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LOS ONCE CHAVETAS
Adelanto del libro "Historias al ritmo de Chacalón" de próxima aparición.

Fernando Carrasco Núñez


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¿Así que tú eres la nueva conquista de la Susy? Esa muchacha es incorregible, caramba. Ha salido igualita de resbalosa que las viejas de sus tías, pero es buena gente. Conmigo se porta muy bien. Se ha hecho mi yunta, mi cómplice. Se nota que te quiere, pero no te confíes, ah. Las mujeres, muchachón, son un baúl de sorpresas y con ellas no siempre se gana. Te lo puedo asegurar. Anoche me dijo que vendrías a conversar conmigo porque estás interesado en escribir una historia sobre fútbol, ¿es verdad? No hay problema, muchachón. Has llegado al sitio preciso. Cuelga tu mochila en la silla y acomódate en ese pequeño sofá. Vas a ver que en esta casa hay una buena historia para ti. Pero primero, lo primero. ¿Trajiste el encargo? A ver, luciérnaga para mis ojeras. Ah, de buena marca, muchachón. Te has esmerado. Esto habla bien de ti. Abre entonces el paquete y enciéndeme un cigarrito, por favor. Dentro de esa gaveta vas a encontrar varios libros y una cajita de fósforo. Como ves, yo ando un poco jodido y se me hace difícil hasta encenderme un cigarrillo. Chévere, muchas gracias. Lo único bueno de todo esto es que de viejo le he encontrado el gustito a leer de todo, principalmente novelas policiales. Mira, te voy a contar una gran final que se jugó aquí en el barrio hace un pocotón de años. Vas a quedar satisfecho, te lo aseguro. Ya vas a ver. Deja que me acomode bien en mi trono rodante. No te rías. Esta silla de ruedas es lo máximo. Con ella puedo llegar a todas partes, aunque las viejas de mis hermanas no me dejan desenvolverme con total libertad. Por culpa del médico me tienen prohibido beber y fumar, pero hace un momento se han ido al mercadito a hacer las compras para el almuerzo y van a demorar un buen rato, así que podemos conversar tranquilazos. Listo. Así estamos bien. Comienzo desde el principio, muchachón. Esa gran final se jugó en el verano del ochenta y nueve. Una tarde para el recuerdo. Lo tengo aquí en la cabeza como si hubiera sucedido este fin de semana. Muchos deseábamos con locura que ganaran Los Once Chavetas, quienes ese día se enfrentaban a La Estrella Roja, un equipito ordenado y efectivo que el año anterior se había coronado campeón con toda ley. Todito el barrio estuvo ese día en la cancha alentando a todo pulmón a su equipo favorito. Fue un partidazo. Sí, un verdadero partidazo. Y todo el barrio fue un loquerío de colores: cadenetas, serpentina y pica pica. Además de gritos, se oyeron silbatos, ruidos de matraca y aplausos bajo un cielo radiante y caluroso. Desde un pequeño parlante, amarrado en la punta de un grueso palo, se disparaban como flechazos directos al bobo las canciones de Chacalón, Los Shapis y del grupo Guinda. A pesar de que han pasado casi treinta años, se me viene todito a la cabeza como una serie de fotografías en color sepia ordenadas en el álbum viejo de la memoria. ¿Viste que también tengo mis chispazos de poeta? Eran tiempos difíciles. El capo de capos, Alan Damián, nos dejaba un país hasta sus caiguas: hiperinflación, largas colas hasta para comprar el pan, apagones, coches bomba, corrupción al más alto nivel. Y Sendero Luminoso queriendo tomar a sangre y fuego la capital. Ya había convertido en zona liberada algunos lugares de Lima como la Raucana en Ate Vitarte. Nuestro barrio también era considerado zona roja. Pocos taxistas se arriesgaban a traerte, y la familia, precavida, rara vez te caía de visita. Ni los mismos policías podían ingresar en cualquier momento. Solo entraban en mancha y muy bien armados. De vez en cuando, en el cerro más alto que rodea al barrio, amanecía flameando una bandera roja con la hoz y el martillo. Sí, eran tiempos bastante bravos. Ahora parece difícil de creer, pero la gente trataba de sobrellevar su vida como si todo prosiguiera sin mayores problemas, como si nada; por