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Coloane Cordero: Premio Nacional de Literatura 1964
El último grumete de La Baquedano
Por Alone
En El Mercurio, 19 de Octubre de 1941.
Elogiar un libro diciendo que obtuvo primer premio en un concurso
de novelas infantiles equivale a declararlo muy sano, muy moral, muy
estimulante, o sea, casi a perderlo en la opinión de una considerable
mayoría. La gente, sin excluir a los menores de edad, prefiere
que la entretengan a que la moralicen y la advertencia "prohibido"
atrae más que el epíteto "recomendado". La
naturaleza humana
es así.
Cuando recibimos El último grumete de La Baquedano con
su faja donde consta el honor que le dispensó la "Sociedad
de Escritores", lo dedicamos in mente al que nos parecía
su natural destino y hasta lo llevábamos para entregarlo en
las manos correspondientes. Abrirlo resultaba, a nuestro juicio, una
especie de invasión de dominio. Y en ninguna parte son bien
recibidos los intrusos.
Pero el ocio del tranvía tienta la curiosidad.
Empezamos, distraídamente, a recorrerlo.
Se trata de un niño, un muchacho de quince años, hijo
de una lavandera y un marinero desaparecido, que tenía un hermano
errante por los mares del sur y unas ganas violentas, ancestrales,
de embarcarse en cualquier forma para recorrer el vasto océano.
Había querido entrar "por la buena" a la Escuela
de Grumetes y no había podido. Alejandro Silva no se detuvo
por eso. Otros pilluelos peritos en los tejemanejes náuticos
le facilitaron la ocasión y ahí le tenemos, en un
pañol de proa, bajo el castillo, acurrucado entre los rollos
de jarcias y cadenas... tembloroso entre las sombras..., esperando
que la corbeta zarpe.
Vamos, hay una aventura, un peligro. Y la palabra "pañol".
¿Qué significa "pañol"? Sin duda un
escondite, puesto que ahí está oculto el rapaz, a decir
verdad, nada cómodo, sino a oscuras entre "jarcias"
—otro término sugeridor— y expuesto, como se verá pronto,
a las acometidas de los ratones. Sobrevienen comienzos de mareo con
los golpes de las olas. El chico recuerda su casa y un dolor que le
sube a la garganta le hace fruncir el entrecejo... ya no aguanto
más como quien aprieta un racimo de uvas con la mano, le brotaron
gruesas lágrimas... Ea, Alejandro Silva, embrión
de aventurero, ¿tan pronto a desfallecer? ...pero sacudió
su cabeza, apretó un grueso cabo y la ola de angustia pasó
también como el mareo.
Ya estamos embarcados y no hay más que seguir.
Una prosa simple y diáfana, sentimientos elementales, vocablos
justos, precisos, técnicos, que a veces no se entienden, lo
que refuerza el prestigio, una relación objetiva que hace pasar
los hechos sin prisa ni retardo, todo a su tiempo y con naturalidad
perfecta, producen poco a poco el milagro que todos los novelistas
en la esfera que ocupen, así sea la más fantástica,
procuran o deben procurar que se realice, va efectuándose,
sólidamente en torno al último grumete de La Baquedano
que parte para su última travesía.
Creemos.
No se necesita más para que leamos.
Lo primero y acaso lo único que, en el fondo, le pedimos a
un autor de novelas es eso: que nos engañe, pero que nos engañe
bien.
La fe ante todo: lo demás viene de añadidura.
Alejandro Silva inspira confianza, respira autenticidad y certidumbre.
Todo cuanto le ocurre cae dentro de una lógica sin defecto.
Por lo menos así parece.
Alejandro Silva empezó a cabecear; el sueño era más
poderoso que el hambre y la sed; poco a poco fueron apareciendo de
nuevo en el rincón, dos, tres, cinco pares de ojos fosforescentes.
Asquerosas, rojas y peludas, estaban ahí, otra vez, las ratas,
para lanzarse en el momento oportuno sobre su victima. Con grandes
esfuerzos iba a levantarse a combatirlas de nuevo, cuando la cadena
de la puerta produjo un ruido como si hubiera sido tomada por alguien,
y la puerta fue tironeada para abrirla. El niño se escondió
tras los rollos. La puerta se abrió, un farol a petróleo
alumbró el pañol y, cuando el que lo llevaba se disponía
a retirarse, un perro policial saltó por sobre el farol y se
abalanzó ladrando hacia el lugar del escondite. Alejandro
Silva debió su salvación al perro. Gritó el marinero
de ronda:
—¿Quién está ahí?
Y él repuso, esforzando la voz:
—¡Yo: A lejandro Silva!
Hay una afirmación de personalidad reconfortante en esa réplica
concisa. "Soy yo: Alejandro Silva". ¿Quién
se atreverá a discutirle ni dejarle abandonado? Muchas veces
basta una afirmación de esa clase para zanjar los nudos de
la suerte.
El marinero comprende y lleva al niño a presencia del comandante
de la nave. También comprende el comandante. Da la noticia
por radio a Talcahuano y de allá vuelve la comprensiva contestación
de los superiores, vencidos por la autoridad del muchacho, quien desde
ese momento deja de ser un simple niño y se convierte, con
todas las de la ley, en el "último grumete de La Baquedano".
Tendrá comida, uniforme, su "coy" para dormir y trabajo
a bordo. La tripulación se componía de trescientos hombres.
