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Hugo Ball embutido en un traje "cubista' recita su poema Karawane en el cabaret Voltaire, Zurich, 1916.


El sonido sin sentido

Por Felipe Cussen
Publicado en Diario de Poesía, Argentina, N°78, junio a octubre de 2009


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El artículo que sigue, dedicado a la poesía sonora dadaísta, es parte de Un puño abierto (discusiones en torno al hermetismo poético), tesis doctoral de Felipe Cussen (Santiago de Chile, 1974) para la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona.


"¿Acaso ya no debe creer uno en las palabras? ¿Desde cuándo expresan lo contrario de lo que el órgano que las emite piensa y quiere?/ He aquí el gran secreto: // El pensamiento se hace en la boca". Esta declaración de Tzara, en "Dadá manifiesto sobre el amor débil y el amor amargo" [1], nos marca la pauta para analizar una de las manifestaciones más fructíferas de los dadaístas, pero que suele ser poco estudiada no sólo por la volatilidad de sus soportes (las grabaciones son escasas, y la mayoría de los textos ofrecen información insuficiente para servir de partitura), sino por la situación marginal que en general posee esta área de la literatura, debida muchas veces a su status ambiguo, en que no se considera ni poesía ni música. El contenido de esa cita, en todo caso, nos permite distinguir la importancia que le otorgaron no sólo a la espontaneidad, entendida como una expresión veloz, sin mediaciones, capaz de evitar las cortapisas de la razón, sino, más importante aún, al aspecto sonoro (verbal y no verbal) como parte del lenguaje poético, e incluso como un sistema significativo complejo. No son ellos, por cierto, los primeros en trabajar este tipo de poesía; tendríamos que repasar la poesía ritual primitiva basada en sonidos guturales, luego incluir mucha poesía cuyo ingrediente sonoro prevalece notablemente sobre el verbal (varios trovadores cabrían en este caso, tanto como mucha poesía folklórica de diversos países) y después nombrar, entre otros, a Quirinus Kulhman, Lewis Carroll, Christian Morgenstern, Paul Scheerbart para recién entonces llegar a las vanguardias, en particular a los futuristas italianos (Marinetti) y rusos (Kblebnikov y su poesía Zaum).

La relevancia de Dadá en esta genealogía se debe a la gran variedad de exponentes y de técnicas que involucraron, desde los poemas simultáneos (en los que la superposición sonora de la performance era ciertamente esencial), los poemas vagamente inspirados en la poesía africana de Tzara y los poemas "bruitistas", cuyo efecto, como se menciona en el manifiesto "¿Qué quería el Expresionismo?", "describe un tranvía como es, la esencia del tranvía con el bostezo del rentista Schulze y el chillido de los frenos" (Huelsenbeck, Almanaque Dadá). Este podría considerarse un caso de poesía sonora con fines miméticos u onomatopéyicos (similar a la practicada por Marinetti), en la que el énfasis por el ruido, si bien puede guiar la escritura o incluso reemplazar palabras, no ofrece ninguna dificultad a la hora de su audición, pues se comprende rápidamente que esos sonidos, imitados ahora vocalmente, corresponden de modo unívoco a referencias precisas.

A diferencia de esta vía, donde el efecto es el realce de una expresión concreta, existe otra que apunta a una disolución significativa, derivando en un lenguaje cada vez más autónomo respecto a sus convenciones (idiomáticas, sintácticas, etc.); es el camino que toman Hugo Ball, Raoul Hausmann y Kurt Schwitters, quienes se iniciaron dentro del movimiento Dadá y luego se convirtieron en figuras de gran influencia en este campo.

En el caso de Hugo Ball, el extraordinario diario que llevó entre 1914 y 1921 [2] nos permite descubrir que su búsqueda no responde a un mero capricho, sino a un proceso gradual de estudio y reflexión. Ya en 1916 manifestaba su interés por "escribir frases inexpugnables", que, al desordenar la sintaxis y la lógica discursiva, ofrecieran como resistencia los aspectos sonoros (cadencia, ritmo), capaces, a su juicio, de soportar la ironía; también podríamos añadir que resistirían la posibilidad de ser contradichos o malinterpretados, puesto que no cabría una comprensión precisa de su contenido. En esta misma línea, al año siguiente comenta la importancia de la lectura en voz alta de un poema si se espera provocar alguna respuesta potente por parte del público: "En ninguna parte se ponen tan de manifiesto las debilidades de una composición poética como al declamarla públicamente. (...) La recitación en voz alta se ha convertido para mí en la piedra de toque de la bondad de un poema". Esta reflexión deriva pronto hacia la posibilidad de conseguir un lenguaje más abstracto, que él mismo relaciona con la tendencia a eliminar la figura humana en la pintura ("La poesía ya está casi decidida a abandonar el lenguaje por razones análogas"), e incluso con la capacidad de volver a obtener un lenguaje trascendente: "Hemos cargado la palabra con fuerzas y energías que nos permitieron volver a descubrir el concepto evangélico de la 'palabra' (logos) como una compleja figura mágica".