eso, desde el año ochenta y cinco, en los meses de verano, se jugaba el campeonato de fútbol interclubes. Todos los domingos, desde muy temprano, familias completas llegaban al pampón cargando sus bancos de madera o sus ladrillos para ver los partidos de su interés. Incluso llegaban personas de los barrios vecinos. Y es que había buenos partidos a toda hora. El fútbol nos hacía conocer gente nueva. Nos unía. ¿Qué cómo era este barrio por aquel entonces? Muy diferente, muchachón. Por esos años, el barrio era muy distinto a como lo vemos ahora. Aún no existía la loza deportiva y mucho menos el Centro Policial. El colegio todavía no estaba cercado. Era apenas seis salones con techos de calaminas construidos por los mismos pobladores a punta de faenas los fines de semana. En la entrada del barrio, había grandes árboles que ofrecían su generosa sombra en los días de verano y el hermoso canto de las palomas al comenzar la mañana. La mayoría de las casas eran de adobe y estaban techadas con triplay o con esteras. Y detrás de la posta médica, había una antigua casa-hacienda que hace poco fue demolida para levantar sobre ese terreno una capilla, adonde van a rezar ahora las beatas de estos tiempos. Las calles no estaban asfaltadas. Todo era tierra de palmo a palmo. Y los partidos se jugaban sobre un terreno polvoriento que una noche antes había sido regado con agua que se compraba a los camiones cisterna en baldes o bidones porque, por aquellos años, aún no contábamos con servicio de agua potable en las viviendas. Cada semana, un club distinto realizaba esta tarea. Apenas amanecía, se colocaban las redes en los arcos de madera y se marcaban a mano las líneas de la cancha usando cal y una larga cuerda. Sí, muchachón, y en ese lugarcito jugaban grandes clubes, pero el equipo que se había convertido en el más popular durante el último campeonato, el más pintadito de todos, para mi gusto y para el de muchos de esa época, era el de Los Once Chavetas. Se llamaba así, porque, aunque no lo creas, sus once jugadores eran choros; sí, pero choros de los buenos, ah. Nunca chocaban con los vecinos del barrio. Ellos eran de otro vuelo. Gente bien faite y de respeto. Chambeaban solo en los distritos pitucos de Lima y, de cuando en cuando, atracaban una agencia del Banco de la Nación. Debía de ser por eso que Sendero nunca se metió con ellos. Sí, porque, desde la sombra, los senderistas dirigían las riendas del barrio. Cada cierto tiempo se dejaban notar. En una ocasión, habían pegado en la pared frontal de la posta médica una lista de choros monses que se metían a robar a la casa de sus familiares y vecinos. Allí les advertían que si no se iban pronto del barrio, se les aplicaría la justicia popular. Los choros torrejas desaparecieron en una, por supuesto, porque sabían muy bien que los senderistas no se quedaban en palabritas ni en volantes con tinta roja. Estaba como advertencia lo que había pasado un año antes con el dirigente del barrio. Fue algo triste. A él le habían exigido que anulara las rondas urbanas que se realizaban por las madrugadas, pero como no les hizo caso, un día lo fueron a buscar a su vivienda, que era también una pequeña bodega, y le pegaron dos tiros en el pecho delante de su familia. Los senderistas no se andaban con rodeos. Algunos vecinos también comentaban que al dirigente lo asesinaron, sobre todo, porque andaba metido en el negocio de tráfico de terrenos. Pero Los Once Chavetas se mostraban como gente correcta en el barrio. Casi todos tenían mujer y cachorros, menos el Chaveta. No se metían con nadie y nadie se metía con ellos. Incluso, los domingos de campeonato, los acompañaba una buena hinchada que les hacía barra desde que salían a la cancha vestidos con su uniforme blanquiazul como el del Alianza Lima. Habían adoptado estos colores desde que se fundó el equipo, el verano anterior, como un homenaje a los famosos potrillos que meses antes habían muerto en el mar de Ventanilla. La hinchada coreaba estribillos con el nombre de algunos de sus jugadores. Eran