El sufrimiento se hizo sentir abajo, al salir distraído por la nave central. Primero la angustia irrazonable, y siguiéndola una oleada o reflejo de parálisis general para expulsarla y no estar en parte alguna ni oír sino ruidos sin sentido. El instinto antípoda de la curiosidad ansia de ser algún otro o ciego, sordo, piedra. Es que has reconocido los acentos de un compatriota a tus espaldas, te rehaces de la náusea y seguirás articulando los pies hacia adelante, domando los redobles del corazón, fascinado ya en el martirio, cambiándolo en odio que endurece el semblante y devuelve el aplomo. No tienes la culpa, desconocido pendejo, puedes ser un hermano. Eres una garra que oprime el vientre antes de ser registrada por la razón, me despiertas fascinación, asco, odio, me cohíbes y a la vez quisiera que nos tomáramos un vinito. Me di vuelta.
El enano Fernández pisaba el duomo como si de un taller de la calle Rosal se tratara. Con pasos de pato seguro en su barro, la voz altisonante y ademanes de ambas manos, prodigaba explicaciones a dos grandotes que lo escoltaban medio paso atrás.
—Sólo para la catedral necesitaríamos un día entero. Comenta uno de los grandotes, exhalando el suspiro de aquel a quien nunca sus importantes negocios dejarán tiempo para un placer del espíritu. El otro asiente, exorcizando asimismo su aburrimiento. De cerca, su estatura es más bien mediana, pero aventajan por una cabeza al cicerone y lo han oído con atención, con ojos de autómata, con la fijeza mecánica del ignorante. Pueden permitírselo, pues irradian prosperidad y algunas veces, ante explicaciones excesivamente prolijas, han mirado a Fernández con sorna, de reojo y condescendientes, habla nomás enano todo lo que quieras, que afuera eres nuestro perro al que tiramos piltrafas a cambio de tus dibujitos.
Es claro que yo me las quisiera, esas piltrafas, para Navidades de un año bisiesto: casacas y estuches de piel, videocasettes, algún reloj de platino esmirriado como lámina de afeitar, microelectrónica variada, zapatos de lo más fino. Las veo y las toco en la suite duplex que comparten como buenos hermanos en uno de los hoteles más caros de Florencia, con una piscina redonda de azulejos verdes iluminados y montones de gruesas toallas de tonos cálidos. Mientras Fernández me pone al corriente de sus actividades, lo ayudo a abrir las cajas y cargar sus regalos en flamantes maletas de cuero. Los libros de arte fueron despachados directamente por los libreros. Viene a Italia todos los años, a tomar ideas, dice, es decir a piratear diseños, por cuenta de un empresario de la industria del cuero, quien tiene mucho gusto de verme y propone celebrar este encuentro con un almuerzo bien regado que él hace cuestión de honor en brindarme. El otro, figurín de rostro abúlico e inteligente, es su representante en México.
—No puedo quejarme. Mi oficina de Nueva York marcha a las maravillas, con clientelas seguras en Miami y en la costa oeste, hasta en Hollywood. Es que los modelos de mis artistas son muy codiciados.
—...Zapatos, carteras, indumentaria de cuero.
Fernández sonríe, bajando los ojos.
—¡Es verdad. Fernandito! ¿Qué haríamos sin ti?
—Para qué voy a negarlo: con Allende gané harta plata, pero eso no podía seguir. Cualquier día descubrían un resquicio legal de expropiación y los industriales quedábamos en la calle como los dueños de haciendas.
—Momento: a Salvador yo lo respeto y siempre lo he defendido, pero no supo rodearse. Esa ralea izquierdista que lo acompañaba fue su sepultura, pelafustanes con hambres atrasadas.
—Y los militares. ¿no llegan con hambres atrasadas?
—Mira, en eso se exagera mucho. Te puedo dar francamente un ejemplo. En otra empresa de la cual soy socio pusimos a un almirante en el consejo. Fue un cacho. No nos ha significado ninguna ventaja apreciable y ahí lo tenemos como peso muerto, sin saber cómo librarnos diplomáticamente de él. Por supuesto, no voy a negarte que aquí o allá...
