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Cuando formé parte de
los escritores que no leen.
En "Cuando éramos jóvenes", Sudaquia Editores, 2013

Francisco Díaz Klaassen



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No lo recuerdo. Es una de esas cosas. Tal vez fuera en Buenos Aires, donde es fácil encontrarse con gente fuera de lo común. O en Asunción, donde todo el mundo lo es. Pero no, no recuerdo con exactitud cómo fue que llegué a saber de los Escritores Que No Leen.

(Aunque ahora me parece que lo raro seria no saber de ellos.)

Sólo sé que por aquel entonces yo ya había dejado de leer. Su descubrimiento, por lo tanto, quizás no fue del todo casual.

(Pudiera ser que ellos me buscaran a mi.)

Los Escritores Que No Leen son cuando menos mil. En teoría los hay de todas partes, de todos los rincones del globo. Digo en teoría, porque en la práctica todos hablan español.

(Como no leen, no son capaces de aprender nuevas lenguas).

Los Escritores Que No Leen se juntan una vez al año. Siempre en un lugar distinto. Este año ha tocado Santiago.

(El año pasado, Lima. El anterior, Ciudad de México).

Los pasajes y la estadía de cada uno de sus miembros los paga la organización, que es a su vez financiada por un poderoso filántropo.

(El poderoso filántropo tampoco lee, aunque no es escritor y por lo tanto no pertenece al grupo).

Cuando los Escritores Que No Leen se reúnen, una vez al año, lo que hacen es quemar libros.

(Ese ritual, más que confirmar una pasión colectiva, busca confirmar un ideal; la quema es, en definitiva, una prueba).

Como ninguno de ellos lee y naturalmente no compran libros, los que queman son los suyos. Cuando supe este detalle, pensé que estaba frente a una organización prodigiosa.

(Ninguno ha leído lo que escriben los demás; faltaría más. Los únicos libros que han leido los Escritores Que No leen se remontan a sus infancias, y representan apenas un par de frases hechas con las que, queriendo o sin querer, los Escritores Que No Leen poblan sus libros).

Se juntan a quemar libros, a observarlos desaparecer entre llamas retorcidas y columnas estertóreas de humo negro. Y luego se retiran a sus habitaciones, a escribir.

(Escriben desde esas llamas, evocando recuerdos futuros de destrucciones pasadas).

Ayer nos juntamos, los Escritores Que No Leen, en una parcela en Aculeo.

(La procesión de feligreses acorazados por camionetas con vidrios polarizados se tomó la Ruta 5 Sur, y los Escritores Que No Leen vimos, satisfechos, el efecto que podemos llegar a tener —cuando queremos— en el presente de aquellos que nos rodean.)

Lancé las tres copias que tenía de mi libro al vacío de la pira, y las vi consumirse, y sentí que mis ojos se iluminaban reflejándolas consumirse.

(El libro, lo supe, no desaparecía porque nadie fuera a leerlo. Desaparecía —tenia que desaparecer— porque ya había sido escrito. Porque tenía un punto final que había que honrar).

Y después me retiré a mi habitación, a seguir escribiendo.


 

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Cuando formé parte de los escritores que no leen.
En "Cuando éramos jóvenes", Sudaquia Editores, 2013
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