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ÉXTASIS LÍQUIDO: NÉSTOR PERLONGHER Y LA POESÍA VISIONARIA EN LATINOAMÉRICA [1].

Felipe Cussen
Instituto de Estudios Avanzados, Universidad de Santiago de Chile

 

 

 



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1.
Quiero escribir sobre la que considero una tendencia relevante en la poesía latinoamericana contemporánea, que propongo calificar como visionaria. Estoy pensando específicamente en una serie de obras cuyo objetivo primordial sería la excitación de la imaginación del lector, con el fin de obligarlo a proyectar en su propia mente visiones marcadas por la excesiva floración y superposición de formas que parecieran pertenecer a otro mundo. Mi interés principal no son tanto las creencias o experiencias que eventualmente las hubieran motivado, sino más bien las estrategias de escritura necesarias para transmitirlas [2] . El análisis de esas estrategias recurrentes nos permitirá establecer un puente con las experiencias visionarias de otras épocas y culturas, para así poder definir de manera más precisa los alcances contemporáneos de esta poética.

Como punto de partida quisiera situar el concepto de lo visionario desde la perspectiva de las tradiciones místicas. Si bien existen numerosos testimonios de experiencias que hablan de abandonos, silencios y noches oscuras, también hay muchos que refieren imágenes y sensaciones exuberantes, cargadas de colores, sonidos y ondulaciones. Según explica Henry Corbin, el gran estudioso del sufismo en Occidente, este tipo de visiones no son meras ilusiones o alucinaciones pasajeras, sino que se trata de vivencias experimentadas interiormente, que corresponden a “acontecimientos reales, cuya realidad, se entiende, no es física sino suprasensible, psicoespiritual” (El hombre de luz en el sufismo iranio 93). Es este carácter de acontecimiento vital el que impone un desafío que el místico no puede rechazar: esas escenas deben ser comunicadas, aunque para ello se cuente apenas con medios humanos aparentemente insuficientes, como las palabras o los pigmentos. La pregunta, estrictamente poética, sería: ¿cómo es posible reproducir ese mismo exceso, ese vértigo? Hildegard von Bingen, beguina del siglo XII, se refiere a esta problemática en su carta al monje Guibert: “lo que escribo es lo que veo y oigo en la visión, y no pongo otras palabras más que las que oigo. Lo digo con las palabras latinas sin pulir como las oigo en la visión, pues en la visión no me enseñan a escribir como escriben los filósofos. Y las palabras que veo y oigo en esta visión, no son como las palabras que suenan de la boca del hombre, sino como llama centelleante y como nube movida en aire puro” (Cirlot (ed.) 152). Tal como lo plantea, si se desea ser fiel a la experiencia vivida, el sujeto debe olvidarse de las convenciones para permitir que fluya este lenguaje inusitado, nuevo.

Si bien en nuestros tiempos este tipo de concepciones religiosas pueden parecernos muy lejanas, varios críticos han observado una pervivencia de este tipo de lenguaje en el arte y la literatura. Para Victoria Cirlot “[L]a experiencia visionaria de una cultura tradicional puede ser comparada a la experiencia estética de algunos artistas modernos cuya facultad visionaria es indudable al hacer florecer en la tela universos ignotos” (Hildegard von Bingen y la tradición visionaria de Occidente 232), y destaca que “ha sido el surrealismo el movimiento artístico que con mayor convicción se ha ocupado de las imágenes y de la imaginación como la fuente del misterio" (183). El poeta sirio Adonis también propone esta vinculación en su ensayo Sufismo y surrealismo, y pone un énfasis que trasciende el ámbito religioso: "La importancia que tiene el sufismo hoy en día no radica para mí en su contenido doctrinal, sino en el método que emplea, es decir, en el camino que sigue para llegar a dicho contenido. . . . Su importancia hay que buscarla . . . en el universo que abre y, especialmente, en el modo de expresar dicho universo por medio del lenguaje. Todo lo cual puede afirmarse asimismo sobre el surrealismo" (35).