—Tenía huevos, Allende. Más huevos que ninguno, lo admito y te confieso que en el fondo me pone orgulloso la aureola que tiene aquí en Europa. ¿Qué más se querrían estos políticos cagones, parlamentaristas, que llegarle al talón? Cada vez que enfrentan alguna ridícula crisis, le chupan el jugo al cadáver de Allende o al cadáver de Kennedy para mejorar su imagen.
—¿Y de qué le sirvieron sus amigos en la hora de los quiubos? Corrieron a refugiarse y lo dejaron solo.
—Hay que reconocerle que tenía tinca con las mujeres y buen gusto. Sin bravuconerías de casino de oficiales, con sirvientitas. Es claro que ahora en Chile los milicos han subido mucho, ya ves las páginas sociales de "El Mercurio". Si hasta los cadetes —de los que nuestras amigas tanto se reían— ahora están dale que suene con las hijas de la mejor sociedad.
—En Chile han aumentado las vocaciones religiosas y las militares.
—Y las religioso-militares, como ese cura huevón que se presentó ante el cardenal armado hasta con casco. Y el otro, el de la guerra santa, y el de la cruzada.
—Y no hablar del capellán castrense que hace veinte o más años se caracterizaba, en el confesionario, por chuparle la oreja a los querubines tímidos de su escuela, aprisionándolos paternalmente entre sus piernas.
—Yo no voy a defender a los militares, pero en todas partes se cuecen habas. ¿No se torturó en Francia durante la guerra de Argelia? ¿No oíste hablar de un famoso libro que se llamaba La question?
—De un comunista. por si acaso.
—No lo sabía. Bueno, entonces, ¿y en Irlanda del Norte? ¿Y el crimen de Cuenca, ah, también ahí las víctimas son comunistas?
—Sí, reconozco: ahí en el asesinato de Letelier, ahí se pasó el caballero.
—Es que Pinocho no tiene pelo de tonto.
—Los periodistas no paran en nada en su mala fe contra el gobierno. No le dejan chance alguna. ¿Por qué inflan el caso Letelier y no hablan de hechos de sangre mucho más graves, como por ejemplo lo que pasa en Zaire?
—Esas son palabras mayores. Al lado de las grandes fortunas que hay ahora en Chile, los Larraín-Cruzat con mil millones de dólares, el cholito Vial con quinientos mil, los Edwards, yo soy así de ratón.
—Esos otros industriales no supieron subirse al carro a tiempo y por eso se jodieron. ¿Cómo vas a competir con la importación extranjera? O te asocias o eres un Quijote y te embromaste.
—Yo he hecho muy buenos negocios con los militares. Guardando las distancias, se entiende.
—Si uno no tiene estómago, que no se meta en cosas de grandes. ¿Acaso yo personalmente no preferiría tener a Frei. que es amigo mío, como presidente? Con él no tendríamos de qué avergonzarnos en el extranjero, pero adentro, en casita, ¿quién me asegura que no dejará entrar de nuevo al marxismo?
—Yo no me echo tierra a los ojos. No sabemos cuánto va a durar la bonanza. Pinocho no es eterno. Cierto: ahora es chancho que da manteca; por eso hay que hacer planes a corto plazo y no hacerle asco al dinero. Y moverlo, moverlo rápido y dejarlo echar alas, que en otra no nos veremos.
—Los radicales, la Democracia Cristiana, Allende, eran la prehistoria. Hoy día un industrial de ideas modernas, que sabe elegir un socio extranjero, puede palpar el fruto de su trabajo. Con este gobierno, no me lo vas a creer, yo he conseguido reducir el costo laboral. Y mis hombres no pueden quejarse de mala paga, de que los trate mal.
—¿O no, Fernandito?
—Tenemos que bajarnos de la luna y estar al día con las realidades de nuestro tiempo. Yo también fui idealista. Ya no existen economías nacionales. Todo se ha internacionalizado, el comercio, la producción, los servicios. Si hasta los comunistas..., los rusos hace negocios con Rockefeller y la Fiat, la Coca-Cola en Polonia y en el guargüero de los chinitos, es el libre flujo de capitales, es la libertad de mercado que ha hecho grandes a estos países.
