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SIN TOCAR EL ABISMO
A propósito de "Bolero matancero" de Fernando Carrasco Nuñez

Por Charly Martínez Toledo


 



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Escribir literatura es dejar fluir desde la conciencia un espíritu de contradicción interna; significa emerger de abismos, de pantanos y, a la vez, describir casi con exactitud esos mundos que hemos conocido, so pena de sonar trágicos o caóticos. El buen escritor es un hombre lleno de problemas existenciales, cuya esencia pretende dar a conocer al resto. En otros casos, el escritor es un hombre que ha conocido de cerca esos mundos sórdidos –quizá los ha sentido muy próximos a él- y ahora está deseoso de plasmarlos en un papel, configurándolos como historias. Pero recordemos que quienes salen de esos pantanos, o los han visto muy de cerca, no pueden evitar cierto cambio en su ser. Por lo tanto, es cierto que los artistas son seres dolientes o, en palabras de Paul Auster: “personas dañadas”.

En el caso de Bolero matancero (Ediciones Altazor, 2014), de Fernando Carrasco Núñez (Lima, 1976), los estratos más bajos o “achorados” son recreados con aguda perspicacia, aquí el autor nos muestra un mundo cuyas características y pulsiones él conoce muy bien, aunque el lector nunca sepa si Carrasco ha convivido de cerca con dicho estrato social o simple y llanamente ha extraído sus temas de la literatura misma; de este modo, en algunos momentos, cuando no se nos muestra este espacio de delincuencia, se nos pinta a unos personajes desgraciados, algunos provistos de sueños que en muchas ocasiones no lograrán alcanzar y en el caso contrario (es decir, cuando llegan a cumplir su objetivo) acarrearán consigo toda una serie de consecuencias funestas que le dan al libro un matiz desolador. Además, el libro –a semejanza de un casette antiguo- está dividido en dos lados: el lado “A”, cuyos cuentos presentan finales relacionados con venganzas y muertes; y el lado “B” donde, a pesar de presentar algunos finales esperanzadores –entendamos, según la lectura, que algunos de los personajes terminan bien–, estarán siempre rodeados de una aureola de tragedia que caracteriza al conjunto. En este caso, me ocuparé de cinco de las diez historias que conforman el corpus, haciendo a un lado las de menor valía literaria o mérito intelectual.

En “La chicha, el amor y la muerte”, un avezado delincuente es flechado por una jovencita en un chichódromo, donde resuena una estridente tonada de Chacalón. De un momento a otro, el “Choro Malacara” hará a un lado a su eventual pareja de baile para fijarse en la “chiquilla de carterita roja; de cabellera lacia y teñida de un matiz dorado; de minifalda celeste que trasuntaba sus nalgas y hacía resaltar sus piernas apetecibles; de zapatillas color rosa como dos barquitos de papel; de blusita granate que apenas resistía sus florecientes senos; y con parte de la espalda al descubierto que dejaba entrever el nacimiento de un sugestivo tatuaje en el dulce rincón donde emergían sus nalgas y que él, como buen chichero taimado, había percibido desde el inicio” (págs. 15-16). Ella está bailando acompañada por dos amigos que, según se contará después, son de su barrio. En medio de una gresca en el salón el Choro Malacara la toma en brazos para así escapar del peligro e irse a un lugar donde estarán “más tranquilos, sin tanto ruido y menos testigos y de allí lo justo pues; la lleva a una cantina de mala muerte, allí Malacara le relata su turbulento pasado, que es el quid de la historia, punto clave para entender el desarrollo de la trama y el final. Carrasco demuestra tener conocimiento tanto de la jerga lumpenesca como de las letras de las tonadas chicheras. Así, “causa”, “chicharra”, “forajida”, “chaira”, “fondeado” y “positiva” son términos que antaño solían usarse casi exclusivamente entre individuos salidos de los bajos fondos, aunque la actualidad muestre que casi todos los peruanos los utilizan. Se trata de un cuento circunstancial –donde resalta la técnica de la caja china– sin mayor sorpresa pero muy bien contado. En esta historia resalta la siguiente frase: “Parece que el destino sabe hacer bien sus tareas, ¿no crees, Malacara? Uno solo tiene que darle una manito en todo eso” (pág. 31).

