“HARÉ QUE DIOS EXISTA” [1]: CLAUDIO BERTONI
Y LA TEOLOGÍA NEGATIVA[2]
Felipe Cussen
Universidad de Santiago de Chile
felipecussen@gmail.com
REVISTA CHILENA DE LITERATURA /
Abril 2012, Número 81, 5 - 24
.. .. .. .. .. .. .. .
RESUMEN / ABSTRACT
Luego de revisar la recepción crítica de Claudio Bertoni, recojo las numerosas menciones
y reflexiones en sus entrevistas que explicitan la influencia de la teología negativa. A partir
de allí, analizo la presencia de dicha perspectiva religiosa en su poesía, y esbozo algunas
interpretaciones que permitirían entender su obra escrita (y también plástica) como un intento
por dar cuenta de su compleja relación con Dios mediante la precariedad y la desesperación.
PALABRAS CLAVE: Claudio Bertoni, poesía chilena, poesía religiosa, teología negativa.
After an examination of Claudio Bertoni’s critical reception, I pick up numerous mentions
and reflections in his interviews that make explicit an influence from negative theology. From
there, I analize the presence of that religious perspective in his poetry, and I outline some
interpretations that would allow to understand his written (and also plastic) work as an attempt
to show his complex relationship with God through poverty and despair.
KEY WORDS: Claudio Bertoni, Chilean Poetry, Religious Poetry, Negative Theology.
1
En una “Carta abierta a Claudio Bertoni”, publicada en 1994, Eduardo Llanos
intenta establecer una posible familia literaria para este poeta (en la que
incluye al “casi desconocido Roberto Bolaño”[3]
), y termina recomendándole:
“tu obra hace muy bien lo suyo y no necesita defensas académicas” (39).
Ciertamente, su producción no ha necesitado de tal ayuda para ocupar un
espacio importante en el campo cultural chileno: en los últimos años este
autor ha publicado una serie de libros y hasta una abultada antología (Dicho
sea de paso), ha reeditado su inencontrable primer libro (El Cansador
intrabajable), ha comenzado a publicar sus cuadernos de anotaciones (Rápido,
antes de llorar y ¿A quién matamos ahora?), ha recibido becas y premios, y
ha contado con un fervoroso público, en especial de lectores no habituales
de poesía. La crítica periodística, por su parte, lo ha seguido con interés y le
ha otorgado una aceptación bastante generalizada, obnubilada la mayoría de
las veces por los avatares existenciales del personaje (la “mitología Bertoni”,
como la llama Álvaro Bisama (prólogo a Bertoni, 7)): prácticamente no hay
reseña o entrevista que no comience contando que es hippie, que vive en
Concón, que recoge zapatos [4]
y que es “calentón”. El propio Bertoni se ha
encargado también de reforzar esta asimilación al plantear su poco pudoroso
proyecto: “He escrito mi vida no más. Como un diario de vida” (Careaga,
párr. 6). Igualmente, ha insistido en que la justificación de su escritura es
básicamente terapéutica: “Tengo una relación con lo que escribo y con todo
lo que hago, de absoluta necesidad. Me sirve para aliviarme de lo que me
sucede” (Guerrero 7), y que responde a una necesidad natural, no intelectual: “Yo escribo para aliviarme o descargarme de lo que me ocurre” (Matus 6); “jamás me [he] acercado a una hoja sin tener nada que escribir. Es como ir
al baño sin ganas de cagar. Escribo porque tengo necesidad de decir lo que
me pasa” (Agosin, párr. 3), y así lo corrobora el epígrafe de María Zambrano
escogido para abrir su antología “No se escribe ciertamente por necesidades
literarias” (Bertoni, Dicho sea 15). A partir de esa subordinación, muchas
veces siente vergüenza de escribir: “Lo considero una ridiculez” (Bertoni, Veinticinco años 22); “Un libro vale callampa” (Symns 110), porque advierte
que la escritura se queda atrás al intentar dar cuenta de la fragmentariedad
de la realidad: “¡un libro con la realidad no se tocan ni el día de la pichula!”
(Bertoni, “Las cintas”). También (y para placer de algunos entrevistadores,
como Enrique Symns, que se jactan de conseguir que un escritor no hable de
literatura [5]), se manifiesta distante de “todo ese embrollo teórico y conceptual
que intenta describir como se escribe y qué sé yo” (Agosin, párr. 5) y prefiere,
frente a las creaciones propias o ajenas, enmudecer; cuando le preguntan si
hay que callar delante de los poemas, responde: “Absolutamente”, puesto que
todo comentario externo al poema sería redundante respecto a su contenido: “es como que la crítica no sirve para nada” (Warnken).
