“Después que tú partiste Todo el pueblo quedó triste Porque amaban tu bondad”.
Vuelvo a mirar mi reloj. Faltan cinco minutos para que marque las siete de la mañana. Es un día frío y nublado del mes de mayo. Y allí estoy, sentado en un colectivo camino al trabajo. Voy leyendo el diario La República. En la parte superior del periódico se lee: martes 24 de mayo del 2016. A través de los cristales del auto, percibo la ciudad: ruidosa, caótica, inquietante. En la radio, suenan las noticias. De rato en rato, alguna cumbia norteña o un bolero cubano nos hacen compañía. De repente, oigo el sonido de mi celular. Es Miguel quien me dice que el escritor Maynor Freyre ha publicado en su cuenta de Facebook que, horas antes, acaba de fallecer Oswaldo Reynoso. La noticia produce un horrendo choque en mi interior que me estremece. Permanezco unos segundos en silencio. “Pero puede ser una falsa noticia. Habría que averiguar bien”, añade Miguel. Su voz refleja angustia. Le digo que tengo el número de Oswaldo y que lo llamaré en seguida. Cuelgo. Noto que mis dedos se han crispado. Con dificultad, busco entre mis contactos el número de Oswaldo Reynoso y timbro. Me responden al instante. “Aló”. Es una voz gruesa, de hombre mayor. Empiezo a serenarme. “Oswaldo”, digo, casi gritando. “No, no soy Oswaldo. Soy su cuñado”, me contestan como lamentando tener que responder con esas palabras. “Entonces, ¿es verdad lo que me acaban de comunicar?”. Ahora casi estoy balbuceando. “Sí, es verdad”. Y no pregunto más. Una gélida corriente interior ha sacudido mi cuerpo. Alcanzo a decir algo a manera de despedida y cuelgo. Y allí estoy otra vez: la mirada confundida entre brumas, la cabeza apoyada en el vidrio de la ventana del colectivo. Durante el trayecto, me envuelve un torbellino de recuerdos. Y voy llorando en silencio.
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Es el año 1993. Soy un estudiante de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle, La Cantuta. Tengo diecisiete años. Como parte de la bienvenida a los “cachimbos” han invitado al escritor Oswaldo Reynoso para ofrecernos una conferencia. El viejo auditorio está repleto. Se siente un poco de calor. De pronto, ingresa Oswaldo y es recibido con una lluvia de aplausos. Algunos profesores se han puesto de pie: salta a la vista que lo estiman, que lo admiran y lo respetan. Escucho que varios de ellos han sido sus alumnos y otros sus colegas. Alguien comenta que Oswaldo Reynoso llegó a ocupar el cargo de vicerrector en la universidad. Su presencia atrae toda mi atención: es de mediana estatura y gordo. Su expresión es la imagen de un hombre franco y sencillo. Su cabeza está coronada por una hermosa melena blanco-amarilla que luce con orgullo. Regala una sonrisa amable y hace una venia cada vez que reconoce a alguien entre el público. Esa tarde nos habló sobre la responsabilidad que implica ser profesor en un país como el nuestro. En algún momento citó al maestro Ricardo Dolorier: “Ser maestro en el Perú es una forma muy peligrosa de vivir, ser maestro en el Perú es una forma muy hermosa de morir”. Luego de su charla, muchos se acercan y lo rodean para saludarlo y tomarse una fotografía con él. Yo permanezco en mi asiento. Sus palabras aún resuenan en mi cabeza como un oráculo. Además de cada una de sus ideas, dos cosas me han gustado de su intervención que en el futuro jamás olvidaré: la manera didáctica de transmitir sus conocimientos y su actitud cuestionadora ante las autoridades. Reynoso habla con parsimonia, gesticula cuando lo cree conveniente, sabe utilizar las pausas y usa un tono apropiado para cada momento: cautiva con sus anécdotas, embruja a los asistentes con sus palabras. Y casi al inicio de su intervención ha criticado con aspereza a las autoridades de la universidad por mantener en mal estado ese viejo auditorio. Les recordó que, en ese lugar, cuando él era estudiante, había escuchado las charlas de grandes personajes como José María Arguedas. Les recordó también que allí había estado conversando con los estudiantes cantuteños el poeta chileno Pablo Neruda.
