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CON EL PRÍNCIPE DE LA CANCIÓN EN LIMA
Por Fernando Carrasco Núñez
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Para Miguel Ildefonso
Tomaba unas cervezas bien heladas con Miguel en el Bar Don Lucho del jirón Quilca. Era un sábado del mes de febrero del 2013. El verano ardía impetuoso en toda la ciudad. El calor de la tarde se metía como un lanzallamas por la puerta principal. Ciro, el mozo de guayabera blanca y peinado a la gomina al estilo Carlitos Gardel, bromeaba diciendo que habíamos llegado para el almuerzo: el viejo reloj del bar marcaba las tres de la tarde. Éramos los primeros clientes del día.
En los últimos tiempos, yo andaba malherido por asuntos familiares, por asuntos tristes del corazón. Andaba obnubilado y sustraído de muchas cosas. La frialdad de la cerveza ingresaba a mi cuerpo como un verdadero bálsamo. De cuando en cuando, Miguel se ponía de pie y marcaba unas canciones de José José en la rockola. Mi melancolía se incrementaba como la espuma de mi vaso de cerveza al escuchar las letras de “La nave del olvido”, “Lo pasado pasado” y “Vamos a darnos tiempo”.
Qué difícil es cuando las cosas no van bien.
Tú no estás feliz y eso me pasa a mí también.
Porque hemos perdido la frescura del amor,
el respeto por los dos,
discutiendo a cada instante sin razón.
Y uno bebía con vehemencia, a sorbos largos, como queriendo adormecer las penas con el licor. Al momento, puse algunos boleros de la Sonora Matancera en la rockola. Mientras Daniel Santos cantaba “Dos gardenias”, Miguel me hablaba sobre un nuevo libro que estaba escribiendo por esos días. Al rato, se volvió a levantar y marcó nuevamente en la rockola las tres únicas canciones que había de El Príncipe. Cuando retornaba a su asiento, le pregunté con la mirada y con un movimiento de cabeza a qué se debía tanto José José esa tarde. Y entonces me soltó la noticia:
—¿No sabes que el hombre está en Lima? Esta noche se presenta en el María Angola. Yo tengo mi entrada. Mira.
* * *
Además de una amistad infatigable, alimentada por correrías y viajes a distintas provincias del país, al poeta Miguel Ildefonso y a mí nos une la pasión por la literatura, la cultura popular, la agitada vida nocturna de Lima y la afición por distintos géneros musicales. Entre nuestros cantantes favoritos figura, en primera fila, José Rómulo Sosa Ortiz, conocido en el mundo entero como José José, el Príncipe de la Canción. Se trata de una verdadera devoción por el cantante mexicano. Alguna vez recuerdo haber participado, junto a Miguel y a otros escritores, en un homenaje que se le hizo a José José en un Centro Cultural de Lima con el desopilante título de “Los tristes: siete escritores despechados”. Recuerdo que, luego de leer nuestros relatos, terminamos esa noche cantando con todo el público asistente las mejores canciones de nuestro ídolo como “Almohada”, “Si me dejas ahora” y “El triste”.
Entre sus numerosos libros premiados, Miguel cuenta con un volumen de relatos titulado El Paso (Estruendomudo, 2005), donde aparece un cuento rockolero, muy bueno, titulado “El Príncipe”. Aquí, el narrador, un joven aventurero, se encuentra una noche de tragos con el mero mero, con José José, en un sórdido bar del Centro de Juárez con quien vive una aventura nocturna:
Hacia el otro extremo de la barra había un tipo de unos cincuenta años, con barba de unos días, y el cabello crespo, largo y mal peinado con gel. Se parecía a José José. ¿Y si de verdad es José José?, me dije. Era idéntico, a pesar de esa barba y la cabeza gacha, bebiendo triste en ese rincón. De rato en rato levantaba la mirada a cualquier punto donde no había nada, farfullaba algo y volvía a agachar la cabeza. Carajo, es José José, dije. Entonces se me ocurrió ir a la rockola, echar una moneda de diez pesos y poner tres canciones: “Gavilán o paloma”, “Buenos días, amor” (canción que puse más que todo por estar pensando en Claudia) y “Amor amor”. Me senté cómodamente esperando ver algún gesto o actitud que lo delatara. Acabó la primera canción y nada. La segunda, levantó la cabeza, pidió otro tequila y siguió ensimismado. Yo ya me estaba haciendo la idea de que todo había sido una equivocación. Pero vino la tercera y, pobre, supo que lo había descubierto, allí, en aquel antro miserable de la frontera (p. 16-17).