Me temo que estas nada inocentes aseveraciones han contribuido a desactivar,
o al menos simplificar, posibles análisis más extensos y profundos a esta obra [6],
y quizás por eso no sorprende la escasa atención que, a diferencia de la prensa,
le han prestado los investigadores académicos[7]. Ha primado la imagen de un
autor ingenuo, descuidado y chistoso, pero sin grandes pretensiones. Quizás
influya que tampoco haya querido participar en el continuo reality show que
nuestros vates y docentes desarrollan cotidianamente en glamourosos y no tan
glamourosos cócteles, lanzamientos de libros o congresos de poesía. Quizás
sea una dificultad adicional que este autor no resulte demasiado funcional[8]
para la aplicación de las categorías propias de los estudios culturales o de
género tan en boga: Bertoni es blanco, es hombre, es heterosexual y, ya lo
sabemos, ostentosamente falocéntrico... Quizás haríamos bien en pedirle que
dejara de hablar y se hiciera a un lado, como pidió su admirado Diógenes a
Alejandro Magno, para que no nos tapara otros aspectos más sustanciosos de una propuesta que, tal como viene advirtiendo Rodrigo Pinto desde hace
bastantes años, resulta “engañosamente fácil” (59). Quizás sería mejor
escuchar con más atención sus declaraciones y rastrear más conscientemente
las numerosas referencias literarias, musicales o filosóficas que pueblan su
obra poética, que nos muestran a un ocioso bastante refinado, empeñado en
informar al lector, con la misma espontaneidad que transmite sus peripecias
más banales, de su amplia red de referencias: “para mí la cita es de absoluta
necesidad. Si un tipo que ha vivido en un bosque se pone a escribir, colocaría
el nombre de todos los pájaros y árboles. Mi vida está relacionada con el arte
y la literatura. Todo lo que he hecho en mi vida es escribir y leer. Entonces,
lo que a otros les parece culterano, que es cierto porque está en el mundo
de la cultura, para mí es natural” (Matus 6-7). En este ejercicio podríamos
descubrir que estamos frente a un lector obsesivo de asuntos religiosos, como él mismo declaraba en 2006: “Si reviso los libros que he leído en los últimos
diez años, son puros libros de religión y de temas filosóficos que tienen que
ver con eso” (Donoso 73)[9]
.
Surge, entonces, otro problema, que es el que pretendo ir cercando: la
consideración que prima en nuestro medio respecto a una posible poesía
religiosa suele asociarse principalmente a la ortodoxia católica (y en ocasiones
a formas de expresión popular de ésta), y su hermenéutica queda relegada
a la buena o mala voluntad de algún cura. Preferimos ocupar la palabra “mística” para hablar del desempeño de un equipo de fútbol o a la especial
relación entre los bailarines de algún programa televisivo, antes que de la
cualidad de un poema. Y es así como se nos pasa de largo que entre tantos
beatos golpeadores de pecho y blasfemos de kindergarten[10]
, Claudio Bertoni es uno de los escasos poetas chilenos contemporáneos que ha incorporado
de manera profunda la reflexión teológica en su obra creativa.
No se puede negar, por cierto, que muchos críticos han mencionado este
aspecto de su obra, pero básicamente se remiten a su evidente cercanía con
el budismo zen (Bisama, en especial), y obvían profundizar en un panorama
más cargado, en el que podemos encontrar también rastros del sufismo, el
taoísmo y la mística cristiana, que forman parte de sus intereses más tempranos.
Refi riéndose a sus años de formación en la Tribu No, Bertoni comenta: “Los
místicos, bueno, a mí y a la Cecilia [Vicuña] nos han interesado mucho,
tanto Teresa de Jesús como San Juan, y después, pa’mí, infinitamente, los
japoneses” (ctd. en Bianchi 163); “a nosotros [las personas de ese grupo de
los 60] nos gustó mucho San Juan de la Cruz y Teresa de Ávila. El misticismo
de San Juan es muy oriental, los orientales que viven en Occidente siempre
encuentran analogía entre su misticismo, el de San Juan de la Cruz y el de
Meister Eckardt” (Contardo E6), y en sus cuadernos de la década de los 70
se suma el interés por figuras como Simone Weil y Thomas Merton. En su
poesía, sin embargo, estas preocupaciones se visibilizan con más frecuencia
recién a partir de la publicación de Ni yo, en 1996, y eclosionan en Harakiri,
del 2004.
Es importante consignar, en todo caso, que el eje de la temática religiosa
se despliega de una manera muy heterodoxa y ambigua, con permanentes
ironías[11]
, dentro de libros hechos de fragmentos de épocas distintas, que también
incluyen sorpresas cotidianas o situaciones eróticas que opacan esta faceta.
Así lo advierte Francisca García B.: “el Bertoni filósofo-religioso (muy pocas
veces comprendido, y más aún, reconocido) pas[a] rápidamente a convertirse
en el Bertoni desvergonzado” (Bertoni, Dicho sea 16). En efecto, a pesar de
que los poemas relacionados con las reflexiones filosóficas o religiosas ocupan
un porcentaje importante de su obra publicada, sus críticos y lectores se han enfocado más en su tono humorístico o sexual. Lo mismo se observa en la
selección de textos para Dicho sea de paso, donde la proporción de este tipo
de poemas es comparativamente escasa, pues se privilegian mucho más esas
otras vetas. Por otra parte, en las numerosas ocasiones en que Bertoni glosa
algunos de los pensamientos de sus filósofos o místicos preferidos (no solo
en sus poemas, sino especialmente en sus entrevistas), o plantea abiertamente
estos temas, la interlocución suele ser escasa y superficial[12]
. Para ilustrar:
cuando en una entrevista televisiva (Warnken), luego de referir su posible
relación con la figura de Dios, Bertoni lee el poema cuyos últimos versos
son precisamente “haré que Dios / exista” (“DIOS (III)”[13]
, 165) recibe un
escueto y satisfecho comentario por parte de Cristián Warnken: “Estupendo”.
Bertoni intenta decir algo más, pero no alcanza a escucharse porque luego
cambian de tema.
2
Ya nos advirtieron que este poeta no necesita una “defensa académica”, pero
es esa sordera la que me impulsa a emprenderla en este espacio. No pretendo
realizar un ejercicio de sobreinterpretación, pero sí quiero poner de relieve
un aspecto que a mi juicio le da una particular densidad a su propuesta
poética. Para ello recurriré específicamente a su interés por una corriente del
cristianismo: la teología negativa. En la medida en que no concuerda con
nuestra visión convencional de la religión católica, especialmente del modo
en que se ha implantado en nuestro continente, esta opción se suma como
otra dificultad inicial para la comprensión de la dimensión religiosa de su
poesía, pero espero desarrollar esta perspectiva para ofrecer una vía en la que
también resuenan sus otras influencias religiosas, filosóficas y existenciales.