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El año 1994, en una de esas visitas que Oswaldo Reynoso realizaba a La Cantuta, lo abordamos con un pequeño grupo de amigos de mi salón, de la especialidad de Literatura y Lengua. Además de querer ser profesores, algunos teníamos el bichito de convertirnos alguna vez en poetas, en narradores. Le dijimos que teníamos proyectado editar una revista literaria pronto y que nos gustaría hacerle una entrevista para publicarla. Oswaldo aceptó con mucho agrado la propuesta, de modo que luego de su charla académica lo llevamos a un bar restaurante ubicado frente a la plaza principal de Chosica. Al fondo de ese local, en un espacio agradable, con césped, flores y rodeado de arbustos, pudimos conversar sobre distintos temas. Aún conocíamos poco sobre sus libros, por ello, Oswaldo nos refirió parte de su vida en La Cantuta, como estudiante y después como profesor. Contó sobre su amistad con Arguedas y con el poeta Manuel Moreno Jimeno. También nos relató algo sobre su experiencia en China. Habló en torno a la revista Narración y sobre algunos aspectos de su trabajo como creador. Lo escuchábamos atentos. Era la primera vez que yo me tomaba unas cervezas con un escritor. Y allí me veo ahora, con mis dieciocho años, emocionado, sentado en una cómoda silla de plástico, en torno a una mesa blanca con sombrilla de colores. Sopla el viento fresco y agradable de las tardes de Chosica. Como fondo se oye a bajo volumen la voz de Luchito Barrios que interpreta el dolido tema “Marabú”. Sostengo mi frío vaso de cerveza con la mano derecha. Con la otra mano voy fumando un cigarrillo. Me envuelve una grata sensación. Tengo la certeza de estar oyendo a un gran maestro. De esa primera reunión, se me quedará bien grabada en la cabeza la idea de que en la creación literaria se debe trabajar mucho el lenguaje. Todo buen cuento o novela, dice Oswaldo, debe llevar siempre un valor agregado muy importante en su lenguaje.
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Ese mismo año de 1994, se llevó a cabo el V Encuentro de Escritores Peruanos Carlos Eduardo Zavaleta, del 6 al 9 de octubre, en la bellísima ciudad de Caraz (inolvidable lugar a donde pude volver años después junto a un grupo de amigos, literatos entrañables). Semanas antes, con mis compañeros de clases, bajo la sombra del mítico guarango de mi universidad, mientras oíamos a un grupo de sicuris, hacíamos un sinnúmero de planes para ese viaje, pero el día de la partida fui el único que se presentó en el Club Departamental Áncash.
Durante el trayecto, conocí a un amigo. Viajaba con su enamorada. Ambos también eran cantuteños y estaban en los ciclos superiores. Eran admiradores de Ernesto Sábato. Yo acababa de leer, fascinado, El túnel, así que charlamos de lo mejor.
Cuando llegamos a Caraz, todos los escritores, ponentes y estudiantes de diferentes universidades fuimos alojados en lugares muy distintos, algo que incomodó a más de uno. Como arribamos por la mañana, había que alistarse pronto para estar presentes en la inauguración en el auditorio principal, a un lado de la plaza de Armas. Esa mañana alegre y luminosa, pude conocer de cerca a grandes escritores y a estudiosos de la literatura a quienes hasta ese momento solo conocía de nombre o por sus fotografías en los libros: Alejandro Romualdo, Carlos Eduardo Zavaleta, Estuardo Núñez, Cronwell Jara, Manuel Baquerizo, Enrique Verástegui, Félix Huamán Cabrera, Tomás Escajadillo, Marco Martos, Sandro Chiri, al jovencísimo periodista Jorge Coaguila y a otros. En el auditorio, también vi a Oswaldo Reynoso, a quien me acerqué para saludarlo. Fue grato saber que se acordaba de mí y de mis amigos de la universidad.
