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Recordando a Fernando Alegría

Por Luis Merino Reyes
Publicado en Punto Final (Santiago, Chile) N° 531, 25 de octubre de 2002




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Vimos por primera vez a Fernando Alegría en casa del poeta y ensayista Aldo Torres Púa, seudónimo del escritor Adiel Castillo Venegas. Alegría estaba recién llegado de California y le acompañaba su esposa. una silenciosa dama salvadoreña. Aquella noche también compartían la cena de Aldo Torres, su mujer Teba Bronstein, cuya timidez era evidente; y John M. Fein, norteamericano, profesor asociado de lenguas románicas de la Universidad de Duke, hombre discreto de apariencia tímida, dispuesto a estudiar nuestra literatura a la usanza científica, o sea, por pequeñas zonas, bien exploradas. Pero no nos equivoquemos con los extranjeros que pasan un breve tiempo entre nosotros. De vuelta en Nueva York, John M. Fein, declaró:

"La declinación habida en la venta de libros en Chile, indica que la inflación puede ser tan desastrosa para el mundo literario como para el mercado (de víveres). Cuando el precio de una novela se triplica, como ocurrió recientemente en Santiago, y el asalariado promedio tiene dificultades para equilibrar su presupuesto, no es sorprendente que la literatura sea considerada un lujo marginal y que la industria del libro sienta los agudos efectos de la economía casera. En vista de esta situación, no se publican tantos libros como antes y los autores deben esperar por lo menos dos años, debido a la acumulación de obras. El efecto neto ha sido una notable disminución de la creación novelística. La novela en Chile se encuentra en estado de congelación".

John M. Fein no sabía probablemente que Fernando Alegría ya había entregado los originales de su "Caballo de copas" a una editorial y que este libro, por sus críticas entusiastas y rápida venta, iba a eclipsar toda la obra de este fecundo y laborioso autor. Nosotros tuvimos al frente a un hombre moreno, cauto, que hablaba en voz baja, que nos decía cosas agradables y callaba, para una imaginaria conversación que no hemos tenido nunca.

El escritor nacional que viene del extranjero es asediado por sus colegas nativos. Cada escritor iberoamericano distanciado de los grandes centros del mundo, de las esquinas de la humanidad actual, por la inmensidad de una selva o de un océano; por una mole lítica hasta hace poco tiempo inaccesible, como es el caso de nosotros los chilenos, siente al visitante como efectivo correo, como el destinatario de un misterioso mensaje, oculto dentro de quebradiza botella. Fernando Alegría era entrevistado por diarios y revistas, y los comentaristas más fríos y distantes del panegírico, los poetas puros más ocultos en su caparazón, prodigaban sustantivos elogios al viajero y divulgado crítico literario, nacido en 1918.

A nosotros nos impulsaba hacia Fernando Alegría, más bien un sentimiento de gratitud, Sin conocernos, nunca nos había olvidado en sus recuentos de la prosa americana, y en cierta oportunidad, hace ya tanto tiempo que ni siquiera podemos acordarnos, al ser condenado uno de nuestros libros de cuentos, salió con su firma, en un suplemento dominguero; a estampar afirmaciones y distingos, propios más de un polemista que de un maestro. Hombre fino, estudioso, autor de trabajos orientados por la prosa y la poesía chilena, también con su biografía novelada de Luis Emilio Recabarren y del toqui Lautaro; de algunos poemas y de cuentos de excéntrica factura, no había logrado Alegría perfilarse, quedar asociado, adjunto a un libro. Eso tan sólo vino a sucederle con la publicación de su "Caballo de copas", aventura de unos chilenos andariegos en San Francisco, California.

Nosotros visitamos, hace muchos años, el escenario de esa novela o, al menos, la periferia del picaresco relato; llegamos en ómnibus desde el este de Estados Unidos, después de haber recorrido más o menos cuatro mil millas. Nos recibió un San Francisco frío y solo. Era día domingo. Nos refugiamos en un café del extremo sur de la ciudad; vimos unas bandejas prodigiosas y unos hombres y mujeres, al parecer, derrotados, que bebían echando a sus vasos continuas dosis de azúcar, mientras en la pantalla del televisor, se proyectaba una película de vaqueros, ilustrada con música resonante.