Si bien Bertoni admite un punto de partida descreído (“Yo estudié en un
colegio de curas y para mí el Dios de la religión no existe; dejé de creer en él
hace mucho tiempo” (Costamagna 34); “Intelectualmente lo pulvericé cuando cabro chico” (Guerrero 7), también reconoce la imposibilidad de sacárselo
de encima (“como nací en este cultura y estuve diez años en el Liceo Alemán
voy a tener los restos de ese Dios metidos hasta la muerte” (Guerrero 7)) y
se autodefine “agnóstico y no ateo, porque es obvio que tengo una tranca con
el asunto” (Donoso 73). Y una vez que aclara que no está pensando “en el
Dios cristiano, en el papá de Jesucristo” (Roncone et al.), es particularmente
enfático y preciso al adscribirse a esta particular concepción de la fe: “Yo
no creo en un Dios personal. Para mí, si existe, es un Dios oscuro, al que
llegas por negaciones” (Guerrero 7); “la única visión que me hace sentido
es la defi nición de Dios por negación” (Donoso 73); “el único dios que me
hace sentido es un dios como ausente. Hay una línea llamada ateología, que
es la teología negativa, cuyo fundador fue Dionisio Areopagita, un tipo del
siglo IV, conocido también como el Pseudo Dionisio. Él tiene unas páginas
hermosísimas acerca de lo que llama el Deus absconditus, que es un dios
que tú lo vas captando a medida que va huyendo” (Piña 212); “es el deus
absconditus, de Meister Eckhart, que dice ‘todo lo que digas de él es falso’”
(Warnken); “Los místicos, en el fondo, lo que dicen todo el tiempo es que
no pueden decir lo que Dios es. Ese es el único camino para mí. Y en ese
sentido yo estoy seguro que Dios existe” (Roncone).
Con todas estas declaraciones (y la plasmación directa en muchos de sus
poemas), no me cabe duda de la pertinencia de este tipo de análisis para su
poesía[14]
, que vale la pena rastrear precisamente desde los autores que tiene en
mente. Comenzaré citando uno de los párrafos preferidos de Bertoni, y uno
de los más famosos de la “Teología mística” de Dionisio el Areopagita, quien
en el siglo V después de Cristo nos dice respecto de la Causa Suprema: “No
podemos hablar de ella ni entenderla. (...) No puede la inteligencia comprenderla,
pues no es conocimiento ni verdad. (...) No es ninguna de las cosas que son
ni de las que no son. Nadie la conoce tal cual es ni la Causa conoce a nadie
en cuanto ser. No tiene razón, ni nombre, ni conocimiento. No es tinieblas
ni luz, ni error ni verdad. Absolutamente nada se puede afirmar ni negar de
ella” (379-80). En estas negaciones se juega uno de los puntos esenciales de esta concepción (que en Dionisio forma parte de una dialéctica entre la
teología afirmativa y la negativa, para dar paso a una teología superlativa),
que continuará desarrollándose en la Edad Media gracias a Fredegiso de
Tours, Juan Escoto Erígena y otros: la imposibilidad de conocer a Dios. Es
también el sentimiento propio de las experiencias de San Juan de la Cruz o
de Angela de Foligno (una mística italiana también citada por Bertoni (“A
quién le podemos creer” 134)), quien así narra el conocimiento de Dios por
parte del alma: “Nadie tiene la posibilidad de decir nada, absolutamente,
porque no hay palabra que pueda comunicar o expresar esta experiencia,
ni hay inteligencia ni pensamiento que pueda llegar a captarla, tanto supera
ella a todo. Como sucede con Dios, que no puede ser explicado por nada. ¡Realmente Dios no puede ser explicado con Nada!” (Foligno 129).
Esta dificultad implica un cambio en la disposición del hombre, a la
que posteriormente Nicolás de Cusa se referirá como docta ignorancia, y
que en un poema atribuido al Maestro Eckhart deriva en una propuesta de
anulación: “Hazte como un niño, / ¡hazte sordo y ciego! / Tu propio yo / ha de
ser nonada, / ¡atraviesa todo ser y toda nada!” (“El grano de mostaza” 139).
El místico alemán Angelo Silesio piensa en una línea similar, que agradaría
particularmente a nuestro autodenominado “cansador intrabajable”: “A DIOS
SE LO ENCUENTRA EN EL OCIO / Antes hallarás a Dios sentado y ocioso,
que sudando en cuerpo y alma por correr tras Él” (165)[15]
. Ya en el siglo XX, Thomas Merton[16] mantiene esta dificultad (“Dios se acerca a nuestro
entendimiento alejándose de él. (...) Le conocemos mejor después de que
nuestro entendimiento le ha dejado escapar” (Los hombres 232)) y plantea
un tipo de relación que decepcionaría a todos quienes intentan atraer a Dios
colgando un poster con su rostro o rezándole un rosario: “Quienquiera que
trata de aferrarse a Dios y tenerlo asido, le pierde. Él es como el viento que
sopla donde le place” (Los hombres 231). Más lejos llega Simone Weil: “La
religión como fuente de consuelo constituye un obstáculo para la verdadera
fe: en ese sentido, el ateísmo es una purificación” (152)[17]. Con este puñado
de apuntes ya podemos formarnos una idea básica de la posibilidad de fe
que Bertoni está reclamando para sí, y que no solo influirá en una vivencia
religiosa, sino que determinará también las condiciones de su proyecto poético.
