la identidad que es la «agencia» donde trabaja el protagonista de Amerika. Sin embargo, ni uno ni el otro aparecen contaminados o envilecidos por su trabajo. La venta de «cabezas» es tan indiferente como los platos que lava aquél. Porque para ambos, el mundo en que viven es un mundo de «otros», pertenece a unos «demás» que no han logrado tocarlos en su conflicto esencial. Las barreras del idioma y los «olores» funcionan también para la conciencia.

«Eso era yo», resume el héroe de Caballo de Copas, trazando el perímetro de su persona en la hostilidad norteamericana, aunque un puente —los barcos que entran y salen del puerto, uniendo Valparaíso y San Francisco— le permitan alimentar una esperanza de vuelta que no tiene el de Amerika. «Esto trato de ser yo», podría decir este protagonista, mucho más hostigado, defendiéndose de los ataques de un contorno en guerra y sin puentes aparentes para el retorno a Chile.

En estos esfuerzos, un reducto de posible felicidad y un auténtico refugio está constituido por el amor. Un amor que está pautado en el origen por la intensidad de la necesidad de defenderse de las agresiones del exterior. El protagonista de Caballo de Copas alimenta con Mercedes «un ámbito de la maravilla», donde puede disolverse, dejándose «estar en él». Es un amor que proporciona una «alegría», que va creciendo y «transforma las cosas a su alrededor»[24]. Por el contrario, los múltiples amores del héroe de Amerika están marcados por una permanente y mutua «agresión».


Entre la agresión y la humillación

La amoral Verónica, la frígida Pía que organiza células pekinistas en su pieza, la presunta lesbiana Tahura, la triungular relación con Judith y el Curzo, el atisbo de amor con «mi mujercita» y la mercantilización del sexo con Lucía, pautan inexorablemente una múltiple relación sexual guiada por una búsqueda de armonía, pero traducida en una agresividad que la mutua desconfianza impulsa y que difícilmente podrá transformarse en amor.

Del estudio detallado de cada una de estas relaciones surge la imposibilidad de aproximación individual al logramiento de la «mutualidad», pero al mismo tiempo se comprueba cómo, en muchos de sus «modos» posibles, otros «equilibrios» pueden obtenerse. En ciertas degradaciones y en las prácticas sádicas o masoquistas que las enriquecen, la genitalidad del personaje de Amerika aparece impulsada a desarrollar una potencia orgástica que es mucho más que la descarga de «productos sexuales» en el sentido invocado por Kinsey, es decir, es mucho más que un «desagüe». En esta genitalidad hay una capacidad de descarga de la tensión de la totalidad del cuerpo sin precedentes en la propia literatura de Fernando Alegría. El personaje volcado a una hiperbólica vida sexual de dimensiones pantagruélicas, grotescas o simplemente «mayúsculas», intenta obtener una regulación mutua de pautas muy complejas y aplaca la hostilidad y la rabia potencial que surgen de las evidencias de la vida cotidiana de su contorno: neutraliza las polaridades realidad y fantasía, amor y odio, trabajo y juego, soledad personal y hostilidad del medio, desarraigo y nostalgia del Chile lejano.

Esa aspiración de logramiento en el «Lieben» tiene en el amor con la Tahura una de sus primeras expresiones de destrucción. «Nos encontramos para afirmarnos el uno en el otro con desconfianza y un poco de desprecio, pero sabiendo ya lo que sería imposible, es decir, casi imposible, traicionarnos. Que llegaríamos a traicionarnos y a destruirnos, sin embargo, era en el fondo la posibilidad que nos daba fuerzas»[25].

Aquí no hay armonía, ni «mutualidad» (el verdadero secreto del amor); aquí hay un afán de afirmación estrictamente individual de uno sobre el otro, a costa de la propia destrucción. La pareja humana, huyendo de la violencia exterior, se refugia en una pequeña habitación donde la falta de espacio es parte de la opresión (un estrecho living, donde apenas cabe un sofá y sobre el cual no caben los dos). El desafío sexual es violento. La Tahura es inmensa, fuerte, «como un bello gladiador de otros tiempos» y aplasta, tiende a destruir al protagonista. Los verbos en que se conjuga la aproximación amorosa marcan esa agresión: «taparlo entero», «aprisionarlo», «desplomarse sobre él», «atacarlo» («el rumor de su ataque»)[26].

