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Una experiencia particular en la historia de la diferencia

Fernando van de Wyngard
fernandovw@vtr.net

 



Este breve ensayo pretende –valga la redundancia- ensayar un relato verosímil sobre la gestación y evolución de un ente protagónico de la cultura autónoma chilena de resistencia: el llamado “Proyecto Caja Negra”, y su posterior vigencia en el ámbito insurreccional global (hasta cuya propiedad dejó de estar en las mismas manos de sus forjadores).

La situación histórica inicial es que hace ya más de 20 y tantos años atrás corrían los feroces vientos de la más sádica y profunda, la más cruenta y catastrófica dictadura habida en Chile, pues no sólo se propuso y aplicó a la ‘extirpación’ de una ideología completa, desde su arraigo popular, sino que persiguió enconadamente a sus funcionarios, partidarios y colaboradores, y a todo quien supusiera obstáculo, desmantelando para ello sangrientamente la sociabilidad completa, a fin de interrumpir la historia y refundarla desde un principio autoritario ordenador -que aún perdura-, colgándose de la supresión de sus víctimas, bajo la doctrina panameña del ‘enemigo interno’.

“Caja Negra”, en tanto lugar físico, nació en 1983 como extensión natural de una comunidad de egresados de arquitectura y diseño de la Universidad Católica, que se afincaron en una vieja casona del barrio todavía culturalmente periférico de Ñuñoa, un barrio de clase media de la ciudad de Santiago. Arreglaron y habiltaron la añosa casa, y trasladaron allí no sólo sus talleres, sino además el concepto altamente novedoso en esos tiempos -dominados por las literalmente declamatorias y penitentes peñas de inadaptado cuño folklórico- de un café-concert que llevaba ese nombre, que habían cultivado exitosamente en su sede universitaria durante los años previos, ganándose un espacio otro en la mente de su segmento generacional. Con esa traslación y ya libres del amparo universitario, sentaron las bases de una nueva forma de reunirse. Videntes en lo político, y no menos comprometidos con la insurrección simbólica de una generación llamada a ‘recuperar’ las organizaciones democráticas, el Estado de derecho y las libertades individuales, y tal vez por el sesgo de sus procedencias disciplinarias (artes proyectivas), se atrevieron a jugar con los modos hasta entonces convencionales de la convivencia. Se trataba de recuperar la inter-conectividad orgánica de las diferentes fratrías, dispersas por la acción del Estado. Diría que contribuyeron a inventar un arte propio de tramar la nueva sociabilidad y, por ende, de provocar el sentimiento de pertenencia a, y continencia en, ese entramado. Todo un artesanado de lo lúdico abriéndose espacio entre las sombrías tensiones de la peligrosa cotidianeidad. Téngase presente que el concepto de ‘caja negra’ -en español- surge de la teoría de sistemas, y se refiere a aquella zona impenetrable al estudio, dentro de la línea de producción, y por la que los insumos implicados en el proceso no pueden dar cuenta del producto resultante, suponiéndose que en esa zona ha intervenido un poder transformador incalibrable, el que suele asociarse con la creatividad del hombre.

El año ’84 (un año después), a la berma del camino –por decirlo de alguna manera-, es decir en las inmediaciones de entonces, nos asociamos un pequeño grupo de jóvenes bajo la iniciativa de un convocante (Andrés Venegas), que promediaban los 25 años de edad (entre los que figuraba este relator), por lazos de amistad, con el fin de actuar e incidir en el entorno, y decidimos hacerlo a través del hito de una revista cultural autónoma, que llamamos “El Espíritu de la Época”, en consideración a un sueño real del que tuvimos noticia, donde se pretendía conocer las vicisitudes internas de los tiempos que corrían y acogerse a su plausible resolución. Tal como tomamos este nombre, no corresponde al afamado concepto alemán de “Zeitgeist”, cuya connotación supone la sensibilidad dominante de un período histórico determinado. Para nosotros, el ‘espíritu de la época’ hacía alusión, más bien, a una suerte de dáimon o genio propio, latente de un período dado, que, actuando desde el inconsciente de las obras humanas, incuba las condiciones destinantes para, precisamente, preparar la instauración de una nueva época, distinta de la imperante, por la vía de la acción creadora.

