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VISITACIONES

Fernando Carrasco Nuñez
De "La Muerte y Otras Traiciones". Hipocampo Editores, 2009

Para María Lequernaqué


I

Mario oye el chirrido de los goznes de la puerta y, extrañado, aparta la mirada del libro que está leyendo en la penumbra de la sala. Comienza a temblar. La luz mortecina del lamparín le permite entrever, con los ojos dilatados, la enorme puerta principal de la casa que ha comenzado a abrirse muy despacio. Percibe un vaho tibio extendiéndose por toda la sala. Permanece absorto unos segundos, pero al instante el miedo comienza a disiparse y siente que una grata sensación lo va envolviendo al punto que descubre el rostro de Mariella asomándose tras la puerta. Se pone de pie con rapidez. Mario ha esperado esa visita con mucha ansiedad.

—Hola, Mario —dice la muchacha con una voz dulce y delicada que él recuerda con ternura—. Ya estoy aquí. ¿No te parece que esto está muy oscuro? Al menos corre algunas cortinas o enciende las luces. Apaga esa lámpara, Mario.
—No, déjalo así. No enciendas las luces, por favor. A mamá no le gusta. Ya la conoces. Acércate. ¿Sabes que me alegra tu presencia, Mariella? Te estuve esperando mucho tiempo —Mario le aproxima una silla—. Toma asiento, por favor.
— Gracias, Mario. Pero cuéntame, ¿cómo te trata la vida?
—Todo es muy difícil. Es insoportable lo que estoy pasando. ¿Sabes? El infierno está en esta misma vida. Salvo la abuela, nadie quiere comprenderme. Nadie quiere perdonarme, ni siquiera la pequeña Florcita.
—Ya olvídate de eso, Mario. No debes causarte más daño. Ahora dime, ¿para qué me requerías con tanta urgencia?
   De súbito, Mario comienza a temblar nuevamente. Mira hacia los costados, estremecido. Se muerde los labios. Siente un ligero mareo y se sujeta del borde de la mesa. Aparta un poco el vaso de agua que estaba bebiendo y luego fija su mirada en el tubo del lamparín.
— Quisiera que me perdonaras, Mariella —Los ojos de Mario comienzan a llenarse de lágrimas—. En realidad, yo nunca quería alejarte de mí. Todo se dio en forma inesperada. Te extraño mucho. Estoy muy arrepentido, lo juro.
—No debes llorar en vano, Mario. Lo que sucedió, tal vez como dijeron muchos, me lo busqué yo misma —Mariella lo acerca hacia su pecho y le acaricia los cabellos—. Si yo no hubiera sido tan amiguera nada hubiese sucedido. Tú nunca hubieras dudado de mí.
—Pero si yo no te hubiese descuidado tú nunca te habrías metido con ese tipo, y nada malo te hubiera pasado después.
—Yo nunca me metí con nadie, Mario. Entiéndelo de una vez. Siempre te amé solo a ti. Tú cambiaste después del accidente de tu familia. Te culpabas por lo sucedido. Mirabas cosas que no existían. Dudabas de todo y de todos. Poco a poco te fuiste alejando de mí y me dejaste de querer. Lo más sensato era culminar nuestra relación, pero yo me aferraba a ti ciegamente. Después todo empeoró y terminamos. Lo que sucedió luego conmigo no fue tu culpa. Yo me lo busqué y punto.
—No debí descuidarte nunca, Mariella. Perdóname, por favor —Mario suspira, se muerde los labios y recuesta su rostro en el regazo de la muchacha.
—No tengo nada que perdonarte. No guardo ningún rencor por ti, ni por nadie—. Mariella levanta el rostro de Mario con ambas manos, y le mira los ojos anegados por las lágrimas. Luego le besa los labios con ternura y deleite.
        Mario oye ruidos que llegan del segundo piso y se aparta aterrado de Mariella. Queda en expectante silencio mirando la escalera que lleva hacia las habitaciones de la segunda planta. Al poco rato descubre con recelo que su madre comienza a descender la escalera lentamente, ayudada de un bastón. A Mario le perturba mucho el crujir de las maderas. Se tapa las orejas con ambas manos. Cuando su madre llega al primer piso, siente que ella lo hiere furiosamente con la mirada.

— ¿Ya estás bebiendo otra vez? — le increpa con aspereza.
—No, madre. Ya no bebo desde hace mucho tiempo. Usted lo sabe.
— ¡Ya cállate y deja de hablarme como un imbécil!
—Está bien, madre… Perdóneme, por favor.
—No te perdono nada, idiota. Nunca te perdonaré lo que nos has hecho.
  
      Mario observa a su madre marcharse hacia la cocina rengueando sin haber posado un instante sus ojos en Mariella.