Cabría preguntarse, entonces, si es posible encontrar un impulso similar dentro de la poesía latinoamericana de los últimos cincuenta o cien años. Para hacerlo, no hay que limitarse a las influencias directas del movimiento surrealista, pues existe una serie más amplia de autores de distintos ámbitos cuyas obras manifiestan esa misma voluntad de apertura a través del lenguaje. Es importante reconocer, sin embargo, que hoy en día nos enfrentamos a un panorama de creencias muy distinto al de las culturas de épocas anteriores. Si bien algunos de nuestros escritores explicitan su interés por algunas  tradiciones místicas, la mayoría de las veces sólo tienen un conocimiento intuitivo o muy mediado. Estas enseñanzas y experiencias se incorporan, además, dentro de un aprendizaje literario y filosófico híbrido, en el que pueden mezclarse las doctrinas del cristianismo, con un retorno más o menos ingenuo hacia las creencias de los pueblos originarios, con las huellas del hippismo, la sicodelia y hasta la ciencia ficción. Debemos tener presente, entonces, esa mixtura de inspiraciones para establecer las primeras coordenadas de esta tendencia visionaria.

Evidentemente, algunos autores sí se sitúan dentro de una religión específica, en especial el marco católico que ha empapado históricamente la cultura latinoamericana. En la poesía de Jacobo Fijman, por ejemplo, encontramos símbolos típicamente cristianos (Cristo, estrellas, palomas y corderos) como parte de una armonía de sonidos y aromas: "Mañanas olorosas de la visión eterna/ en las mañanas de todas las criaturas profundizadas en misterio/ Mañanas olorosas de todas las criaturas en la visión eterna" (135)[3]. Héctor Viel Temperley, en cambio, recurre a la imagen triunfante del Christus Pantokrator, quien toma posesión del cuerpo abierto durante la operación quirúrgica relatada en Hospital Británico: “Delante de la postal estoy como una pala que cava en el sol, en el Rostro y en los ojos de Christus Pantokrator” (376); “El sol entra con mi alma en mi cabeza (o mi cuerpo -con la Resurrección- entra en mi alma)” (382). Ambos, sin embargo, se sitúan lejos de ese tipo de poesía, tan piadosa como conservadora en su forma, que suele poblar las antologías de lírica religiosa. Más allá de las experiencias biográficas de locura o enfermedad que habrán marcado su fe, lo importante es la pérdida del control y la mesura en sus escrituras: sus creencias no se quedan guardadas en un lugar seguro, sino que se abren a la intemperie. Pero en otros autores, esa base cristiana se desordena con otras adiciones. Un ejemplo acusado de este procedimiento se observa en la poesía reciente de Roger Santiváñez, quien recoge algunos ecos del lenguaje de la unión mística pero los combina con el ritmo pegajoso del spanglish y citas cultas para crear escenas eróticas: "Succionas címbalo in resurrection/ Sino amara mar slowly ara-/ Ñaba sed hidrtada melancolía sub/ . . ./ Primavera pestañas suyas robadas// Adonis del invierno has muerto/ Suéltense lágrimas Adonáis ya no estás más// Sea la armónica de la visión más pura” (171).

Es muy frecuente esta tendencia a la mescolanza, en la que los símbolos de diversas religiones se conjugan indiscriminadamente. Así se observa en el sorprendente libro Las ferreterías del cielo, del casi desconocido Arturo Alcayaga Vicuña [4]: “Así abríase el sésamo adentro de las fauces de la cábala, en cuyo fondo se veía a los profetas bañarse en la tranquilidad de los finos cauces, donde por millonadas, el hueso descalzo ha pateado con su taco profesional un resultado de flores y osamentas, calcinando las orquídeas antes que el eliotrópo antes, que el asfodelo antes, que el fieltro de los pensamientos y violetas, antes” (71). Muchos poetas actuales pueden incluirse en esta categoría más ecléctica. Por ejemplo, en Totémesis, del joven poeta Sergio Alfsen, convergen elementos del esoterismo y del psicoanálisis para rescatar la figura del poeta como un iluminado y la fe en las potencias mágicas del lenguaje: "Onomatopéyico al tarot y sobre el iris yunque o yugo hablo no en hocico en exequias fieles reveladas luz de claustro ansío jugo vaginal de vieja virgen instante no salvado he vomitado lugares no placeres . . . jadeo puertas hegemónicas sin historia desenlace concreto de la jungla cenestesia te reconoces bíblica en el deseo de las urnas" (11). De manera similar, Manuel Padilla, en Ahavá-poetizante busca un regreso al Paraíso mediante “un lenguaje mayormente conceptual, abstracto y arquetípico-valórico, y con un interior algún toque-influencia de la mirada mística de la Cábala”, como explica en la solapa de su libro. Este lenguaje combina además una serie de manierismos gráficos y referencias musicales: “circunstancia_apetecible:/ "música-finalidad ;/ masiva"./ agente_(pro-)latente ; sesión/ -Alabanza ./ "discomix-justificada (jazz_fusión)_electrónicamente ;/ fashion/consciente _/ genial" .../ ( pausa ; dinámica_pensativahippie/ -crónica)./ trance-protocolar :/ "danza-acompañada ;/ energética" (38). Es evidente que aquí no existe ninguna adscripción religiosa rigurosa, pero lo interesante es que con este gesto parece proponer que los contenidos de una u otra ortodoxia son insuficientes por sí mismos, y que sólo mediante su superposición pueden recuperar su energía y potencial evocador. Estos símbolos, entonces, son utilizados como adornos o talismanes de una escenografía recargada y sugerente, cuyo movimiento es dictado por el ritmo de las palabras en continua sucesión.