Dentro del grupo editorial de 9 personas (Sebastián Gray, Gonzalo Castillo, Leonardo Ahumada, Paulina Hartley, Vivian Hartley, Andrés Venegas, Gonzalo Arqueros, Jaime Piña y el suscrito) se contaban sujetos venidos de distintas casas universitarias, todos de áreas relacionadas a las artes (con excepción mía, que provenía del mundo privado: de la escritura, pero había sido años antes compañero de Venegas en Arq. en la UCV). Entre éstos, hubo tres que pertenecían a la activa “Caja Negra” (Castillo, Ahumada y Gray –quien hizo de bisagra entre los nativos ‘cajanegrinos’ y los nuevos allegados), por lo que desde la preparación y ejecución de la revista nos domiliciamos en su mentado espacio, de tal modo que -algunos más que otros- nos involucramos muy fuertemente en la aventura de tal empresa, al punto de que, podría decirse, algunos terminamos por completo asimilados. Así redestinamos a éste, sin querer, con un carácter informal de ‘proyecto’, al dotarlo de una desconocida supra-territorialidad, ya que, desde un principio, la cobertura de la revista hizo estallar la situación concreta de la casa-taller donde se afincaba. Dicho “Proyecto Caja Negra”, con el andar, fue posteriormente dirigido por el resultado de esta nueva fusión (que conformamos Castillo, Gray y Ahumada, más Venegas y yo), pronto se desbordó en múltiples medios, escenarios y estrategias, en forma creciente, las que se sostuvieron –según mi versión de los hechos- en cuatro fundamentos, hasta derivar en lo que fue hasta la inminencia de los años ’OO.

Los cuatro ejes rectores de nuestra movilización, y que fueron oportunamente tratados en sucesivas cartas editoriales de “El Espíritu de la Época”, durante los 4 años de su existencia (la que duró hasta cercano a los días del Plebiscito de 1988), habrían sido, más o menos los siguientes:

A) La fuerte sensación de inmoralidad en la que estaba sumida la sociedad, por el concurso de la castración programada desde un enclave de poder tan ilegítimo como omnímodo. Del impulso de darse ella, a sí misma, un destino propio, del que pudiera participar cada cual, proporcionalmente, desde su respectivo rol en el montaje del cuerpo social y, por ende, también en el acceso a los beneficios asegurados por un auténtico Estado de derecho. Esa sensación ominosa despertó en nosotros un moralismo que, ingenuamente, lo trasladamos al plano de la cultura, definiéndonos humanistas y sospechosos de las pretéritas ideologías tal y como las recibíamos, sin la mediación de un análisis contemporáneo de las emergentes necesidades simbólicas en las que ver nuestra sensibilidad de ‘fin de siglo’ reflejada, con todo el dinamismo y la nueva imaginería que portábamos y comportábamos, en calidad de sujetos cautivos y sojuzgados. Nuestra movilización comenzó con un fuerte y primario tinte moral, que luego se fue disipando gradualmente, entrados ya en el curso de los años siguientes e involucrado el natural cultivo de un pensamiento propio (cada vez más escéptico).

B) El convencimiento de que habíamos sufrido un quiebre del relevo generacional. Hay que tener en cuenta que no éramos parte de los “hijos de la dictadura”, pues el golpe militar nos sorprendió, como grupo etario, entre el desarrollo de la pubertad y el florecimiento de la adolescencia, lo que significa en la práctica que tuvimos plena conciencia del impacto en la vida civil-doméstica, tanto del período revolucionario anterior como de su implacable fin (en ciertos casos, hubo compromiso político antes del Golpe). Ese quiebre implicó que, si hasta entonces, especialmente en las décadas de los ’60 y principios de los ’70, los jóvenes entraban a la asunción de responsabilidades y la figuración públicas muy tempranamente (ya pasados los veinte años de edad era suficiente), desde el fatídico 1973 no sólo ya no era posible o retardataria esa asunción, por faltar aquellos a quienes relevar de sus puestos –en la medida que imperó el exilio, el desaparecimiento y/o la persecución policial del régimen-, sino que los lugares en sí mismos, propios de la vida pública, estaban extintos, devastados, lo que exigía de nosotros la necesaria refundación de los espacios de comunidad, que no fueran sólo los del mero desempeño estrictamente profesional.

