Proyecto Patrimonio - 2020 | index | Violeta Parra |
Fernando Alegría | Autores |











Violeta por todas partes
Violeta Parra: veinte años de ausencia

Por Fernando Alegría
Publicado en revista Araucaria de Chile, N°38, 1987


.. .. .. .. ..

Pocos en este siglo han encarnado tan profundamente la tierra y el pueblo de Chile como Violeta Parra. Nacida en la pobreza de una humilde aldea campesina, ella revolucionó la música popular chilena y contribuyó medularmente a definir el estilo de la nueva canción latinoamericana.

Violeta Parra llevó su arte a Europa, cantó durante varios años en boites del Barrio Latino de París. Impuso sus tapices y obras de artesanía en el Museo de Artes Decorativas, compuso una canción, —Gracias a la vida—, que le ha dado la vuelta al mundo, y desapareció como había llegado, dramáticamente, sin darse tiempo para comprobar la medida de su triunfo.

Violeta era una mujer pequeña de pelo castaño oscuro, boca ancha y pómulos prominentes, con ojos grandes, afiebrados. Mezcla de dinamita y poesía, Violeta desconcertaba a los buenos burgueses chilenos. Se vestía pintorescamente. Las faldas le llegaban hasta el suelo y en el escenario las movía para mostrar unas toscas medias azules. Demandaba silencio absoluto cuando cantaba y, mientras más refinado su público, más dureza demostraba ella tratando de imponerse.

Protestaba con pasión y nunca tuvo miedo de acusar a los dictadores por sus feroces injusticias. ¡Que nadie fuera a tocarle a un pariente! Sintiéndose herida en carne propia, respondía fieramente. Cuando uno de sus hermanos cayó preso por apoyar una huelga, Violeta escribió una canción, llamada «La carta», que sacó chispas.

La voz de Violeta era aguda y metálica, molestaba al principio, pero quienes pacientemente la escuchaban terminaban aficionándose a ella descubriendo un lirismo desusado y una belleza dura, quemante, en su monotonía de tonos indios y campesinos.

Se la consideraba un producto típico del sur chileno, pero a menudo se la comparaba a personas de otras tierras y edades. Esto pasa con los chilenos en general. Se dice, a veces, que son sobrios y parsimoniosos como los vascos, o emprendedores y dinámicos como los yanquis, o hábiles y tenaces como los ingleses, o dados a la fantasía, a la música y a las peleas como los irlandeses. Sin necesidad de compararlos a nadie —y Violeta lo probaría en su aventurera vida—, podría decirse que muestran un porfiado sentido de supervivencia, viviendo en una larga faja de abismos, entre los Andes nevados y el océano Pacifico (de pacífico no tiene nada). La naturaleza los trata con violencia, destruyéndoles periódicamente sus ciudades con terremotos, inundaciones y sequías. Quieren a su tierra de modo extraño: parece que la compadecieran al mismo tiempo que la reverencian. Son celosamente patrióticos y hacen gala de machismo, los hombres tanto como las mujeres. Se celebran en sus propias contradicciones pues aunque hacen planes para este mundo y el otro, los olvidan con facilidad y se entregan a una vida de amenas improvisaciones. A los viajeros que poco les conocen les dan una impresión de sabiduría innata y gracia natural, de gentes escépticas y, al mismo tiempo, fatalistas. La verdad es que se comportan con mucho de mentalidad insular, lejanos y olvidados como están allá hacia el fin del mundo —Chile limita hacia el sur con la Antártica—, y se dan fuerza y esperanza creando mitos nacionales que sus poetas exaltan líricamente.

De tal condición venía Violeta, hija de un maestro de escuela, músico de afición, y de una mujer de clase media, costurera por obligación. Su madre contaba que Violeta nació con dos dientes... y que el médico, al comprobarlo, anunció grandes cosas para la niña. Pablo Neruda, vecino de los Parra en Chillan, en una de sus hermosas odas, dedicada a Violeta, pronosticó:

Parra eres
y en vino triste te convertirás

La familia Parra vivía, como se dice en Chile, «a palos con l'aguila». No alcanzaba el sueldo del profesor para alimentar tanta boca —se trataba de nueve hermanos y hermanas— y las costuras de la madre apenas bastaban para vestir a la familia. Durante la dictadura del general Carlos Ibáñez (1927-31), el maestro Parra perdió su puesto y, con filosofía muy criolla, decidió que había trabajado suficiente en la vida y que llegaba el momento de retirarse. Se dedicó entonces a tocar la guitarra y a beberse los años diluidos en vino. Murió tuberculoso poco tiempo después.