—Ya ves, Mariella. Todos los días la misma escena. Siempre me recuerda la noche del accidente y me acusa de estar bebiendo. Aunque ella sabe que he dejado la bebida hace mucho. Ya no bebo, te lo juro.
—Lo sé, Mario, lo sé —Mariella le acaricia la mejilla.
—Todos los días es lo mismo. Cuando vuelva la abuela se lo diré. Ella no cree que mi madre aún se niegue a perdonarme. No me cree nada.
—Creí que tu abuela ya no estaba aquí, Mario.
—No, Mariella, la abuela sale a trabajar muy temprano todos los días y vuelve al morir la tarde. Yo la espero en casa siempre. Ella no permite que la acompañe. No permite siquiera que me acerque a la calle. Cuando vuelva le diré todo lo que mi madre me ha dicho ahora.
—Aún está resentida contigo, pero ya se le pasará, Mario. Todo es cuestión de tiempo.
— ¡Pero ya ha pasado mucho tiempo! ¿Cuánto más debo esperar? —Mario se exaspera y se incorpora bruscamente, arroja el libro contra uno de los cuadros que adornan la enorme sala de la casa. El vaso de agua se vuelca sobre la mesa y el lamparín se tambalea un instante. Mario enrumba tembloroso hacia la cocina; sin embargo, se detiene a medio camino y se deja caer sobre las maderas del piso.
—¡Esto es el infierno, Mariella! —grita una y otra vez. Se coge la cabeza, se muerde los labios y comienza a llorar.


II


— ¿Oyes la canción?
—Sí, Mario. Es un vals muy antiguo.
—Es papá. Casi nunca quiere bajar de su habitación, pero todos los días, a esta misma hora, pone ese disco a todo volumen.
— ¿Por qué?
—La noche del accidente discutíamos, pues yo quería que quitara esa música del auto. Esos valses viejos nunca me gustaron. Ahora, cada vez que la abuela sale de casa, él aprovecha para agobiarme. Es su manera de culparme por lo que pasó esa noche.
— ¿Entonces la discusión propició el accidente?
—No fue ningún accidente, Mariella. No, no. Sí fue un accidente. Claro que fue un maldito accidente. Pero se produjo porque yo fui a recogerlos de su reunión algo embriagado. Por eso perdí el control del auto… y ahora ninguno quiere perdonarme.
—Ya te perdonarán. No llores nuevamente, por favor.
 — Está bien, ya no lloraré. Pero dime, ¿ahora escuchas esos ruidos? ¿Los oyes?
—Sí. Los oigo.
— Han comenzado a bailar. Ahora no se detendrán por más que grite una y otra vez. Ojalá Florcita vuelva pronto del colegio. Ella suele venir al mediodía.
— ¿La pequeña no está en casa?
— Ya debe de llegar. Aunque ella también se muestra enojada conmigo, a veces logra detenerlos y viene a hacerme compañía, aunque no me dice nada. Se sienta a mi lado y permanece callada todo el tiempo.
—Bueno, entonces no te preocupes. Ya llegará Florcita o tu abuela.
—Pero esos ruidos me molestan y la canción me desespera terriblemente. Me recuerda la noche del accidente. Los gritos, la sangre, el fuego…
—No los oigas, Mario. Olvídalo todo.  Mejor acércate y bésame como antes. Ven.
—No, suéltame. ¡Qué pretendes!
—Ven, Mario. Ven a mi lado. Tú quisiste que viniera, ¿lo recuerdas?
—Sí, pero yo solo quiero que me perdones, que también me dejes en paz.
—Ya te he perdonado, mi amor.
—No me hables de esa manera. Pareces una mujerzuela. Por eso te pasó lo que te pasó. Yo no tengo la culpa de nada.
— Claro, Mario. Tú no tienes la culpa de nada. Yo soy la única culpable. Ven. Ven conmigo.
— Nooo ¡Vete de aquí! ¡Vete! ¡Vete yaaa! ¡Váyanse todos de una maldita vez!


III


Mario observa que la sala de su casa está hundida en una densa oscuridad. Apenas logra percibir los muebles más grandes. El silencio también ha calado en cada resquicio. Pero siente un extraño olor que lo cubre todo, un olor como a tierra reseca que le inunda los pulmones. De pronto, nota que la puerta principal se abre lentamente y un chorro de luz riega una parte del amplio salón. Ve que su abuela recorre con la mirada todo el lugar y lo descubre acuclillado en un rincón.