C) La idea de que en esos años era insostenible postular algo así como la existencia de un underground chileno –como lo quiso postular cierto periodismo ciertamente acomodado (de lado y lado)-, ya que, en todo caso, la ciudadanía como un todo estaba colapsada en la alternatividad respecto del país oficial. En ese contexto, todo hacer e incluso todo decir era, si no subterráneo (clandestino), al menos disidente y, por lo tanto, tachado por las innumerables formas de deglución y digestión administrativo-estatal. No había, no era viable, propiamente una subcultura, como polo antitético a una pretendida cultura legítimamente instalada (que bien era, propiamente, una cultura de tramoya, una escenografía).

D) Y, tomando el lema de una bienal de arquitectura de esos años, la tarea que nos regía era precisamente el “hacer ciudad”, entendiendo que la polis se encontraba en estado de sitio (in sensu lato), con sus instituciones fundamentales intervenidas o cooptadas. Por ello asumimos como tarea nuestra recomponer el tejido ciudadano rasgado, el de los diálogos y de los intercambios entre sujetos con una identidad hasta entonces clausurada, pero fuera de los aleros auxiliares prestados por los partidos políticos, por la Iglesia y por las universidades. Fue nuestro oficio de juventud volver a crear ágoras, en donde fueran posibles los vínculos a resguardo de la violencia y censura del régimen. Teníamos en mente que nuevos tratos conducirían inevitablemente a nuevos ‘contratos’.

Nos impulsaba un afán de recuperar, por un lado, las tradiciones republicanas (las de la conocida ‘cosa pública’), pero por el otro, rescatar también el carácter lárico en la emergente sociabilidad, tanto intra como intergeneracional, en un corte transversal (en el marco emergente tanto de las vanguardias, como incluso de las retaguardias del caso). Perseguimos presentarnos mutuamente a través de medios de comunicación artesanales, y plegar a este conocimiento los actores de generaciones mayores, vía la difusión de nuestras ‘conversaciones’. No me extiendo aquí sobre las diferencias que establecimos con el imaginario y las modalidades culturales sostenidas por la izquierda tradicional (la ortodoxia contra la cual nos distanciamos), no menos importantes, pero de largo y cuidadoso análisis del que esta exposición se excluirá.

Uno de nuestros rasgos identitarios fue la excepcional conciencia histórica que nos acompañó. Sabíamos que, más allá de nuestras narices (en medio del frenesí modernizador de tipo capitalista impulsado por el gobierno militar y su proporcional revés policial), corrían tiempos definitorios para la senda de la humanidad: el fin de los novecientos, el fin del segundo milenio de la era cristiana, un momento para detenerse a presenciar los debates universales, y de ponerse del todo a exorcizar la pesada delgadez de la piel de nuestra provincia. Así, nuestra percepción del presente personal y colectivo se nos deslizaba bajo la cuenta de lo poco que nos faltaba para asistir al 2000. En ese sentido, nos hicimos responsables de darle tribuna al reunirse, al crear y al pensar, en un país decidido a no sostener más ya la oscuridad de la celda. Era hora de hacer balances y atreverse a representar un cambio, en un mundo (local) que naturalmente miraba más que nada hacia atrás. Nuestro mayor desafío fue montar un escenario para pensar desde lo propio, haciendo positiva la insuficiencia de nuestra formación, pero donde las capacidades, puestas en red, propiciaban una lucidez característica a la generación de la que formábamos parte. Pero, si bien nuestro oficio estaba comprometido de un modo privilegiado con lo emergente (emergiendo nosotros mismos), fue decisiva la opción de operar un rescate, en nuestro medio, de las voces, obras y gestos de nuestros mayores, dejados de lado por la oficialidad académica y los medios de masa, pretendiendo que nos olvidáramos de una fase (aún viva) de la construcción de nuestra cultura. Y, de ese mismo modo, fuimos también muy preocupados de la generación siguiente, tuvimos el sentido de la responsabilidad ante quienes nos sucederían, de hacerles un camino.