Sin desanimarse, la madre y sus Parritas lucharon porfiadamente contra el ambiente aplastante de la provincia. Mientras ella persiste en sus labores de costura, los pequeños Parra, precoces cantores y guitarristas, salen a tentar suerte por los caminos del sur de Chile. Actúan en los trenes y estaciones de ferrocarril, en plazas y mercados, en los tenebrosos boliches de pueblo chico donde la música y el baile suelen ser el preludio de duelos mortales en la madrugada. Violeta, Hilda, Lautaro, Roberto, van como gitanos con su instrumento en la mano y su canasto, ganando unos centavos aquí y alimentos mas allá, juguetones como gorriones, contentos con su suerte. La madre los ve partir y tampoco se desespera.

Mi padre —recuerda Violeta—, era el mejor folklorista de la región y lo invitaban a todas las fiestas. Mi madre cantaba las hermosas canciones campesinas mientras trabajaba en la máquina de coser. Aunque mi padre no quería que sus hijos cantaran —cuando salía de la casa escondía la guitarra bajo llave—, yo descubrí que era en el cajón de la máquina de mi madre donde la guardaba y se la robé. Tenía siete años. Me había fijado como hacía las posturas y aunque la guitarra era demasiado grande para mí y tenía que apoyarla en el suelo, comencé a cantar las canciones que le escuchaba a los grandes[1].

¿Escuelas, estudios? Nada de eso. Violeta y sus hermanos aprenden en la calle, en las quintas, trillas y vendimias, dondequiera que los ritos del campo se celebren con ritmos de cuecas y tonadas. En esos años Violeta repasa una tradición de cantores populares que viene desde la época colonial cuando los más avezados de esos artistas ambulantes se reunían a payar en contrapuntos de preguntas y respuestas. Guitarras primitivas, sones monótonos, voces recias que hablan de la historia sagrada, de catástrofes y sucesos sensacionales, de pasiones y de crímenes, acompañan el paso de los campesinos que van de fundo en fundo haciendo las faenas de la estación. Por ahí caminan los Parra también, aprendiendo el oficio del juglar.

Cuando las ramadas se han cerrado y el campo espera bajo la escarcha y el lodo, y los hornos de adobe no humean ya al amanecer, la familia campesina sale a rondar tierras y a aventurarse, pero no como los obreros del norte, más experimentados en conflictos sociales, sino con timidez.

Los Parra cambian de oficio, aunque no de arte, y entran a formar parte de otra caravana de pobres ilusionados que se mueven en carretas con banderines de colores, trajes de luces, espejos mágicos y trapecios. Son payasos baratos, famélicos contorsionistas, caballitos enanos, perros amaestrados y bailarinas anémicas: es el circo de la provincia que avanza con la carpa agujereada a cuestas. Llegan al pueblecillo, recorren la única calle metiendo bulla con su banda de cornetas, tambores y bombos. Prometen maravilla y en la noche dan su función ante un público de inocentes que pagan no con dinero, pues no lo tienen, sino con gallinas. frutas, vino...

El circo ambulante se movía al tranco lento de los bueyes por los barriales en el invierno y por las rutas polvorientas en el verano. Los artistas a duras penas conseguían la protección de los patrones y las autoridades, pero se ganaban la confianza de los inquilinos. En esos circos no se protestaba, ni se hacían discursos; eran pedazos del pueblo, parte de fundos, ni más ni menos que la media luna de los rodeos o que el merado dominguero, o la feria de los días de fiesta.

Nicanor Pana, el único hermano destinado a educarse en la capital, rescata a Violeta de este vagabundeo triste, se transforma en su ángel protector. La pone bajo su ala, la orienta cautelosamente, se preocupa de sus estudios, y poco a poco, la lleva hacia el ámbito sofisticado de sus amigos escritores y artistas.