* * *
—¡Vamos! ¡A lo mejor encontramos entrada para mí! —exclamé de pronto, unas horas después, ya algo achispado por las cervezas. El bar se estaba llenando. Nos despedimos de Ciro, salimos despacio y nos dirigimos hacia la avenida Wilson. El bullicio se había apoderado de la calle. La noche ya tendía su piel oscura y sensual sobre la ciudad. Avanzamos a paso ligero observando a las personas agolpadas en los locales donde se venden libros, discos y revistas. En la esquina de Wilson con el jirón Quilca abordamos un taxi. A pesar del tráfico agobiante de la avenida Arequipa, en media hora ya estábamos en Miraflores. Arrellanado en el asiento, con los ojos cerrados, “saboreando mi dolor”, rememoraba los momentos difíciles que había vivido en los últimos días.
Cuando llegamos a la entrada del Centro de Convenciones “María Angola”, observamos una cola inmensa. Confirmamos que las entradas se habían agotado. Era previsible: esa noche, el cantante nuevaolero Jimmy Santi celebraba sus cincuenta años de vida artística, y para celebrarlo traía como invitado especial a su gran amigo, su yunta, su carnal, el mexicano José José. Estoy seguro de que muchos de los que formaban esa larguísima cola venían, sobre todo —como nosotros—, a ver de cerca al Príncipe de la Canción. Dimos un rodeo y, a los pocos minutos, por cien soles, encontramos una entrada de reventa. Estaba con suerte, me dije. Al instante, nos fuimos a formar nuestra cola. En voz baja, yo entonaba las letras de la canción “El amor acaba”, del compositor español Manuel Alejandro:
Porque se vuelven cadenas
Lo que fueron cintas blancas.
¡El amor acaba!
Porque llega a ser rutina
La caricia más divina.
¡El amor acaba!
Porque somos como ríos
Cada instante, nueva el agua.
¡El amor acaba!
* * *
Cuando ingresamos al auditorio, percibimos todo en penumbra. La gente se ubicaba en sus respectivos asientos. La mayoría sobrepasaba los cincuenta años de edad. Miguel encontró su lugar. Al instante, caí en la cuenta de que el boleto que me habían vendido correspondía a los asientos del palco superior. Permanecimos de pie aguardando a que se llenaran las butacas de abajo. Varios minutos después, el lugar de Miguel y otros dos asientos permanecían desocupados. El espectáculo estaba por comenzar. Miguel se ubicó en su sitio y yo ocupé un asiento vacío cercano al suyo. Sabía que si llegaba el dueño de la butaca tendría que desocuparla en silencio.
Comenzó el show y el dueño del asiento no apareció. El locutor estrella de radio La Inolvidable, Koki Salgado, anunciaba la presentación de Jimmy Santi, quien fue aplaudido y muy bien celebrado por su público. Buen rato después, el maestro de ceremonia anunció el plato de fondo, lo mejorcito de la noche, a la voz que desgarra el alma, pero a la vez nos llena de júbilo con su talento, “al único e inimitable artista: José José”. Luego de pasar un video donde se hacía una síntesis de su carrera musical, surgió de pronto en el escenario el Príncipe de la Canción. Vestía terno blanco y corbata michi. Imponente. Impecable. Semejante a una aparición. (Y vinieron a mi memoria esas fotografías donde se ve a García Márquez recibiendo el premio Nobel de Literatura). El público lo recibió de pie, con gritos y aplausos. Yo también me sentía sumamente emocionado. José José inició cantando el tema “Soy”:
Soy uno que vive galopando,
a todo lo que puede y algo más.
Y aunque me caí más de mil veces,
siempre me he sabido levantar.