El “Proyecto Caja Negra” llegó a ser un referente obligatorio en el panorama de la cultura autónoma de los ’80, un lugar de cobijo e interactividad. Quizás, sobre todo, de impulso a la toma de conciencia. Y coincidió, aproximadamente en el tiempo, con otras muchas voluntades (verbi gratia- como la del sociólogo, dramaturgo y director de teatro Ramón Griffero al fundar la sala “El Trolley”, o como la del poeta Jordi Lloret fundando el “Garage Matucana”, o como las del poeta Santiago Elordi y del médico Beltrán Mena fundando la revista “Noreste”, tomando sólo éstas por su extrema relevancia, entre tantísimas), con las que, dicho sea de paso, establecimos mutua colaboración, alianzas estratégicas e, inclusive, en algunos casos ciertas formas de integración: Castillo diseñó la portada de “Noreste”, Castillo y Venegas integraron el directorio -de cuatro miembros- del “Garage Matucana”. Asimismo, tanto Lloret, como Elordi y Mena, y Griffero tuvieron su espacio en “El Espíritu de la Época”. También tuvimos un fuerte vínculo con la particular escena estudiantil de la UCV, con el movimiento de la UCH y, por supuesto, con el de la UC de Santiago.

La lista de las voluntades coincidentes e interconectadas durante el desarrollo de esa época es casi infinita, y, mirando desde ahora hacia ese período sincrónico irrecuperable, se revela una tarea pendiente de registro historiográfico sobre sus prácticas que, sin duda, acarrea enormes dificultades para ser llevada a cabo, en parte por la falta de fuentes documentales, y en parte también por el carácter anónimo de sus manifestaciones. La experiencia vivida en torno a este ente específico –del que hablamos- (que proclamó la autogestión desde sus inicios), se debatió siempre en torno a la problemática de la autonomía y alternatividad de los circuitos.

Pero lo que prende con mayor fervor en ese momento, junto al quehacer editorial, es la inquietud por la fiesta ritual, la fiesta como sanación: antes que nada con el fin de conjurar las fracturas de la identidad, reapropiarse simbólicamente del contexto, celebrar la mutua pertenencia, celebrar el hecho de estar en lo mismo, en una común apelación a los instintos gregarios más primitivos, toparse, tocarse, lenguajear, trabar lazos afectivos, armar redes de irrigación común y pactar tácitamente la reciprocidad. Inconscientemente se reforzó el rescate del propio juicio de realidad, hasta entonces perturbado, a través de la búsqueda del eco real en el otro. Así, organizamos fiestas multitudinarias, y otras de meridiana escala. Pero paralelamente cunden los montajes, las muestras, los seminarios, las publicaciones, los encuentros de nuestra vanguardia generacional: se concitan la música, las artes visuales, la literatura, el teatro, la sociología, la filosofía, la política...

Un hito significativo fue el haber creado la colección de libros de poesía titulada “Serie de Fin de Siglo”, ideada, dirigida, curada y diseñada por nosotros, pero en cuya edición involucramos a otra casa editora: “Documentas”, ya montada y consolidada por un protagonista de una generación anterior (con un catastro de libros visiblemente críticos al régimen), con el fin de depositar en ella la tarea de impresión y ocupar su sistema de distribución. Y abaratamos gastos al compartir los costos. En la contratapa de éstos, una inscripción rezaba textualmente: “La joven poesía en Chile, decimos, país que despierta en la tarde de su siglo, debe ser descrito e impreso en la mirada de los que vienen asombrados asomando (en) su milenio”. Lo hicimos circular entre todos los críticos y teóricos de la literatura que conocíamos, dentro y fuera del país. Eso ocurrió en 1988.

