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MANUEL

Por Fernando Alegría
Publicado en
Literatura chilena en el exilio, no. 3, jul. (verano 1977)


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Manuel fue picapedrero en la cordillera, pintor de casas y andarín, hace muchos años. Estas fueron sus universidades, allí aprendió ciertas cosas que no olvidó jamás y que le sirvieron en la dura adaptación a los modos de la burguesía chilena y a la sociedad de escritores píamente consagrados. Puede decirse que pasó de un mundo a otro sin asperezas, con dignidad natural: un día fue trabajador y, al siguiente, consueta de una compañía de cómicos de la legua, corrector de pruebas, empleado oficinista, profesor. Otro día enviudó, escribió un ramo de rosas como sonetos para esa mujer oscura que le dio hijos morenos, grandes, inteligentes; se prendó después de dama con permanente, boquita pintada, bufete periodístico, y la perdió porque quiso, prefiriendo casarse con señora estrictamente reservada y antigua cosecha. Manuel entró de refilón a un clan muy poderoso. Pero nunca tuvo poder. Este artesano gigante, de pesadas manos lampiñas, parco y denso, orgulloso y desconfiado, movióse a vivir en una casita del barrio alto santiaguino y presidió durante años una salita recatada y un comedor improvisado donde llegaba aristocracia y clase media, intelectuales y artistas, la crema del ingenio con hambre, los astros de la pobreza. Clan venido a menos con elegancia, gracia y soberbia.

Pero, vamos por parte. El punto de partida es una tarde de verano en Santiago. Las calles del suburbio decente están vacías. No hay niños ni perros, ni vagabundos, ni siquiera pacos o sirvientas de mano. Un gran calor vibrando sobre el asfalto y los árboles inmóviles. La casita donde muere Manuel es lo que llaman un bungalow, sin pretensiones, como palomar marginado entre otros más costosos y, a la vez, menos visibles, donde sabemos que en esos días se esconde la abundancia en alacenas secretas y se celebran asordinadas juntas de vecinos golpistas. Mientras espero en la sala se me dice que Manuel está grave, muy grave, que durará a lo sumo unos días más, que, por favor, no me quede mucho con él. Subo una escalera estrechísima pensando cómo irán a bajar a Manuel cuando se muera. Entro al dormitorio y allí está de espaldas en una cama que es demasiado corta para él. ¿Recuerdan esos ojos minúsculos y brillantes y risueños debajo de las viejas, espesas cejas blancas? Sin conmoción, los ojos han pasado a ser dos focos redondos, oscuros, fijos en ninguna parte. La lengua seca y los labios abultados se mueven como cosas de plástico rosado. No me voy a morir de esto, me dice mostrando su vientre abultado; como me han sacado gran parte del estómago tendré que aprender a comer de nuevo. Bien dicho. Nada que agregársele a eso.

Pero no podrá aprender porque no le han sacado nada; está lleno de una muerte incómoda e impaciente.

Pienso convalecer aquí y después partir. Adonde irás. A la Argentina porque me están editando una novela. Pero más me gustaría ir a Bulgaria. No sé por qué no podrían nombrarme cónsul. A otros los han nombrado.

En verdad, con esta asombrosa imagen Manuel plantea el conflicto fundamental que ha marcado a los escritores del pueblo frente a la crisis chilena de 1970-1973. En circunstancias de muerte contamos con la seguridad de seguir viviendo de acuerdo a las únicas reglas del juego que conocimos. Aprenderíamos que esto no iba a ser posible, pero nos demoramos. Manuel murió de un feroz cáncer al estómago. Otros murieron fusilados, torturados o en el exilio. La asombrosa inocencia que demostramos al pedir vida cuando la soga nos iba llegando al cuello, ha sido cosa de locos o de niños, de sujetos dispuestos a apoyar y defender en la realidad novelas que nunca leímos como las leyó el pueblo.

¿Qué es Manuel en sus novelas? Digo ¿qué ser verdadero es, o mejor dicho, con qué realidad cuenta? Fue el novelista chileno más leído del siglo XX. Contribuyó como pocos a incrementar la fortuna de sus editores, a la vez que crecía su propia pobreza. Pasados los sesenta años de edad, Manuel vendía cortes de género para viajar a Oregón y a Seattle, a México y Buenos Aires, dictaba clases a alumnos que no le creían —¿cómo le iban a creer?— escribía libros de viaje y manuales de literatura para redondear un presupuesto que nunca se pudo redondear porque estaba hecho de aristas que se llamaban deudas.