—Qué Pacto Andino ni qué perro muerto trasnochado, qué nacionalismo tan mal entendido. Si vamos a hacer un pacto, te lo adelanto confidencialmente, será con Brasil, para hacer frente común contra Estados Unidos, si sigue jodiendo con sus payasadas de derechos humanos que no respeta por casa. En cuanto a Argentina. o se pliega a nosotros, que es lo que va a hacer porque los milicos no son idiotas y todos tienen la misma idea moderna de patria y fueron cortados por la misma tijera made in USA, o la borramos del mapa.
—Yo no podría vivir sin libertad. ¿Qué es eso de que te cuenten los dólares para salir del país, como se hacía antes? Poder estar hoy en Florencia, mañana en Chicago o en Sudáfrica, es asunto mío sobre el cual no tengo que rendirle cuenta a ningún gobierno. El sueño de mis niños, una visita a Disneylandia, se los puede ofrecer a comienzos de este año, ahora tendrán toda su vida para contar esta aventura. Pobrecitos, uno al fin y al cabo lo hace todo por asegurarles un porvenir.
—Nunca está de más conocer bien a un general. Yo soy muy amigo de Leary.
—...
—Es un hombre muy culto, un sabio en historia militar. Le va a hacer gracia cuando le cuente que en círculos de exiliados se comenta que es hombre de la CIA, independiente del Pentágono y por ello Pinochet no puede tocarlo. Verdad es que le correspondería ser el segundo hombre, y a la vez no ha sido pasado a retiro...
—Ni ha estallado su helicóptero.
—¿No me dirás que se comenta.... que la muerte de Bonilla...? ¡Las cosas que se dicen! Es divertido... ¡Los servicios secretos de Sudáfrica! ¡Eso si es ir un poco lejos! ¿No podrían haber buscado a alguien más cerca?
—¿Paraguay, verbigracia?
—Touche ¡Ese fue un fiasco de antología! ¡Qué metida de pata! Pero no fue culpa del presidente, sino del general de la Dirección de Inteligencia que urdió la operación. La pagó con su puesto...
—...Si, es cierto que no con sus otros puestos en la industria privada y que los jueces, que no han dicho esta boca es mía ante la suspensión del estado de derecho, ni cagando le van a dar la extradición, pero Estados Unidos se frotó las manos al presentársele una ocasión de humillar a Chile con las cabriolas de si vuelve o no vuelve el embajador para la fiesta del 4 de julio.
—En esos días corrieron los rumores más insensatos, hasta la renuncia de Pinocho, los aviones listos, a iniciar una nueva vida como hacendado de Paraguay. ¡Esa vez si se pasó mi General Rumor!
—Es verdad que mis correligionarios (yo sigo "en sueño", como dicen los masones, en la decé) se hicieron muchas ilusiones, primero diciendo de muy buena fuente que no regresaría, después porque el embajador y su gente departieron en la recepción oficial ostentosamente más tiempo con los políticos democristianos de oposición que con la escueta representación del régimen. Esta fue atendida con ostensible desagrado, comentaban. Tarde se dieron cuenta de que Pinochet también tenía unas cartitas debajo del poncho, y que se estaba dando el lujo de ofender al no enviar una delegación de más alto rango.
—Leary me dijo: "¿cuándo les va a caer la chaucha de que en Estados Unidos quien manda no es el Departamento de Estado?". Un país como Estados Unidos usa a sus embajadores como tampones, especialmente ante gobiernos de facto, autoritarios, de mano firme. Maquillan la imagen cultivando relaciones con la oposición democrática, mientras de hecho sigue adelante la relación que verdaderamente conviene a sus intereses. Algo obvio, por cierto, además de ser regla de oro diplomática no enviar jamás a un incondicional del régimen en plaza. Muchas malas tretas se urden efectivamente a espaldas del embajador plenipotenciario e inclusive un gran mentiroso y megalómano como es el ex-representante Korry, puede estar diciendo la verdad cuando rejura que no fue informado de la operación que dio muerte al general en jefe del ejército chileno, ni le soplaron palabra de los cuatrocientos mil dólares para sobornar a parlamentarios democristianos. Sus líneas de acción suaves propuestas para derrocar el gobierno de Allende fueron prédica en el desierto de los cables cifrados, dice, Nixon y Kissinger le hicieron oídos sordos.