En las relaciones con Verónica hay otro tipo de agresiones: la humillación doble de tomarla violentamente, «mientras en la ventana, junto a la única luz, con su bufanda, sin sombrero, entumido, Manuel (el marido) nos miraba» [27]. Una posición animalizante y el saberse «contemplados» por el marido excita la agresión que se traduce en golpes. Sólo después de ese intento de destrucción Verónica se «dedica a conocerlo»[28].

El posterior amor con Judith, la esposa del Cuzco, tampoco permite la integración: «es un violento romance entre los tres». El Cuzco exige presenciar las relaciones de su esposa y el protagonista y, a veces, las interrumpe para culminarlas él mismo, una tensión que estalla en crimen. El Cuzco corta el cuello de Judith con un machete que le ha regalado «como un recuerdo de Guatemala» el propio protagonista. El triángulo ha estallado simbólicamente en una curiosa síntesis de sus ángulos opuestos.

Pero la búsqueda del amor prosigue. Ahora el héroe intenta un amor que nos dé «la hondura necesaria para identificarnos», algo que empieza a asociar con la rebelión de afuera: el pacifismo de «Los niños de las flores». Es un amor que rechaza el «engomamiento» de la civilización americana; es un amor que recupera «una alegría como espacio entre los astros, los hombres y las camas[29]. Obviamente la campaña de los vigilantes del Gobierno se centrará en el intento de exterminio de esta clase de amores y de esta secta de practicantes, cuyos actos sexuales empezarán a ser regulados desde la propia Constitución.

En la relación con Lucía, la joven prostituta de Tijuana[30], el héroe termina por aparecerse como un eunuco de un harén o una vieja portera de un lenocinio barato: trae a los clientes en taxi, cepilla sus ropas y limpia el baño. La degradación es progresiva: empezó con un rápido matrimonio con Lucía y termina cumpliendo tareas de servicio. El Oblato decide entonces volver a su misión en Potrero Avenue.

Con la Pía, la agresión y la frustrada «mutualidad» tiene una variante. El protagonista tiende a desaparecer, a ser «capturado» por la dominante mujer. Cada vez que aparece «metido en ella, ella metida en mí», hay forcejeos para salir y un miedo visceral a una violenta castración. En esas «capturas», la Pía tiende a dejarlo «rabón, incompleto, furioso».

Pero esa violencia tiene una meta: el héroe ve a la Pía como «una madre», pensando cómo podría metérmele adentro y encontrar mi placenta», último y primer refugio fetal digno de las aspiraciones de un personaje de Samuel Beckett.


«Como dos bellos inválidos»

Objeto de agresión o de refugio, amante o edípica depositaría de las frustraciones del «contorno», detrás de todas las mujeres de Amerika aparecen las tristes sombras chinescas de la legítima esposa e hijos del protagonista. Aparentemente han quedado en el Chile natal, esperando ser llamadas a San Francisco por el hombre que ha ido a trabajar y a intentar establecer, en el centro de la violenta ciudad, un hogar como mínimo refugio. Su sombra se proyecta continuamente y, en varias oportunidades, llegan a parecer figuras reales irrumpiendo en la soledad del protagonista.

Así, cuando llega por primera vez a la habitación que intentará convertir en «casa», lo están «esperando» su esposa envejecida y sus dos hijos[31]. Otras veces, planeando sobre sus jocundas agresiones sexuales, esas sombras son evidentemente encarnación de un sentimiento de culpa que transporta desde Chile el recuerdo de una responsabilidad. Esta presencia de la esposa que no hace reproches es intermitente, pero obsesiva, y desajusta aún más la esencia de las agresiones en que otros amores intentan encarnarse [32].