Frente al exceso de este tipo de marcas culturales, podemos encontrar otras modulaciones en las que las referencias no son tan explícitas, pero cuyas palabras también remiten a los efectos de luces coloridas, sonidos estridentes y energías mágicas. Así, al final de Ovnipersia de Ná Kar Elliff-ce, se narra lo que podríamos denominar como un viaje místico: “Es un acceso al alma el ascenso en tromba hacia el tornado del cielo/ y del mojado de gemas obtienen la esmeralda-nieve de sus cabezas del brío/ y un enroscarse a las ranuras ornitofágicas del viento sangrado/ conductos de la espía y avenida energía...” (138). En un poema de Reynaldo Jiménez, por otra parte, corren velozmente “vítreos flúidos promesantes conjuros fulminares oh anteverte/ sin supe habría instante para involver sónicantigüo reguero” (Plexo 111), y esta fluorescencia recuerda más una ambientación sicodélica o tecno que una escena de recogimiento religioso. Vale la pena notar que el título de este poema es “Inconducente”, lo que podría leerse como una propuesta distinta de comunicación mística: no un proceso desde este mundo hacia el otro, con pruebas y etapas predeterminadas (como solía establecerse en las tradiciones religiosas) sino una vuelta en círculo, donde ya todo está reunido desde siempre. Incluso más atrás, en un libro como Altazor de Vicente Huidobro (que ha admitido una diversidad de lecturas religiosas y antirreligiosas) es posible observar ese mismo impulso efusivo, donde el lenguaje pareciera convertirse en un fluido de imágenes que entran hacia el cuerpo: “El mundo se me entra por los ojos/ Se me entra por las manos se me entra por los pies/ Me entra por la boca y se me sale/ En insectos celestes o nubes de palabras por los poros/ . . . Mis ojos en la gruta de la hipnosis/ Mastican el universo que me atraviesa como un túnel” (42).

Hay otra ruta que me parece interesante explorar, que se nutre de los ritos de culturas originarias en torno a sustancias enteógenas, y donde el poeta pasa a ejercer otro tipo de roles. Roberto Piva, por ejemplo, desde una perspectiva romántica y dionisíaca, pretende convertir al poeta en un chamán. Para ello despliega una imaginería selvática y cósmica, poblada por figuras tan diversas como Paracelso y Rimbaud, y la experiencia poética se convierte en una iniciación y una ascensión: "a vítrea libação das páginas de poesia/ ilumina as escadas do êxtase" (123). Otros, en cambio, asumen la perspectiva del hombre moderno que va hacia el encuentro de estas experiencias, y sus relatos tienden más al registro testimonial, invitándonos a seguirlos en su trayecto. Así ocurre en el poema “Wirikuta” de Víctor Sosa, que registra un viaje al desierto en busca del peyote, para desembocar en imágenes y sonidos explosivos: “Cada croar es un quasar/ (quasi star o casi estrella) que estalla y vuelve a estallar” (24).

Es obvio que este tipo de experiencias no son privativas de los poetas latinoamericanos, pues hay una gran cantidad de escritores de otras latitudes que también emprendieron la misma búsqueda. Quizás el caso más conocido es el de Antonin Artaud quien, a partir de su encuentro con los tarahumara, refiere sensaciones similares: “Se siente uno como dentro de una ola gaseosa que desprende por todas partes un incesante chisporroteo" (34). Otro autor francés que siguió esta ruta es Serge Pey, quien compartió con los huicholes los ritos en torno al peyote. Sus poemas tienen una alta carga sonora y utilizan variados recursos visuales, con la pretensión de convertirse en himnos [5]. También son famosas Las cartas de la ayahuasca entre William Burroughs y Allen Ginsberg; éste último no se queda corto a la hora de transmitir esa sensación de inmensidad cósmica: “el puto Cosmos entero estalló a mi alrededor” (86), “Me sentía como una serpiente vomitando el universo” (87).