Luego de la inauguración vino el desayuno. Al parecer, algunos estudiantes no habían llegado a recibir sus alimentos. En realidad, hubo descoordinaciones de ese tipo el primer día, por ese motivo, en horas de la tarde, poco antes de reiniciarse las actividades en el auditorio, un joven universitario tomó la palabra y se quejó por el maltrato recibido. Luego me enteré que el estudiante que había manifestado su desazón era el cantuteño admirador de Sábato. Cuando lo volví a ver lo noté aún más mortificado. Me dijo que no solo los organizadores, sino también algunos estudiantes de otras universidades, reprobaban su actitud.
Durante el almuerzo, en un amplio y vistoso recreo campestre, me acerqué a Reynoso, quien dialogaba con un grupo de estudiantes ancashinos. Luego nos quedamos conversando solos esperando la llegada de la comida. Al rato, pasó por nuestro lado mi amigo cantuteño y su enamorada —los admiradores de Sábato— que habían incomodado a los organizadores de aquel congreso. Se les veía algo atribulados. Incómodos. Los llamé y le comenté a Reynoso lo sucedido. Oswaldo los saludó y los invitó a sentarse a su lado con mucho afecto. Y al momento felicitó a mi amigo por haberse manifestado de la forma como lo había hecho. Le dijo que en su lugar él hubiera actuado de la misma manera. A partir de ese momento, el mal sabor terminó para la pareja de enamorados. Y los cuatro almorzamos juntos esa tarde una deliciosa pachamanca.
Por la noche, luego de las ponencias, vino la cena y al rato se formaron distintos grupos a lo largo de la plaza de Armas. Oswaldo y algunos escritores se dirigieron a un bar restaurante cercano. Yo fui tras ellos en silencio. En el balcón de un segundo piso que daba hacia la plaza, nos sentamos a charlar. En realidad, yo escuchaba la conversación de los escritores y aprendía. Aprendía. Y allí alcanzo a verme ahora en mi rincón, esa lejana noche, oyendo maravillado sus bromas, sus anécdotas. Bebo mi vaso de cerveza y presto atención a sus opiniones sobre los libros publicados recientemente. Tomo nota en mi memoria. Me acomodo en mi asiento otra vez y oigo sus comentarios en torno a la coyuntura política nacional e internacional. Veo la plaza de Caraz hermosamente iluminada, sus árboles enormes como seres mitológicos custodiando la noche. Siento el viento nocturno en mi rostro adolescente. Tomo otro vaso de cerveza bien frío y me envuelve la certidumbre de que, en ese lugar, pequeño y bullicioso, aprendo mucho más de la vida y de la literatura que en ningún otro escenario. De pronto, a este singular y acogedor espacio, Oswaldo lo acaba de bautizar como el Balcón de las Estrellas. Todos ríen y brindan. Y esa noche estrellada, en ese lugar inundado de humo de cigarrillos, botellas de cervezas y huainos doloridos y boleros rockoleros, Oswaldo refulge como una estrella: lámpara incandescente.