Antes de emprender una pequeña recolección de estas huellas, reitero la
advertencia sobre la ecléctica militancia de Bertoni en estas lides. Como ya
veíamos, esta adscripción se mezcla con las más variadas fuentes, pero además
nuestro poeta muchas veces reclama su futilidad: tras leer desde el Baghavad
Gita o el Dhammapada, pasando por Cioran, Merton y Suzuki, hasta Lao Tsé
vuelve a preguntarse “¿y qué es / Lo Qué Tsé?” (“Leo y leo” 1998: 129). En
otro poema, da cuenta de algunas de sus numerosas figuras místicas tutelares,
pero también del intento por olvidarlas: “¡déjate de leseras! (...) [y] olvídate
de una vez por todas // de la Simone Weil / de la Edith Stein / de la Teresa
de Ávila / de San Juan de la Cruz / de Teolepto de Filadelfia / de Teófano
el Recluso (...) no más lecturas de santos / no más lecturas de eremitas / no
más lecturas de ascetas // bares sí / catedrales no // coitos sí / oraciones no //
Billie Holiday sí / Teresita de los Andes no // Billie Holiday sí / Teresita de
Lisieux tampoco // Edith Piaf sí / Edith Stein no // Janis Joplin sí / Simone
Weil no” (Bertoni, Harakiri 120-2). Y no solo la música ocupa su cabeza,
pues como comenta en una entrevista, la mescolanza es más amplia: “En este momento la televisión está apagada, la huevona de la Daniella Campos
está en mi cabeza pero tambien está Epícteto, está Jesucristo, Pascal y todo
lo que he leído” (Bertoni, “Bertoni, las cintas”). La presencia de las mujeres,
por supuesto, se convierten en el mayor obstáculo para que su aislamiento se
transforme en una verdadera vida monacal, por más que se sepa de memoria
los consejos de Merton en La vida silenciosa, e intente mantener algunas
rutinas. En uno de sus poemas lo advierte: “un / retiro espiritual / es fácil.
// un / retiro corporal // difícil” (Bertoni, Ni yo 64), y su problema se debe a
que no ha conseguido salir del mundo, de la ciudad, de la cotidianeidad que
le ofrece sus tentaciones: “Los monjes van al desierto arrancándose de las
mujeres, porque mirar por la ventana y ver piedras y arena es muy distinto
a que desfi len ante tus narices mujeres que te cortan el aliento” (Donoso
72). No pretende, entonces, rechazar radicalmente todo lo mundano, como
también propone Merton en Semillas de contemplación, pues, en definitiva,
su lectura de todos estos textos no busca pautas de conducta para la salvación,
sino más bien un modo de comprender la realidad: “cada vez leo más religión
que literatura. ¿Por qué me atraen tanto esos textos y me hacen tanto sentido?
Tal vez esos son los únicos que se acercan al estupor que siento cuando miro
por la ventana y veo a los huevones pasar por la calle” (Undurraga 22). Para
nuestro autor, Dios simboliza un misterio tan grande como los más pequeños
misterios de la vida cotidiana, y es por eso que si quisiéramos adjudicar a
esta perpetua inquietud el adjetivo “mística” (ahora sí en su acepción más
precisa, la que dicta la etimología: misterio, secreto), deberíamos extenderla
más allá de los límites de una figura divina.
Bertoni se mantiene lejos de cualquier adoctrinamiento o aura de iluminado,
y también de la heroicidad que admira en otros: “La Teresa de Calcuta abraza
a esos tipos con llagas y los cura (...). Pero yo no tengo esa fuerza” (Symns
111). Por eso se identifica con esta escena que cuenta Merton: “He dicho
a un novicio que no tenía vocación y se alegró muchísimo. Con inmenso
alivio se preparó para marcharse” (ctd. en Bertoni “Apuntes para un” 2) y
también nos explica “POR QUÉ NO SOY UN SANTO” (Bertoni, Harakiri 149). La desposesión mística, entonces, opera como un ejemplo que le atrae
pero que se siente incapaz de alcanzar (“no le pego / al desapego” (Bertoni,
Harakiri 177)), y su fe solo puede aceptarse, en definitiva, como una perpetua
inestabilidad, tironeada por la exasperación, el humor y un escepticismo
radical: “Es que / ahora que he sido iluminado / –como decía John Cage
citando a un monje / anónimo japonés citado a su vez por D. T. / Suzuki– /soy tan miserable como antes”[18] (Bertoni, Ni yo 111). Este escepticismo es,
paradójicamente, la garantía de una lúcida determinación: eliminar todas las
falsas señales de ruta. En consonancia con sus ilustres antecesores, Bertoni
declara: “Cada vez que avanzas lo que se ensancha es tu ignorancia. El enigma
es absoluto y nadie, absolutamente nadie, puede dar la medida del enigma
de estar vivos. Pero creo que tienes que usar la razón hasta el fondo, hasta
el tope y descabezar todo con tu razón...” (Donoso 68).
3
Hasta ahora me he referido preferentemente al modo en que la teología
negativa va salpicando sus entrevistas o algunos versos aislados, pero lo
que corresponde es dirigir el enfoque al modo en que sus ecos influyen en la
confi guración de la poética de Bertoni. No es posible, obviamente, agotar en
este espacio toda la amplitud e implicancias de estas relaciones, pero señalaré
las que considero las principales rutas de análisis.
