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Poesía de lujo
"Louis
XIV" de Paulo de Jolly
Tajamar
Editores. Santiago, 2006, 100 páginas.
Por
Felipe Cussen
Revista Universitaria N°94
«Para cantar de Luis el intrépido coraje no hay voz bastante
templada ni palabras grandiosas que puedan trazar la imagen; el silencio es la
lengua que debe cantar sus hazañas». Así expresan los pastores
del prólogo a El enfermo imaginario de Molière la insuficiencia
de las torpes palabras humanas para describir la grandeza del Rey Sol. A pesar
de esta advertencia, el poeta chileno Paulo de
Jolly ha convertido al monarca en el objetivo exclusivo de su escueta obra
poética encarnando en la mayoría de sus textos la voz misma de Louis
XIV. No contento con eso, en sus apariciones públicas, este autor se ha
proyectado como un personaje inseparable de las lujosas aspiraciones de su poesía,
citando sus gustos aristocráticos o posando en traje de jugador de polo.
Esta ambigüedad en la delimitación de los roles se convierte en una
dificultad para el lector, quien duda de la real intención de sus textos:
¿habla en serio? ¿está siendo irónico? ¿estará
chiflado?, y en esos devaneos, nuestra lectura corre el imperdonable riesgo de
no traspasar la cáscara de aquella primera impresión. Pero la confusión
ya podría borrarse con la declaración que hiciera De Jolly en 1979:
la poesía «es una construcción arquitectónica que debe
elevar al autor por encima de sí mismo». No importa, entonces, el
modo en estos versos no reflejaría los sentimientos del sujeto que los
creó, sino el modo en que responden a la máscara que está
intentando crear, y que aquí lo llevan a traspasar el límite de
la ironía para alcanzar una inocencia radical.
Esta condición
obedece a una intimidad con Louis XIV mucho más allá de los libros
de historia, dejando de ser un fantasma para empapar por completo sus poemas.
De Jolly escribe como si todos fuéramos europeos, y nos conduce con total
naturalidad. Por eso, antes que un lenguaje anticuado o rebuscado, prefiere la
transparencia, el respeto y el decoro, y el único preciosismo a nivel de
vocabulario es el que obliga la precisión. Esto no quita que su paleta
de recursos formales sea muy variada, desde las enumeraciones con las que monta
sus escenografías, el uso ocasional de aliteraciones, rimas internas, repeticiones
y juegos simples de combinatoria, hasta estrategias propias de las primeras vanguardias,
como el uso de minúsculas, la ausencia de puntuación, los versos
alargados por espacios en blanco, la presencia de neologismos y jitanjáforas.
Todo ello, sumado a una sintaxis muchas veces transpuesta, con frecuentes anacolutos,
pareciera promover la impresión de que en el traslado de los siglos el
discurso ha sufrido deterioros y desconexiones, que más que mermar su esplendor
lo enrarecen.
Esos son los escasos momentos en que el autor parecería salir de su imperturbable
ensimismamiento y permitirse un vistazo hacia el contexto histórico en
que estos textos se estaban inscribiendo, pues es evidente que no se ignora la
potencial incomprensión con que habrán cargado en una época
en que la palabra poética se veía obligada brutalmente a una condición
de lucha y denuncia. Imagino lo provocativa que habrá resultado su primera
lectura en la década de los 80, cuando la insistencia en la palabra «regio»
no sólo funcionaba como adjetivo de realeza, sino también como marca
lingüística de la clase alta que encontraba que todo estaba, precisamente,
«regio»... Pero creo que De Jolly estaba consciente de la oscuridad
dominante y la ocupa precisamente como el fondo en que sus poemas conseguirán
más brillo.
No es tanto un impulso melancólico, a fin de cuentas,
el que aquí prima, sino la fe en la eternidad del arte más allá
de la finitud del hombre. Me pregunto, sin embargo, si estamos suficientemente
dispuestos a dejarnos conmover, si aceptaremos limpiar nuestros ojos para admirar
esta belleza que ya se creía perdida, y de la que sólo podemos obtener
una nueva imagen debida a la sofisticación y al artificio. Paulo de Jolly,
por su parte, ha produndizado su impredecibilidad y excentricidad, y convierte
su libro en un canto de felicidad: «aquí está el coraje infinito
/ de luchar por la luz // indestructibles son las alegrías / de mi alma
/ aquí está / la afirmación de la vida / oh santa humanidad
/ Versailles debe quedar». Con el mismo ímpetu cantaron también
los pastores de Molière: «Lo que por Luis hagamos no se perderá
nunca. (...) Felices aquellos que pueden consagrarle su vida».