En 1935, Nicanor instala a los Parra en una casita de los suburbios de Santiago y él parte a hacerse cargo de un puesto de profesor de matemáticas en el Liceo de Chillan. Una vez más Violeta e Hilda salen a cantar en tabernas y fondas de los barrios bajos pero, ahora, el público que les paga, pide boleros, tangos y cumbias.

El barrio Estación de Santiago es bravo. Allí confluyen las corrientes nómadas que vienen del sur del país y se convierten en víctimas de los tiburones del bajo fondo del hampa santiaguina. No se quedarán mucho tiempo flotando en esas aguas procelosas las hermanas Parra. Violeta conoce ahí a un joven maquinista de trenes, se enamora, y en 1937, se casa con él.

Ella tenía diecinueve años y yo dieciocho —cuenta su marido—, ella cantaba con la Hilda y el Lalo en negocios de Matucana, al llegar a Mapocho. Yo trabajaba al frente en la maestranza de ferrocarriles, donde era maquinista. Me acuerdo que estábamos pololeando todavía cuando un día la llamó su hermana mayor que se había casado con un caballero que tenía un circo. Siempre le pedía a los hermanos que fueran a trabajar allá, así que ese día se me fue a Curacaví. Fuí en bicicleta a verla. Un domingo, partí como a las tres de la tarde y llegué a las ocho de la noche al circo. Al día siguiente, dispuesto a regresarme dijo Violeta: ¡No, pues, yo me voy contigo, llévame en la bicicleta! Y me la traje. Subimos la cuesta de ocho kilómetros a pie. Llegamos a Santiago como a las seis de la tarde. Nos casamos y empezó esa vida así...

El marido habla de Violeta como de una joven voluntariosa y arrebatada. Se le va del rancho todas las noches para actuar en una compañía de comedias españolas. El maquinista se impacienta. Quisiera organizar su vida y Violeta lo escucha bostezando. Al poco tiempo, parten caminos. El desaparece en las maestranzas de Santiago y Valparaíso. Violeta se cansa del vagabundeo inútil por los escenarios del barrio, siente que debe dar un vuelco a su vida.

A los treinta años de edad, guitarra en mano, cargando una grabadora y una bolsa de viaje, Violeta se lanza en un obsesionado peregrinaje por las montañas, las llanuras, las islas, los puertos de Chile. Va a recoger la letra y la música del único arte que siendo viejo se renueva día a día, el folklore que falsifican los cantantes comerciales y que boicotean las estaciones de radio y las compañías de discos.

«Cuándo me iba a imaginar —dice Violeta— que al salir a recopilar mi primera canción un día del año 1953, iba a aprender que Chile es el mejor libro de folklore que se haya escrito. Al llegar a la Comuna de Barrancas me pareció abrir este libro».

Violeta entra a un terreno oculto y rico que pocos, poquísimos, han recorrido. Procede a revelar un tesoro de tradición musical y poética que, por una parte, se entronca con el viejo romancero español, y, por otra, con los misteriosos ritmos de los pueblos andinos. Violeta colecciona canciones, leyendas y refranes. Reincorpora a la música criolla instrumentos casi desconocidos para la gente de la ciudad, como el charango, el guitarrón, la quena, y aprende a tocarlos. Poco a poco va formando una rica colección que deslumbrará a los investigadores profesionales.

Un buen día una estación radial de gran prestigio en Santiago se interesa en el trabajo de Violeta y le crea un programa especial. Es un éxito inesperado. El público de la Radio Chilena, exigente y culto, recibió los cantos folklóricos de Violeta en la misma vena que aceptaba la música primitiva y exótica de otros continentes. No se identificaba con ella: la escuchaba consciente de participar en un experimento que abría, de pronto, un mundo de magia donde antes no viera sino rutina, blando acompañamiento de faenas campesinas tradicionales. Violeta respondió con entusiasmo al interés de los oyentes. Comenzó a revivir en el escenario invisible de los estudios de radio. los contrapuntos de improvisación, las ceremonias de los velorios, los cantos «a lo divino», glosas populares de la historia sagrada, y los cantos «a lo humano», relatos de acontecimientos contemporáneos.