Lo leían y, como novelista, Manuel siempre fue una voz lenta, una respiración amplia, una compañía de hombres y mujeres pobres que van por el mundo recogiendo lo que bota la ola, creando una comunidad en la miseria decente, un amor de camaradas en comisarías apestosas, calabozos mojados, suelo de tierra, avanzando siempre, del puerto a la playa, de los muelles a alta mar, con amor firme, sin gran pasión, pero con ternura proleta, hombres y mujeres libres en una sola, modesta inconmensurable prisión. Manuel es el gran novelista del anarquismo chileno. Leyó a los barbudos rusos de fin de siglo y frecuentó a los zapateros tolstoyanos del barrio San Cristóbal. Al fin, se quedó con los pacifistas, le dijo que no a la violencia con su mentón firme y su andar de Firpo. En este plano la gente le creía, así como no le creían a otros anarquistas que entraban a la Academia de la Lengua.

El desequilibrio a que hice mención no es grave en apariencia, pero bien mirado es patético y llegó a ser fatal. Se vive una buena vida burguesa, decimos observando el velero blanco que pasa frente a nosotros por el lago. Ese brindis se guarda para la revolución chilena. El lago se llama Llanquihue o se llamará Tahoe. Manuel ha llegado a mi casa en un Volkswagen muy pequeño para él y su mujer, una joven demasiado larga. Sentados en el porch, bebiendo vino blanco del valle de Napa, miramos el agua azul.

De esto no voy a morir, repito pensativo mientras el velerito se va de lado y roza apenas el agua levemente encrespada. No, porque no tenemos clara conciencia de lo que está por suceder y todo eso que viene anunciándolo. Miro a Manuel y comprendo algunas cosas. Por su ropa, no por sus manos morenas que le cuelgan, pudiera pensarse que es un hacendado ricachón, hombre que maneja casas desde atrás o desde lejos. Pero la cara dice otra cosa porque fue hecha a golpes de cincel sobre madera vieja y agujereada; las arrugas se las hizo el viento cordillerano. La palidez ocasional es de preso. Aunque nunca lo vi enojado, tampoco puedo decir que lo vi totalmente contento.

Una noche, bailando en casa de mi hermano, se cayó. Mi hermano vivía en Ñuñoa, a pocas cuadras del Estadio Nacional. La casa, unida por atrás con la de mi otro hermano, terminaba en un patio enladrillado bajo un generoso parrón. Allí, entre sol y sombra, habíamos pasado la tarde tomando un vino color de obispo, tieso y suave al mismo tiempo, cabezón y alado, que buscaba las empanadas para dorarlas en sus plumas y la albahaca de la redonda cazuela de ave para alumbrar las pausas aromándolas, sentándolas, moderándolas hacia la siesta. ¡Goool! Gritaban los acróbatas del estadio y el cielo de la cordillera crujía como carpa de circo viejo. Después vino el baile, mientras el vino seguía pero ahora espesándose porque le iban entrando extrañas garúas que nos buscaban la cabeza, los ojos, la lengua, las manos, las piernas. Manuel se cayó al dar un paso de rock muy ancho. Se cayó entero, con sus metros y sus años y ahí se quedó en el suelo. Su mujer trató de levantarlo. Se recogieron algunas cosas que habían caído con él y se aclaró así el lugar del bosque donde yacía Manuel, tronco enmarañado en suspensores y servilletas. La mujer le dirigía arrumacos poco convincentes. Manuel roncaba con la cabeza debajo de un sofá. Varios se ofrecieron a levantarlo. Nadie pudo. Entonces mi hermano pidió que se apartaran todos y procedió a organizar la operación de rescate con sistema garantido por la experiencia. Con la cabeza y las rodillas apoyadas en el suelo se le alzó la grupa y luego el vientre. Impulsado desde el más allá, Manuel se incorporó prácticamente solo y nos miró extrañado. Así se habrá sentido Lázaro cuando se le dijo levántate y anda.

Al pasar de un mundo al otro, vino lo inesperado. Me agarró entre sus enormes brazos e, inmovilizándome, me dijo: ¿Eres o no eres mi amigo? Así, como Cristo, y me miraba desde allá, donde él estaba y yo no estaba, y no supe qué responderle. No entendía su pregunta. ¿Qué quería decir amigo en esos momentos? ¿Su mujer? ¿La literatura? ¿El tremendo fracaso que seríamos juntos en unos años más?