—El low profile—la discreción. el hacerse invisible— se practica en los países socialistas, o en la Alemania Federal, o sobre todo en tiempos de Frei o Allende: proyectos con las universidades y sindicatos, promoción popular, capacitación de líderes campesinos y obreros, almuerzos discretos en buenos restoranes con dirigentes juveniles y con los mejores alumnos, casi siempre de izquierda, de las promociones universitarias, posando de periodistas o académicos admiradores del joven Marx o del tardío Marcuse, o intelectuales transidos por la Nueva Frontera kennediana, ansiosos de hacer algo por volver su país a sus raíces democráticas y revolucionarias, convirtiendo a cientos de muchachos, sin que éstos lo sospechen, en activos agentes de la central de inteligencia norteamericana. En países como nuestro Chilito de hoy, en cambio, esos gastos y esfuerzos son redundantes: no es necesario salir a buscar adeptos; basta con publicar horarios de atención.
—Vive en una mansión de tres pisos, digna de un millonario excéntrico. Se la compró a precio de huevo a un millonario amedrentado con el triunfo de Allende, ese ex-embajador en España famoso porque gastó una fortuna para hacer coronar reina de la belleza a su hija y fue estafado, quedando la pobrecita en ridículo, se dice que lo odia hasta hoy; el mismo que con fondos reservados de gobierno pagaba a una condesa arruinada para confeccionar listas de invitados y asesorarlo a él y familia sobre usos, parentela y anécdotas de la aristocracia española, hasta que la prensa reveló el timo, que la tal condesa del Toboso no era sino una hábil impostora; el mismo, en fin, a quien vendieron como original una carta de Cristóbal Colón.
—Leary tiene sus excentricidades; soltero y sin vicios conocidos, puede permitírselas. Como sus juegos de guerra. Noche a noche se encierra con su ordenanza a reconstruir batallas, desde la campaña de las Galias hasta la operación relámpago israelita, Vietnam y las últimas guerras coloniales. Figúrate: un piso para la Antigüedad hasta la Guerra de los Treinta Años otro para las campañas en tierras de América, una mesa para la Guerra de Secesión, en otra Palestina, una sala Napoleón, otra Chile, tres pisos donde no faltan montañas, ríos, bosques, explanadas, centros industriales, ciudades, ni, por supuesto, el equipo y personal bélicos adecuados. Una tarde decide bombardear de noche Dresden o Hamburgo en la sala de efectos especiales, o demoler Varsovia, o quemar asiáticos, o luchar contra el turco o naufragar con la Armada en las costas de Inglaterra, todo eso con el fragor correspondiente de aviones, tanques y artillería, mientras el pobre Mendoza las ve negras obedeciendo las voces de mando de su general Leary, pero su pesadilla, dice en sus confidencias de cuartel, pese a que su adhesión al general es absoluta, no es el siglo de la aviación, las bombas y el napalm, que su jefe telecomanda embelesado con los dedos de sus propias manos, sin casi necesidad de tropa, ni siquiera las sesiones de calentamiento, pues le está permitido fumar un pitillo mientras generales y políticos arengan a sus hombres en idiomas de las Europas, su martirio son los juguetes de guerra mecánicos a los que debe dar cuerda uno tras otro, además de pastorear y echar a pique naves con una pértiga, preparar mares y costas, retirar las bajas, traer tropas de relevo. Más retroceden en la historia, más trabaja Mendocita, incólume sin embargo en su admiración a Leary, sin siquiera rebajarse a responder las inevitables chanzas de si le duele o no la penetración anal.
—Le llevo una catapulta en miniatura, de las usadas para sitiar y defender Siena, y a Mendocita un reloj digital como consuelo.