Subirá a trescientos uno. A la vieja corbeta le nació
un hijo en el mar.
Pensábamos a esas alturas, seducidos y conquistados; pero aún
no bien seguros: está bien como principio. ¿Seguirá
con buen paso y viento en popa? No es nada empezar; la cosa está
en seguir... y dar el toque postrero.
Pero ya, buen síntoma, temíamos que se descompusiera.
No se descompone.
El relato continúa firme, sobrio, veraz. Y resulta admirable
advertir cómo, aun las que podrían llamarse deficiencias
en otro género o en otro tono de narración, aquí
contribuyen a reforzarla y darle méritos. No hay intentos de
psicología; no distinguimos caras ni caracteres. Van guardiamarinas
recién salidos de la Escuela. Ninguno aparece. De los trescientos
hombres, que Alejandro eleva a trescientos uno, apenas distinguimos
dos o tres fisonomías, el mínimum. ¿No quiso,
o no supo el autor retratarlos? Hacen poca falta. Y acaso, desviando
la atención hacia otro terreno, hubieran perjudicado a la impresión
fundamental, escueta y transparente, con su aire de documento sacado,
sin adorno, de la realidad.
Gracias a esta impresión dominante, conseguida por la continencia
o impuesta por la escasez, los menudos incidentes adquieren todo su
sabor. Ejemplo, el de los "tres bultos" que Alejandro Silva
divisa en su primera guardia nocturna, origen de las primeras bromas
que le hacen y del sobrenombre que le aplican. Y los incidentes trágicos,
dramáticos y heroicos no suenan a hueco efectismo preparado,
sino que en realidad sobrecogen, como la descripción, del temporal
en el sur y el sacrificio del marinero que salva al buque y perece,
arrebatado por el viento. Corremos allí una tempestad de veras,
sin literatura. Otros, que la hubieran pintado mejor —tal maestro
estilista— acaso hubieran roto con su maestría o su mayor talento
la unidad tranquila y poderosa del relato. Hay acuerdo total en los
detalles que nos transmiten la angustia de las horas de peligro y
lucha y la llegada al Puerto Refugio, donde la corbeta reposa sobre
esta sencilla frase:
En el centro de la bahía, La Baquedano descansaba como un
perro mojado o como un caballo sudado que hubiera galopado leguas
y leguas. Las velas colgaban de los mástiles, mojadas, inertes,
como brazos caídos; en la proa se secaban los foques, semejando
esos pañuelos que les ponen en la frente a los enfermos enfebrecidos.
La pobre nave, alicaída, mostraba todos los rastros...
Está bien hasta las consonancias de los adjetivos: no se cuida
uno de arreglarse la corbata ni de lustrarse los zapatos cuando se
acaba de salvar de un peligro verdadero.
La misma simplicidad eficaz de recursos cuando se pasa lista al personal
y se nombra al marinero primero Juan Bautista Cárcamo.
Un breve silencio y luego se oyó una voz fuerte, pausada
y grave: —¡Muerto en actos del servicio!
Se lee la orden del día en que consta el acto heroico, el comandante
de la nave, ante la tripulación formada, ordena un minuto de
silencio en honor al valiente hombre de mar y se oye al segundo comandante:
—¡Atención firmes! ¡Corneta, toque silencio!
El lastimero toque de silencio resonó por los ámbitos
de la bahía; la tercera nota, alta, prolongada, fue extinguiéndose...
Es toda la oración fúnebre y el servicio religioso que
acompañan la muerte de Juan Bautista Cárcamo, arrebatado
por el viento desde un mástil adonde trepó durante el
temporal.
Un hijo le había nacido a la corbeta sobre las aguas; otro
le cogieron las mismas aguas para no devolverlo. El libro de bitácora
volvía a consignar los trescientos hombres de tripulación
con que partió.
La vida a bordo sigue el mismo vaivén que en tierra.
A los momentos de emoción dolorosa siguen los de triunfo o
entretenimiento. Alejandro Silva padece de unos, gusta los otros y
consigue, al fin, el propósito que perseguía, como en
las buenas fábulas. Se trata, al fin, de un libro para niños
y a ellos no se les debe toda la verdad, sino una imagen. Un marinero
viejo cuenta la historia de un portón embrujado que él
desembrujó. Bonita historia. Los guardiamarinas salen con unos
buques balleneros a pescar ballenas y las pescan. Excelente aventura,
episodio interesante, bien traído. Por último, el chico,
ya cerca del Cabo de Hornos, y después de visitar Punta Arenas,
como de mármol bajo la nieve, descubre a su hermano perdido
en una tribu de salvajes pescadores de nutrias. Es algo así
como su cacique y le manda a su madre un tesoro de pieles, más
veinte mil pesos en dos bolsitas llenas de polvo de oro... No regresa,
porque está casado con una india, tiene tres hijos y se siente
muy bien, a pesar del frío.
Esta es la historia. La hemos contado casi entera, tal vez con perjuicio
del lector curioso; pero es que no se puede menos de contarla. Realmente,
estimula. Es sana y no es tonta; es moral y no aburre. Conmueve, a
ratos, muchísimo, con una emoción refrescante, como
si nos volviera niños un momento.
Ignoramos si el autor habrá navegado efectivamente; pero su
terminología nada deja que desear para infundir esa creencia;
usa la provisión justa de términos náuticos para
que el hombre de tierra firme se sienta en alta mar y hasta experimente
un ligero desvanecimiento.