* * *
Y al momento, todos los asistentes empezaron a llenarse de felicidad al escuchar que José José había querido venir al país para rendirle homenaje a su gran amigo Jimmy Santi, en ese día tan especial. Y la gente se entusiasmó, aún más, cuando se anunció el tema “O tú o yo”. Era grato escuchar al maestro, a pesar de su desgastada voz. Porque lo importante era estar allí, cerca de él, a unos metros del Príncipe de la Canción. Y deleitarse oyendo los ecos de una voz olímpica, escuchando las resonancias últimas de cómo cantan los ángeles en la tierra. Y al instante, el ídolo empezó a bromear con su público mientras anunciaba el tema de Rafael Pérez Botija “Me vas a echar de menos”. Y algunos empezaron a animarse a corear: “Y te pondrás muy triste / pensando en lo que hiciste. / Y no podrás fingir…”. Pero la emoción se desbordó, y el coro se hizo unánime cuando empezaron a sonar las letras de la canción que José José había anunciado como la más importante de su carrera: “Amar y querer” de Manuel Alejandro. Yo vi a más de uno llorar mientras cantaba:
El que ama no puede pensar
Todo lo da, todo lo da.
El que quiere pretende olvidar.
Y nunca llorar y nunca llorar.
El querer pronto puede acabar.
El amar no conoce final.
Es que todos sabemos querer,
Pero pocos sabemos amar.
* * *
Y a los pocos minutos, empezaron a llegarle los primeros regalos de la noche. José José agradecía rebosante de felicidad. Entraba en sintonía con su público peruano. Luego de cantar “Te quiero así”, se animó a contar una serie de chistes que todos los asistentes celebramos. Al poco rato, anunció otro de sus más grandes éxitos: la canción “Almohada”, del compositor nicaragüense Adán Torres. Se oyeron gritos de celebración. El Príncipe de la Canción interpretó ese tema especial como siempre solía hacerlo en sus presentaciones. Transmitiendo mucho sentimiento: con su voz, con sus manos, con todo su cuerpo. Y desde las primeras letras, el acompañamiento del público fue unánime: “Amor como el nuestro no hay dos en la vida / por más que se busque por más que se esconda”. La gente, entregada al artista, no dejaba de cantar en ningún instante. Hasta que llegó ese cierre fabuloso, mágico, que nos lleva a un estado de arrobamiento sin límites:
A veces regreso borracho de angustia.
Te lleno de besos y caricias mustias.
Pero estás dormida, no sientes caricias.
Te abrazo a mi pecho, me duermo contigo.
Mas luego despierto.
Tú no estás conmigo.
Solo está mi almohada.
La aclamación se desbordó y algunas personas de la primera fila aprovecharon para entregarle flores al cantante. Y de pronto alguien gritó: “¡Feliz cumpleaños!”. Y se corrió la voz por todo el auditorio de que a la medianoche El Príncipe de la Canción celebraba un año más de vida. Y nuevas voces empezaban a exclamar: “¡Feliz cumpleaños, maestro!”. Hasta que, de repente, alguien, muy audaz, empezó a cantar: “Cumpleaños feliz / te deseamos a ti…”. Y otras voces se unieron. Y el canto se hizo general. José José se sentía verdaderamente sorprendido. Bastante emocionado. Y entonces, reapareció en el escenario Jimmy Santi trayendo una torta de cumpleaños. Los amigos se fundieron en un fuerte abrazo. Y la emoción llegó a su colmo cuando se oyeron las trompetas de los mariachis que empezaban a interpretar “Las mañanitas”. Todos coreamos de pie esa canción, y José José ya no pudo reprimir más las lágrimas. Ahora, el Príncipe lloraba de felicidad.
* * *
De repente, vi que por un costado del auditorio avanzaba un grupo de personas. Eran periodistas de los diarios más importantes que se acercaban para tomar fotografías. Miguel y yo nos hicimos un gesto con la mirada y, al instante, como si fuéramos parte del grupo, avanzamos hasta la primera fila para observar de más cerca a nuestro ídolo. Era casi un sueño estar a unos metros de aquel hombre que había iluminado con su voz muchas tardes de melancolía y tantas y tantas noches de alegría y desenfreno rockoleros. Vimos de muy cerca su entusiasmo al recibir premios y condecoraciones. Y al momento, junto a Jimmy Santi, interpretó ese tema tantas veces cantado por muchos amantes de la música: “Lo pasado pasado”. Y yo, como todos los asistentes, canté a voz en cuello desde el principio:
Ya lo pasado pasado no me interesa.