Como decíamos, la arista fundamental de esos años ’80 fue también la explosión editorial. Téngase presente que en ese entonces aún no hacía su aparición la Internet y que las dificultades para comunicarse debían ser libradas en el campo de la mecanografía, la mimeografía y el correo postal. Además corrían tiempos de excepción en el orden político, y una cláusula constitucional transitoria (el artículo 24) restringía la libre expresión y la libre difusión de la opinión. Existía en concreto una censura a la información. Nosotros publicamos los primeros números de la revista “El Espíritu de la Época” –en un principio costeados por nosotros mismos- firmando con pseudónimos, cosa totalmente deschavetada y candorosa, o bien irónica y burlesca, pues si en verdad hubiésemos sido requeridos por los aparatos de seguridad del Estado policial de ese momento, no costaba nada con rastrearnos en nuestras verdaderas identidades y ubicación (téngase presente como contexto que en uno de esos años de edición fue declarado el país nuevamente en estado de sitio). Se diría que fueron condescendientes con nosotros. Sin embargo, esta ebullición de editores jóvenes del que fuimos parte hizo bastante “bulla” en la prensa reaccionaria de esos tiempos, con opiniones de sicólogos y sacerdotes de por medio, tratando de explicarse el desmán de esta “rebeldía” inmoral.

Usamos al principio la factura artesanal, la manufactura. Inauguramos el concepto de coser las páginas, con máquina casera. El primer número fue enteramente manuscrito e impreso mediante el sistema de serigrafía sobre papel kraft (téngase presente que su tamaño era un cuarto de Mercurio), hasta que nuestra propia red nos empujó naturalmente a un tipo de impresión de más calidad, hasta llegar finalmente al offset sobre papel couché. Y pasamos, en lo temático, de lo local a lo universal, con vocación intelectual y presencia de obras contemporáneas, convocando por gestión personal a los actores que estaban creando en lo gráfico, en lo poético y en lo intelectual, junto a nuestro actuar. En lo aledaño primó la edición de fanzines, con un fuerte impacto en la cultura conservadora, que resintió su contenido porno y contra cultural, de las revistas “Matucana”, “Beso Negro” y otras. También es de señalar (por su masividad) la apuesta por el periodismo de ficción de la revista “Noreste” (ya mencionada atrás), que se vendía en quiscos. Y en las inmediaciones circulaba también una muy buena revista de discusión de ideas llamada “Krítica”, la que tenía sus oficinas en nuestra casa-taller. Con todas ellas intercambiamos material y soluciones. Es así como concebimos la idea, ultra necesaria, de compartir el costo de una distribución que no se pagara con el retorno de la venta real (como se acostumbra en el mercado), sino con la apuesta de los editores correspondientes para costear, cada uno, el ‘estar’ allí donde fueran visibles para nuestro público objetivo: ciertas librerías, ciertas boutiques, ciertas organizaciones, ciertos centros de estudios. La primera iniciativa de agrupar a todos los agentes autónomos que operaban tras las ediciones, y compartir estrategias, fue nuestra.

Hablando por nosotros, diré que nuestro tiraje rebasó al final los dos mil ejemplares, que se distribuían en gratuidad y enviados (según una base de datos previamente elaborada) por correo, y alcanzamos a editar diez números en el período entre 1984 y 1988. ¿Poca cosa? Quizás, pero fue inmenso el esfuerzo e intensísimo el debate. Llegamos donde había que llegar, no más. Produjimos el material suficiente para hacer de pivotes entre dos épocas: la del clímax de la insurgencia simbólica (cultural) y la de la declinación del problema mismo de la necesaria elaboración sicológica de las experiencias traumáticas vividas hasta entonces, en la amaneciente modernidad de la institución “transitorial” hacia un nuevo régimen. Por paradoja, a final de cuenta, la democracia que buscábamos nos devastó. Nos devolvió a muchos al mundo privado. Nos quitó “el piso” y “la misión”. Extraña vivencia, que da que pensar largamente.