grandes peloteros Los Once Chavetas. Se rajaban por su equipo, jugaban con pasión, por eso mucha gente los aclamaba y a toda costa querían verlos campeonar esa tarde del mes de marzo en que se disputaron la final con La Estrella Roja. ¿Si ahorita me acuerdo de alguno de sus jugadores? Por supuesto, muchachón, ahora que me lo preguntas, me acuerdo bastante bien de algunos de los que conformaban ese tremendo equipazo. Pero antes ayúdame a encender otro cigarrito, por favor. Bien, muchas gracias. Me acuerdo, por ejemplo, que a su arquero le decían la Pantera Negra, porque era un negrazo de metro ochenta y cinco, venido desde San Luis de Cañete, a quien era difícil clavarle un gol, pero no imposible. Tenía unas manos gigantescas como guantes de gorila. El negro tiraba boca a su gente desde su arco y hacía honor a su chapa cuando volaba de palo a palo. Nunca estaba quieto: caminaba y saltaba por toda su área moviendo siempre ambos brazos. Como a todo negro, le gustaba captar la atención de la gente. Era un espectáculo aparte. De su defensa, me acuerdo de un cholo de tez trigueña bien recio que subía y bajaba como un toro de lidia. Algunos decían que era nacido en Huancavelica, de Lircay. Qué tales pulmones los de ese pata. Así nomás un delantero no pasaba por su sitio. Podía cruzar la pelota, pero nunca el jugador o podía pasar el delantero, pero jamás el balón. El tipo era bien machetero, repartía harta patada a todo el mundo. Era mechador y le gustaba atarantar con la boca a sus rivales. Usaba barba abundante, por eso toda la gente lo conocía como el Cholo Barrabás. En el medio campo, recuerdo que tenían a un chato de pelo encrespado recontra rápido para el contragolpe, pero técnico y sereno para repartir pelota. Había nacido en Chiclayo, pero creció aquí en Lima, en los Barrios Altos, por la calle Maravillas. Muchas veces, le ponía el balón a los delanteros como con la mano. Mismo César Cueto. Un pase del Chato era medio gol. Y además tenía una patada de burro que era la muerte. Ahorita no me acuerdo cómo le decían al petiso ese. La delantera de Los Once Chavetas era recontra efectiva. En la punta izquierda estaba el Chino Juan. Era flaco, pero bien fibra. Sus amigos le decían Bruce Lee por cochinear. Me acuerdo que tenía diente de oro y una pequeña cicatriz a la altura de la ceja izquierda. Cuando corría era inalcanzable. Saltaba como un canguro y metía unos frentazos que sacaban chispas al balón, igualito a Valeriano López, el Tanque de Casma. Otras veces, jalaba a su marcador casi hasta el tiro de córner y sacaba el centro como los grandes, pero en otras ocasiones sorprendía a todos cuando en plena carrera cósmica habilitaba de taco al mediocampista que venía detrás, embalado, para fusilar al arquero y marcar un nuevo gol. ¡Tenían también sus jugadas de laboratorio esos patitas! Y en la punta derecha, estaba el mejor delantero de un club de barrio que se haya visto por estos lugares: el Chaveta, el capitán del equipo, un verdadero líder. Un diez así ya no se mira por ningún sitio, muchachón. Por él, el club había adoptado el nombre de Los Once Chavetas. Su gente le tenía ley dentro y fuera de la cancha. Solía ponerse una vincha de color azul antes de salir a jugar. Era su cábala, decía. Qué manera de correr, qué forma de pararse en la cancha. Ah, y le gustaba jugar con las medias caídas, así como el Nene Teófilo Cubillas. Era purita calidad por donde se le viera. Si no hubiese estado metido a fondo en el mundo del choreo, yo creo que fácil hubiera hecho carrera como futbolista. Tenía todo el estilo de los delanteros del Sport Boys y del Alianza Lima. Manejaba las dos piernas. Qué manera de correr con el balón, qué forma de anotar los goles. Era un fenómeno. Los más tíos del barrio lo comparaban con Maradona, el crack argentino que por esos tiempos emocionaba al mundo con los colores del Nápoles de Italia. El Chaveta era quimboso, tenía una cintura maldita que dejaba tirado hasta a los marcadores más hábiles. Hacía maravillas con la pelota. Y cada vez que anotaba