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Con Evtushenko en la Patagonia


Por Francisco Coloane

Publicado en El Siglo, 21 de enero de 1968


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Desde la Universidad de Chile me pidieron, en vísperas de Pascua, que acompañara al poeta soviético Eugenio Evtushenko a un viaje al sur de Chile. Ante la importancia del personaje y la nostalgia de una tierra siempre querida, dejé las fiestas familiares de fin de año y me embarqué en la aventura sin pensarlo dos veces.

Partimos en la mañana del 23 de diciembre en un avión DC-6 de LAN, comandado por Sergio Dekanel Chirkoff, joven aviador chileno de origen ruso, quién, desde su cabina de mando saludó al poeta en su propio idioma. Esta fue mi primera sorpresa del viaje, y el poeta me la remató con humor: "es un espía ruso y el avión va a virar luego hacia la Unión Soviética". Nuestros asientos quedaban cerca del comando y más tarde el aviador vino a conversar con el poeta, pues se habían conocido en un viaje a Antofagasta.

Al ver que saco mí libreta y anoto, Evtushenko exclama: "Yo creía que venía con un amigo y ahora veo a un periodista". Luego habló con una señora que venía frente a nosotros y le preguntó por algo que llevaba envuelto "Es una pintura", le dijo la señora, "un regalo de Pascua, son rosas". "Rosas, rosas de Pascua", repitió el poeta como para sí, y volvió la vista hacia la ventanilla, por la vastedad del espacio.

Abajo estaba nublado, no se veía la tierra. Arriba el sol rutilaba sobre los dos motores izquierdos como si fueran dos pequeños aviones que nos acompañaran. El poeta se durmió y despertó sólo cuando atravesábamos el lago José Miguel Carrera, que en su parte argentina se llama Buenos Aires. Le expliqué que el frágil paso de nuestra frontera, camina, como Jesús, sobre las aguas.

La Patagonia estaba despejada y su pampa gris ocre se perdía por el horizonte del Este en una bruma azulenca. De cuando en cuando, una laguna o un ojo de agua verdoso o amarillo, como grandes ágatas diseminadas entre los turbales. Después la recta infinita de un camino, y más allá un cruce, que me hace recordar un lugar de triste nombre, "Lorenzo Desgracia". Se lo digo al poeta pero él parece no escucharme. Comprendo, prefiere el lenguaje silencioso de la vastedad patagónica.

La señora le pregunta por la pulsera que lleva en la mano izquierda. Le dice que es un regalo de un jefe esquimal y se la saca enseñándosela. Está hecha con marfil de dientes de morsas. Son osos blancos que descansan sobre témpanos cuadrados, la talla es tan fina que hasta se notan las garras negras de los osos sobre la blancura marfileña.

Cuando avistamos el Estrecho de Magallanes me dice "estamos a 30 mil kilómetros de mí tierra, el lago Baikal". Eran las 13:25 cuando sobrevolamos Cabeza del Mar, luego una de las angosturas del Estrecho. Le señalo la Tierra del Fuego, la Isla Magdalena con su faro en un extremo y aterrizamos después de cinco y media horas de vuelo en el aeródromo de Chabunco. A la salida del avión tuvimos que tomarnos de la barandilla porque había un viento de 85 kilómetros por hora. "Esta es la Patagonia", le dije.

Punta Arenas estaba sonrosada, como siempre en verano, sonriendo con el milagro de su civilización y de la vida en la ciudad más austral del mundo, con sus 65 mil habitantes cerca del lugar donde en el siglo XVI murieron de hambre 400 españoles en el primer intento de colonización del Estrecho por Pedro Sarmiento de Gamboa.