En todo el esquema del amor, tal como aparece concebido en Amerika, hay una sola excepción: la que el héroe llama paródicamente «mi mujercita». La mujercita es una amante con la que vive otra dimensión más mutualizada del sexo, pero asentada en precarias bases temporales. Es apenas un romance sobre el cual pende la amenaza del tedio. El temor «a perder» arruina el amor. Curiosamente, los verbos en que se ha venido conjugando hasta ahora el amor —«hervir, atacar, herir, etc.»—, cuando ceden a una posible distensión o ternura, amenazan con la tristeza y el aburrimiento.

«Eramos dos sobrevivientes de un cataclismo, teníamos miedo de pedir y perder, ahora que lo ganado era ya lo último. Así lo sentíamos, aunque no dijésemos palabra. Y la mujer y el hombre que temen perder se vuelven perezosos, con una ternura siempre al borde de la desesperación, porque la tristeza también espanta» [33]. La sonrisa empieza a aparecerse «siempre igual». El hombre y la mujer unidos por esa sonrisa son «como vasos comunicantes, se llenan, se vacían, pero no hierven ni hieren, pues no tienen con qué atacarse». El sexo —tras el esplendor dé su realización y junto a los platos vacíos de suculentas cazuelas de mariscos y pescados que la pareja come tomando buen vino— los lleva a sentirse como «dos bellos inválidos» que «un día despiertan espantados ante la realidad del cansancio y desde la frente les caen sobre el rostro las arrugas como un telón»[34].

Ser feliz por el amor no es tan fácil, aunque la desesperación esté en el origen del esfuerzo. Las notas de este catálogo de mujeres agredidas o agresoras pautan, además, la impenetrabilidad psicológica del sexo femenino, más allá de toda entrega física. El héroe de Alegría apenas roza la verdadera esencia de las mujeres que ama, pero en esa imposibilidad, como en sus inútiles esfuerzos de aislamiento del afuera que lo hostiliza, es el nivel de la modalización estilística con que el escritor revierte la experiencia, el que agudiza las notas de extrañamiento y desajuste espacial de la identidad.


IV. UNA ALEGORÍA SUPERLATIVA POR LAS IMÁGENES

No basta decir las cosas; importa saber cómo se las dice, y es este último nivel de la expresión el que se analiza ahora, justamente donde Fernando Alegría logra su más perfeccionada síntesis, manejar la exageración metafórica y el grotesco en los grados de confianza del lector, que permiten hacer creíble su vasta alegoría fantástica. Detrás de sus más arriesgadas imágenes superlativas, las referencias objetivas a la realidad son obvias: el proceso de la «revolución de las conciencias», de 1964 a 1970, en California; los capítulos de la persecución a los manifestantes contra la guerra de Vietnam; el exterminio de My Lai, el año 1969, en que el océano se mancha de aceite; las apariciones del poeta Allen Ginsberg, y la escenificación indirecta, pero no menos significativa, del crimen del clan Manson que abre y cierra la novela. Referencias obvias, pero no literales, justo en el grado que la realidad necesita ser trascendida para pasar a ser ficción, tal vez poesía.

El hecho de que Amerika está «contada» en primera persona permite más cómodamente la identificación del lector y del personaje, porque el pronombre «yo» pertenece a todos. Este primer grado aproximativo de identificación tiene, sin embargo, una neutralización en la posible «verdad» en juego: el protagonista puede estar mintiendo, aunque su condición simultánea de narrador parezca impedírselo. En juego está esa especie de pudor del narrador para mentir deliberadamente (casi una regla de las narraciones en primera persona), aun pudiendo hacerlo.

Pero más allá de su «sinceridad» o el posible ajuste a la «verdad», el «yo» del narrador de Amerika lo único que hace es ir dando un «testimonio» que el lector no tiene necesidad de creer a pies juntillas, pero que sí le sirve como «testimonio explicativo» de hechos que va conociendo, que asocia a otros ya conocidos.