Estos ejemplos que he citado (junto con muchos más que se podrían agregar) nos permiten determinar la amplitud y diversidad de esta poesía visionaria en Latinoamérica. Más allá de la experiencia que haya o no vivido el autor, o de las creencias y referencias a las que aluda, el tipo de efecto que intenta provocar en el lector es similar. Sus estrategias son excesivas: disolución del sujeto, simultaneidad y confusión de planos, sinestesia, paradojas, enumeraciones caóticas, aliteraciones y paranomasias, reiteraciones obsesivas y glosolalia. Es, a fin de cuentas, un lenguaje en ebullición, en llamas como diría Hildegard, que bombardea sensorialmente al lector y le produce lo que podríamos denominar como un “mareo místico”.

2.
Una vez abierto este mapa, me interesa establecer vínculos con experiencias pertenecientes a contextos culturales aún más diversos. Me enfocaré en un autor que combina muchas de las características ya mencionadas, pero que ofrece una propuesta particularmente intensa: el poeta argentino Néstor Perlongher. Su trayectoria estuvo marcada por las luchas en frentes políticos y de reivindicación sexual,  y las reflexiones en torno a una poética neobarroca o neobarrosa. En sus últimos años de vida (a fines de los '80 y comienzos de los '90 en Brasil) participó en el Culto Ecléctico de Fluente Luz Universal, en el que se mezclan elementos de origen católico, espiritista, indígena, africano, esotérico, y que se basa en el canto de himnos y el consumo del Santo Daime (la ayahuasca). El impacto de esta experiencia se refleja directamente en su libro Aguas aéreas, publicado en 1991, que se cierra con una nota explicativa: “Estos poemas se inspiran en la experiencia del Santo Daime. Agradezco al Centro Ecléctico de Fluyente Luz Universal, "Flor de las aguas", de San Pablo, por el privilegio de haberme permitido acceder a la bebida sagrada” (Poemas completos 301). En la lectura de los más de treinta poemas de Aguas aéreas (casi todos en prosa) no encontramos un registro detallado y ordenados de estas experiencias, aunque sí se pueden encontrar alusiones al viaje en canoa por la selva y a la materialidad de la bebida: “la divinidad líquida” (263). Dentro de las publicaciones posteriores de Perlongher encontraremos más poemas ligados a la experiencia del Santo Daime, pero barajados con otros que retoman temáticas ya desarrolladas en otros de sus libros y algunos más provocados por la inminencia de la muerte. Dentro de este grupo sí hay algunos poemas que buscan replicar de manera más explícita los códigos de una celebración ritual. Uno de ellos es el “Auto sacramental do Santo Daime” (publicado en la recopilación Papeles insumisos), y otro es el extenso poema “Alabanza y exaltación del Padre Mario”, incluido en Chorreo de las iluminaciones, en el que se adopta el formato de una letanía, y se pide, por ejemplo: “Oh Padre/ Píntenos/ el alma de todos los colores háganos multiformes como una paleta de Quinquela no deje que nos esclarezcamos o aclaremos denos la más barroca confusión” (Poemas completos 346).

Es precisamente esa “disposición poética y barroca” (Prosa plebeya 162), la que permite una de las posibles vías de análisis de esta experiencia en relación con el resto de su obra lírica y el canon neobarroco que intentaba conformar. Otros críticos, en cambio, han enfatizado la dimensión psicológica y sexual; Ben Bollig, en particular, desarrolla una atractiva interpretación a partir del masoquismo místico (197-207). Roberto Echavarren, por su parte, sitúa a Perlongher dentro de un contexto más amplio del rol de las drogas en contextos culturales indígenas o urbanos, y de las relaciones entre escritura y drogas, mencionando a Huxley, Ginsberg y Burroughs (“El azar y la droga”), y en esa misma línea se encuentra el artículo “Chamanismo y neobarroso: poética de la ayahuasca”, de Enrique Flores. Es ésta la perspectiva que quisiera ampliar y prolongar sumando otros puntos de comparación que nos permitan comprender mejor este fenómeno en su dimensión visionaria.