Las estaciones de radio a través de Chile empezaron a repetir los programas dominicales de Violeta. En los patios de las casas patronales de los fundos, se reunían los inquilinos a escuchar esa voz áspera en que reconocían una entonación familiar y un fondo ancestral insistente. Pero también la escuchaban los devotos de la música clásica y del jazz, siempre fieles a Radio Chilena. Violeta iba formando un público que representaba los dos extremos de una sociedad: la veneraban los trabajadores y la patrocinaba el clan super-sofisticado de Radio Chilena. A unos les despertaba consciencia de sus propios valores y la voluntad de afirmarlos en el medio hostil del comercialismo radial. A otros los picaba la curiosidad mostrándoles aspectos de un tesoro cultural insospechado, unido en sus esencias a las formas más avanzadas del arte contemporáneo.

En 1957, la Universidad de Concepción invitó a Violeta como artista en residencia, y de la noche a la mañana, se encontró en medio de las actividades de un magno encuentro de escritores y hombres de ciencia. Una noche, en el verano claro y fresco de Concepción, ante miles de estudiantes y trabajadores de las industrias vecinas, de novelistas, poetas, y de científicos, Violeta ofreció un memorable recital.

En la universidad no había escenario. Violeta apareció vestida con su ropa de siempre, tal vez mejor peinada que de costumbre porque llevaba el pelo en un moño, y hablando en tono de conversación, con su acento cantado del sur de Chile, se puso a narrar sus experiencias de recopiladora de folklore. Habló de viejos y viejas que pasaron largas jornadas con ella rememorando los ritos del campo. Explicó la terminología técnica de los cantores populares, mostró los diversos instrumentos que había puesto en el suelo. Pulsó la guitarra y cantó.

Más tarde, pasada la media noche, Violeta, rodeada de amigos, se va a su casita de troncos, cerca del Bío-Bío, a seguir la fiesta, porque eso ha sido el recital para ella: una gran fiesta. En un cuarto que le sirve de todo —es comedor y sala, cocina y dormitorio—, alumbra un braserito y sobre él, como un móvil suspendido en el fuego, la tetera que irá de mano en mano llenando el mate y soltando la fragancia dulzona de la yerba verde y dorada. Violeta seguirá cantando, incansable, muy despierta, con los ojos más brillantes, la voz insistente y golpeada. Cantará hasta que las velas no ardan.

Al amanecer, con los celajes bajo los árboles y el vuelo rasante de los patos sobre el río, Violeta dirá su verdadero mensaje, una canción suya que habla de otras cosas. Es ahora la tierna enamorada penando a media voz porque no siempre la escuchan y quisiera hacer feliz a su amante, pero no le alcanzan ni el tiempo ni la voz ni la guitarra.

Ya no me clava la estrella
ya no me amarga la luna,
la vida es una fortuna
vistosa, próspera, bella.

Dice y se contradice en seguida, porque a cada recodo del camino la desgracia sale a su encuentro y la desarma. Su enemigo es un ángel del bien que se transforma en símbolo del mal, un engañador continuo contra el cual nada pueden las razones.

El río que yo más quiero
no se quiere detener
por el ruido de sus aguas
no escucha que tengo sed.

El cielo que yo más quiero
se ha comenzado a nublar
mis ojos de nada sirven
los mata la oscuridad.

Todo cambia en el amor, dice la copla, para mal del enamorado, falso es el mundo que inventa si en la realidad que nos deja no cabe más que el olvido. Para Violeta la muerte «es un animal», y un animal también, de extraños ademanes, el amante que la traiciona.

No hay transición entre esa edad de inocencia que describen las primeras canciones de Violeta y los años de la violencia, de ataques arteros, en la gran ciudad que la rechaza o, si la acepta, es para abrirse como una trampa.

La parte medular de sus composiciones revela un continuo duelo entre el ángel bueno y el ángel malo; encierra una recriminación dura contra una poderosa sociedad cruelmente injusta. En un lado el pueblo. En el otro: los poderosos del dinero y de la autoridad. Violeta condena las instituciones que se convierten en templos de engaño, y condena al hombre cuando endiosa la potencia de las falsas apariencias.