—Hace proezas de artista, se ha perfeccionado hasta poder dar batalla simultáneamente en varios frentes, separados éstos por espacios y tiempos enormes, a veces tiene tres o cuatro guerras en pie, descubre paralelismos de estrategia y política militares, trastrueca y confunde siglos, Julio César y Bolívar, Carlomagno y la Santa Alianza, qué sé yo, la rebelión de los Tai Ping y las tácticas guerrilleras de Sandino, Mao y Ho; mi general se pasea de uno en otro campo como campeón de ajedrez que juega varias partidas simultáneas, sube al tercer piso a corregir las maniobras de Mendocita, vuelve libro en mano a encorajinar a las tropas sitiadas por los españoles, pone más allá una casette con un discurso de Hitler, o música de campaña o toca inesperadamente a zafarrancho chileno de combate, pelándole los alambres a su desesperado ordenanza
—Abandonó la idea de instalar un circuito cerrado de televisión y ahora estudia seriamente la propuesta de una firma norteamericana, se trataría de automatizar y miniaturizar electrónicamente todo su museo, de manera de caber en una sola sala con plataformas movibles, paneles en rotación, equipo sonoro sincronizado, capacidad prácticamente ilimitada para cientos de programas en código. Una verdadera computadora son et lumiere de historia militar. Por supuesto, es un gasto escandaloso, imposible, a menos que tengas razón y se lo regala graciosamente alguna agencia, si no es ella misma la incubadora de la idea y recuperará con otra mano los gastos de la invención. Bien pensado, en todo caso se trata de un hobby nada barato, difícil de financiar con un sueldo de general, aunque éste sea hoy día considerable.
—Los gobiernos anteriores, los así llamados democráticos, le ofrecieron el oro y el moro al patipelado, hasta que el país no pudo más. Es que necesitaban el voto del pobre y al roto ya no podías comprarlos como antes; ahora no, ahora no es necesario sembrar ilusiones. Así se edificó la riqueza de las grandes naciones europeas.
—La otra debilidad de Leary es la limpieza del pene. Se dice que en los regimientos que comandó, revisaba personalmente el miembro viril de sus conscriptos. Partidario, por razones higiénicas, de la circuncisión, corría el cuerito para comprobar que no se escondiera una enfermedad infecciosa: por el olor que desprendía el órgano al quedar desnudo. Leary atribuía sonrisas, reprimendas, castigos o instrucciones paramédicas. Los pelados nunca sabían en qué momento serían llamados a control, de modo que tres o cuatro veces al día se recogían púdicamente el prepucio, a todo lo que daba, y remojaban el falo indefenso en la salmuera que el comandante hacía tener siempre a mano (es decir, a pico). Sostenía la opinión de que un ejército de penes limpios es invencible y que, por esta razón, entre las razas inferiores, los judíos se mamaban a los árabes. Didáctico con sus pupilos de la Academia de Guerra, les leía el capítulo de Thomas Mann en las Historias de José, donde un ejército da cuenta fácilmente de otro que acababa de ser circuncidado en masa, derrota merecida, decía, por hacerlo a última hora y sin convicción. Una fuerza armada no debe correr jamás el riesgo de ser sorprendida en condiciones de indefensión, o sea de suciedad. Pero si algo le repugna aún más, es el proyecto de incorporar mujeres al contingente, lo que no han hecho los pelados con sus cerdas de púas, ocurrirá a los treinta días: ¡bloquearán todos los desagües!
—Tiene orgullo de su ancestro irlandés (Cochrane debió quedarse como Presidente de Chile), pese a unos ojos de mongol que delatan al mestizo; admira a Kipling y a Edgar Rice Burroughs, pues ve en ellos la afirmación gloriosa de la supremacía del hombre blanco, su natural aristocracia y por ende una misión de servicio en favor de los pueblos inferiores. Todos sus discípulos han alojado en la memoria —guay si no— la retahíla poética que define a Un Hombre, según Rudyard Kipling. Y cuando lo aqueja una depresión nerviosa, Mendocita se estira la guerrera, bombea el pecho, con su venia, mi general, y declama con voz tronitruante:
—"¡Serás un Hombre, hijo mío!"