Sin embargo, el tono a que ese «grado de confianza» del lector puede ser asociado, está indudablemente exagerado. La mayoría de las imágenes en las que los enunciados de Amerika se expresan son exageradas, y ya se sabe que el paso del comparativo al superlativo no indica solamente una diferencia de grado, sino también de naturaleza (Louis Vax). Las imágenes «hiperbólicas» de Amerika tienen algo de la exageración que conduce a lo sobrenatural (Todorov). Si se tomaran al pie de la letra muchas de las metáforas en sentido figurado de sus páginas, la irrupción en lo fantástico sería irremediable, tanto como si se le asignara un sentido propio y literal a la desproporción de connotaciones poéticas o meramente simbólicas.

Los ejemplos son permanentes y forman parte de figuras retóricas y de un relato en primera persona de contenido asertivo, aunque ninguna de ellas constituyan verdaderas aserciones, ya que no satisfacen la condición esencial de éstas: la prueba de la verdad. Así puede decirse con violento énfasis que «la casa se compone de dos cuadras de niños violados, turbios corsarios de la cocaína, primera comunión al amanecer, abiertos de piernas en la arcada barroca del peyote...» [35], o pueden enumerarse absurdos oficios posibles: «puedo ser carcelero también o embalsamador o verdugo, pero asimismo podría ser guardabosque, fabricar billetes, demoler casas, ordeñar cabras, desarmar candados, manejar el faro del subterráneo; puedo ser espía o conducir condenados a muerte por los barrios céntricos, o timbrar las tarjetas de las prostitutas y ponerles sus inyecciones. Pudiera predicar, pero no conozco el idioma»[36]. En este caso, todos los oficios enumerados existen aisladamente; su condición absurda proviene del listado conjunto y de su acumulación por contraste, y no únicamente por su exageración, como en el capítulo «ventas a plazos». Aquí, como un modo de atenuar los prejuicios norteamericanos contra el chileno extranjero, se le aconseja: «si usted tuviera la bondad de someterse, de atornillarse a su silla, reloj en mano, dejar la puerta del excusado abierta para que se le vea, sonreír con reconocimiento, comprar seguro de vida, beber mucha agua helada» [37].

El permanente tono acumulativo y exagerado de las imágenes, simbólicas o meramente retóricas, lleva a veces a que Amerika entre en un terreno de inverosimilitud. En estos casos parece como inconsecuente con el mecanismo asociativo que apoyan sus fantasías, cuando el mundo o los seres que crea no son presumibles eslabones del proceso que se viene desenvolviendo. El capítulo «El palo ensebado» presenta a un Cuzco viviendo como Molloy o «los innombrables» de Samuel Beckett. Llega a permanecer todo el día acostado en una cama, «escribiendo poemas, comiendo nueces» y bebiendo martinis «hasta el atardecer». Se le caen las pestañas y el cuerpo se le va replegando en el busto [38]. En el exterior la guerra arrecia y es prácticamente un reflejo directo de Vietnam: el suelo se cubre de niños ardiendo, caen hombres sin piernas sobre el techo de los generales, desaparecen las ciudades y en su lugar aparecen cráteres y en éstos se improvisan supermercados «y los muertos eran acomodados entre las conservas» [39].

Pero del ahondamiento de estas imágenes y de su estructuración en Amerika se va descubriendo, con alarma, que ellas corresponden en su totalidad a un catálogo de «horrores ciertos». La habilidad de Alegría consiste en evitar el panfleto de denuncia, pero al mismo tiempo «marcar a fuego» lo que ha pasado y está pasando realmente desde el mundo en que narra.

Con Judith Merrill podría decirse que Amerika es una novela de imaginación disciplinada, porque todo engendro de fantasía o exageración conducente a la inverosimilitud está basado aquí en el empleo de una cierta lógica que funda la «confianza» del lector y permite asociar la imagen hiperbólica a una manifiesta intención de crítica social o referencia política real.