un golazo se sacaba la camiseta y, sonriendo, mostraba su pecho velludo y los tatuajes que tenía en el cuerpo. En el hombro derecho se había tatuado el rostro de Sarita Colonia y en el otro, la cara de Papá Chacalón. En el pecho, a la altura del corazón, se veía una pelota de fútbol de lo más bacán y, al costadito, el nombre borroso de una mujer que alguna vez le había jugado mal. Esa es toda una historia aparte, muchachón. ¡Terrible! El Chaveta vivía marcado por esa traición y todo el mundo lo sabía. La música chicha y el fútbol eran sus grandes pasiones. A veces también celebraba sus goles moviendo todo el cuerpo, como quien baila una cancioncita al ritmo de Chacalón. Así era el Chaveta cuando estaba en la cancha. Allí se olvidaba de todo. Allí era feliz. ¿Qué cómo transcurrió el partido de esa tarde? Un partidazo. Hubo de todo. Como ya te dije, Los Once Chavetas definían el campeonato con La Estrella Roja, un equipo bien ordenadito conformado por once muchachos que habían llegado invictos a esa final y que habían salido campeones el año anterior. Había un par de universitarios sanmarquinos que jugaban de la pitrimitri. Eran los favoritos, pero muchos nos moríamos por ver campeonar a Los Once Chavetas. Para nosotros era cosa de vida o muerte. Las dos veces que habían chocado ambos equipos durante aquel último verano habían terminado empatados a cero goles, pero esta vez tenía que haber un ganador de todas maneras. ¿Me enciendes otro cigarrito? Chévere, muchachón. Todo el partido fue de ida y vuelta, pero nunca se abrió el marcador. Los Once Chavetas siempre estuvieron más cerca de anotar el gol del triunfo, pero el arquerito de La Estrella Roja era también otra fiera que atajaba de todo. Se sacó varios goles cantaditos. Lo recuerdo como si estuviera viendo ese partido ahorita mismo. Apenas comenzado el encuentro, el Chato Lagartija, ahora me acuerdo que así le decían al petiso ese de Los Once Chavetas, superó a un rival, a dos, se proyectó agilísimo unos metros por la derecha y de manera sorpresiva ¡pum! sacó un terrible cañonazo cruzado que se estrelló en el vértice derecho del arco. Todos los hinchas gritaban y se tiraban de los pelos. Poco después, al Chaveta le vino un pase desde la banda derecha; la recibió de pecho, elegante, como los que saben y casi mete un golazo de media tijera. La pelota pasó unos deditos por encima del travesaño. Todo era un loquerío, un verdadero loquerío. Casi al final del primer tiempo, el puntero izquierdo de La Estrella Roja fue derribado cerquita del área chica, pero los jugadores empezaron a reclamar furiosos. Aseguraban que la falta había sido cometida dentro del área y que tenía que cobrarse penal. Sus hinchas pifiaban y le gritaban de todo al árbitro, pero este no se dejaba atarantar. Va a llover, va a llover, amenazaba la gente, pero igual la falta se cobró fuera del área. Y no pasó nada con el tiro libre: la pelota se estrelló en la barrera. Así se fueron al descanso. Durante el entretiempo, los comerciantes hacían su agosto. Me acuerdo que vendían frutas, mazamorra morada, gaseosas y harta canchita o palomita de maíz para la chibolada. La música de Chacalón se escuchaba a todo volumen. A los pocos minutos de iniciado el segundo tiempo, estuvo a punto de producirse una terrible broncaza, porque el Cholo Barrabás, al ir a pelear una pelota, le entró con todo al puntero derecho de La Estrella Roja, quien se levantó como un gallito de pelea y casi se le tira encima, pero el árbitro, un zambo grandote con cara de maloso del barrio El Porvenir, supo imponer el orden en la cancha en todo momento. El Cholo Barrabás se ganó su tarjeta amarilla y continuó el partido. Los intentos de cada equipo por anotar en el arco contrario continuaron. El partido estuvo recontra picante. Casi al final, el arquero de La Estrella Rojatuvo otro tapadón. Se estiró como un chicle y con la yema de los dedos pudo evitar que un cabezazo del Chino Juan se convirtiera en gol. La gente se lamentaba, le saltaban las lágrimas. Así continuó el partido hasta