Como el propio Perlongher describe en “La religión de la ayahuasca” (Prosa plebeya 155-68), el proceso de ingesta implica distintas etapas perceptivas, desde una vibración de la luz que pareciera estar a punto de estallar, luego una fase de visiones abstractas, y finalmente la transformación de esos puntos y líneas en las figuras de los santos y las divinidades del panteón del Santo Daime. De esas etapas, creo que Perlongher consigue transmitir con especial fuerza la primera y segunda, las no figurativas, especialmente en aquellos poemas de Aguas aéreas que, más que describir, nos enfrentan a escenas fugaces donde se confunden los elementos de distintos planos vitales. Es así que se profuce, como muy bien explica Echavarren, una “licuefacción del yo”. Ya señalaba también Perlongher que la poesía es una forma de éxtasis porque implica un estado de trance, y cita a Georges Lapassade, para quien “la poesía moderna es extática porque no remite a una comprensión. No se puede encontrar un código de interpretación y hay que navegar por los flujos que la misma obra poética va indicando (Papeles insumisos 346). En efecto, aquí encontraremos secuencias cargadas de asociaciones libres pero muy sugestivas, que no piden una explicación ni menos un desciframiento, sino que invitan a deslizarse: “Sirenas de celofán/ en los agujeros de la red,/ medio cuerpo de náyade/ en el tecnicolor de espumas/ cuyas salpicaduras esparcían/ un arco de partículas de polvos/ y burbujas” (Poemas completos 268). También es muy importante la textura sonora, y encontramos algunos pasajes con aliteraciones que intentar salir de la página: “Zambullen la ondulación chispas de espuma suave” (282); “Volado de repliegues de almidón en olas u orlas oleosas de incienso aire en volutas” (290). La sintaxis es elástica y apurada, pues apenas florece una imagen ya es reemplazada por la siguiente. El efecto de abstracción y extrañamiento es conseguido mediante la descontextualización de elementos cotidianos. Como se observa, además, la gran mayoría de los términos incluidos en estos versos no portan un particular simbolismo religioso, e incluso pertenecen a ámbitos ajenos al del ritual. Pero sí forman parte del imaginario propio de Perlongher en su poesía previa, por lo que esa superposición nos deja ver cómo la corriente de sensaciones padecidas durante la visión va arrastrando el contenido de su conciencia.

Lo que sí tienen en común varios de los vocablos escogidos es su cualidad cromática y lumínica: podríamos decir que la luz es, a fin de cuentas, el personaje central en estos textos. Y no es una luz pasiva, sino ondulante: desde el “titilar” (257), “elástica luminosidad” (261), “ola, orla y aureola de la luz” (265), “temblorosa iridiscencia” (269), “el temblor de la vela de la luz” (289) en Aguas aéreas hasta las “Iriadaciones escaldantes”, “circular de fluorescencia que fosforece”, “el armonio vibrátil del color” (337) del poema “El ayahuasquero” de Chorreo de las iluminaciones. Este poema está basado en un cuadro de Pablo Amaringo, quien por muchos años pintó las visiones que observó mientras actuaba como “vegetalista”. Al mirar algunos de sus cuadros, llama la atención no sólo la descripción de un ambiente geográfico y de las tareas o viscisitudes del curandero, o la sobrepoblación de figuras (serpientes, hombres, ángeles, dioses e incluso ovnis), sino especialmente el carácter saturado de los colores: las ondas fulgurantes y resonantes que atraviesan estas escenas vibran de la misma manera que los poemas de Perlongher.

 

 

Es interesante comparar estas imágenes con las de otras culturas que centran sus rituales en torno a sustancias enteógenas. Los huicholes, por ejemplo, representan visualmente su experiencia con el peyote mediante luces vibrantes y coloridas, con líneas de colores alternados que sugieren el movimiento de las ondas al que se refería Perlongher y que también veíamos en Amaringo. En este cuadro de estambre o nierika los peyoteros y el chamán alcanzan la unidad mística con Tatewari, el dios del fuego y primer chamán (Schultes 150), aunque más bien parezca que han metido los dedos al enchufe.

 

 

Y es igualmente atractivo vincular las representaciones visuales y verbales de Amaringo y Perlongher a las que Henri Michaux produjo a partir de sus investigaciones con la mescalina (extraída del peyote). En Misérable miracle, uno de sus varios libros de esta etapa, dibuja distintos tipos de luces vibrantes (71) y exclama: “Pullulation! Pullulation partout! Pullulation dont on ne peut sortir” (72). Se trata, a fin de cuentas, de ese carácter energético que Reynaldo Jiménez observa en Perlongher, esa acción “incantatoria, chamánica, donde la palabra está más para invocar fuerzas y remitir energías que para nombrar específicamente” (Documental Perlongher).