Un sentido alegórico, más allá de lo literal, brota ricamente, ofreciendo lo referencial, las posibilidades del doble sentido, la ambigüedad que la modalización de Alegría plasma en su exacta proporción: modificar la relación entre el sujeto de la enunciación y el enunciado, sin cambiar el sentido de la frase. Este equilibrio perfecto que logra el autor está agudizado por el uso del imperfecto como tiempo verbal. Al no saberse si la acción se mantiene en el presente de la lectura, la ambigüedad y el procedimiento de escritura introducen una mayor distancia entre el personaje y el narrador (aun siendo una misma persona) y entre éste y el lector.

Carlos Opazo[40] ha enfatizado este distanciamiento con otra de las notas de Amerika: el uso del grotesco. Al alejarse por imágenes del mundo familiar y conocido, en el cual tenemos puesta nuestra confianza, lo grotesco se aparece siempre como una experiencia de la percepción. El estremecimiento de las representaciones grotescas —recuerda Opazo, citando a Kayser— sufre un particular estremecimiento: es el indicio de que fallan, ante estos mundos, sus categorías habituales de orientación.

Es sobre el filoso borde de todas estas situaciones liminares que Fernando Alegría, jocunda y casi «rabelesianamente» unas veces, cuando no sordamente «beckettiano» en otras, va edificando los círculos concéntricos o la espiral abierta de Amerika. Su jugueteo no es, sin embargo, gratuito: va de la mano con el inútil peregrinaje de la identidad latinoamericana «no encontrada» (más que perdida) en el seno de la gran sociedad norteamericana, no menos críticamente asaetada por la misma búsqueda fracturada del «yo» entre los demás.

Este esfuerzo de Alegría es parte de una gran empresa que muchos escritores intentan con la misma modestia esencial: un, rico sentido de lo literario y del manejo del lenguaje en que ese se plasma, fuera de todo esquema, pero con una meta precisa. Se trata de encontrar un espacio apto para la conciencia integrada; tal vez una forma de la armonía que sólo el Paraíso o el Cielo han propuesto y que ya va siendo tiempo de construir, aunque sea parcialmente, en el mundo nuestro de cada día. Amén.


Rimac, 1732
MONTEVIDEO (Uruguay)

 

 

 

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Notas

[1] Amerika, Amerikka, Amerikkka. (Editorial Universitaria, Santiago de Chile. 1970.

[2] «Los días contados: la estructura epistemológica y el contenido mítico», por Helmy F. Giacoman, en Homenaje a Fernando Alegría, Las Americas Pub. Co. New York, 1972, p. 134. Resalta Giacoman que una de las cualidades más significativas del mito es la de señalar una historia «verdadera», o sea, una forma epistemológica de inapreciable significación y que conlleva los valores adyacentes e inseparables de ser sagrada, ejemplar y verídica. En función de estos caracteres anota cómo «el hombre crea sus mitos a su imagen y semejanza, pero, en realidad, son éstos los que lo poseen». Esta «posesión» explicará luego parte de las huidas de los protagonistas de Alegría, como si quisieran escapar a la fatalidad e irrevocabilidad de un destino.

[3] Ibid., p. 135. El caso de Palomo se aparece para Giacoman como simbólico: «es maratonista en un doble sentido, real y simbólico, de una maratón vital» (p. 126).

[4] Los días contados (siglo XXI, Ed. México, 1968), p. 59.

[5] Ibid., p. 84. Victorio también corre «solo, obstinado, un tanto incongruente, con la velocidad intensa de los corredores orates. «Su movimiento circular en el pueblo pampino necesita de «más cancha, más tiempo». Trota por la pampa, en la madrugada, a paso corto, envuelto en pesados jerseys, entra y sale por casas derrumbadas, desde un patio a un zaguán a una plaza, saltando por marcos sin ventanas y dinteles sin puertas, «siempre el mismo cielo y la misma sombra transparente, con el eco de sus trancos en la arena y los trajines del mar». En los pueblos se aparece como alguien a quien «se esperaba desde hace mucho tiempo, aunque para edades futuras, un antiCristo» (p. 85).