Si antes sufrí y lloré,
todo quedó en el ayer.
Ya olvidé.
Ya olvidé.
Ya olvidé...
Jimmy Santi se despidió y la gente comenzó a pedir a gritos su canción preferida: “La nave del olvido”, “El triste”, “Amor, amor” y otros. Y José José sorprendió a todos cuando anunció el tema “Amnesia”. La gente no dejaba de cantar. Y al momento, el mejor baladista de todos los tiempos dijo que se despedía cantándonos “La nave del olvido”. Qué hermoso tema: “Espera / aún la nave del olvido no ha partido. / No condenemos al naufragio lo vivido. / Por nuestro ayer, por nuestro amor, yo te lo pido”. Y el público aplaudió a rabiar luego de que el Príncipe cerrara esa canción como en sus mejores tiempos. “Me moriría… si te vaaaaaaaaaaaaaaaaaaas”. Cerró como solo él sabe hacerlo: con el cuello ladeado y estirado, como un cisne, y arrojando la última sílaba al cielo, como un relámpago, para bochorno de los serafines. Con ese cierre de fantasía, José José parecía gritarnos que el que un día fue —a pesar de todo— siempre lo será. Y entonces, algunas personas se acercaron para estrecharle la mano. Él correspondía a los saludos. De pronto, una pareja de la primera fila se puso de pie e impulsados por una calcinante urgencia del corazón y de la piel salieron presurosos tomados de la mano. Con presteza, me ubiqué en uno de los asientos al lado del cantante criollo Manuel Donayre, quien me confesó ser hincha a morir de José José.
Y como no podía ser de otra manera, ese concierto se cerró con el tema “El triste” de Roberto Cantoral. Y otra vez el canto del público fue total. Emocionado hasta la médula, entoné a viva voz esa canción:
No sé si vuelva a verte después.
No sé qué de mi vida será.
Sin el lucero azul de tu ser
Que no me alumbra ya.
Y allí, conmovido, atravesado por un sentimiento muy profundo, embriagado de nostalgia al recordar a los pocos grandes amores del pasado —que alguna vez perdí a causa de mis locos errores— y amparado en la penumbra del auditorio, lloré. Después de mucho tiempo, unas lágrimas recorrieron mi rostro por amor mientras cantaba. “No saben que pensando en tu amor / he podido ayudarme a vivir...”.
Cuando José José terminó esa última canción, varias personas de las primeras filas se acercaron nuevamente para saludarlo. Le llevaban regalos, mensajes escritos y flores. El Príncipe agradecía enviando besos volados para todos. Entonces, compelido por un remolino de emociones, también me acerqué y, entre la gente, le estiré la mano. Y, de pronto, por unos segundos, sentí sus dedos suaves y tibios como una caricia interior. “Gracias por todo, maestro”, le grité, apretándole la mano. “Gracias a ti”, respondió señalándome con el dedo. Y, por un instante, a mi manera, me sentí como el coronel Aureliano Buendía en aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo, pues yo, en aquella noche de verano del 2013, aferrado a la mano de José José, descubrí el encendido fuego de la genialidad.
* * *
Terminamos con Miguel en el bar Superba conversando sobre libros, poetas extraviados y amores perdidos para siempre. Hablábamos también con pasión sobre los próximos libros que pensábamos escribir. De rato en rato, comentábamos escenas del concierto y reíamos. Afuera, la madrugada lo había devorado todo. Horas después, Miguel dormitaba. Yo permanecía en silencio, ensimismado. Desde los parlantes de ese viejo bar de Lima nos caía como un fresco rocío la voz de José José:
Y querrás olvidarme y no me olvidarás.
Y vendrás a buscarme y no me encontrarás.
Y hasta en tus ratos buenos me vas a echar de menos.
Y cada día más.
Lima, 16 de febrero de 2021