 

 

Durante los años ’60 y ’70 muchos científicos y artistas intentaron replicar estos disparos sensoriales mediante otras vías. Jean Houston y Robert E. L. Masters refieren cómo, después de estudiar las “experiencias de tipo religioso” provocadas por el LSD, tuvieron que buscar nuevas formas cuando esta droga fue prohibida por el gobierno estadounidense. Para ello produjeron un “aparato para la provocación de estados alterados” (ASCID) y un “ambiente audiovisual” (AVE). En este último se proyectaban velozmente diapositivas mientras el sujeto escuchaba música electrónica por auriculares, y se registraron experiencias calificadas como “extáticas y visionarias” (225-27). También el poeta y artista Brion Gysin creó su “Dreamachine”, una máquina que emitía rápidos pulsos de luz y que debía verse con los ojos cerrados. Nació de una experiencia natural: al viajar en bus por una larga avenida de árboles, Gysin cerró los ojos frente al sol, y, debido a la frecuencia regularmente intermitente de la luz, sintió como “[a]n overwhelming flood of intensely bright patterns in supernatural colors exploded behind my eyes” (113). Luego de esta potente visión interior la concepción de su pintura fue modificada, y años después especularía incluso que la conversión de San Pablo se habría debido a una situación idéntica. Por esa década también se hicieron famosos los Light Shows, que fundían en vivo la música de grupos como como Jefferson Airplane y Pink Floyd con proyecciones visuales. Uno de los más reconocidos fue “The Joshua Light Show”, cuyos “liquid loops” se creaban combinando el uso de estroboscopios y la manipulación de agua, glicerina y otras sustancias coloridas sobre superficies transparentes. A juicio de Marquaille y Sandrolini, estas explosiones en movimiento simulaban, pero también intensificaban, el estado alucinatorio producido por el LSD (346), y reflejan la tendencia general del arte psicodélico a unir formas orgánicas, nuevas tecnologías, y las imágenes propias de un difuso fondo de tradiciones místicas (340).

 

 

 

Vale la pena preguntarse, entonces, si las palabras, las simples palabras, son capaces de provocar efectos comparables a los de un ritual con drogas o un espectáculo psicodélico. En el caso de Perlongher, los colores, sonidos, texturas y movimientos van conformando una experiencia sinestéstica similar a las recién descritas, y también se se buscan efectos sorprendentes que aturdan al lector: “cohetes de coronas/ . . . lanzando joyas fúlgidas” (Poemas completos 276). Pero quizás lo más potente sea el carácter envolvente de este conjunto de textos (particularmente la lectura de Aguas aéreas como una totalidad). La reiteración de ciertos sonidos y ciertas palabras, así como la forma despedazada de un discurso en el que todo se mezcla y que no se solidifica un mensaje, una dirección única, van provocando ese efecto de mareo que señalaba algunas páginas atrás.

Si queremos profundizar más en la capacidad de esta poesía para remitir una experiencia visionaria, es necesario igualmente recuperar los testimonios de las religiones tradicionales. Néstor Perlongher acudió a Santa Teresa de Jesús, una figura de la mística católica cuya experiencia visionaria conlleva martirio y deslumbramiento. La cita en “Luz oscura”, de Chorreo de las iluminaciones (Poemas completos 312), y abre Aguas aéreas con un epígrafe suyo cuya primera línea dice: “Es como ver un agua muy clara que corre sobre cristal y reverbera en ello el sol” (253). Creo, sin embargo, que dentro del cristianismo podemos encontrar otros ejemplos que resuenan con mayor fuerza tras la lectura de estos poemas y las imágenes. Pienso en la misma Hildegard von Bingen, cuyas visiones remiten constantemente a fuegos rutilantes, como en en este “fuego lucidísimo, inabarcable, inextinguible, todo viviente y toda vida, en cuyo interior había una llama de color aéreo que ardía con suave soplo” (Cirlot (ed.) 196) o en la visión del hombre de color de zafiro (198).

 

 

 

Y aún más patente resulta este fuego derramado que le provoca una iluminación: “vino del cielo abierto una luz ígnea que se derramó como una llama en todo mi cerebro, en todo mi corazón y en todo mi pecho. . . . Y de pronto comprendí el sentido de los libros, de los salterios, de los evangelios” (180).