que el árbitro tocó su silbato apuntando el centro de la cancha. Ambos equipos habían vuelto a empatar, pero esta vez la cosa no se terminaba allí, se iban a los penales para definir quién se llevaría la copa del campeonato ese año. Comenzaron a hacerse nuevas apuestas. Se destaparon las primeras botellas de cerveza bien heladitas. Las muchachas se tronaban los dedos y se comían las uñas de la angustia. Las barras gritaban con mayor entusiasmo. Y la música del grupo Guinda animaba aún más el ambiente. Se designaron cinco jugadores por cada equipo y al ratito nomás empezó la rueda de penales. Todo el mundo se puso más tenso. Primero pateó un defensa de La Estrella Roja. Fue un tiro potente y pegadito al palo derecho. Bien pateado. La Pantera Negra nada pudo hacer para evitar el gol, a pesar de que había adivinado la trayectoria de la pelota. Al momento, empató para Los Once Chavetas el Chino Juan. Anotó como un crack: acomodó el balón, apenas tomó unos pasos de distancia y le picó a la pelota con el borde interno, seguro, cancherazo, y el balón se metió despacito dibujando una parábola por el lado izquierdo del arquero, quien se había arrojado al palo contrario. ¡Una belleza de gol! Cada anotación, los hinchas la celebraban con gritos ensordecedores. Saltaba la pica pica, reventaban los cohetones. Y nadie quería fallarse un gol esa final. Pero el disparo potentísimo del quinto jugador de La Estrella Roja se fue hasta las nubes, más allá de los cerros. Lejos, muy lejos. Recontra lejos. Ahora se oyeron nuevos gritos de alegría combinados con lamentos y con improperios de alto calibre. Todo quedaba en los pies del quinto jugador de Los Once Chavetas. Si anotaba, convertiría en campeón a su equipo. El designado había sido el capitán, por supuesto: el Chaveta. Toda la gente alentaba a su ídolo. Algunos saltaban como endemoniados con el pecho descubierto. Los estribillos con su nombre empezaron a sonar más fuerte. Más de una costilla buenamoza suspiraba por el Chaveta y le enviaban besitos volados, pero él ya no tenía corazón para ninguna mujer. Cha-ve-ta, Cha-ve-ta, gritaban también los más pequeños. Y el capitán de Los Once Chavetas caminó despacio con toda la seguridad del mundo, tomó la pelota con ambas manos, la besó y la colocó en el punto de penal. Levantó la cabeza y miró al portero achinando los ojos. De repente, todo el público quedó en absoluto silencio. Y el viento se detuvo. Y los perros callejeros buscaron la sombra de los árboles y hasta los pájaros, al mismo tiempo, silenciaron su trino. El Chaveta empezó a retroceder como en cámara lenta. Se detuvo a unos pasos del balón con las manos en la cintura. Bien bacán. Bien faite. Ya tenía decidido hacia dónde patearía el balón. Esperó tranquilo el sonido del silbato, pero lo que se oyó en toda la cancha y por los alrededores fue un ruido diferente que alarmó a todo el mundo. De un momento a otro, el pampón estuvo rodeado por cinco patrulleros de la policía que hacían sonar sus sirenas en un escándalo absoluto. Las acciones dentro de la cancha se detuvieron. La gente quedó paralizada. Era algo inaudito. De repente, una veintena de policías salieron de los patrulleros con sus armas de fuego en la mano. Un grupo de uniformados se metió a la cancha con la intención de detener al Chaveta. Y en ese instante empezaron los gritos descontrolados de la hinchada. Algunos hasta empezaron a arrojar cáscaras de frutas a los tombos. Choros con uniforme, choros con uniforme, les gritaban los niños. Había quienes estaban dispuestos a todo para que no se suspendiera el partido. Incluso, los que deseaban ver campeonar a Los Once Chavetas empezaron a pechar a los policías, quienes muñequeados levantaron sus pistolas. Felizmente, como se dice, la sangre no llegó al río. El Chaveta habló con uno de los efectivos que era el encargado de la intervención y al toque se dirigió también a sus hinchas para calmar los ánimos. Y entonces todo pareció solucionarse. Así era el Chaveta, bravo y efectivo para todo. Los policías se retiraron del