Por una parte, además de consignar las referencias específicas a místicos y
filósofos, es necesario establecer las similitudes y diferencias con que Bertoni
se sitúa respecto a los aludidos. Así ocurre, por ejemplo, en su constante
diálogo con Simone Weil, con quien comparte la angustiosa apelación a un
Dios que manifiesta su ausencia al permitir el dolor. Así lo muestran algunos
ejemplos: “SIMONE WEIL: // Sufrimiento: / Superioridad del hombre sobre
Dios. // ¡Bien buena la superioridad!” (Bertoni, Harakiri 35); “¿cómo es
posible / que todavía / no crea en dios? // todo el mundo dice / que cuando
uno está desesperado / cree en dios (...) ‘Después de una larga y estéril tensión
que termina en la desesperación; cuando ya no se espera nada, desde afuera,
sorpresa maravillosa, viene el don’ (Simone Weil)” (Bertoni, Harakiri 187); “SUFRIR NO SIRVE PARA NADA //sufrir / no hace / ni bien / ni mal // hace
/ sufrir” (Bertoni, Dicho sea 201), donde notamos también que, a diferencia
de ella, Bertoni no encuentra un sentido en ese sacrificio. También valdría la
pena estudiar aquellos poemas en que se ponen en entredicho las cualidades
de Dios mediante el humor y la burla: “Cada vez que escribo / dios con d
minúscula / el Dios con D mayúscula / me da un coscacho” (Harakiri 193); “dios / no tiene perdón de dios” (Harakiri 196); “en el cielo / nadie nunca
/ dice Adiós” (Harakiri 215); “dios comprende a los que no creen en él”
(Harakiri 189), y analizar el modo en que la jerarquía y las facultades de
Dios se diluyen en los juegos de lenguaje. Otra vía muy interesante sería
comparar su ansiedad amorosa con la divina, que se evidencia de manera
muy clara en dos poemas de De vez en cuando: “Te adoro // ocupas en mí /
todo el espacio / que dicen los santos / que ocupa Dios” (53); “dios mío dios
/ mío ¿porqué me has / abandonado? (...) negrita, negrita / ¿porqué me has
/ abandonado?” (“Join the club” 45). Roberto Merino, comentando un libro
posterior, Jóvenes buenas mozas, ofrece también una perspectiva interesante
sobre las dedicatarias de los piropos de Bertoni: “Son mujeres corrientes,
pero tan inalcanzables como las que en otras épocas originaron los corteses
y adoloridos versos provenzales. Son pequeños amores imposibles” (Merino
3). Si seguimos esta lectura, podríamos recordar al trovador Jaufré Rudel y
su sufrido amor de lonh (amor de lejos). Tomando en cuenta los estudios de
Jean Luc Marion sobre teología negativa y la distancia de Dios, Victoria Cirlot
señala que el amor concebido como lejanía traslada a la mujer “el atributo
divino de la distancia” y “conlleva la sacralización de la mujer” (309), por
lo que no sorprende que místicos como Margarita Porete se apropiaran de
esta expresión “para hablar del amor a Dios” (310).
Creo, sin embargo, que donde esta problemática se manifiesta con mayor
dramatismo es en aquellos poemas que constituyen oraciones a este Dios
ausente. Hay gran variedad en estos textos, desde una crítica a la oración, “rezar / es mostrar la hilacha” (Harakiri 226), al coqueteo: “¿y si rezara?
/ –Por siaca– / ganas no me faltan. / (Persignarme me gusta)” (De vez 54),
pero prima la constatación de una atroz carencia: “estoy solo / pero no estoy
tan solo / Dios está conmigo / pero como Dios no existe / estoy más solo
todavía” (En qué 44); “Dios nos pone a prueba // Dios no existe, / esa es la
primera prueba” (Harakiri 183). Es así como se entonan estos desesperados
y paradójicos llamados: “Dios mío no me abandones. / Y si no estás ahí... // ¡Mucho menos!” (Harakiri 192); “DIOS MÍO // Ayúdame / Tú no existes /
Así es que ayúdame más” (Ni yo 80); “Dios Todopoderoso / Tú que Todo Lo
puedes / y eres infinitamente Poderoso / ¡Existe sin existir!” (Harakiri 180).
Hay otra dirección que me parece aún más significativa, y que se basa en
la posibilidad de que sea la oración la que cree a este Dios inexistente: “Tengo
/ que inventar / una plegaria. // Y / lo más / difícil de todo: // ALGUIEN / que
la escuche” (Harakiri 194), o el ya mencionado: “a fuerza / de arrodillarme
/ haré que dios exista” (Harakiri 198). Podríamos entender esta plegaria como un ejemplo de la necesidad de los hombres de llamar a Dios para que
vuelva a ocupar su lugar en medio de un mundo marcado por el nihilismo, de
acuerdo a lo planteado por Henry Corbin: “¿Cómo el hombre, en ausencia de
su propia persona ahora aniquilada, podría encontrar todavía a un Dios que
se personalice para él? No le queda más que suplicar a ese Dios que exista”
(277). Esta interpretación, sin embargo, nos desviaría de una comprensión
más completa de la religiosidad de Bertoni, quien nunca olvida que es
imposible que sus peticiones sean escuchadas y, menos aún, cumplidas.
Es más, pareciera que, al igual que los poetas del amor de lonh, se solaza
en dicha imposibilidad, pues sabe que en esa distancia es donde se abre un
espacio infinito no solo para la angustia, sino también para la elucubración
y la imaginación. Y desde allí, también, la inquietud religiosa se confunde
con la contemplación, el ocio y el deseo.