Si me hubiese preguntado ¿Me quieres? la contestación era fácil. Pero en su posición, recién salido de la tumba ya descrita, no se pregunta eso. No tiene sentido. ¿Estás o no estás conmigo? Sí tiene sentido. Porque Manuel era bastante Don Segundo Sombra para sus cosas. Pensaba en viejas lealtades y veleidades olvidadas, en viejos estandartes y en cuchillos que se apoderan de los hombres como en algunos cuentos de Borges. Y yo no podía hacer otra cosa que mirarlo y buscar el equilibrio en sus orillas. Me habré sentido muy leve entre sus brazos o muy muerto, porque me dejó ir sin tener respuesta a su pregunta.

Ahora comprendo su asombro, mi desconcierto, su retirada, mi silencio.

Éramos gente del pueblo, vinimos a bregar sin mucho futuro. Manuel empezó temprano a caminar por la huella, pasó con dignidad por mucha pobreza y tomó los oficios que le daba el camino como estaciones de un viaje de forzadas jornadas. Manuel no podía esperar sino lo que ofrece el jornal: la casita en barrio popular, el billete de cajero en el Hipódromo, de articulista anónimo o prensista, las enfermedades familiares, cargando al hombro su pequeño amor de tango, un soneto de Alejandro Flores, varios niños. La tristeza de nuestros suburbios dulces como el vino, amargos como fríos de agosto sin plata. En algún atardecer, muy cansado y nostálgico (¿nostálgico de qué, si nunca tuvimos nada?) nostálgico de los blancos caminos de Los Andes, los retenes y estaciones del trasandino, la mocita de Río Blanco, el rociado conventillo de La Paloma, Manuel se puso a escribir y le fueron saliendo cuentos de factura delicada y firme, de tonos suaves, medio cantados, llenos de algo extraño que no se sabía bien si era poesía o emoción o mensaje social. En verdad, era su pura vida que Manuel narraba como algo sin gran importancia pero de por sí curioso, un poco memorable. Los que leyeron sus cuentos dijeron éste sí, éste tiene algo que decir y lo dice por instinto. Alone, un viejo solterón y bastante zorro, probó un cuento y exclamó: éste sí. Neruda lo probó y repitió: éste sí que sí. Mariano Latorre dijo Gorki, Bret Harte, Jack London. Y la cacha de la espada. Se consagró inmediatamente. En otras partes del mundo Manuel habría sido rico y famoso. En Chile no ganó nunca nada. Es decir, ganó algunos premios que le sirvieron para comprar una cama, algunas sillas. Porque el escritor nuestro no tiene más futuro que un chofer de micro. Tal vez tiene menos.

En consecuencia, Manuel, el novelista, es un asalariado y su literatura, que no llegó a ser producto de consumo, es apenas algo real, un hecho crítico que no alcanza a llenar su función del todo porque no se le permite comunicar nada. ¿Quién nos lee? Pregunta Manuel mirándose en la cara blanqueada del gerente editorial. Pues se agotan las ediciones y los alumnos de la Escuela de Carabineros, del Pedagógico, de los liceos públicos y particulares, rinden sus exámenes y responden sabias preguntas sobre el animismo en la narrativa chilena y citan Hijo de ladrón y Mejor que el Vino. Lo cual no impide que Manuel labore de sol a sol, compre su ropa a plazos Y deba varios meses de arriendo. ¿Arte? ¿Misión? ¿Compromiso? Pregunta pestañeando y estirando los labios gruesos. Más bien, sueldos atrasados, estampillas del Seguro Social, letras bancarias. Las gentes insisten en verle un halo que no le pertenece: simple humo de cigarro barato que pone amarillo el bigote y amarillos algunos dedos y amarillos los dientes. Le hacen entrevistas y le preguntan sobre el mundo. Manuel responde despacio: soy un empleado, dice, que sí, naturalmente, tiene conciencia de lo que hace y no hace, y escribe al respecto. El panadero no especula sobre el pan porque eso es harina de otro costal; especular para él es equivalente a mercado negro, a patrón y agiotista. Tengo un oficio que me permite abrirme el vientre y los costados y así puedo referirme a la humanidad cuando mis personajes hablan de justicia y honradez. Espero que me compren mi pan, quiero decir, por lo que este pan dice y pueda inspirar en mis semejantes el deseo de ser justos, lo cual, en verdad, es un acto de amor y de sacrificio.