San Francisco de California es una ciudad jalonada de nombres españoles, pero de contorno inglés victoriano. Basta mirar esas viejecitas que suben a los tranvías, desde los barrios residenciales, con sus esclavinas de finas pieles y sus sombreros floreados. "Hace algún tiempo —escribe Alegría, en la página 13 de su "Caballo de copas"— cuando esta historia debe comenzar, trabajaba "yo" en calidad de lavador de platos en un restaurante de San Francisco. No se me pregunte cómo había llegado a tan precaria situación. El empleo de lavador de platos me servía para "ganarme" la comida y además, unos pocos dólares. En aquellos días me preparaba "yo" para misiones superiores, misiones que a la sazón, no lograban definirse con claridad. Lavar platos me daba tiempo para pensar y permitía a la imaginación vuelos increíbles; me enseñaba hábitos de paciencia y comprensión estoicos, y me servía, de un modo algo sutil, para castigar los prejuicios de falsa dignidad caballeresca con que había llegado de Chile".

"Lave usted durante cuatro horas seguidas la salsa con que empapan el puré los restaurantes baratos de acá y si al cabo de ese tiempo no se le revuelve el estómago a la vista de la pasta café y verde, es usted un héroe o un mártir. Un ser excepcional. A mí el puré de papas me pone los pelos de punta; la salsa me confunde el espíritu y podría dar aullidos si me acercaran una cucharada de esa poción infernal a los labios".

El oficio ruin, a juicio del latino, aceptable "para castigar los prejuicios de falsa dignidad caballeresca con que había llegado de Chile", no lo es tanto para el norteamericano, que cambia con frecuencia de faena porque se hastía en el mismo lugar o porque se lanza en pos de otra quimera, de otra dura roca donde exprimir los irrenunciables dólares. En Los Angeles y en Hollywood conocimos esforzados chilenos que vivían como obreros, sabiéndose destinados a misiones superiores y que estudiaban inglés en sus horas libres, seguros de adquirir bienes en su tierra, de viajar por Europa en el futuro, cuando el esfuerzo y la vida restringida permitiera capitalizar. Los héroes de Alegría están en un plano más libre, de radiante vida picaresca, sólo anhelan vivir a cada momento mejor, y no puede negarse que logran su finalidad. El chileno del barrio de Las Palmas, de Santiago de Chile, que es Fernando Alegría, el chiquillo criado en la vecindad del viejo hipódromo de la capital, da curso a la fábula prodigiosa y muestra el agudo contraste entre dos seres de opuesto origen, el hispano y el sajón, en su lucha por adaptarse; uno frío y otro emocional y apasionado; uno cuidadoso de su intimidad, el otro pródigo en sus expansiones, atrayéndose y reprochándose por sus cualidades y defectos.

De nuevo volvimos a encontrarnos con Fernando Alegría, en la casa que Juan Marín tenía en Santiago. El jefe del Departamento de Asuntos Culturales de la OEA, había llegado a Chile en uso de sus vacaciones y nos invitó a los dos a la misma hora, las cinco de la tarde, a su casa. Milena, la esposa y constante compañera de Juan Marín, nos hizo sentir a ambos que estábamos más gordos, y Fernando Alegría, despojado de su chaqueta, afrontaba nuestro ardiente estío sin refugio a la vez que exhibía una deportiva camisa norteamericana. En seguida, nos dio algunas explicaciones acerca de su adiposidad, agregando el efecto nocivo que ya le producían los continuos festejos nacionales.

El chileno de California acababa de publicar en México su copioso ensayo sobre los novelistas de Hispanoamérica. Como Juan Marín le insistiera en que revisáramos al momento el índice, dio algunas explicaciones relativas a la limitación de una empresa cultural de ese carácter y a que siendo él mismo un escritor chileno, no podía abundar ni explayarse en exceso con los novelistas de su patria. Juan Marín sonreía, un poco más allá de todo este asunto, y cuando nos íbamos, nos pidió que anotáramos un recado en una carta que ya tenía escrita para el brasileño Armando Correia Pacheco, funcionario en las tareas culturales de la OEA. Salimos con Alegría a la caldeada acera. Ya venía de la azul mole cordillerana esa brisa algo fría que mejora todo en Santiago. A Fernando y a mí nos urgía, en ese instante, no retrasarnos en nuestras citas culturales.

Esta crónica se interrumpe con una penosa noticia que nos da el poeta y gran amigo nuestro, David Valjalo, residente en esos años, en Estados Unidos: Fernando Alegría se encuentra hoy gravemente enfermo en California, la tierra que eligió para cursar su vida. No estamos seguros de que se imponga de estos fraternales recuerdos, venidos en estos días, a tantos años de distancia, hasta nuestra anciana memoria.

 



 

 

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