Estas reflexiones sustentan un momento muy particular de su trayectoria: "He inventado un nuevo género de versos, 'Versos sin palabras' o poemas fonéticos, en los que el equilibrio de las vocales se pondera y distribuye según el valor de la secuencia de la que se parte". El 23 de junio de 1916 lleva a cabo una lectura que incluye un particular disfraz, y en el que desde la oscuridad comienza a recitar: "gadji beri bimba / glandridi lauli lonni cadori/ gadjama bim beri glassala/ glandridi glassala tuffm i zimbrabirn/ blasaa galassasa tuffm i zimbrabim...". Según refiere, a medida que recitaba este poema titulado "Karawane, comenzó a adquirir la arcaica cadencia de la lamentación sacerdotal, aquel estilo del canto de la misa, tal y como suena, con aflicción, por las iglesias católicas de Oriente a Occidente y, a diferencia de muchas lecturas dadaístas que tendían al humor y el ridículo, se vio dominado por una inusitada solemnidad. A juicio de E. W. White, esto obliga a los auditores a calibrar sus oídos para hacerse cargo de las nuevas variables que determinan su estructura: "La atención de la escucha es impulsada a la textura, el timbre y los tempi. Uno puede oír líneas sonoras y clusters, delicadas disonancias, contraste, eco y pulso". En sus reflexiones del día siguiente, Ball insiste en la cualidad purificadora y religiosa de esta clase de experiencias: "Con este tipo de poemas sonoros se renunciaba en bloque a la lengua, que el periodismo había vuelto corrupta e imposible. Suponía una retirada a la alquimia más intima de la palabra, se abandonaba incluso la palabra para preservar así un último recinto santísimo para la poesía".

Este impulso se enmarca dentro de un espíritu más amplio que conecta a muchos artistas de las vanguardias: el deseo de recuperar la magia que el lenguaje habría perdido. En Ball, pero también en Hans Arp, o el chileno Vicente Huidobro en el canto VII de su Altazor, podríamos ver esa esperanza por volver el lenguaje hablado en el Paraíso, o lenguaje de los pájaros, que Fulcanelli define como un idioma fonético basado únicamente en la asonancia, que no considera la ortografía ni la sintaxis y que para René Guenon constituye un lenguaje rítmico que permite entrar en comunicación con los estados superiores. Aquí, por cierto, podríamos establecer un vínculo entre el uso del sonido de los trovadores también empeñados en imitar ese mismo canto, pero también podríamos pensar en el cumplimiento del deseo de Apollinaire: "O bouches l'homme est à la recherche d'un nouveau langage/ Auquel le grammairien d'aucune langue n'aura den à dire ("Oh bocas el hombre busca un nuevo lenguaje/ del cual los gramáticos de la lengua que sea, no tendrán nada que decir").

A diferencia de la mayoría de los dadaístas, que luego tendieron hacia horizontes más terrenales en el surrealismo y el activismo político, Ball se mantendrá en esta perspectiva, que lo lleva a observar según este prisma incluso las formas más repetidas e inertes del lenguaje religioso, convirtiéndolo en algo más cercano a un mantra. Así le ocurre en 1920, luego de ponerse a recitar la oración del Credo en latín: "Las palabras me embriagan. El mundo de la infancia se levanta. Lucha y se desenfrena dentro de mí. Me inclino profundamente, temo no estar a la altura de esta vida, de esta exaltación. Antes no lo hubiera podido creer. Poder creer, poder creer". Y esta es una consecuencia muy relevante: al poner el énfasis en la capacidad sonora del lenguaje, el recitador olvida su contenido específico (la larga serie de creencias a las que debería adherir) para optar a un tipo de comunión más profunda. Es, literalmente, una sublimación del sonido de las palabras, de la que debe hacerse cargo el poeta como el auditor, su compañero de ceremonia.

Un punto importante en este ámbito es la capacidad de este tipo de textos para ser interpretados como poemas sonoros, es decir, haciéndose cargo de variables propiamente musicales como el volumen y la velocidad. Como ya comentamos respecto a los trovadores, la recepción se desdobla en el encargado de su emisión (que originalmente era el mismo poeta, pero que eventualmente podría ser cualquier otro intérprete) y el auditor. En el caso de "Karawane", de Ball, al publicarlo en el Almanaque Dadá se utilizan distintas tipografías para marcar énfasis diversos. Pero es Raoul Hausmann quien se hace cargo de este problema con mayor énfasis al crear, en 1918, sus poemas optofonéticos. Aunque en apariencia se trataría simplemente de collages verbales, este diseño corresponde a una particular idea de la notación. Esta preocupación nace claramente del deseo de que estos textos no sólo sean interpretados oralmente por su autor, sino por cualquier tipo de lector, sin importar, según supongo, que tenga o no conocimientos acabados de poesía sonora o música. Incluso aunque el poema no fuera leído en voz alta se produciría una audición interior que llevaría al lector a participar de esta experiencia desde una perspectiva muy similar a la de su creador original, y creo que no exagero al pensar que esta diferencia no sería mayor a la compenetración que obtiene quien reza en público o en silencio.