[6] «La estructura del narrador y la composición de "Caballo de Copas"», por Nelson Osorio, en Homenaje a Fernando Alegría (op. cit., p. 72).

[7] «Autodefinición, compromiso e identificación en la obra de Fernando Alegría», por Carlos Lozano, en Homenaje a Fernando Alegría (op. cit., p. 163).

[8] Hernán Lavin Cerda entiende que hay en Amerika tres clases de naturalezas espaciales que otorgan y condicionan rasgos de carácter a los personajes: 1) la de los bajos fondos urbanos: tensa, amenazantes; 2) la del valle central: benigna, y 3) la de USA: laberíntica, llena de ascensores, de edificios con interminables pasillos y nichos numerados. «Fernando Alegría: entre dos fuegos», en Homenaje (op. cit., p. 17).

[9] Prólogo a Amerika, Amerikka, Amerikkka, por Augusto Roa Bastos, p. 13.

[10] Ibid., p. 12.

[11] Los miembros de la misma especie y de otras especies siempre forman parte del «Unwelt» de cada uno. Por el mismo motivo, entonces, y aceptando el hecho de que el ambiente humano es social, el mundo «exterior al yo» está compuesto por los «yoes de otros» significativos para él. Son significativos porque en muchos niveles de comunicación burda o sutil todo mi ser percibe en ellos una hospitalidad para la manera en la que mi mundo interior está ordenado y los incluye, lo que, a su vez, me hace ser hospitalario con respecto al modo en que ellos ordenan su mundo y me incluyen («Mutualidad» que es el secreto del amor). Lo opuesto es la «negación recíproca», negativa por parte de los otros a asumir su lugar en mi orden y a dejarme asumir el mío en el de ellos. Estas ideas manejadas por George H. Mead en Mind, self and society (Chicago, 1934; University of Chicago Press) y por Erik H. Erikson en Identity, youth end crisis (Norton Co. NY, 1968) permiten explicar más profundamente el inevitable sufrimiento que provoca esa «negación recíproca» por el extranjero que se siente rechazado en la socidad a la que accede.

[12] El concepto de «refugio» es primitivo y básico; todo hombre necesita de él. En Amerika, Alegría convierte a la «casa» donde se refugia el protagonista en un verdadero centro de fuerza, una zona donde existe la sensación de estar protegidos en relación a lo que está pasando en el exterior. Lleva a fondo —como diría Gastón Bachelard— ese «sueño de la choza» que conocen bien todos los pueblos primitivos. Pero ya en los días contados, el símbolo de la casa estaba asociado a estabilidad y privacidad en una forma marcada. Al conventillo de puertas abiertas y carente de intimidad, donde vive el boxeador Victorio, Alegría opone la casa «antigua» de Chile, donde los ruidos de «la calle lejana» no llegan («allá su bulla de autobuses, taxis, carretelas, aquí todo callado, y medido, en serena oscuridad»). En este interior armonioso no pasa nunca nada, es «un equilibrio de un mundo viejo, establecido. «En el conventillo, por el contrario, Victorio siente «una ansiedad constante en la boca del estómago» porque no hay calma alguna de casa antigua, sino la leve aflicción de algo que puede llegar a ser «una dificultad para respirar, algo en la lengua y la garganta y una tentación de moverse y que es necesario resistir» (op. cit., p. 135).

[13] Amerika, (op. cit., p. 24).

[14] Ibid., p. 24.

[15] Ibid., p. 25.

[16] «... sigo andando, buscando, husmeando. Hasta que llego a mi destino. Hay una puerta abierta. Un poco abierta. Entro, dejo mi maleta en el suelo y observo... Entonces, ya sé que he llegado y me pongo a llorar con suavidad» (Amerika, p. 27).

[17] Amerika, p. 33.

[18] Ibid., p. 90.

[19] Ibid., p. 113.

[20] Ibid., p. 172.

[21] Ibid., p. 113.