campo de juego y se acercaron a sus vehículos. El diez de Los Once Chavetas volvió al punto de penal. El arquerito de La Estrella Roja se puso mosca otra vez bajo el travesaño. Toda la gente había regresado a sus respectivos lugares. Y, de repente, el árbitro hizo sonar su silbato. El Chaveta avanzó dos pasos y disparó un tiro potente a media altura, al lado izquierdo del arquero. La pelota salió como un balazo, se estrelló en el palo y se introdujo en el arco. Y el jolgorio se desató en el campo y en el barrio entero. Se oyeron nuevos cohetones y matracas. Los niños volaban hacia el cielo lanzados por sus padres. Todo se convirtió ahora sí en un verdadero loquerío. Los seguidores de Los Once Chavetas se metieron a la cancha para abrazar a cada uno de los jugadores y sacarlos en hombros. Y entre el desorden reinante hubo quienes intentaron llevarse al Chaveta bien chalequeado para evitar que la policía lo detuviera. Sin embargo, luego de celebrar un momento con su gente, para sorpresa de todos, el Chaveta se desprendió del grupo y por su propia cuenta se fue trotando tranquilo hacia uno de los patrulleros donde lo esperaba el oficial encargado de la operación. Se despidió de su hinchada, se metió al vehículo y él mismo cerró la puerta. Al instante, los cinco patrulleros salieron veloces del barrio. Dentro del auto, el Chaveta llegó a un buen acuerdo con el nuevo comisario de la zona. Lo que había sucedido y no sabía aún el público es que dos días antes Los Once Chavetas habían asaltado una joyería de San Isidro, por ese motivo el tombo había llegado al barrio para exigir al Chaveta su respectiva tajada. Todo se arregló sin mayores problemas. Incluso, al final, bromearon, se tomaron una cerveza y se despidieron con un apretón de manos. Esa misma noche, el Chaveta celebraba en el barrio con sus amigos cantando y bailando siempre al ritmo de la rica música de Chacalón. De rato en rato, repetía el inicio de la canción titulada “Ese amargo amor”. Cantaba con sentimiento: “Ya no quiero ser dueño de tu amor / vete para siempre y no vuelvas más…”. ¿Que cómo es que yo sé todos estos detalles? Ah, es que no estás hablando con cualquiera, pues, muchachón. ¿Todas esas medallas en la pared y esos trofeos en aquella vitrina no te dicen nada? ¿No te has dado cuenta todavía de quién te está contando esta historia futbolera? Mira bien este caramelo y nunca te olvides. Estás conversando, muchachón, con Jorge Antonio Núñez de la Cruz, alias el Chaveta, el mejor diez y asaltante de bancos que se haya visto por estos barrios desde hace algunas décadas. Ya ves que te he sorprendido. Ahí tienes tu historia, pues, sobrino. Y solo te ha costado un paquete de cigarrillos. Te dije que al final quedarías satisfecho. Dale gracias a la Susy por haberte sugerido que te dieras tu vuelta por acá. ¿Qué dices? ¿Qué cómo es que finalmente terminé en esta silla de ruedas? Ah, esa ya es otra historia más larga y más brava, muchachón. Una historia de golpes y muchas balas que todavía duelen en el cuerpo, pero te aseguro que nada se parece a las cicatrices en el alma que nos dejan los golpes del primer amor. Ese relato cuesta mínimo un whisky con sus cigarritos. Pero ya será para una próxima oportunidad. Ahora váyase y póngase a escribir ese cuento sobre Los Once Chavetas. Cuando lo tengas terminado te das tu vuelta por acá y me lo lees. Ah, y tenga mucho cuidado con la loquilla de la Susy. Esa chica es buena, pero se las trae. Nada de templarse como un becerro. Tú tienes pinta de buena gente y me has caído bien. Cara de huevón, pero buena gente. Quedas bien advertido. Anda tranquilo, pero antes enciéndeme un nuevo cigarrito, por favor, y abre por completo las ventanas de la casa para que desaparezca el olor a tabaco y se disipen también, de pasadita, los tristes recuerdos del pasado que aún nos arañan el corazón.

 




 

 

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Adelanto del libro "Historias al ritmo de Chacalón" de próxima aparición.
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