El industrial reprime los eructos con dificultad y decidimos coronar el almuerzo cardenalicio, la calificación toma todo su peso en Italia, con una llameante crepe suzette, a la cual el chef accede como signo de excepción, pues ya no quedan clientes durante la siesta del pomerigio. Habíamos pasado del blanco de alta marca al tinto de mascarlo, de los peces de cuaresma a las carnes con colesterol, paseándonos golosos por los fondos de alcachofa, los champiñones al ajillo, los repollitos de Bruselas, los pepinillos, las yemas de huevo con mayonesa amostazada, los diuréticos espárragos. Como los italianos, nos instruye el industrial que llegó al dinero por su propio esfuerzo, pues sus antepasados llevan varios siglos de establo, no cambian de vinos para los postres, acabamos las suaves lenguas de las crepes con un champañazo de la viuda Cliquot que nos hizo expulsar hasta la última acidez y las ansias bucales. Fernández, orgulloso de ofrecerme en forma vicaria una espléndida comida de príncipe de la iglesia, el empresario feliz de gastar en mi honor una migaja de la torta ganada a causa de tantos exilios, yo estaría dispuesto, sé que lo necesitan, me dice en un aparte cuando quedamos solos, a contribuir, claro, no es mucho, a alguna obra de ustedes, y antes de que yo parpadee saca de la nalga su cartera, pero su óbolo de trescientos dólares, no mucho más que el precio del almuerzo, me parece tan mezquino que con suavidad le digo más tarde te daré un número de cuenta donde podrás hacer tu aporte generoso.
Quizás aliviado, quizás remordido por no haber doblado la suma, o pensando que le tomaron el pelo, desprecia la grappa ofrecida por la casa para acompañar los espressos y pide el cognac con más telarañas de la bodega, para asentar lo comido. Bien cargados, lo paladeamos mascando largos cigarros habaneros, mientras la excitación de estar juntos refluye y los camareros van dejando solo al elegante maestre-sala a cargo de nosotros.
A Fernández le pregunto por sus muñecas de la calle Rosal.
—¿Qué no menstruaban? ¡Ja! ¡Me aullaban!
Nada tonto este enano. Bebe a dos manos su cognac, haciendo como que calienta la enorme copa.
—Un altro caffé, los señores?
Nos prepara una segunda ronda de café fuerte.
El empresario le pone un billete de cincuenta dólares sobre la mesa, con un amplio ademán que incluye a los ayudantes que sostuvieron nuestros platos cuando nos levantamos a elegir entremeses, y cambiaron ceniceros, cuidaron de los vinos, del pan, de la espinaca, de las raciones de platos fuertes. Y a su representante en México, con el índice imperativo golpeando la cuenta:
—Paga tú. Ricardo.
Este, obediente, pasa al señor maître su credit card.
—Son las cuatro: hora ya de hacer algo por el espíritu, ¿no? ¿Le dejamos al jefe aquí lo que queda de cognac? ¿Un último brindis por la vida?
—¡El del estribo!
Corean Fernández, Ricardo y el industrial que nos dio de comer. Nos levantarnos.
El dinero no sirve para que otro camine por uno después de comer y beber fuerte, rememorando las delicias de un lechoncito o de unas almejas al vapor, descongestionando la sangre del rostro, las urgencias del vientre, los apremios de la indumentaria que nos encorseta. Subimos al Alfa Giulietta que han alquilado por algunos días, rumbo al Miniato del Monte y la plazoleta de Miguel Angel, para pasear a pie con un poco de verde.
El dinero no sirve para imaginar que has hecho una impresión entrañable en una muchacha.
No sirve para dar otra vez la vida a tus amigos, no sirve, me despedí hasta el dia siguiente pretextando un encuentro galante, no sirve, desoyendo la invitación de trasladarme a su hotel y seguir viaje con ellos, no sirve para echar atrás la historia que el dinero echó a andar, sirve tal vez para dirigir una bala a cierto corazón, no sirve, me tendí de espaldas a lo largo de un banco rodeado de verde, no sirve, algún paseante me sonríe, no sirve, fui quedándome dormido.
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Antonio Avaria
Publicado en ARAUCARIA DE CHILE, N°16, 1981