“Corona de espinas” (¿acaso se hace referencia a la condición de cornudo?) sigue por ese camino canallesco y envilecido puesto que otra vez se trae a colación la temática del achorado y lumpen. En este relato, dos antiguos amigos conversan de madrugada en una pequeña cantina de mala muerte, apenas animada por la música del bolerista Lucho Barrios; de un momento a otro, uno de ellos, “El Achiote” (choro avezado), le hace saber a su compañero de mesa (“El búho”, un hombre mucho más joven) que ya conoce “su secreto”; al parecer “La Vicki”, la esposa del Achiote, mantuvo una relación clandestina con El búho, aprovechando la ausencia de su esposo, quien en esos momentos estaba preso en un penal. “El Achiote” acaba de salir de la prisión y, con su presencia, quiere darle una sorpresa a su amigo. El final no puede ser más terrible, puesto que la muerte se hace presente, aunque como una delicada insinuación, sin que el autor sea tan explícito en las últimas líneas; dentro del cuento encontramos una comparación tan bella como precisa: “A esa hora la avenida México era un tipo solitario, viejo y desaliñado, que se había dormido en el corazón de una ciudad inmensa” (pág. 54). Esta historia, como varias del conjunto, se ambienta en la madrugada, y es una de las mejores del libro.

Entramos al lado “B”, donde, en contraste con el primer segmento, encontramos finales más esperanzadores, una mayor perspicacia para rematar las historias y un nihilismo moderado. Al parecer, el autor se está dando un respiro dentro de esa poderosa maquinaria asfixiante que mueve sus demonios internos y que inquieta su pluma hasta hacerla voraz, terminando por tragarse la vida de sus personajes… al parecer, este lado “B” va por ese camino. Así, “Bolero Matancero” es una historia de renuncia, pero su trama no actúa a favor de la catástrofe, aunque se nos pinte, a priori, un panorama desolador; se trata, ante todo, de una fábula de la enajenación y del discurso desesperado de un suicida. Trama: don Emilio Garrido Amézaga es un hombre común y corriente, aficionado a “La sonora matancera”. En las primeras páginas se narran los preparativos que hace don Emilio para “despedirse” del resto de sus amigos y demás familiares dando un último homenaje a su grupo musical favorito –como hacía años antes– para después “cometer la acción que lo liberaría de aquel doloroso desasosiego nacido en su corazón en los últimos meses de su terrible soledad” (pág. 68); sin embargo, hay que mencionar un detalle: don Emilio gusta de coleccionar discos de la “Sonora Matancera”, afición que ha adquirido años atrás durante sus interminables paseos por las calles de Lima en la búsqueda de algún vinilo antiguo o “inhallable”. Esta afición –según nos cuenta el narrador, en tiempo pasado- pronto le lleva a descuidar a su familia, hasta que un día sus hijos, ya crecidos, deciden irse al extranjero para seguir sus propias vidas. Ese es el detonante: será en esos instantes de añoranza hacia los hijos que don Emilio decide darle nuevos brillos a su matrimonio y entregarle sus mejores horas de vida a su mujer, a la cual hasta ese momento ha tenido muy descuidada, debido a esa afición por los discos de vinilo, vicio que le ha impedido pasar los mejores ratos con su familia. Así, se suceden noches interminables en que la pareja baila al ritmo de los boleros de “Los Panchos” o “Los tres diamantes”, como si ambos estuvieran viviendo una nueva luna de miel. Pero luego sobreviene la catástrofe: su esposa fallece debido al cáncer y a don Emilio no le queda más que acostumbrarse a su terrible soledad, elucubrando con el pasar del tiempo ideas suicidas. Desarrollo muy bien elaborado que nos muestra a un autor ducho, “Bolero matancero” es una historia lograda, a pesar de que en ciertos pasajes adquiere el relieve de cuento plano o sencillo, sin mayor audacia intelectual. Aun así, nos deja algunas líneas resaltantes como: “Había descubierto con sorpresa y resignación que la vida consiste en ir perdiendo, poco a poco, a los seres que no se ha sabido amar a plenitud” (pág. 76), o “Porque para quien vive navegando en la oscuridad, sobre aguas inquietas y tormentosas, la muerte será siempre el puerto más esperado” (pág. 79).