Históricamente el período de los ’80 fue un bullente hervidero de actividad. Íbamos de la mano con los movimientos estudiantiles que luchaban por la recuperación de sus organizaciones democráticas. A veces los mismos íbamos y veníamos (en esos años, yo mismo fui parte de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica). A menudo algunos vivían juntos (el caso de Castillo con algunos dirigentes universitarios). Trabajábamos cooperativamente. Algunos compartían su tiempo con la vida militante de oposición (con participación ocasional o metódica en operaciones encubiertas, por cierto, con un alto riesgo de vida de por medio) de un modo más frontal, pero siempre respetando la independencia de los que, por opción, se mantuvieron autónomos de los referentes políticos (como fue mi caso, hasta 1987, por lo que puedo dar fe de ello), aunque todos dentro de la gran esfera de sensibilidad del socialismo.

Gradualmente, a partir del ’86 (el que se llamó el “año decisivo”, el del atentado frustrado al ‘Capitán General’), se termina de pasar de la prevalecencia de la lógica jacobina de los ‘frentes’ armados a la lógica gramsciana de la derrota política. Las ONG fueron una pieza clave, una pieza maestra en este proceso, captando la ayuda internacional y fortaleciendo, entre otras, la misión del estudio, de la defensa de los Derechos Humanos, de la cooperación social y de la movilización simbólica (cultural). Es en esta última es donde nos inscribimos nosotros, al recibir de una única vez un beneficio auxiliar, proveniente del extranjero (de una fundación holandesa), que agradecimos con toda la dedicación de ocupar esos recursos en el refuerzo de nuestra tarea de llevar adelante una insurgencia socializante, pensante y creativa.

Sin embargo, con el despeje del horizonte, avanzando hacia fines de la década, estas mismas fuentes giraron y restaron su apoyo a los grupos autónomos (es decir, no gubernamentales), para concentrarse en el respaldo a los bloques partidarios que asumirían el poder como gobierno triunfante en 1990, para así bien comenzar la transición hacia la tan mentada promesa democrática, amagada a la postre en el mezquino compromiso de “los acuerdos” con la facticidad de los poderes soterrados, al resguardo de la ilegítima Constitución de 1980 (que todavía no ha podido ser desactivada). Pasada ya más de más de dos décadas, a la sazón con ya cuatro períodos presidenciales -cuatro gabinetes liderados por una coalición partidaria progresista, pero con una fuerte impronta neoliberal pragmática, herederos y orgullosos continuadores de las transformaciones modernizadoras de la dictadura (y su consecuente modelo de desarrollo) y con una vocación reciente hacia la profundización de la justicia social. Así, seguimos esperando las transformaciones más profundas que en 1990 nos prometimos: en especial, el término de la exclusión política a través de la modificación del fraude constitucional. Aunque, sin duda, lo más fuerte ha sido asumir la reingeniería llevada a cabo en la idea misma de Estado, dada la grotesca reconversión del Estado participativo que conocimos antes de 1973, al Estado operador que ahora provoca una cierta desolación del espacio público, en la dramática pérdida de espesor de la experiencia popular (cosa que, con el acontecer de la crisis mundial, hay indicios de que atraviesa una etapa de redefiniciones…). Hoy por hoy, todavía reina el extrañamiento. Cada día, quien que está junto a otros (en la inmediatez de la comunicación) parece estar más lejos, y ninguna circularidad nos reúne.

Desde esta nueva gobernabilidad, en sus inicios comenzó a instalarse gradualmente una ‘cultura política’ cuya ‘política cultural’ ha intentado negocializar la producción simbólica, esto es, intentar generar un área económica propia en conjunto con algunos aspectos de la recreación y la ilusión, lo que bien podría denominarse una industria de la complacencia cultural. La difusión de dicha producción simbólica se ha teñido de una tendenciosidad populista (la multiplicación por encima del espesor del vínculo), y en extremo proclive a la equiparación entre las nociones de cultura y espectáculo, dejando por ende libre al arte (oficial u oficioso) a la presión distorsionadora del mercadeo. No decimos una gran verdad cuando afirmamos que el arte en democracia suele ser un arte sucedáneo, si se postra no sólo ante los poderes políticos y económicos, sino también y sobremanera a los poderes comunicacionales. A pesar de esa evidencia, gran parte de los artistas chilenos se siguen suscribiendo a la lamentable obsesión inscriptiva: es decir, más allá de la legítima y necesaria definición de los límites de los campos de discusión (en los que se está o se quiere estar), nos referimos a la búsqueda desesperada por consolidarse como ‘marca’ mediática (de origen y filiación) que les permita posicionarse, circular y valer dentro de la conductividad de una civilización pagana.