No sé por qué un hombre así, tan alto y canoso, bondadoso, moreno y claro, dejó botada a su vieja y se fue con mujer joven. Tal vez exista una razón simple: que, pensándolo bien, no podía ser su vieja. Pero tal razón no me convence. Cierto, ella venía de clase alta y era, en consecuencia, chilena de buenos modales, más dura que blanda. Distante. No exactamente encantaduuuuuura. A Manuel lo quería, pues Manuel era hombre apuesto e íntegro. Puro pueblo. Viejo roble. Alma delicada y tierna. Viejo choro.

Recibían en su casita de madera y servían breves pisco-sours, sólidos mariscos, elevados souflés, vinos encabritados. Hablando de su sirviente, la señora decía “la compañerita” para indicar que en esa casa se habían vencido los prejuicios y derogado la lucha de clases. Resultaba obvio, sin embargo, que entre la señora y la compañerita se alzaba una pared más alta que el Aconcagua. Entre la compañerita y Manuel, en cambio, no existían visibles diferencias, hombre y mujer se entendían sin hablar y en su justa medida. Ella era la sirviente y él, comedido, respetuoso y digno, era el patrón que, no obstante, nunca la mandaba, sino que parecía recordarle algunos deberes. Podrían también haber sido marido y mujer —nunca lo fueron—-, porque comprendían que no los separaba nada, excepto, la señora y los chiquillos de la compañerita. En otras circunstancias, en otro tiempo —edad, sueldo y estado civil considerados—, Manuel y la compañerita podrían haber formado pareja real, es decir popular y pobre. Ahora no.

La mesa era redonda, o sea, no había cabecera. Las sillas, el sofá, algunas camas y veladores, parecían no ser de nadie, como comprados de noche en subasta acelerada, o como prestados por amigos cariñosos pero distraídos. Quizás en alguna parte de la casita había un cuarto de lecturas o costuras, un recinto privado, frío y silencioso, donde la señora ocultaba su propio yo como tapado negro en un ropero.

No se veía. Se suponía que existiese, pero sin gran seguridad. Las flores de tu jardín, pensaba Manuel, hace tiempo se secaron, ahora crecen hacia los vecinos, se desmayan en mi ventana ahogadas por el yuyo y la cicuta. De repente, cuando Manuel no lo esperaba, el jazmín echaba sus hélices, los azahares su frescura y, sobre la reja, se iba de bruces la flor de la pluma, sin orden pero morada, frondosa, ligera de guías. Era el verano caluroso de Santiago con sus calles blancas, inmóviles a media tarde, y toda esa gente con brazos y piernas al aire, ese sudor de fruta y esos sombreros de pita, pañuelos de colores, alrededor de un dorado pastel de choclo, y el San Cristóbal terroso y más amarillo que verde, las cebollas, los tomates y las campanas de La Viñita al atardecer.

Entonces vino la mujer joven. Llegaba a almorzar y se quedaba a dormir la siesta. Venía de tierras parecidas a las chilenas, parecidas en colores y olores, en árboles, ríos y lagos, hasta en cielos y líos sentimentales, pero distintas, esencialmente duras e interesadas, simplonas, puritanamente viciosas, tierras de una frontera inalcanzable, por tanto, eterna, donde oregones y californios se miden en astucia y corpulencia para caer juntos en alguna cama o en algún desierto que esconden las vergüenzas, o en fosas cavadas a la carrera con palas y picotas de stainless-steel. Dormía la siesta con Manuel. La señora, por su cuenta, no dormía con nadie. Por la ventana entraba la brisa, movíanse los visillos con olorcito a menta mojada y a sudor. Manuel le hacía un hueco y entraba la mujer joven a ese costado largo, denso, oscuro, y se acomodaba murmurando o silbando. Pasaba la señora en puntillas y les juntaba la puerta.

Un día Manuel se arrancó con la mujer joven en tren, como solían hacer los donjuanes de provincia y, también como en provincia, los hermanos de ella salieron en su busca armados de escopetas. Pero no querían encontrarlos. La mujer joven se veía bien con su Manuel. Ella no hacía falta en su casa. No sé si sobraba, pero ahora encontraba su destino. Era alta y esbelta, rosada y de boca alegremente grande y piernas desordenadas. Caminaba junto a Manuel como gigantesco cervatillo, saltona y grácil, enamorada quizás de alguna ciudad que veía en Manuel, alguna estación de ferrocarril, o de un padre amoroso acostado junto a ella como un río en la noche.