“El refugio” es uno de los cuentos más intensos del conjunto, y convierte a la paranoia en una necesidad para el artista. Las preguntas que surgen luego de leer esta historia son la siguientes: ¿es la cima de la locura una condición sine qua non para el buen arte? ¿Por qué el suicidio llega a ser una vía de escape casi necesario en todo alienado? La condición humana viene casi siempre demarcada por el absurdo y lo desgraciado de existir, y esto lo podemos apreciar bien en esta historia. Cuento de catarsis, ambientado en medio del conflicto civil interno que el país sufrió en los años ochenta, nos narra la historia de alguien que ha heredado, entre otras cosas, una nutrida biblioteca y un pequeño cuadro titulado “El refugio”, por parte de un amigo suicida y paranoico. Entre los libros este sujeto encuentra un pequeño diario –supuestamente propiedad personal del difunto– donde se entera de los malestares y desazones del pintor, de sus sentimientos de culpa por retratar muchachitas desnudas (como confiesa al final del diario), de los motivos que lo llevaron a tomar su decisión, de cómo se va deteriorando su estado –mientras escucha por las noches música de Brahms o Charly Parker– o la manera cómo se siente hastiado y atacado por el mundo, llegando a tener altercados con algunas personas, entre las cuales se encuentran los invitados de la hacienda de sus suegros –en este caso el pintor cree que hablan a espaldas suyas– sintiendo el desprecio que “refulgía en sus pupilas” (pág. 90) y “las sonrisas mal disimuladas” (pág. 90), o con un grupo de empleadas que se han reunido en un parque cercano a la casa donde él vive, lanzándoles “una mirada inyectada de odio al punto que las insultaba, furioso” (pág. 95); de esta manera el lector hará suyo ese ambiente asfixiante que Carrasco sabe delinear bien, metiéndonos muy dentro de la historia, haciéndonos “sufrir” con el protagonista y sus desgracias. Además, encontramos frases de un nihilismo absorbente como: “El trabajo artístico puede ser un buen refugio, pero es efímero y, ante la realidad, vulnerable” (pág. 93),  o también: “Un cuerpo exhausto y una conciencia infestada de recuerdos perniciosos acogen a la muerte sin miramientos. Es más, se dirigen a ella como  a un cálido refugio, así como lo hace el viajero, quien una noche procelosa de invierno se ha extraviado en medio de una ciudad desconocida” (pág. 93). Será justamente durante sus crisis paranoicas que nuestro querido pintor suicida concluye “El refugio”, un lienzo “de matices oscuros y una perspicaz combinación de colores y sombras”, de esta manera el texto constituye un retrato vívido de las dolencias sufridas.

El siguiente cuento es, quizá, el más terrible del conjunto, y otra vez aquí la muerte acecha en cada párrafo, coqueteando con los personajes, pero acaso ésta se haga una realidad tangente al final –otra vez matizado con ese elemento sorpresa que es tan característico en las narraciones de Carrasco–. Así, empezando por la mitad de la historia, “Un cuento simiesco” narra las aventuras y desventuras del pequeño mono Maitín, mascota de una pareja de recién casados (regalo de un tío bohemio), que en un comienzo atrae la atención de María del Rosario (la esposa), quien lo llena de mimos y halagos, “como si se tratara de un niño que acababa de nacer: no había animalito más mimado que Maitín” (pág. 116); enseñándole a cantar al ritmo de las rancheras de Pedro Infante o Jorge Negrete, o a mandarle besitos volados a las chiquillas de la cuadra; sin embargo, la catástrofe sobreviene con la venida al mundo del primer bebé de la pareja puesto que la mujer hace a un lado al mono, desplazándolo de su lugar privilegiado, sintiéndose este marginado y rechazado llegando al extremo de, en su momento más crítico, proferir gritos o hacer jirones la ropa de su ama. Anteriormente Maitín ya ha probado el sabor del deprecio de parte del cónyuge (José Alfredo), un militar odioso que no se encariña con la nueva mascota, al contrario, llega a propinarle golpes en las orejas o darle de comer piedras en forma de huevos de codorniz, que era el alimento que más le gustaba al indefenso animal; el peligro ronda por varios de los pasajes de “Un cuento simiesco”, tentándonos a seguir con la lectura, enseñándonos el  lado más tierno de la conciencia humana o demostrándonos hasta dónde puede llegar el sinsabor y la renuncia de una mascota, y nos lleva a preguntarnos otra vez lo mismo: ¿acaso tienen una conciencia muy desarrollada los animales? Al parecer, esta pregunta ya tiene su respuesta, si observamos los casos que ocurren a diario con animales de todo tipo, cuando vemos cuál es su comportamiento respecto de, por ejemplo, los niños, o su repuesta ante situaciones extremas o de un estrés agobiante. En realidad, esto ya no constituye ninguna novedad. A pesar de todo, la crítica que le haría a esta historia es su final poco verosímil o demasiado forzado, haciendo que el lector no se crea el desenlace, aunque por un momento nos deje estupefactos, dejando bien en alto los méritos del texto, opacando los posibles deslices que encontremos.

El libro en general nos muestra con claramente que su autor ha hecho gala de su oficio, no queriéndonos sorprender con algún argumento inesperado o una vuelta de tuerca en los cuentos, los cuales casi siempre van de la mano con un tema musical o alguna tonada. Eso es la buena literatura, un arte por transgresión, un arte revolucionario, que debe dejarnos estupefactos o sorprendidos, deseosos de recibir una nueva realidad, abriendo nuestra conciencia a otros horizontes. No me queda más que decir al respecto, sólo añado algo: este libro cumple con su función distractiva. El resto de la historia ya la escribirá el lector.



 



 

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