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Ese encuentro de escritores en Caraz fue crucial para mí. Conocer de cerca a ese grupo inquieto e indómito de artistas. Saber de sus sueños y proyectos, de su visión crítica del mundo, me convenció de que esa era mi verdadera vocación. Además, en ese congreso de escritores peruanos, Oswaldo Reynoso me obsequió su libro de relatos Los inocentes, el cual pude leer, días después, una tarde soleada en el campus de La Cantuta. Su lectura me agradó muchísimo y provocó en mí una verdadera revelación. Al leer cada uno de los cuentos de ese maravilloso libro, descubrí que también se podía escribir sobre el mundo popular limeño con el lenguaje de la calle y un estilo poético, sobre las vivencias más íntimas con los amigos del barrio y sobre la vida bohemia y desaforada de los jóvenes al ritmo de los boleros de la Sonora Matancera, conjunto musical que yo había crecido escuchando en mi barrio del distrito de El Agustino. El viaje a Caraz me reveló mi verdadera vocación y la lectura de Los Inocentes de Oswaldo Reynoso me mostró la forma y el universo ficcional que me interesaba retratar.
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A finales de los años noventa, me convertí en un asistente asiduo a las actividades culturales del Centro de Lima. Concurría a los recitales y presentaciones de revistas y obras literarias. Era común, por esos años, ver a Oswaldo Reynoso presentando un libro de cuentos o una novela de los escritores jóvenes de finales de los noventa e inicios del presente siglo: Carlos García Miranda, Fernando Rivera, Carlos Rengifo, Max Palacios, Pedro Llosa, Miguel Ildefonso y muchos otros más. Era sabido que Oswaldo, como buen maestro, leía sus manuscritos y les brindaba atinadas sugerencias antes de que publicaran. Así fui conociendo a los escritores noventeros y a los de mi generación. Cada vez que se presentaba un libro, el autor y sus amigos se iban a celebrar al Queirolo o al bar Don Lucho del jirón Quilca. Oswaldo llegaba también para el brindis y se quedaba algunas horas conversando con los escritores, jóvenes y bulliciosos, entre botellas de cerveza y al ritmo de la música rockolera que a él tanto le gustaba. En plena madrugada de espumas ebrias, Oswaldo reía y cantaba algún bolero de Leo Marini o Bienvenido Granda.
Así fue que cuando publiqué mi primer libro de cuentos el año 2006 y me invitaron a presentarlo en mi universidad pensé en Oswaldo, quien aceptó de buen grado mi invitación. Pero yo temía que se le hiciera difícil llegar hasta Chosica a primeras horas de la mañana. Un día antes, le propuse ir a recogerlo muy temprano a su casa de Jesús María, pero él me dijo que no me preocupara, que acababa de leer mi libro y que le había gustado mucho. Además, añadió, La Cantuta era su segunda casa y que sería un gusto volver por allá para, de paso, reencontrarse con algunos amigos. Recuerdo que, en el colectivo, durante el viaje al apartado distrito de Chosica, yo iba pensando en que ojalá Oswaldo pudiese llegar a tiempo. Llegué minutos antes de la hora fijada para la presentación. En la puerta de la universidad, empecé a buscar a Oswaldo Reynoso con la mirada. No estaba. Encontré a dos estudiantes que me estaban esperando para acompañarme hasta la facultad de Ciencias Sociales. Les dije que aguardaría un momento al escritor Oswaldo Reynoso para subir juntos. Ellos me respondieron que el maestro Reynoso ya estaba esperándome sentado en el auditorio para empezar con la presentación de mi libro.
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Gracias a la publicación de mi primer libro de cuentos Cantar de Helena y otras muertes pude asistir a nuevos congresos literarios, ahora en condición de escritor. El año 2007, me invitaron a participar en un evento literario muy importante, el Festival de Narrativa Peruana “Narradores en San Marcos. Un espacio para la prosa”. Los días 13 y 14 se setiembre de ese año se realizaron ponencias, testimonios y lecturas de cuentos y fragmentos de novelas. Fue una experiencia extraordinaria. Entre los escritores consagrados figuraban Carlos Eduardo Zavaleta, Antonio Gálvez Ronceros, Oswaldo Reynoso, Óscar Colchado y Cronwell Jara. Entre los más jóvenes, aparecían Selenco Vega, Carlos Yushimito, José Güich y Max Palacios. Varios años después, me enteré, por uno de los organizadores de aquel evento, que cuando le consultaron a Oswaldo Reynoso, semanas antes, a qué autor aparecido recientemente podían invitar, Oswaldo les había sugerido mi nombre.