Se puede relacionar esa mixtura con el estilo que cruza todos estos
poemas, y los libros de Bertoni en general, caracterizado por el desparpajo
y la aparente desprolijidad, que proviene, como es sabido, del origen de
estos textos: apuntes de un cuaderno o frases dichas a una grabadora. A mi
juicio aquí se juega un aspecto crucial en las recepciones de esta obra, que
si bien suele ser apreciada positivamente, también ha sido considerada con
frecuencia demasiado repetitiva (Marks, por ejemplo) o dispareja. Creo que si
continuamos leyéndola desde una perspectiva religiosa, podríamos reorientar
esa valoración: sus libros, más que obras autónomas respecto de su autor,
serían los receptáculos de este esfuerzo desesperado e incontinente. El ímpetu
por contar cada una de sus experiencias o pensamientos, como si todo pudiera
servir (en especial a la hora de llamar la atención de una mujer o de Dios),
tiene que ver no solo con los modelos de la antipoesía, el haiku o el jazz,
como plantea Roberto Merino (“La desprolijidad con que Bertoni escribe sus
textos es un efecto solo aparente: la fórmula jazz y mantra probablemente
delata su temprano acercamento a la generación beat, aunque hay otras
tradiciones circulando en su libro” (Bertoni, Una carta 12)), sino con el
escepticismo general respecto al lenguaje que, ya desde Dionisio, marca la
teología negativa: si de Dios no se puede decir nada, quizás también se puede
decir todo, porque el resultado será igual. Son disparos a la bandada; como
plantea Vicente Undurraga, “Como si fuera el Padre Nuestro, cada poema
suyo, publicado o inédito, parece una oración que un místico truncado y un
pecador irredento dirige no tanto a cielo como a quien sea que lo pueda oír
o, con más propiedad, leer” (Bertoni, El cansador 15). Y es por eso que en
ese abanico cabe incluso la irónica esperanza de crearlo, en un gesto que se basta a sí mismo, un rezar por el solo el hecho de rezar, “por siaca”. Ésa es,
por cierto, la misma actitud como fotógrafo, cuando sale a la calle disparando
subrepticiamente desde una máquina situada a la altura del estómago. Como
apunta en la contraportada de Chilenas (Bertoni), su reciente recopilación
de fotos a mujeres en la calle, “A veces le achunto. A veces no le achunto.
A veces casi le achunto”.
Podríamos plantear, además, que con esta postura Bertoni se aleja de gran
parte de la tradición mística que tiende al silencio como única respuesta a la
inefabilidad de Dios. Hay ocasiones en las que se plantea esta opción no solo
a nivel religioso, sino en términos vitales: “Me encantaría ser enfermo de cool
como Clint Eastwood que nunca dice nada, pero no puedo, hablo demasiado”
(Donoso 73), y uno de sus mejores poemas lo cumple performativamente,
recordando a Wittgenstein: “Callado el loro // hay / cosas / de las que / es
preferible / no hablar / y / de / una / de ellas / estoy dejando / de hablar aquí”
( Bertoni, En qué 60). Pero aunque sus poemas tienden con frecuencia a la
extrema brevedad, su homogeneidad de estilo termina por conformar una
larga seguidilla que fluye turbulentamente a lo largo de la incesante edición
de este “work in progress” que hace más de dos décadas Enrique Lihn ya
avizoraba interminable (209). Ante la retracción de Dios, él no se retrae,
sino que prefiere la verborrea de una religión personal capaz de predicarse
mediante infantiles juegos de palabras[19], comentarios banales, coloquialismos,
groserías, chistes, contradicciones, citas, digresiones e iluminaciones.
El deseo y la desesperación convierten su voz en un parloteo incansable
y superan cualquier intento por plantear una estrategia poética “razonable”.
Pero no debemos caer en la tentación de considerarla como el simple resultado
de una actitud ingenua o perezosa, sino que debemos evaluar seriamente
su efectividad. Bertoni (al igual que los poetas místicos del pasado) tiene
total conciencia de que la transmisión verbal de cualquier experiencia no
es automática: “No hay que olvidarse de lo que decía Raymond Queneau:
un poema son palabras ordenadas en una página. Y si las ordenas mal el
poema es malo, aunque Dios te haya abierto el cielo y te haya dicho no sé qué chucha, si lo dices mal desgraciadamente no marcha” (Matus 6)[20]. A
diferencia de tantos poetas que creen que la misión de un poeta se reduce a
hacer aspavientos y gritar a voz en cuello sus terribles sufrimientos, Bertoni
consigue que el patetismo de sus experiencias se encarne en una estética
fundada en la precariedad y las sobras.
4
Maurice Blanchot refiere así los problemas del lenguaje sobre la divinidad: “Dios: el lenguaje no habla más que como enfermedad del lenguaje en tanto
en cuanto está resquebrajado, estallado, descartado, desfallecimiento que
el lenguaje recupera inmediatamente como su validez, su poder y su salud,
recuperación que es su enfermedad más íntima, y de la que Dios, nombre
siempre irrecuperable, que siempre queda por nombrar y que no nombra
nada, trata de curarnos, curación por sí misma incurable” (79). Sabemos que
Harakiri nace de una profunda crisis vivida por su autor en 1998, y al leerlo
en su totalidad podemos comprobar que es un libro donde la enfermedad se
ha hecho carne, carne desparramada. Frente a la posibilidad de hacer un libro “redondo”[21], y más allá de si los poemas fueron o no corregidos[22], Bertoni
prefirió sostener la precariedad radical que sentía en ese momento, respecto a
su cuerpo, respecto al amor, respecto al dolor, respecto a Dios. Quiso exponer
sus ruinas, los restos indiscernibles de su resaca, cumpliendo íntimamente
este dictado de José Ángel Valente: “La escritura es lo que queda en las
arenas, húmedas, fulgurantes todavía, después de la retirada del mar. Resto,
residuo” (31). No puedo dejar de pensar en la imagen del Bertoni recolector
de zapatos botados por las olas, y de todo tipo de cachureos, despojos que,
en opinión de Adolfo Vera, no son utilizados por simple capricho, sino de manera coherente con un pensamiento ligado al budismo, cinismo y estoicismo
(106). Esta sublimación de la pérdida llega quizás a su punto más intenso en
una serie específica de su producción visual: obras compuestas simplemente
por eyaculaciones sobre una hoja de papel (Vera 149-51).