El catolicismo de Violeta es peculiar, pudiera parecer excéntrico pues cree en toda fuerza sobrenatural que se ajusta a los percances de una vida primitiva e irracional. Dios, ángeles, santos y demonios son activos participantes en la rutina diaria de los mortales, se mezclan con ellos, discuten y razonan, cantan y bailan, o se duelen y lloran, y se pelean. La fatalidad es una regla de la vida y pagamos por nuestras acciones no tanto a causa de nuestra maldad, como por no comprender los designios divinos.

En la década del cincuenta. Violeta logra importantes triunfos: gana el Premio Caupolicán, galardón que los críticos musicales otorgan al mejor artista del año, recibe una invitación para asistir a un festival en Polonia y acepta sin preocuparse de los problemas familiares que deja en Chile. De un segundo matrimonio le acaba de nacer una niña y la deja al cuidado del marido. Se va con su guitarra y sus bartulos prometiendo regresar en dos meses. ¡Vuelve de Europa después de dos años! A los pocos meses de su partida muere la niña. Violeta la convierte en un motivo poético de una canción enternecedora, escrita «a lo divino», es decir, dentro de la forma tradicional del «velorio del angelito». El sufrimiento personal no es parte de estos versos —eso será tema de otros poemas suyos como «En Río»—, dijérase que desaparece en la melodía liviana e inocente de la canción:

Rosita se fue a los cielos
igual que paloma blanca
en una linda potranca
le apareció el ángel bueno...

Apúrate palomita
que la Virgen del Carmelo
te ha de cuidar con desvelo...

Un segundo viaje a Europa en 1961 señala la culminación de la carrera artística de Violeta. Su vida personal entra a girar en un torbellino que ella no entiende pero al que se entrega, como siempre, sintiéndose predestinada. Los acontecimientos decisivos se aceleran, gentes extrañas entran y salen de su vida y le dejan marcas profundas.

Violeta pasa apresurada sin juzgar a nadie, arreglándose una especie de rutina que no la compromete verdaderamente. Se va río abajo, presa de una corriente que la exalta y que, sorpresivamente, acabará con ella.

En París se había presentado en la Embajada de Chile en Francia con una carta que escuetamente decía:

«Violeta Parra, folklorista chilena, le avisa al Embajador que ha llegado a París y que espera ser recibida».

Le dieron con la puerta en las narices. Se encontró sola, entonces, en un ambiente desconocido, sin hablar una palabra de francés y sin dinero. Fua a parar al Barrio Latino, donde consiguió un trabajo cantando en una pequeña boite desde las diez de la noche hasta el amanecer. Vive en la miseria, se enferma, pero aún así le sigue poniendo sueños a su vida, sueños imposibles, a veces patéticos. ¡Gasta el poco dinero que gana en un tratamiento de belleza!

Gracias a Paul Rivet, antropólogo ilustre, hombre bondadoso y querendón de los latinoamericanos, Violeta consigue grabar un disco para el Museo del Hombre. Graba, luego, dos discos para una firma comercial llamada Chants du Monde. Puede entonces, instalarse en un hotel pasable donde vive rodeada de pintores, músicos y escritores chilenos. Canta toda la noche y, a las ocho de la mañana, ya está trabajando con alambres, papeles, y tejidos, entregada a una poderosa y sorpresiva vocación que la empuja con tanta fuerza como la música.

De sus manos empiezan a salir extrañas formas y colores: árboles radiantes, dibujados en lana, que parecen fuegos de artificio cayendo a lo largo de cielos encendidos por violentos arreboles. Aparecen cabezas oscuras de mujeres indígenas suspendidas en el aire de voluminosos volcanes, pájaros desconocidos, ríos, piedras, flores de lava, danzantes grotescos. La pieza se llena de tapices, dibujos, esculturas de alambre. Poco a poco los tapices van saliendo del hotel en camino a las galerías de arte de París. Violeta, por primera vez en su vida, vende sus obras de artesanía y el dinero empieza a llegar sin que tenga que salir a buscarlo.