 

 

Estas imágenes y testimonios resultan sorprendentemente cercanos a las provocados por la ayahuasca y el peyote, y aún más a esta descripción de la chamana mazateca María Sabina: “Si suena la música, yo bailo en pareja con los Seres Principales y también veo que el Lenguaje cae, viene de arriba, como si fuesen pequeños objetos luminosos que con fuerza caen del cielo. El Lenguaje cae sobre la mesa sagrada, cae sobre mi cuerpo. Entonces atrapo con mis manos palabra por palabra" (Estrada 91).

Volviendo al ámbito medieval, encontramos a otra mística, Matilde de Magdeburgo, que alude a los canales líquidos de comunicación, y que recoge sus experiencias en un volumen titulado La luz fluyente de la divinidad. Allí, Dios establece un contacto mediante un lenguaje igualmente líquido: “Las palabras significan mi maravillosa divinidad./ Fluyen incesantes/ en tu alma desde mi divina boca” (ctd. Cirlot, “La dulce caída de Matilde de Magdeburgo” 150-51). Pero esta manifestación va más lejos y consigue la anulación total de la voluntad: “El magno fluido del amor divino, que nunca está parado, que emana siempre, sin pausa y sin trabajo alguno de manos, siempre infatigable y jovial, de manera que nuestro pequeño vasito se colma a rebosar; si nosotros no lo obturamos con nuestra propia voluntad, nuestro pequeño vaso rebosa siempre de ese don de Dios” (ctd. Keller 119).

Por último, vale la pena volver la mirada a los estudios sobre el sufismo de Henry Corbin. Me interesa particularmente una figura analizada en su libro El hombre de luz en el sufismo iranio, Najmoddîn Kobrâ, quien desarrolla una compleja descripción de las diversas etapas de una experiencia visionaria que culmina en la visión del color esmeralda. Ésta es una de las primeras: “Ocurre que contemplas con tus ojos aquello de lo que no tenías todavía más que un conocimiento teórico por la mente. . . . Cuando visualizas una lluvia que desciende, sabe que es un rocío que cae de los lugares de la Misericordia divina, para vivificar las tierras de los corazones adormecidos en la muerte. Cuando visualizas un resplandor en el que estás al principio hundido y del que luego te liberas, sabe que es el aniquilamiento de lo superfluo que se origina en el elemento fuego. Por fin, cuando visualizas ante ti un espacio grande y amplio, una inmensidad, abriéndose a las lejanías, mientras que por encima de ti hay un aire límpido y puro y en el horizonte percibes colores, verde, rojo, amarillo, azul, sabe que esto anuncia el paso por las alturas de ese aire hasta el campo de esos colores” (92). Así, entre luces que suben y bajan, se llega a un punto en que el rostro ha sido cubierto por la luz: “En ese momento hay ante ti, frente a tu rostro, otro rostro igualmente de luz; también él irradia luces, mientras que detrás de su velo diáfano se hace visible un sol que parece animado con un movimiento de vaivén. En realidad, ese rostro es tu propio rostro, y ese sol es el sol del Espíritu . . . que va y viene en tu cuerpo. Después la pureza inunda el conjunto de tu persona" (100). Ya no es el derrame hacia afuera, sino hacia el interior del propio cuerpo.

Las experiencias de los místicos dan cuenta de su disposición a ser inundados por esta divinidad líquida. Pero ¿cuál puede ser el testimonio, hoy, de un poeta que se enfrenta a esas experiencias? Reynaldo Jiménez recuerda una declaración de Perlongher: “No quiero ser un poeta sólido, sino fluido” (ctd. Papeles insumisos 501). Quizás sea ésta la clave para comprender de manera más profunda la poética de su última etapa. Tal como señala Echavarren, estas secuencias de visiones y sonidos requieren “un agua por donde fluyan, como un perpetuum mobile, una pantalla líquida que no cesa de brindar lo que no se sabía que estaba allí” (en su prólogo a Poemas completos 11). El propio Perlongher recurre a similares metáforas para explicar las cualidades de su lenguaje saturado, que “‘abandona’ (o relega) su función de comunicación, para desplegarse como pura superficie, espesa e irisada, que ‘brilla en sí’” (Prosa plebeya 95), en la que se “[l]ibera el florilegio líquido (siempre fluyente) de los versos de la sujeción al imperio romántico de un yo lírico” (94). Las formas desparramadas de su escritura son precisamente las que atestiguan que no quiso oponer resistencia al torrente de visiones.