[22] Capítulo «Los constitucionales» (Amerika, p. 113) donde aparece una divertida enumeración de la normativización y control público de la vida sexual de los matrimonios que pasa a estar regida por severas reglas y debe ser anotada en «libros de contabilidad».

[23] Amerika, p. 124.

[24] Caballo de Copas, pp. 31-32.

[25] Amerika, p. 44.

[26] Ibid., p. 47.

[27] Ibid., p. 64.

[28] Ibid., p. 68.

[29] Ibid., p. 144.

[30] Ibid., p. 108.

[31] «Ahí está mi familia: mi mujer encanecida, sonriendo tristemente, y los niños en sus camas también mirándome. Atravieso la pieza y me acerco a una ventana. No es, en realidad, una ventana. Es un espejo y allí estamos otra vez, un poco más aprensivos, más silenciosos, más tristes» (Amerika, p. 27). Esta descripción parece absolutamente real, pero unas páginas después se descubre que es una obsesión la que provoca las «apariciones»: «Traer a mi familia se convirtió en una obsesión; los sorprendía a menudo a mi lado; los veía de noche, entre los muebles, en la calle. Insomne, me levantaba en la madrugada temblando, afiebrado, me asomaba por las rendijas y poníame a tirar fósforos encendidos hacia abajo. Poco a poco, como en una pantalla ahumada, se iluminaban ciertos lugares del jardín, aparecía la reja y veía un catre de bronce armado en la vereda y en él, sentada en camisa, su pelo suelto, sus ojos intensos, mirándome con reproche y una extrañeza que no entendía, a mi mujer, y a su lado, el niño y la niña sonrientes, chupándose el dedo» (p. 36).
Sin embargo, esas apariciones se matizan con la realidad.
Cuando la violencia exterior arrecia, las noticias trascienden los USA y llegan a Chile; entonces «mi mujer escribe muy alarmada, quiere venirse cuanto antes».

[32] La amenaza de la llegada de la mujer legítima irrumpiendo en la relación amorosa extraconyugal del protagonista es casi permanente y planea como una forma suplementaria en el desajuste de la identidad. El héroe tiembla «pensando en una confrontación decisiva de mi mujer con mi mujer».

[33] Amerika, p. 72.

[34] Ibíd., p. 72.

[35] Ibid., p. 32.

[36] Ibid., p. 34.

[37] Ibid., p. 49.

[38] «Le desaparecieron las pestañas, la frente no era más que una sombra y otra sombra, casi una mancha, el pelo. Le temblaba la piel en las ojeras y no podía ya cerrar los labios. La lengua se le había hecho morada. Además, puede decirse que ya no tenía piernas: sólo busto, cabeza y manitas. Los dedos se le pegaban al vaso y los gusanos del queso se le subían por los brazos buscando sus húmedas axilas» (Amerika, p. 87).

[39] Una de las posibles tesis sobre el sentido alegórico de Amerika podría ser aventurar que Alegría entiende la dialéctica casa-ciudad (el dentro y fuera de que hemos venido hablando) como comunidad-mundo en guerra. Es decir, en la casa vivirían miles de personas que piensan de un modo determinado, casi como una inmensa comuna hippie y la ciudad donde se combate sería parte del mundo de los «otros», incluido Vietnam. Justamente, el fragmento reproducido permite avalar esta posible interpretación. Se habla de la guerra que arrecia, con claras referencias a Vietnam, para contraponerle que «en casa pasaban cosas similares: se asesinó a un presidente; se amarró a tres jóvenes de un árbol y se les mató a cadenazos; el Ku Klux Klan devolvió tres ojos y un poco de sesos a los familiares que reclamaban» (p. 84). La casa de este fragmento es, obviamente, una buena parte de los Estados Unidos.

[40] Homenaje a Fernando Alegría (op. cit., p. 40).


 

 



 

 

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«AMERIKKKA», DE FERNANDO ALEGRÍA
[Los refugios de la identidad perseguida]
Por Fernando Aínsa
Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, Nos. 277-278, julio-agosto de 1973