Desde la perspectiva mística, tal como plantea Amador Vega respecto
a Angelo Silesio (“El lenguaje” 55), la pérdida no sería más que un modo
de anulación que permitiría la unión con Dios. Para el mismo autor (Arte
y santidad), dentro del contexto contemporáneo, serían precisamente la
destrucción, el sacrificio y la autonegación los modos más eficientes de la
expresión artística religiosa. Siguiendo su planteamiento, creo que nuestro
autor puede merecer el apelativo de poeta religioso solo si entendemos la
relación con la divinidad no en el marco de una escena plácida y bondadosa,
sino más bien desde el conflicto, la desesperación y el desgaste que representa
para cualquier hombre. Sus poemas desarmados, a veces pifiados, son, a fin
de cuentas, los escombros de la batalla perdida ante la divinidad.
Éste es el gesto que más me interesa poner de relieve. Es difícil, en
nuestros días, utilizar la calificación de religioso o místico en un contexto en
el que esos adjetivos, esas intenciones y visiones de mundo se han disuelto.
Lo que sí resulta factible es interpretar su proyecto de escritura a partir del
mismo aliento propio de la teología negativa: una búsqueda signada por la
ambigüedad, la ironía, la anulación de las afirmaciones y negaciones, que
pretende dejar atrás el lenguaje en pos del misterio. Y es esa misma actitud
con la que Bertoni se ha enfrentado además a los testimonios propios de dicha
tradición, citándolos, parafraseándolos, comentándolos, parodiándolos. Sabía
que no cabía reiterar sus certezas, sino sus dudas.
Bertoni, recordemos, escribía para aliviarse, pero pasan los años, pasan
los amores, pasan los libros, y aún no consigue (y quizás no quiere) quitar
a Dios de su cabeza. ¿Qué posibilidades le restan? En vez de rogarle a Dios
que exista, mejor haría rogándole que deje de existir, como pidió el Maestro
Eckhart: “Por eso rogamos a Dios que nos vacíe de Dios” (77). Y luego
podría volver a implorar, junto con Cioran: “Señor, dame la facultad de no
rezar jamás” (107).
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* * *
NOTAS
[1]
Al igual que el propio Claudio Bertoni en sus poemas, recurriré con extrema
frecuencia a citas y notas a pie de página.
[2] Este artículo corresponde a una versión revisada y ampliada de una ponencia presentada
el año 2006 en el Primer Congreso Poesía Chilena del Siglo XX, en la Universidad de Chile, y
forma parte del proyecto Fondecyt de Iniciación a la Investigación #11080248 “La mística en
los límites de la poesía contemporánea”. Agradezco a Milagros Abalo por su colaboración en
la investigación de referencias críticas, a Francisca García B., Jimena Castro, Marcela Labraña
y especialmente a Claudio Bertoni por la oportunidad de conversar en torno a estos temas.
[3]
También lo compara, a partir de su libro Sentado en la cuneta, con Pablo de Rokha,
Luis Sánchez Latorre, Carlos Droguett (por la referencias a la vivencias de un barrio específico),
así como a Rodrigo Lira.
[4] O conchas y cochayuyos, según apunta erradamente Roberto Bolaño en su relato “Encuentro con Enrique Lihn” (219).
[5]
“en esta entrevista, el discurso de Claudio Bertoni se aleja radicalmente de cualquier
esteticismo y sus reflexiones poco tienen que ver con lo estrictamente literario” (Symns 108).
[6]
Eduardo Correa, por ejemplo, señala en el catálogo de Desnudos en el museo: “Escribir sobre la obra plástica y visual de Bertoni pareciera ser una traición a la obra misma.
Teorizarla, dogmatizarla, emparentarla y buscarle filiaciones posibles e imposibles que
demuestren más la erudición del escriba, que el dar cuenta de un proceso de obra que empieza
despelotadamente, como todas las cosas que realmente tienen que empezar” (Desnudos en el
museo 12-3).
[7]
Hasta donde conozco, dentro de las publicaciones específicamente académicas, se
pueden mencionar los estudios de Soledad Bianchi, las tesis de grado de Francisca García B.,
Luis A. Figueroa Díaz y Jimena Castro, un artículo de Andrés López Umaña y las reseñas de
Sergio Coddou y Francisca García B.
[8]
O quizás sea excesivamente funcional...
[9]
Así lo demuestra también en el poema “Yo ya no” al pasar revista a los libros de su
velador, citando los textos fundamentales de Rudolf Otto, Simone Weil, Miguel de Molinos,
Santa Teresa de Jesús (De vez en cuando 131-33).
[10]
Se echa en falta, por ejemplo, la presencia de Bertoni en la generosa antología
de Miguel Arteche y Rodrigo Cánovas (el empeño más valioso en recolectar, con bastante
amplitud de perspectivas, la poesía religiosa en nuestro país), a pesar de que cuando apareció
su segunda edición ampliada (2000) éste ya había publicado numerosos poemas de este tipo
en libros como Ni yo, De vez en cuando y Una carta. Tampoco aparece en la más reciente
antología de poesía religiosa hispanoamericana, El salmo fugitivo, a cargo de Leopoldo
Cervantes, pero asumo que se trata simplemente de desconocimiento del trabajo de Bertoni,
cuya obra poética, desde la década de los 80, se ha difundido preferentemente en Chile. En
esa selección, además, tengo la impresión de que se ha privilegiado reunir a poetas canónicos,
más allá del grado de complejidad o intensidad con que manifiesten una tensión religiosa.