Kurt Schwitters, por su parte, además de ser un reconocido artista visual, es recordado por su Ursonate, de 1925, uno de los intentos más ambiciosos en la historia de la poesía sonora. Un año antes, se refería a este tipo de poesía en términos similares a los de Ball: "La poesía abstracta ha liberado, y eso es un gran mérito, la palabra de sus asociaciones, y ha puesto en valor la palabra por la palabra: especialmente la idea por la idea, teniendo en cuenta el sonido". Al revisar esta particular sonata, es evidente la preeminencia del modelo musical en su disposición e indicaciones (que tienden a las convenciones notacionales de carácter y tempi), así como en el desarrollo de motivos y variaciones; no cabe duda que el contenido verbal ha quedado olvidado (o relegado a un simple eco) en pos de la materia sonora que ofrece timbres, colores y duraciones muy precisos, y que no dejan duda de la necesidad del auditor de cambiar rápidamente su postura de asistente a un recital poético a la del que asiste a un concierto. Es más, al revisar las crónicas de las giras emprendidas por Schwitters y otros dadaístas, más parece estar leyendo un reportaje sobre los primeros grupos punk, donde, como era de esperar, se produce un choque con las expectativas del público. El relato que hace Hans Richter de la primera lectura de la "Ursonate" da cuenta precisamente de la resistencia inicial de sus auditores: "Schwitters, con sus dos metros de altura erguidos en el podio, atacó la Ursonate con silbidos, gritos y graznidos ante un público totalmente ignorante de todo lo moderno. Al comienzo, la consternación fue general, pero al cabo de dos minutos, el primer impacto comenzó a disiparse. Durante los cinco minutos siguientes, el respeto inspirado por la honorable casa de la señora Kiepenheuer frenó las protestas, pero ese impulso reprimido, no hizo más que acumular la tensión. Vi maravillado, justo delante de mí, a dos generales que se mordían los labios para no reír, mientras sus rostros, por encima de los cuellos postizos, se tornaban azules". Pero lo más interesante ocurre una vez que se ha vencido esa desconfianza: "de golpe, perdieron todo control: estallaron de risa, y el público entero, liberado de la presión acumulada, estalló también en una verdadera orgía de hilaridad. Las viejas damas distinguidas, los generales acartonados, todos aullaban de risa, tosían y se golpeaban los muslos tratando de retomar el aliento [...] El resultado fue fantástico. Los generales, las ricas damas que al principio se habían reído hasta llorar, se aproximaban a Schwitters con lágrimas en los ojos para expresarle su admiración, su reconocimiento, casi balbuceando de entusiasmo. Algo inesperado se había manifestado en ellos: una gran alegría". Nos enfrentamos aquí a una de las paradojas más atractivas frente a este tipo de experiencias poéticas, la de aquella liberación, aquella apertura total que nace del contacto con un lenguaje pulverizado, aparentemente insignificante, pero capaz de transportar a los auditores a una especial participación ritual, en que caen las barreras de la identidad y la comprensión. Y no es menor que no sean otros poetas o intelectuales, sino precisamente ese público burgués tan odiado por los dadaístas (y caricaturizado por el mismo Richter) el que forme parte de esta fiesta. Es otra manera de entender, en consecuencia, lo que esta poesia sonora reclama, y probablemente son sus casos radicales, donde los vestigios verbales son fragmentados por completo, los que dejan claro que no hay nada más que sonido. Eso es lo único que se necesita comprender. Y así, ante estos poemas intraducibles que no reclaman la filiación de ninguna lengua, es posible que el autor y sus auditores compartan la igualdad y la fascinación de ser extranjeros.

Por último, si revisamos la definición que Zumthor hace de performance, creo que podremos apreciar mejor la fusión que supera la aparente incomprensión mutua en experiencias como las de Schwitters y Ball. Según Zumthor, en una performance el oyente forma parte de la obra misma, una obra que, durante su funcionamiento, pide la suspensión del sentido: "El texto que se propone, en el punto de convergencia de los elementos de ese espectáculo vivido, no pide la interpretación. La voz que lo pronuncia no se proyecta en él (como lo haría la palabra en la escritura): es dada, en él y con él, omnipresente; y, sin embargo, no más que ella, no está cerrado. Rechaza la exégesis, que sólo intervendrá después de que se le ponga por escrito, es decir, de que se le mate".