La señora, en cambio, no se fue a ninguna parte ni dijo nada, casi nada. Dejó, como siempre, la ventana abierta, se puso más blanca, más arrugada, se vistió más de negro, hizo ciertos comentarios hirientes. Le cambió de nombre a Manuel. Le puso un apellido inferior a Rojas y se refirió a él como a un antiguo arrendatario, viejo inquilino que, tarde o temprano, volvería a pedir pensión, perdón.

Aparecieron en auto pequeño, iban rumbo a México. Ella se sentaba en sus piernas y jugaba ahí demasiado peligrosamente. Manuel trataba de amansarla con su recato. Ella lo tomaba de la mano y lo arrastraba a correr por playas sin sol, a la orilla de un mar de espuma sucia y helada, como de cerveza, mar grueso y violento, haciendo bulla a la vera de fritangas, pozos petroleros y desagües.

No se les veía futuro. Sin embargo, lo tenían. Quiero decir, lo tuvieron y lo perdieron. ¿Qué escondía Manuel en esas horas largas que pasaba detrás de los barrotes de su modesta ventana? Los niños del barrio jugaban colgándose de una vieja paulonia y Manuel los espantaba. Quería concentrarse, trabajar en silencio, sin moscas que le zumbaran, pero la mujer joven, a la expectativa a sus espaldas, le exigía cosas exageradas, esfuerzos agotadores, posturas agravantes.

Manuel pensaba que una gran herida atormentaba a los hombres rotos de su país, herida antigua que ya no sangraba ni cicatrizaba, estado de conciencia, vacío, o dolor diario, angustia realmente que nos llenaba de interrogaciones y nos cansaba mientras en la ciudad morían poco a poco todos los automóviles, los crepúsculos se hacían más largos y los incendios se transformaban en humo y cenizas flotantes. Un día llegó la mujer joven y se sentó en el sofá cruzando sus larguísimas piernas. Le preparé una taza de té. Empezó a oscurecerse el parque y las ventanas de mis vecinos se abrieron para dejar salir el calor y entrar el poco de aire que movían los eucaliptus. Pensé que la luz nos haría mal y seguimos en la penumbra, ella hablando y yo callado. Se agitaba, le salían frases quejosas, asombradas, turbias, a pesar del empeño de verdad que acentuaba con los ojos. ¿Entendía Manuel a esta mujer? hoy pienso que no del todo, aunque entonces ella se refería a él como a un padrecito pleno de bondad y pureza, de sacrificio y perdón. Esta mujer venía de inteligencias que los chilenos no comprendemos: traía planes ¡planes para la vida! el nacimiento y la muerte, los traía a un medio como el nuestro siempre abierto al salto mortal. Su cancioncilla salpicada de mensajes ingeniosos no me convencía, detrás de las palabras creía adivinar yo el arreglo o acomodo malicioso de la clase media que la formó y le dio su cara además de las piernas envolventes. Pero sufría, eso era cierto, sufría con desgarro de niña voluntariosa y dominante a quien, de súbito, no le permiten que se saque los calzones. ¿Qué quería? ¿Lanzarse por la ventana? ¿Con quién? ¿Para qué? Sufría profundamente. Todo se iba desarmando. La corte de nativos se negaba a reconocerla y no la respetaba y la insultaba injustamente porque la mujer joven nos entendía y nos olía sin error, y a nosotros nos dolía y preferíamos lastimarla. Se le fueron rápidamente los consortes de su país y de nuestra clase alta porque la identificaron con crueldad entre los náufragos del turismo pasional.

Sin embargo, no era éste su pesar, la desgarradura se abría en zona más íntima y corporal. Se consumía en una soledad impuesta por hipócritas. Querían que pagara las consecuencias de su amor por hombre viejo, que sufriera, se desorientara y desesperara para entregarla después, mansita, a los perros de bragueta brava y siempre lista, confiados vendedores de autos, casas, trigos y parientes. Empezaba a ser un fruto del país y se resistía. ¿Cómo perdonarla? Porque al quejarse y recriminar no decía, en ese tiempo, la verdad. Mentía como en los tangos. Pero su tango no era criollo, sino acrobático tocado por la orquesta de Xavier Cugat.