Un gran triunfo en su carrera fue entonces la exposición de artesanías que realizó en el Museo de Artes Decorativas.

La crítica reconoció el poder expresivo de Violeta, su misterioso fondo de inspiración andina, el aura poética de sus objetos toscos, primitivos. Un crítico, M. M. Broumagne, le elogió con elocuencia:

¿Por qué estos personajes de lana, estos animales, estas flores, estos bordados, estas novedades tiernas y violentas conmueven tan certeramente nuestra sensibilidad? Sin duda porque Violeta Parra no hace de ellos elementos decorativos nacidos de su pura imaginación, sino retratos de gentes que ella ama o no, restitución de recuerdos de Chile para glorificarlos y exorcizarlos. Se asiste al nacimiento de un mundo en que violencia sorda y ternura fecundante se corresponden. Nacimiento de una obra, pues no hace más de seis años que Violeta Parra hace tapices. Sin embargo, sus obras sobrepasan los encantos fáciles y engañosos del exotismo o del folklore barato. Obras inocentes, primitivas, pero cargadas de experiencia, ricas en técnica y trascendencia vital.

En 1960, Violeta había conocido en Chile a un musicólogo suizo muy joven, de nombre Gilbert Favre, que había llegado en búsqueda de información para sus estudios sobre el folklore de Atacama, región desértica del norte andino. Violeta le abrió literalmente las puertas de su casa, pues se enamoró de él, vivió con él, le enseñó a tocar la quena, convirtiéndolo en un extraño europeo enfundado en poncho indio, calzado con sandalias y con el pelo rubio amarrado con un cintillo.

Ahora, reaparece el suizo en Europa.

Violeta tenía la tendencia a enamorarse de hombres menores que ella —dice su segundo marido—, no se enamoraba de gente de su edad, y como tenía su magnetismo, pues aún cuando era bajita, tenía un cuerpo recto, firme, generalmente le resultaba el enamoramiento con los jóvenes.

Violeta tiene más de cuarenta años cuando conoce al suizo. Es ella la deslumbrada ahora, la que sufre, se entrega y se aparta, se arrepiente y vuelve. Ella. que parecía siempre en tren de improvisar, arreglando la vida sin prestar atención a detalles, ahora se pone a hacer planes para el futuro y, en esos planes, entra el suizo como hombre y artista.

Ángel Parra, hablando del período en que vive con su madre y Favre en Suiza dice:

Mientras estuvimos en Ginebra siempre tocaban juntos. Allá vivíamos en un callejón muy lindo que tenía una inmensa copa de mimbre al medio. Por un lado puros artesanos en fierro, por el otro pintores, poetas, escultores. Y al fondo nosotros. Gilbert era la persona que le hacía los contactos a mi mamá para sus presentaciones.

Por esos días Violeta recibió una carta de su hija Isabel contándole las penurias que ella y sus hermanos pasaban en Chile. Sin pensarlo dos veces, vendió los tapices, compró los pasajes y regresó a su tierra. Abandonó todo lo que tan magníficamente había iniciado en Francia: sus proyectos de nuevas grabaciones, recitales y muestras de su obra de artesanía. Salió con el pelo al aire, con la guitarra al hombro, olvidada de promesas y juramentos. Pero de la mano se llevó a Gilbert.

Violeta volvió a Chile en 1965 y revolucionó el ambiente. En esos años los artistas folklóricos abandonaban los escenarios teatrales para trabajar en las llamadas peñas. La más famosa de estas peñas en Santiago fue la de los Parra. Dirigida por Ángel e Isabel, consagrados ya como artistas, reunió a lo más valioso de la nueva generación de cantantes populares chilenos. La peña funcionaba en una casa típica de los viejos barrios de clase media. El vestíbulo y los salones de entrada se habían convertido en salas de exposiciones. En los demás aposentos de la casa, el público se sentaba en rústicas bancas mirando del lado hacia un tabladillo construido junto al umbral de la pieza más grande.