Los amigos magallánicos empezaron a festejarnos desde temprano con centollas, cholgas y robalos. En la noche repechamos la calle Errázuriz, en el faldeo del cerro de La Cruz, hacia el tradicional barrio de vida nocturna. Al alba, que en esta época ocurre luego de la medianoche, el poeta me pidió que lo acompañara hasta la margen del Estrecho, mojó sus manos en el mar y se las llevó a sus labios. "Diez grados, vámonos, tengo frío", me dijo. Un resplandor violáceo se hizo patente sobre las aguas del Estrecho, y allá, detrás del lomo de la Tierra del Fuego, que se perdía enroscándose como el de una serpiente hacia el Atlántico, aparecieron un montón de chispitas de oro. Una gaviota solitaria pasó volando pausadamente hacia la aurora. "En ruso se llama ´cheica´", me dijo. Alcanzamos a ver a la ligera el museo regional de los salesianos antes de partir para Última Esperanza, invitados por la Sociedad Ganadera de Magallanes, a petición de la Universidad de Chile. Le muestro el famoso pedazo de la piel del milodón cuyas cerdas rojizas aún están enhiestas y vivas entre los gránulos amarillos del fósil que vivió en la Patagonia hace 10 mil años. Hay también un oscuro trozo de su lengua petrificada. De la fauna marina, le llama la atención un albatros gigante, cuyas blancas alas abarcan varios metros del techo. La reconstitución de los toldos de los indios patagónicos y fueguinos, sus arcos, sus flechas, sus trampas de caza y utensilios domésticos de una civilización primitiva alcanzada alrededor de un animal, el guanaco, y de una gramínea, el pasto coirón, que hoy alimenta al "guanaco blanco", como el aborigen llamó a la oveja llevada por el extranjero que exterminó a Winchester y estricnina al indio y su civilización.

"¿Sabes por qué mataron a estos indios?". me pregunta Evtushenko, y él mismo se contesta: "¡Porque eran demasiado altos!. El mide 1.92 mt. Los antiguos viajeros cuentan que los patagones median más de 2 metros.

Dejamos a Punta Arenas poco después del mediodía del sábado 24 de diciembre en compañía de Jorge Babarovic, funcionario de la Sociedad Ganadera, del poeta y periodista de "La Prensa Austral", Marino Muñoz Lagos, y del chofer Celedonio Mayorga. Hicimos una parada en el hotel de Cabeza del Mar, donde al servirnos un refresco el poeta pregunta al dueño, un español, si hay allí pingüinos. Vienen de vez en cuando le contesta. y nos cuenta el siguiente hecho curioso: él crió una pareja de pingüinos en un cajón. Salían al mar a menudo, pero siempre volvían a dormir en el patio de la casa, hasta que una vez no regresaron más: pero cuando menos los esperaba, después de un año, llegaron. Volvieron a partir, y nuevamente regresó uno solo, esta vez con una cría.

El camino de Punta Arenas a Puerto Natales tiene 254 kilómetros, y su naturaleza esteparia cambia a la altura del Morro Chico, desde donde empiezan a surgir las puntas de monte que se hacen bosque alto al llegar al rio Rubens. En el portezuelo del cordón Arauco le pedí al chofer que detuviera la camioneta y desperté al poeta que dormía. Abrió los ojos y los paseó como el fanal de un faro sobre la grandeza de un paisaje que yo considero uno de los más extraordinarios del mundo, pues desde ese alto umbral se columbra toda la inmensidad geográfica del seno de Última Esperanza, una especie de Estrecho de Magallanes frustrado, que no alcanzó a salir al Atlántico detenido por el monte Balmaceda, cuyas laderas están acuchilladas por dos canales glaciares milenarios. Después de un rato el poeta me dice con acento ruso "estupendo".


LA CUEVA DEL MILODON

A 29 kilómetros al noreste de Puerto Natales está la cueva del Milodón: pero antes, subimos a la Silla del Diablo, unas rocas de extraña arquitectura. Son como torres cuadradas, superpuestas, en un claro de pampa boscosa, donde los robles retorcidos por el viento dan una misteriosa sugestión al paraje. Subirnos a la cumbre de la roca mayor, la Silla del Diablo, que termina en una meseta: pero no podemos aguantarnos en su superficie, pues el viento es tan fuerte que nos voltea y tenemos que caminar a gatas en busca de un refugio.

La selva ha sido quemada y talada con una inconciencia inconcebible; pero los robles han retoñado de nuevo, imponiendo a pesar de todo, la voluntad de la vida sobre la acción destructora del hombre.

A poco andar llegamos al pie del cantil del cerro Benítez, de 550 metros de altura sobre el nivel del mar, donde se abre la gran bocaza de la famosa Cueva del Milodón, excavada en su interior: 155 metros sobre el nivel marino. Tiene 40 metros de alto, 100 de ancho por 200 de largo, según nos informa Babarovic.

Cuando penetramos en la umbría de cuyo techo penden las estalactitas, Evtushenko exclama: "Esto es una fábula. No puedo creer lo que estoy viendo". En efecto, los ámbitos son de una impresionante sugestión misteriosa. Las paredes combadas como las de un gran hangar bajo la tierra, una extraña catedral o un colosal refugio antiaéreo. A una veintena de metros del amplio dintel se levanta un muro de rocas que, según la teoría de Rodolfo Hauthal, que fue el primer paleontólogo que hizo allí excavaciones a fines del siglo pasado, servía de corral para encerrar al "Gripotherium Domesticum" o neomilodón, un megatérido gigantesco, del cual se alimentaba el hombre interglacial de la Patagonia. En sus excrementos hallados a 2 metros de profundidad, el carbono 14 ha determinado 10 mil años de antigüedad, recientemente. Junto a los restos del milodón se hallaron los huesos de un gran tigre, un cánido, un camélido, un oso y un pequeño caballo alazán, antepasado del actual que provino del Asia.

