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La memoria en vahído
Sobre Vaho. Rodrigo Morales. Editorial Alquimia. Santiago, 2009.

Por Felipe Becerra Calderón
(Reseña aparecida en Sobrelibros: http://www.sobrelibros.cl/)



Si escribir la lectura es el ámbito de un desborde del texto leído, ese resto en el que se consignan las asociaciones surgidas durante el transcurso de la misma lectura, sus interrupciones, las distracciones suscitadas por la excitación que ella misma provoca y que obliga al lector a prendarse aun más de ese texto, esa concentración que en su intensidad nos distrae, pues habría quizás no sólo que hacer un lugar a aquello que el texto nos permite asociar a su cuerpo, aquello en lo que él y las reglas de juego de su lectura se esfuerzan en contenernos, sino además a todo lo que nos hace levantar la cabeza desde un fuera de texto.

Esto, que no equivale en un cierto contexto a inscribir su decurso, no se reduce, por cierto, a situar la lectura. Más bien me refiero aquí a expandir el trabajo lúdico de esa lectura al azar, esto es, no sólo al imprevisto -de algún modo siempre esperable, pronosticable- de las asociaciones surgidas a partir del texto, sino también a todo lo que siendo ajeno a él logra, sin embargo, afectar su lectura.

Un exacto mes atrás, la noche del 14 de marzo, había recién comenzado a leer Vaho de Rodrigo Morales, cuando sobrevino el black out que dejó a oscuras al 90% de Chile. Me vi obligado, entonces, a leer este libro casi desde su inicio hasta el final a la luz de un par de velas. El apagón del 14 de marzo no sería más que una anécdota en mi lectura de Vaho si al momento de leer este libro no me hubiera dejado seducir por la luz de esas velas - o su temblor, más bien.

Iluminado por ese temblor de luz, lo que primero relució para mí en este libro fue, precisamente, el verso «[u]na luz [que] decae». Hay en él, creo, un alargado decaimiento que permea su tejido, la presencia de un paso del tiempo, la intermitente sugerencia de un traspaso o transcurso, algo muy tenue, «cosas leves» quizás, como es la paulatina invasión de moho sobre la pared o «una línea de sombra caída sobre la mesa de centro la noche anterior».

La presencia de ese transcurso, sin embargo, prescinde de un sentido que lo oriente. Tal vez, incluso, pueda pensarse que el texto mismo demanda para sí la configuración de un antes como la instancia necesaria para darse cuerpo. «Había anotado», nos susurra, «había escrito una carta que no quise quemar para salvar la palabra vacío». Vaho consigna un antes, entonces, como ese vacío en torno al cual se arrebola su escritura. Cabe agregar que, más allá de las coordenadas temporales, lo que se releva en el texto es una moción, un dirigirse hacia, sea en el tiempo o el espacio. Esto parece sugerirnos la recurrencia del buzo que se desplaza entre lo submarino y la superficie del mar, bajo el agua o a la intemperie. Son aquellos desplazamientos que la escritura deja entrever los que insinúan una profundidad, aunque finalmente ella no sea sino una apariencia de profundidad.

Tal vez esa moción que acarrea el lenguaje de Vaho nos dé aviso de la operación que éste pone en obra: recuperar la pérdida del lenguaje (como señala Sergio Rojas). Si esa carta termina vacía, si la fosa más nos incita en cuanto más vacua, no es porque un cierto objeto alguna vez haya ocupado ese puesto y ahora se halle en condición de olvidado, más bien ese sitio se ha mantenido vacante desde un principio, como una ciudad que exigiera eriales para, en otras esquinas, erigir edificios. La fosa, la carta, la playa son renuentes a cualquier intento por darles relleno. Así podemos concebir los desplazamientos del buzo: si se ha «buceado esa fosa sin preguntar», esto se debe a que el mismo buceo es ya en sí la pregunta. En otras palabras, Vaho anida un vacío al que nunca se interpela, pues no es ése un lugar en el que hallar una respuesta de sentido. Antes bien, su presencia implica un movimiento, una vibración, tal vez, que comporta esa pregunta resuelta en sí misma.  

«[L]astres que arrastramos hasta perdernos en la lengua»: al escribir alejamos, perdemos lo que escribimos, pero es en esa misma pérdida donde la lengua se arroga un cuerpo. Es decir, aquello que se nos aleja mientras más lo escribimos ingresa sin embargo al lenguaje como densidad de lenguaje. Un objeto perdido que se recupera en intensidad. «[N]ada sé de infancias»: tal parece ser la conciencia de Vaho. Lo que pone en obra es la horadación de una fosa a fin de que, en torno al vacío, la memoria no sea más que su pura forma, una memoria que en su centro no halla nada y que, por ende, carece de centro. Así se halla perdida en la lengua, su revoleo prescinde de rutas, lo que oímos son los desordenados restos, los balbuceos que restan cuando una memoria ejerce sin demandar un sentido que oriente su rumbo. Ese balbuceo es, paradójicamente, el cuerpo del vacío, la densidad de la fosa.

Una memoria vacía, nunca vaciada. Es esta, insisto, la operación que despliega Vaho: hacerse de un antes vacío para que la lengua de esa memoria revuele alterada. Ese vahído que afecta a la lengua es el cuerpo de una pregunta que sin esa fosa se cobijaría bajo las alas del sentido. En otras palabras, sin ese vacío la lengua no se vería trastornada –pues demandaría un contenido, demandaría ser contenida- y, por tanto, una pregunta resuelta en sí misma no hallaría su cuerpo en esta escritura. «[P]ego al vidrio la boca para no tener que ver mi rostro en el reflejo»: ese vaho que empaña la superficie es el cuerpo de una pregunta que no busca un sentido, un reflejo, un fondo atrás de la faz de los vidrios.

«[L]a pregunta tiene que ver con su ausencia»: Vaho es un texto que se produce como texto a partir de una pregunta por la ausencia de pregunta. Su fuerza reside, precisamente, en plantearse como resuelta en cuanto no clausurada por una respuesta de sentido. Cabría preguntarse sin embargo qué es lo que padece este discurso, a qué afecta esta pregunta, sin que por ello estemos buscando responder esa pregunta -la del libro, claro. Tal vez a lo que atenta la pregunta de Vaho sea a esa «historia de noche que congela los recuerdos», es decir, el mito que naturaliza la historia. Si lo que nos muestra su tejido es la voz de una memoria vacía es porque el discurso de Vaho esquiva y denuncia esa otra memoria, aquella que despolitiza la historia (¿nacional?, ¿del arte?, ¿literaria?) para hacer ingresar su decurso en un régimen que hace olvidar la pregunta y que se nos presenta, por ende, como un desenlace siempre obvio, inevitable y natural.

La luz de las velas, el temblor de esa luz, decoloraba la página. De la vela pasaba a «velo» y de ahí a «vaho»: sobre la página de luz decadente, una pátina opaca, un velo que difuminaba grafemas detrás del satén. También: su escarceo, luz palpitante, habría de ver en ese vaivén un deseo de Vaho: empañarse: osa la opacidad que lo cubre, desea ese denso visillo. Y en ese repliegue: preguntas. Una mortaja es la esencia del velo: «palabras se pudren», palabras que sólo parecen decir cuando ya desfallecen: hacer en la lengua un lugar a la fosa (común) de la muerte. Es más: una entramada zozobra: de trémula lumbre a memoria en vahído. Un apagón es menos y más que un corte de luz: dejar que otra luz ilumine temblando. Lector que trepida: sumido en el velo, la luz de la vela, el vaho: se asume en vahído. 


 

 

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