Manuel contó una vez la triste historia de un carpintero que, laborando y laborando día a día, rendido de cansancio, regresaba a casa de noche, se acostaba a dormir a pierna suelta para despertar de repente fulminado porque su mujer desnuda se le sentaba en la cara. No sé dónde habrá escuchado este cuento. Sonaba verídico pues Manuel, vestido de terno azul, con camisa blanca y corbata a rayas, siempre me parecía un carpintero cansado, noblemente rendido y en sus mejores ropas para el día de fiesta que no comenzaba nunca. Esta mujer joven quería algo que sólo el fondo de la tierra podía darle. Manuel lo comprendió y le dijo: Anda, búscalo y si lo encuentras, no vaciles. Se lo dijo con voz suave y convencida, tranquilo, así como hablaban los santones de Tolstoy o los anarquistas olvidados y tristes de la avenida Santos Dumont, hombres gastados pero recios, a quienes el viento les borra la cara pero no les entra ni les toca allí donde la vida no encontró sentido y la muerte empieza a darse por derrotada.

¡Cuánto habrá sufrido Manuel! Con su elegancia natural de obrero no habló jamás de estas cosas; las puso en su lugar y siguió moviéndose un poco más lento y pesado, escribiendo con su letra larga y extendida, mirando por la ventana, entre los barrotes, solo, estudiando a esos niños extraños que golpeaban obstinadamente al árbol del patio botándole hojas y flores, rasguñándolo, clavándolo, para dejar torpemente grabadas sus iniciales, sus flechas y corazones.

La mujer joven frecuentaba calles de negocios y oficinas en que se manejan transacciones de peso y se escriben cifras raras. Se congestiona el tráfico en el centro de Santiago, no se mueven ya ni autos ni buses en Moneda ni Huérfanos, ni Bandera ni Ahumada, el río de gente se atropella y tropieza en cajones, tarros y baratijas de vendedores ambulantes. Estos santiaguinos hechos de humo negro, teñidos de hollín, observan con curiosidad a la mujer que sobresale por su blanca altura y que avanza a pesar de ellos movida por su propia inconciencia de las trampas armadas a su alrededor. De esta bulla de motores viejos, apartando la bruma mañanera sale esa mujer y se encierra a planificar su futuro en un edificio de mármol falso, entre hilos de teléfono y máquinas de sumar que huelen a gato. Manuel ha quedado muy lejos. Aquí se avalúa una vida. Se ignoran las que crecen y se desenvuelven pero no concluyen en el mundo llamado de papel donde Manuel preside silenciosamente.

Nadie tiene derecho a juzgar a nadie. Ni siquiera espacio para opinar. Al atardecer, después del sordo aperitivo en la oscuridad del salón de citas, felpudo y granate, del Carrera, cuando los autos empiezan a moverse con rapidez y la Costanera se llena de luces como relámpagos amarillos y se va asentando el casimir y sopla como pez nocturno el lamé, acomodando su finura en la mesa discreta del Bric a Brac, y suenan los corchos y roncan los viejos mozos conservadores y se destapa una repentina olla de ostras, el hombre delgado, moreno, crespo y alto, saca la cigarrera, crea una nube dorada, dice algunos números, habla de quintales y motores más comisiones, y dibuja sin elegancia pero con precisión y fuerza los términos del naufragio en que se ahogará Manuel.

Se necesita una vida entera para poder decir “anda, no sé si tienes la razón, pero si tú quieres, no vaciles, hazlo” cuando la mujer joven se prepara a saltar desde muy alto a la cama del hombre desconocido, y primero se limpia, se olorosa, se unta con la humedad de sábanas rituales y, cerrando los ojos, se olvida de Manuel por algunos años. Entonces —mientras se da completamente la escena y el escenario de la novela que Manuel no escribió nunca—, hablamos calmadamente de eso que no entendimos y pasó a nuestro lado tocándonos apenas indirectamente, eso que, en el fondo, fue nuestra experiencia de escritores en un país que se llamó Chile y en un mundo que será Tercero en términos sociales, pero que no tuvo número ni orden para nosotros.