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El año 2009, publiqué mi segundo libro de cuentos titulado La muerte y otras traiciones. Oswaldo Reynoso me acompañó en la mesa de presentación, una noche, en la Feria del Libro de Lima. Cuando terminé de escribir mi tercer libro de cuentos, el año 2014, se lo di a leer a Oswaldo, pues lo consideraba ya un gran amigo. Habíamos tenido innumerables conversaciones en los bares de Lima. Lo había entrevistado para una revista y había escrito también un ensayo sobre el estilo literario en su universo narrativo. Habíamos cantado, algunas madrugadas, varios bolerazos de la Sonora Matancera en el bar Don Lucho del jirón Quilca. Habíamos coincidido en varias oportunidades en distintas ferias de libros y congresos literarios en algunos puntos del país. Cierta vez, incluso, en la ciudad de Huánuco, me invitó a presentar su libro de relatos En busca de la sonrisa encontrada. Al leer este libro, me surgió la idea para un cuento que titulé “Carehuaco”. Este relato forma parte de mi libro Historias al ritmo de Chacalón, aparecido el 2020, y está dedicado a Oswaldo Reynoso.
Unos días después de entregarle mi tercer libro, recibí su llamada a mi domicilio. Fue una sorpresa escucharlo esa mañana. Me dijo que había terminado de leer mis cuentos y, al instante, me dio un par de sugerencias de orden gramatical. Añadió que el título se tendría que cambiar. El libro debía llamarse como uno de los diez cuentos: “Bolero matancero”. Lo sentía entusiasmado, alegre. Luego añadió: “Ahora escucha lo que he escrito para que vaya en la contraportada de tu libro”. Y con su voz ronca y pausada comenzó a leerme un texto breve y elogioso que me emocionó muchísimo. Así de generoso como un buen compadre o un hermano mayor y bonachón era Oswaldo Reynoso con sus amigos.
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Y así fueron transcurriendo los días y los meses, y Oswaldo continuaba viajando, incesante, por todo el país ofreciendo conferencias, comentando libros, difundiendo sus nuevas publicaciones. Su último libro que reseñé para el diario La República fue Arequipa lámpara incandescente. Un hermoso texto colmado de grandes enseñanzas sobre la vida y sobre el arte de la escritura literaria. Guardo en mi memoria la frase: “En la corrección, encontramos la más profunda inspiración”.
Oswaldo se mostraba lúcido y lleno de proyectos. Sus amigos más jóvenes que lo queríamos harto lo considerábamos ya un ser inmortal hasta que una triste madrugada, de súbito, lo alcanzó la muerte. Un mes antes, acababa de cumplir ochenta y cinco años.
Y allí estoy otra vez, sentado en un colectivo negro esa fría mañana del 24 de mayo del 2016 camino al trabajo, después de enterarme de su muerte, sobrecogido por los recuerdos, mirando el vacío, escuchando la voz de Daniel Santos que interpreta “En el juego de la vida”. Y voy llorando por dentro la herida abierta de su ausencia.
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Y esta fría madrugada limeña, mientras termino este texto con los ojos inyectados de cansancio y congoja, contemplo tu rostro pensativo colgado en una de las paredes de mi habitación, hojeo tus libros entrañables, pongo la música de la Sonora Matancera en mi laptop, me tomo otra copa de pisco y brindo contigo. Y te digo gracias, Oswaldo, por tus libros, por tu voz rebelde y disidente en esta patria herida y por todas las enseñanzas que nos dejaste como abrazos de buenos patas o como retamas y cantutas que brotaron en el huerto de tu inmenso corazón.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Oswaldo Reynoso: Lámpara incandescente.
Por Fernando Carrasco Nuñez