Desde un comienzo «La Peña de los Parra» fue el centro de un poderoso movimiento musical del cual nacía un nuevo tipo de canción, no ya estrictamente folklórica, sino más bien de protesta social y política. En «La Peña de los Parra» se dieron a conocer Víctor Jara, Rolando Alarcón, Héctor Pavez, Patricio Manns.

En 1965 Violeta decidió fundar una nueva peña bajo una carpa de circo en la Municipalidad de la Reina, comuna de Santiago. La carpa medía cuarenta metros de diámetro y el escenario estaba rodeado de mesitas, junto a las cuales se instalaron braseros para calentar el mate y los anticuchos que servía al público. El piso era de aserrín, como en los circos.

Los vecinos de La Carpa, elegantes y conservadores burgueses, le declararon la guerra a muerte a Violeta. Protestaban por la bulla, por la aglomeración de autos y los parlantes de la calle. Violeta, con el pelo revuelto, sin afeites, cocinaba, cobraba las entradas cantaba, y aún tenía tiempo para enfrentarse a sus enemigos y derrotarlos con sus mismas armas. Cuando le cortaban la luz, ella obtenía la electricidad de un cable público en la calle...

Favre se mantenía fiel a su lado: la ayudaba en la cocina, hacía las compras en el mercado, tocaba la flauta. Violeta, sin embargo, se impacientaba con él y le exigía cada vez más. «El gringo le aguantaba todo, pero...» dice Carmen Luisa, la hija menor de Violeta. Se desesperó el hombre y se rebeló. Fue en esos momentos que Violeta afrontaba duros percances en la Carpa. El entusiasmo de los primeros meses había pasado. Los turistas que venían en grupos desde los hoteles del centro gozaban, si no el canto, al menos de las místelas y de las cálidas noches de verano en La Reina, dejaron de venir cuando empezó el invierno. Para llegar a la Carpa había que atravesar grandes lodazales bajo una lluvia constante.

Daban las doce de la noche y, en esos meses de julio y agosto, con la mole nevada de la cordillera del fondo y la lluvia destilando por los eucaliptos y los pinos, Violeta daba vueltas y vueltas por la carpa, sola, desconcertada, esperando al público que no llegaría nunca. Hacia el amanecer se levantaba un viento huracanado que amenazaba llevarse la carpa volando. Empapados, con el agua corriéndoles por la cara, llenos de barro, Violeta, el suizo, los Parra chicos, corrían, afirmando y apuntalando la carpa, como náufragos en un buque de vela resistiendo la tempestad.

Un día partió el suizo. Violeta no se preocupó, pensó que volvería luego. Pasaron los días, las semanas y los meses, las canciones que Violeta cantaba en La Carpa se fueron poniendo tristes:

Entré al clavel del amor
cegada por sus colores,
me atacaron los resplandores
de tu preferida flor,
ufano de mi pasión
dejó sangrando mi herida...

Violeta oye que Gilbert se ha instalado en Bolivia y que trabaja como primer quenista de un conjunto llamado Los Jairas. Va en su busca. Vuelve con él. Pasan algunas semanas y Favre desaparece nuevamente. Los versos se tornan trágicos:

Me dice la flor del mal:
yo soy un hondo raudal
de espumas muy apacibles
y el remolino terrible
abajo empieza a girar

Por segunda vez ella va a Bolivia, pero ahora regresa sola. La Carpa es un vasto telón vacío, borrado por las lluvias. Hacia fines de 1967, Violeta pudo hacer balance de sus años de lucha en la seguridad de no haber fallado. Sus canciones se graban en diferentes sellos, dentro y fuera de Chile, le surgían discípulos por todas partes, los diarios y revistas se ocupaban de ella. Pero, ofuscada, sólo consideró sus fracasos. Víctor Jara ha dicho después:

Nosotros empezábamos a cantar, por ahí y por allá, como hijos de nadie. Decíamos una verdad no dicha en las canciones, denunciábamos la miseria y las causas de la miseria, le decíamos al campesino que la tierra debía ser de él, hablábamos, en fin, de la injusticia y la explotación. En la creación de este tipo, la presencia de Violeta Parra es como una estrella que jamás se apagará. Violeta nos marcó el camino: nosotros no hacemos mas que continuarlo y darle, claro, la vivencia del proceso actual.