Manuel, como se sabe, no participó nunca en las mesas brillantes donde los técnicos de la literatura armaban las piezas del juego formulista de la nueva novela latinoamericana. Se le vio en los encuentros de Concepción y Viña del Mar de pie con los brazos cruzados escuchando atentamente a escritores muy lúcidos que, poniendo piedra sobre piedra, levantaban su propia pirámide, y donde los viejos criollos del novecientos dejaban para la posteridad sus casas de tres patios, sus parcelas, minas y cementerios. Manuel no tenía nada que decir. Lo había dicho todo en el ciclo de Aniceto Hevia. Así como Huidobro se expresaba en imágenes que eran como relucientes trapecios en el cielo altísimo de Cartagena, y así como Neruda hablaba en endecasílabos disciplinadamente dentro del Partido, Manuel pintaba paredes y casas y en ellas ponía sus gentes —amantes, vagabundos, proletas, policías, malhechores, filósofos sin escuela, personas heridas pero no quebradas—, sin preguntarse por qué estaban allí ni como debían estar, ni saber con seguridad su íntima razón para pintarlos.

Los chilenos lo leían. Rotos y caballeros, civiles y uniformados. Lo reconocían desde lejos, pero no lo conocían.

Vivió diciéndonos por dónde fallábamos, sin jamás indicar camino alguno de salvación. No sabía predicar. En cambio, sus novelas y sus cuentos cantan. Nadie decía que Manuel era un escritor comprometido. Lo era y a fondo. Pero su compromiso se reconocía tan sólo al conocerlo a él, y como pocos llegaban a conocerlo no se decía, entonces, que fuera comprometido. Para Manuel, como para Neruda, escribir era vivir. Sus libros están llenos de huelgas, de cárceles, desfiles, miseria e injusticia. Nadie dice que ellos sean revolucionarios. ¿Por qué? ¿No nos mueven a la revolución? ¿A la protesta? No. Nos conmueven. Son la revolución, o, mejor dicho, lo eran cuando Manuel los escribía. No podía dejar “la pluma” como dicen los maestros, para tomar el fusil. Esta imagen vino después, mucho después, en los días de Guevara en cuyos homenajes participó Manuel. Durante la campaña de Allende en 1964 subimos con Manuel junto a Neruda a un tabladillo que se levantó en una caleta cerca de Talcahuano. Llegaron miles de botes pescadores con banderas rojas flameando. Manuel dijo algo que no recuerdo. La verdad es que no estaba ahí para hablar. Se ponía el mismo en el tablado como ponía a sus figuras en las paredes de sus novelas. Ese era su lugar y nadie podía moverlo. Comimos un saco de almejas que abríamos con los pequeños corvos de los pescadores. Neruda dijo que Manuel venía cambiado, combativo, políticamente justo. Pensó que nuestras conversaciones en el lago habían sido buenas. Después habló de la calle Maruri y les explicó a los compañeros la época de los crepúsculos y me pidió que diera detalles de mis días ahí como estudiante. ¿Por qué era revolucionario Manuel? Porque era pueblo, pobre y asalariado y tenía clara conciencia de serlo. Si quería un bien para él, lo quería asimismo para toda la clase trabajadora. No hacía distinciones sutiles. Parco y profundo como era sabía que su suerte se componía de pocas, muy pocas posesiones, las indispensables para llamarle vida y no perderla ni hipotecarla ni contrabandearla. Esa única vida que le tocó al lado de camaradas secos, sufridos, igual que él, orgullosos de su fuerza y de su paciencia, tanto como de su rebeldía apagada a veces o tal vez solamente postergada.

Así es que Manuel vino a morir en 1973 como Allende, de quien estuvo muy cerca, aunque pocos se dieron cuenta.

La mujer joven, mientras tanto, desapareció tal cual vino, volando con sus alas de plástico por cielos pavimentados en noches de pascua; desapareció con su hijo en los brazos: un pasado que nadie entiende, oficio abierto a las teorías del mundo que se echó candado y, botando la llave al océano, se declaró al margen de la historia, identificado tan solo por números suizos, alguna mesada que de la puerta del horno va a descansar a la orilla del pan, y alguna tristeza también, pero vaga y cada vez más lejana, pues la paz crece con el hijo en esos inviernos mojados y llenos de helechos frondosos, tan parecidos a Concepción y tan distintos, sin embargo, a Manuel, porque, en verdad, hablamos de otras tierras y otras gentes que ni nos comprenden ni nos estiman aunque a veces nos recuerdan.