[11]
Sobre las partes V, VI y VII de Ni yo, cuando Bertoni dialoga con otros autores,
Figueroa Díaz opina: “Los textos escogidos son de carácter místico y reflejan la experiencia
divina, el acercamiento a dios. Claudio Bertoni los responde con ironía, desarticulando una a
una las experiencias religiosas relatadas. En ese sentido la ironía cobra el valor que le otorga
Geroge Luckacs: como libertad del escritor respecto a dios, que por otro lado implica la
renuncia ante la imposibilidad del conocimiento” [sic] (36). No concuerdo con esa postura,
porque, como veremos más adelante, creo que si bien esa ironía opera como chiste, además
sirve para mostrar su propia distancia respecto de experiencias místicas que admira pero que
se siente incapaz de emular.
[12]
Un pequeño pero revelador detalle es la cantidad de errores ortográficos con que los
entrevistadores transcriben nombres como los de Dionisio el Areopagita, el Maestro Eckhart
o Simone Weil.
[13]
Originalmente titulado “22/4/2000”, en Harakiri (198), con algunos cortes de versos
ligeramente distintos.
[14]
La relación de ciertos poetas contemporáneos con los postulados de la teología
negativa ya ha sido analizada en autores europeos como T. S. Eliot, Paul Celan, Edmond
Jabès, José Ángel Valente, etc. (ver los estudios de Wolosky y Vega, por ejemplo), pero en el
campo hispanoamericano aún está pendiente la revisión de autores en los que quizás podría
vislumbrarse esta perspectiva, como Clarice Lispector, Roberto Juarroz, Óscar del Barco,
Américo Ferrari, Rafael Cadenas, Eduardo Milán, etc.
[15] Respecto al ocio, cabría mencionar las reflexiones de Miguel de Molinos, presbítero
del siglo XVII condenado por el Santo Oficio por promover el “quietismo”, quien se refiere
de este modo al estado de contemplación. “Parécele al alma en este nuevo camino que no
hace nada y que está ociosa, y a la verdad se engaña, porque obran allá dentro con quietud
las potencias del entendimiento y voluntad, con actos universales y continuos” (216). Más
adelante, sin embargo, precisa entre dos tipos de ocio, uno más cercano a la simple pereza, y
otro de orden místico: “el intento de los alumbrados era no tener acto ninguno interior, ni de
amor ni de confianza ni de deseo de orar, sino el estar en calma y total ocio de acto interior y
exterior, gozándose en ese ocio y gusto de la naturaleza y torpeza diabólica, y no en Dios ni en
el cumplimiento y conformidad con su santísima voluntad. Pero los contemplativos totalmente
atienden a lo contrario, pues ponen toda la mira y cuidado en no buscarse a sí mismos ni
cosa de su gusto, sino solo el de Dios y el cumplimiento entero de su divina voluntad, con el
ejercicio de todas las virtudes, negación, resignación y perfección” (228). En cuanto a Bertoni,
como comentaré más adelante, creo que sería difícil aplicarle completamente este segundo
tipo de ocio, ya que los momentos de inactividad no solo le provocan iluminaciones quizás
cercanas a un sentimiento de religiosidad, sino también chispazos de angustia y especialmente
de deseo erótico.
[16] Merton es uno de los autores que más influye a Bertoni, quien incluso llega a
acusarlo: “El año 1976 compré La vida silenciosa de Thomas Merton / en la Feria Chilena
del Libro en la esquina de Huérfanos y / Banderas donde ahora hay una sucursal del BCI. //
Algo había en ese libro que me transformó // algo responsable o no / de la vida miserable o no
/ que ahora imagino que llevo” (“Algo”, En qué quedamos 32). También se refiere Merton, al
igual que a Simone Weil y otros místicos, en sus cuadernos de los años 1976-1978 (Rápido,
antes de llorar).
[17] En su poema “Justicia divina”, Bertoni cita la continuación de este pensamiento
de Weil: “’En los hombres en quienes la parte sobrenatural no ha despertado, los ateos tienen
razón y los creyentes se equivocan’ (Simone Weil)” (Harakiri 182).
[18]18 El destacado es de Bertoni, como parte de una estrategia de “diálogos” e “intervenciones”
a textos de otros autores en las últimas secciones de Ni yo.
[19] Sus juegos de palabras pueden reflejar tanto una crítica al lenguaje, como la sorpresa
de descubrir combinaciones de sonidos que ligan palabras que no se creía relacionables, como
el ya citado título “TEOLOGÍA VENGATIVA”.
[20] Algo parecido le señala a José Miguel Izquierdo, respecto a la potencialidad
comunicativa de su poesía: “La forma es el asunto del arte. La pregunta clave no es qué sufre
el poeta, porque si no tiene la capacidad de darle una forma que alcance a otros seres, no
funciona. Puedes tener una experiencia mística y poseer los sentimientos más insondables,
pero si el sujeto no sabe hacerlo forma que funcione, no sirve para nada” (Izquierdo C12).
[21] “yo no soy impecable y me gusta dejar ese rastro medio sucio. A mí no me molesta
que salgan algunos poemas ‘abollados’” (Matus 2005, 5).
[22] “Hay poemas que son absolutamente rápidos... (...) Pero también hay otros poemas
muy corregidos. La gracias es que esa corrección no se note” (Roncone et al.).