Tanto en la poesía sufí como en las místicas medievales, el origen de la visión y la inspiración de la escritura se adjudicaban a la inspiración divina. Aquí, en cambio, se celebra la escritura misma como un ritual propio. De ese modo, a pesar de partir desde el culto y el saber propios del Santo Daime, la experiencia que nos transmite no es solamente la ingesta de una bebida sagrada sino, a fin de cuentas, la del propio lenguaje que, en sus palabras, "se presenta a sí mismo con todos sus fulgores y oscuridades, sus pozos y cumbres" (Papeles insumisos 346).  En la medida que este lenguaje fluye, se va despojando de su capacidad denotativa, se va desprendiendo de las reglas y devociones que inicialmente lo impulsaron, para llegar a una transmisión conscientemente efectista y renovada de la visión. Esa visión se proyectará sobre nuestras propias mentes como un bombardeo que también barre con los obstáculos de la razón. A la vez, esta aventura es quizás más solitaria, pues sus poemas no nos ofrecen como premio la aparición de las figuras del pantéón del Santo Daime: no hay nadie esperando al viajero.

Sabemos que en sus días finales Perlongher se retiró por desaveniencias del culto del Santo Daime, y puntualizó que los poemas escritos durante esa experiencia no tenían una finalidad religiosa, sino meramente estética: “Es un goce con las palabras. Un goce inclusive de las partículas, que son” (Papeles insumisos 386). Al disolverse las creencias y los ritos de la ayahuasca, entonces, sólo le queda su escritura. Su última entrevista se tituló justamente “Recibir los himnos, pero celebrar el vacío”. Y ésta resulta, a mi parecer, una de las posibilidades más altas de la poesía visionaria en nuestros tiempos: cuando ya no queda nada que celebrar, es preciso recoger todas las palabras para celebrar el vacío.

 

 

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NOTAS

[1] Este artículo forma parte del proyecto “La mística en los límites de la poesía contemporánea” (Proyecto Fondecyt Iniciación a la Investigación # 11080248), y fue presentado parcialmente en la conferencia "La insolación interior. El lenguaje visionario en la poesía latinoamericana contemporánea" (Department of Romance Languages & Literatures, SUNY at Buffalo, 25 de marzo de 2010), en la ponencia "Perlongher y la mística visionaria" (Fifth International Conference on Transatlantic Studies, Brown University, 9 de abril de 2010) y en la ponencia "Néstor Perlongher: éxtasis líquido" (Encuentro Internacional Poesía y diversidades en América y España, Universidad de Chile, 2 de septiembre de 2010). Dentro del marco de este proyecto, he trabajado junto a la alumna Alejandra León, de la Escuela de Literatura Creativa de la Universidad Diego Portales, quien también ha estudiado sobre Néstor Perlongher en su tesis Palabras chorreantes: éxtasis y creación poética en Néstor Perlongher publicada posteriormente en la revista Forma. Agradezco a Roberto Echavarren, Reynaldo Jiménez y Marcela Labraña por sus consejos en esta investigación, y a Jimena Castro y Pablo Vergara por su colaboración en la búsqueda bibliográfica.

[2] En “Un ensayo sobre mística y poesía contemporánea” justifico y desarrollo esta perspectiva de lectura.

[3] Analizo con mayor detalle a este poeta en mi ponencia “Sinestesia y dinamismo en la poesía mística de Jacobo Fijman”.

[4] En mi ensayo “Exceso y heterodoxia en Entredios de Arturo Alcayaga” me refiero también a otro libro del mismo autor.

[5] Enrique Flores explora con mucho detalle el libro Nierika en su artículo dedicado a Serge Pey.

 

 

 

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BIBLIOGRAFÍA

- Adonis. Sufismo y surrealismo. Trad. José Miguel Pierta Vílchez. Madrid: Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2008.

- Alcayaga Vicuña, Arturo. Las ferreterías del cielo. Valparaíso: Ediciones Galaxia, 1955.

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NOTA: Este artículo fue publicado en el número especial de la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana "Neobarroco y otras especies", a cargo de Eduardo Espina y Roger Santiváñez (nº 76, 2º sem. 2012: 173-90). Lo reproduzco aquí incluyendo las imágenes que no pudieron ser incluidas en esa edición.


 

 


 

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