Tomando ese vinito blanco que mencioné antes y mirando cómo las velas rojas y blancas desaparecían entre los olmos y los pinos del lago, Manuel me escuchó con atención y, al despedirnos, nos dimos la mano prometiendo reunirnos bajo las banderas de Chile, pues pensamos con razón que esta vez sí era la decisiva y que los dados rodaban ya y no iban a detenerse y la revolución chilena esperaba nuestro aporte, sin saber nosotros con claridad en qué iba a consistir.

Los días que vinieron nos arrastraron rápido, corriente abajo. Aprendí muchas cosas y, durante un tiempo, supe explicarlas con fuerza y convencimiento. En cambio, hoy pienso que se olvidaron de Manuel. Todos saben lo que nuestro país era entonces. Una inmensa red en la que entramos sin gran dificultad como salmones al amanecer. Manuel pudo ser comisario del mundo, inspector general del país, director de imprentas o simplemente cónsul. Nadie lo nombró de nada. Ni lo llamaron ni le preguntaron. El guardó silencio como siempre. La noche de las elecciones hubo una gigantesca celebración en las calles y en las plazas. Se desbordó el pueblo y corrió cantando y batiendo grandes banderas. Yo quedé a varios kilómetros del balcón en que hablaba Allende. No veía sino luces de antorchas. A Manuel no lo ví más. ¿Dónde estaba en esos momentos? Probablemente sentado en el patio de su casa con un vaso de vino tinto en la mano oyendo cómo las voces de la noche se iban calmando y la primavera empezaba de nuevo su trabajo en los árboles y en el campo.

Nunca pudimos ya continuar la conversación iniciada en el lago. Nunca pudimos decirnos dónde nos habíamos perdido y nunca dolernos de la desgracia del compañero que en sus últimos días sufrió la soledad que ni Manuel, con toda su vocación y experiencia, llegó a conocer en carne propia. Todos estábamos callados. A Allende le dio pensión y, como toda persona que conoce esta enfermedad sabe, se fue cayendo de espaldas, más canoso, más pensativo y sabio. El mundo se detiene y quiere hacerle preguntas. Allende sabía tanto en esos momentos que prefirió no responder. Pasó la tarde del domingo 9 de septiembre un poco solo, escuchando. Al verlo decaído lo invitaron a quedarse a la fiesta de una de sus hijas. Pidió que le trajeran a Ángel Parra y se lo trajeron y el Ángel cantó como ángel ronco, vinoso, encigarrado, con voz anochecida del campo y amanecida en todas las parás. Y a Allende le gustó eso. Y se alegró y se sonrió. Al día siguiente se levantó temprano y al subsiguiente más temprano aún. Y entonces se agarró a tiros con los traidores que vinieron a matarlo.

Otras cosas pasaron, muchos conocidos desaparecieron. No los veremos más. Días antes le dije a Manuel ¿no crees que vinimos al último acto pudiendo quizás llegar al primero? Pero no se lo dije. Estuve callado oyéndolo y observándolo. Acostado, puso las manos detrás de la nuca y, a veces, miró por la ventana y a veces me miró así un poco de perfil. Nada grave, nada demasiado serio. Tranquilo no más. Echándose para adelante.

La tardecita de verano duraba quizás más que de costumbre. Ni los perros ladraban. Los niños se habían ido. De la mujer joven no quedaba ni la sombra en la caverna. Creo que Manuel no supo lo del niño. No sé, no estoy seguro. De esto no me voy a morir, me dijo enseñando el vientre que parecía mapa-mundi. Efectivamente, no se murió de eso sino de otras cosas.

Hoy es fácil decir que Manuel era un escritor realista y un luchador con conciencia de clase.

Está bien, no lo voy a discutir. Estoy de acuerdo. Trabajó como un buen obrero, sin doblarse ni amilanarse, cumplió sus jornadas con entereza. Presintió —porque no lo dijo—, que ser un buen escritor era ser un buen obrero. Por eso no tuvo que condescender para hacerse escuchar. Sucedió que le pagaron mal. Así les pagaban a los trabajadores entonces. Pero lo leyeron y, al final, Manuel vino a saber que las condiciones de trabajo iban a cambiar. No supo cuándo cambiarían. Tampoco supo que en su tierra no cambiaron. Y que cambiarán.



 

 

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MANUEL
Por Fernando Alegría
Publicado en Literatura chilena en el exilio, N° 3, julio de 1977