Por mucho que ella penara en sus noches solitarias en La Reina, la verdad es que su actividad no había disminuido pues las canciones le salían con mayor fluidez que nunca y con un tono de reservada emoción, nuevo en ella. Acercándose a los cincuenta años de edad, Violeta se retrae en sí misma. De la desesperación convertida en madurez trágica, de una especie de paz nacida en la angustia, resulta la canción que es, sin duda, la más hermosa de Violeta Parra, «Gracias a la vida».

Una noche en 1966, cuando comenzaba la primavera en Chile, ante un pequeño grupo familiar, con el mate en la mano, Violeta me dijo con sencillez que cifraba grandes esperanzas en su nueva canción. «Es lo mejor que he hecho...», repetía. Y la cantó en el silencio de la carpa vacía, en una especie de penumbra de lámparas que oscilan en los alambres del circo. El alma de Violeta cantaba, ni a lo humano ni a lo divino, simplemente declaraba haber vencido a la muerte cercana, decía que no se iba a ninguna parte, que para siempre quedaba en ella la inocencia de unos versos campesinos, en el ritmo insistente de una guitarra hecha de toscos alambres y de la caparazón de un armadillo.

Literalmente, la canción es una despedida, porque, meses después de escribirla, un domingo por la tarde, sola en su carpa de La Reina, oyendo un disco que repetía una y otra vez, Violeta se disparó un balazo y murió instantáneamente.


• • •

El arte de Violeta Parra fue un trasunto fiel de su vida improvisada. No vaciló en el curso de una faena que se impuso a ella misma sin reflexionar gran cosa en su sentido y consecuencias. Cantó como cantan las gentes del pueblo, desde un mundo lleno de misterios y revelaciones, haciendo una ingenua ordenación de los mitos que son mezcla de la sabiduría popular en todas partes.

Para su epitafio quedan dos históricos documentos que revelan con ironía trágica el cariño que sintió el pueblo de Chile por ella y la enormidad del olvido que sus enemigos han tratado de imponer, inútilmente, sobre su nombre.

En 1972, un grupo de familias obreras en Santiago escogen el nombre que desean darle a su población.

Cuando a nosotros nos entregaron estos terrenos —dice un dirigente de la población—, se hizo una reunión para darle nombre al campamento. Esto eran puras toldas y piececitas de madera y cartón. Proponían nombres de luchadores del pueblo, algunos de guerrilleros, pero el único en que quedamos todos de acuerdo fue el de Violeta Parra, porque había que reconocerle ese mérito de ser artista del pueblo, porque las cosas que hemos sufrido ella las palpó bien y las supo interpretar en sus canciones.

En 1973, por decreto de los militares, se ordenó el cambio de nombre de la población. Así lo informó El Mercurio (2-X-73):

«Veinte poblaciones (ex-campamentos) recibieron un nuevo nombre, de acuerdo con disposiciones del Intendente Militar de la Provincia.
Las expoblaciones Luis E. Recabarren y Violeta Parra pasaron a denominarse con el nombre de Población Brigadier Luis Cruz Martínez».

¿Borrar a Violeta Parra de la historia del arte popular de Chile? Tendrían que callar su voz, porque no basta con borrarle el nombre. ¿Y cómo le van a borrar la voz si anda por todas partes y es el aire que respiran los chilenos?


___________________________________
Fernando Alegría es novelista, crítico literario y poeta. Es profesor en la Universidad de Berkeley, California. Ha publicado una veintena de libros, el más reciente de los cuales es Una especie de memoria.

[1] Bernardo Subercaseaux y Jaime Londoño. Gracias a la vida. Violeta Parra. Testimonio. (Buenos Aires: Ed. Galerna, 1976 pág 20). Las citas no identificadas en las páginas que siguen son parte de este volumen.



 

 

Proyecto Patrimonio Año 2020
A Página Principal
| A Archivo Violeta Parra | A Archivo Fernando Alegría | A Archivo de Autores |

www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Violeta por todas partes
Violeta Parra: veinte años de ausencia
Por Fernando Alegría
Publicado en revista Araucaria de Chile, N°38, 1987