El muro divide a la caverna en dos cuerpos, siendo el del interior de una gran armonía arquitectónica, una especie de medio punto romano que desciende con gran solemnidad y amplitud. El viento sigue soplando en la entrada, pero no traspasa el muro, sino que se revuelve retorciendo los ramajes de los robles y haciendo crujir sus troncos. Pero adentro, en la semipenumbra del fondo, hay tranquilidad y silencio. "Pancho, ¿no tienes miedo de algo?", me dice de pronto el poeta. Le contesto que no. "Yo si", me replica. Lo dejo solo. Son como las ocho de la tarde y afuera el día está aún muy claro. Babarovic y Marino se han perdido por otros rincones de la caverna. Salgo al umbral prehistórico y el cielo está cargado de grandes nubes negras que pasan desgarrándose por el viento. En la pared de la derecha, arriba, veo empotrada una estatuilla de la Virgen María en una pequeña gruta guarnecida por una rejilla de hierro, tal vez para que no se la lleve el viento.

Nos hospedamos en una hostería de la Sociedad Ganadera, que está a sólo 15 kilómetros de la cueva del Milodón. Confortables casas rodeadas también de robledales salvajes; pero adentro nos recibe un roble tronchado que imita un pino europeo como árbol de Pascua. Copos de algodón semejan nieve, estrellitas de metal y ampolletas de colores nos saludan parpadeando. Cercano a él un matrimonio inglés de cierta edad beben en silencio su whisky.

Cuando atravesábamos hacia la casa donde están nuestras habitaciones, le señalo al poeta en la alta noche a la Cruz del Sur y las Nebulosas de Magallanes, pero él me habla de las estrellas rusas y de los ojos de Gala. En la escalera de gruesos troncos de roble nos deseamos todos "felices pascuas".


LAS TORRES DEL PAINE

Al día siguiente atravesamos por las praderas de la estancia Cerro Castillo, que son una transición entre la abrupta naturaleza de la Patagonia occidental y la pampeana de la Oriental. Allí nos recibe un fuerte viento del Oeste que hace temblar a la camioneta. Tenemos una pequeña panne eléctrica en el motor y mientras la arreglamos el poeta sale a los coirnales que se sacuden al viento como el oleaje de un mar de acero verde. "Quiero sentir el viento" me dice, y en plena pampa levanta los brazos con alegría y los mueve como si galopara en un caballo invisible.

Dejamos la cordillera Baguales a la derecha y penetramos de nuevo en las abruptas ondulaciones precordilleranas que llevan al macizo del Paine, cuyas tres torres características dominan los contornos. Las rocas del camino nos van hablando con elocuencia dramática de los cataclismos volcánicos que les dieron origen. En el puente colgante sobre la catarata por la que desemboca el lago Nordenskjold al Pehoe me encuentro con una sorpresa que me toca íntimamente: una placa de bronce explica que el puente se llama Werner Gromsch, en homenaje a su afición por las exploraciones, y que fuera mi profesor de inglés en el Liceo de Punta Arenas, hace más de 40 años.

El viento corre a 80 kilómetros por hora, con rachas de mayor o menor intensidad, arrancando de la cascada cortinas de agua que se esparcen al aire con tornasolada belleza. En el lago Pehoe se levantan trombas de agua que pasan rugiendo como el "temish", el legendario tigre de los lagos, de que hablaban los indios tehuelches.

Nos quedamos absortos ante el espectáculo del viento y las aguas en su loca creación artística. El río que sigue a la cascada se convierte a ratos en un rosal estremecido, donde el viento deshoja pétalos y los pulveriza en una bruma blanquecina que va cambiando de tonos según los verdes del agua o los azules del cielo, desgarrados por nubes tempestuosas, por lluvia, viento y sol. De pronto se oye el trino de un pajarillo y las florecillas rojas y amarillas se sostienen con su ternura temblante al borde de los abismos. Cruzamos el puente colgante cada uno con su sinfonía interior y exterior. ¿De qué hablar si esa naturaleza salvaje lo esta diciendo todo?



 

 

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