— ¿Qué haces allí, Marito?
—La estaba esperando, abuela. Y la mecha de la lámpara se acabó.
—Pero te he dicho, muchacho, que enciendas las luces de la casa.
—Es que mamá…
—Nada que mamá. En esta casa mando yo. No lo olvides.
—Está bien, abuela, pero…
—Y ya déjate de esas tontas historias.
—Pero abuela hoy mamá también me reprochó lo de siempre. Y hasta se mostró algo grosera con Mariella.
—¿Mariella?
—Sí, abuela, mi antigua novia Mariella. ¿La recuerda?
—Claro, claro que la recuerdo. Esa muchachita también te trajo muchos problemas y sufrimientos. ¡Así que ya olvídala de una vez!
—Después comenzaron a bailar en su habitación, abuela, como siempre lo hacen.
—¡Ya basta, Mario! ¿Hasta cuándo te vas a seguir martirizando por la muerte de tus padres y Florcita? Ellos ya no están. ¿Entiendes? Ya no están más. Lo del accidente no fue culpa tuya. Esa noche estuvo lloviendo y por eso el auto resbaló. Todos sabemos que no fue culpa tuya, hijo. Debes superar ese problema. Así como debes olvidar de una vez por todas a esa muchacha.
—Ella también vino a visitarme, abuela. Y yo le pedí que me perdonara por todo.
—Mira, Mario, las cosas ya se dieron y no hay vueltas que darle. Tú sabes que ella se lo buscó por andariega. Recuerda que ella te engañó. ¿Recuerdas? Tú mismo me lo contaste. Por eso yo te ayudé a ocultarlo todo aquella vez. Una mujer así no vale la pena, hijito. Tú no eres culpable de nada, corazón. Deja de mortificarte ¿sí?
—Pero, abuela…
—¡Y ya basta de estas cosas he dicho! ¡Me perturbas, hijo! Si continúas con estas historias tendré que regresarte al nosocomio adonde fuiste a parar después del accidente.
—No abuela, por favor. No quiero volver a ese lugar. A ese lugar no. Yo ya estoy curado. Ese lugar es peor que el infierno. Lo juro, abuela, es peor que este maldito infierno…
—Basta, muchacho. Cállate. Tranquilízate. ¡Basta he dicho! ¡Deja de gritar! ¡No te me acerques! ¡No te me acerques más! ¡Aléjate de mí!

      Mario continúa gritando una y otra vez. Recorre por todo el salón como persiguiendo una sombra. Tumba la mesa, las sillas. Patea el libro, las paredes. Se tira de los cabellos, se muerde los labios. Golpea su cabeza contra la pared. Y de pronto la puerta se abre estrepitosamente. Tres enfermeras y un médico ingresan a la habitación. Le inyectan un sedante.

—El muchacho está peor que nunca, doctor. Estuvo hojeando un libro muy tranquilo y de pronto comenzó a encender y a apagar las luces hasta que terminó a oscuras. Después empezó a llorar, a imitar diferentes voces, pero terminó gritando y tumbándolo todo, como puede ver.

—Es un caso difícil. Debemos tener mucha paciencia. El muchacho ha perdido a toda su familia. Sus padres y su hermanita murieron en un accidente automovilístico donde solo él sobrevivió. Al poco tiempo sus traumas y los celos lo empujaron a matar a su novia. Ocultó el crimen gracias a la ayuda de su abuela, pero ahora que también la ha asesinado brutalmente se ha descubierto todo. Aquí lo tendremos durante mucho, mucho tiempo.


* * *

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Fernando Carrasco Nuñez: Siguió estudios de Educación en la Universidad Enrique Guzmán y Valle, La Cantuta, y continuó una Maestría en Literatura Peruana y Latinoamericana en la UNMSM. También ha realizado un Diplomado en Didáctica de las Ciencias Pedagógicas.

Ha sido ganador y finalista en diferentes concursos literarios como los Juegos Florales de la UNE (1997), Juegos Florales de la UNMSM (2003). Concurso de Cuento Alfredo Bryce Echenique (2003). El 2006 publicó el libro de relatos Cantar de Helena y Otras Muertes, libro finalista en el Segundo Concurso de Cuento y Poesía Dedo Crítico 2004. Ha dirigido un taller de cuento en la Universidad La Cantuta. Sus textos de creación y ensayísticos han aparecido en revistas especializadas como San Marcos, Dedo Crítico, Ínsula Barataria, Sieteculebras, Arteidea. Letra Muerta, Sol de Ciegos, entre otras. Su obra narrativa ha sido considerada en las antologías: Mural de Palabras 2. Narraciones Peruanas (2009), Nuevos lances, otros fuegos. Narradores de los últimos años (2007), Abofeteando a un cadáver. Antología de literatura bizarra. (2007) y en Doce Cuentos en Letra Muerta (2006). Se dedica a la docencia en diferentes instituciones particulares.


 

 

 

 

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