También es preciso negar la propia identidad: "el texto poético oral incita necesariamente al oyente a identificarse con el portador de las palabras, así sentidas en común, si no a esas palabras mismas. Más allá de los negativismos propios de todo empleo estético del lenguaje, más allá de la indiferencia radical de la poesía como tal, la performance unifica y une. Esta es su función permanente". La oposición entre facilidad y dificultad se diluye, se torna irrelevante ante la evidencia de la comunión.

Este proceso de indagación sonora, si bien perdió fuerza en los años posteriores, volvió a resurgir en Francia, a fines de la Segunda Guerra Mundial, con el letrismo de Isidore Isou, para quien las conquistas dadaístas eran insuficientes porque no habían logrado destruir el límite de la palabra. En este juicio concuerda Steve McCaffery, uno de los principales teóricos contemporáneos sobre poesía sonora, quien postula que recién con los letristas se consigue ir más allá de la deformación de esta unidad básica. Isou (quien modestamente se considera el punto cúlmine de todas las tendencias de la poesía contemporánea), toma como mínimo común denominador la letra, y, junto a Maurice Lemaître, prepara un "Lexique des Lettres Nouvelles", que en su empeño por registrar las distintas variantes sonoras sobrepasa las 130 entradas. Un paso más allá es el que dará François Dufrêne y su ultra-letrismo, que incorpora, en sus "cri-ryth-mes", improvisaciones a partir de la gama de sonidos basados en unidades sub-fonéticas.

No le sorprende a Guillermo de Torre que estas experiencias "antes suscitaran mofas a granel que respeto o positivo interés", y considerando su tradicional temor a este tipo de innovaciones, no me sorprenden tampoco los resquemores de este crítico. No se puede negar, por cierto, el escaso conocimiento a nivel masivo de estas prácticas, a lo que se suma el desinterés de los estudiosos por un tipo de trabajos cuyos parámetros suelen desconocer. Pero también es notable la profundización que muchos artistas han seguido realizando en este campo, superando el mero descubrimiento ingenioso, y el alto impacto que suelen conseguir este tipo de presentaciones públicas, bastante más efusivas que tantas lecturas convencionales de poesía. Es con esa valorización, entonces, que podemos volver a considerar en toda su importancia de la frase de Tzara: "El pensamiento se hace en la boca". En casos como el de Dufrêne, esta sentencia adquiere una validez absoluta, pues al grabar de manera directa en la cinta (sin partitura previa como sus predecesora dadaístas y letristas), la boca deja de ser un medio de transmisión de lo que se está pensando algunos centímetros más arriba para convertirse en el lugar mismo de la creación. Se consigue así el ideal de inmediatez buscado por los dadaístas, que debería provocar un salto igualmente inmediato de parte del público, o un rechazo tajante.

Más relevante aún es el modo en que esta emisión no corresponderá a experiencias previas de un autor procesadas mediante las herramientas de la lírica para recién entonces entregarse al lector. La mimesis, a juicio de Ball, es un desvío demasiado largo e innecesario frente a este tipo de transmisión: "Siendo absolutamente coherente, el artista moderno evitará el choque que supone referir sus imágenes estéticas a las vivencias que dan testimonio de ellas. Sólo transmitirá la oscilación, la curva el resultado, pero callará la causa que lo suscitó. Intentará, sencillamente, restablecer de nuevo su paz y armonía interior, pero no representará aquello que la excita (eso seria ciencia, no arte)". Estamos, pues, frente a una estética del efecto, que tiene al auditor como objetivo último. No sorprenderá, entonces, que McCaffery repetidamente se refiera al lenguaje como un tipo de fluido o energía ("Al considerar el sonido-texto en toda su energía, no como sentido semánticamente formado, se constituye la esencia de los datos comunicados") y que Pierre Garniel, otro imprescindible cultor de la poesía sonora, comparta el concepto y el ímpetu: "Ya no me interesan, como al principio de mi carrera, las imágenes y los temas, sino solamente la energía. Entiendo el lenguaje como 'materia' que debe ser pulverizada o detonada para liberar su poder oculto". Así, estas experiencias forman parte de la misma destrucción creativa propiciada por Dadá.

 

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Notas

[1] Incluido en Siete manifiestos Dadá, Tusquets. Barcelona. 1999.
[2] Publicado en Alemania con el titulo Die Flucht aus der Zeit en 1922; hay una edición castellana, La huida del tiempo, Acantilado, Barcelona, 2005.



 

 

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El sonido sin sentido.
Por Felipe Cussen.
Publicado en Diario de Poesía, Argentina, N°78, junio a octubre de 2009