Pero volviendo un poco atrás, diremos que la florescencia del “Proyecto Caja Negra” tuvo su resonancia en la misma casa-taller, al interior de sus habitáculos, pasillos y jardines, y no sólo a través de los numerosos actos públicos, sino además en la ocupación que hicieron de éstos los propios habitantes -que fueron rotando durante los ’80 y ’90-, cuya composición disciplinaria integró arquitectos, diseñadores gráficos, diseñadores de objetos, diseñadores de tecnologías alternativas, músicos, luthiers, fotógrafos, pintores, escultores, instaladores, grabadores, ceramistas, performers, curadores, teóricos del arte, estetas, historiadores, dramaturgos, directores de teatro, actores, tramoyistas, productores de eventos, publicistas, enmarcadores, costureras de patchwork, distribuidores de publicaciones, editores, poetas, filósofos, sociólogos y políticos. Además, el lugar cobijó en los ’80 a una agrupación de estudiantes secundarios pro defensa de los Derechos Humanos, y en los ’90 a la Junta de Vecinos del sector. De este modo el “Proyecto” trascendió la etapa de resistencia al poder militar, ramificándose, extendiéndose y desarrollándose en la era de la Transición Democrática.

Pero, habría que decir que nuestros ‘héroes’ de entonces –alrededor de 1990 en adelante- comenzaron a institucionalizarse, desanimados por la desconsideración indecorosa de la clase política que no supo, o no quiso, recoger el legado de la cultura autónoma de los ’80 que reinstituyó la sucesión generacional. Un factor relevante es que fueron desplazados nuevamente, esta vez, por el retorno paulatino de una nueva clase: los exiliados, que retornaban con más autoridad acumulada y, en cierto sentido, con más propiedad (dado su padecimiento), con un caudal de aspiraciones contenidas y postergadas, con un mayor capital de relaciones y, a la vez, con una mejor preparación académica (aprovechada en las vicisitudes de su lapsus), conformando así una inédita casta en las elites dirigencial y docente. Este sesgo es un hecho histórico incontestable, pero nunca analizado desde esta perspectiva, o eludido como tal por la historiografía de la república. Su retorno, sin embargo, para nosotros fue un contento, desde nuestra propia disidencia y reclamo de lesa justicia, y en todo caso, nunca objetando, sino reconociendo el enorme aporte que aquellos otros hicieron a su llegada, sumando entre todos el masivo levantamiento ciudadano que culminó con la consolidación libertadora del país en las urnas en el año 1989.

Y es necesario considerar, también, que los protagonistas de estos hechos nos encontrábamos, en muchos casos, en plena etapa de formar familia, y así, impelidos por estricta necesidad, comenzamos a insertarnos, por aquí o por allá, ya sea en la institucionalidad naciente (los muy menos, en verdad en contados casos) o sea en el desempeño profesional privado (la gran parte). Y sólo uno de los miembros iniciales (el que suscribe) permaneció en la dirección de este proyecto, hasta fines de los noventa, y habría seguido, pues entendió esa misión como proyecto personal, hasta que fue desbancado por una ominosa y dolosa maniobra de apropiación indebida, por mano ajena. Pero eso es historia aparte, ya que luego los “Talleres Caja Negra” continuaron –aparentemente- la senda trazada. En lo que respecta al amanecer de los ’90, por desgracia, la finalización del régimen militar fue también la finalización, en muchos casos, de la reflexión y de la creación. En cierta medida hubo una extraña omisión colectiva de la necesaria elaboración de las experiencias vividas hasta entonces. El fin de las causas emblemáticas se replicó en el fin de la problematicidad. Se nos vino encima el imperio del poder civil y del mercado, ratificados ambos regocijantemente por la ciudadanía, en una época de pseudo-apertura política sumada a la pujanza económica.

Decía que en esas circunstancias –en el paso de los ’80 a los ’90-, desgranado ya el equipo original (los demás directores del Proyecto fueron emigrando en el período previo, uno por uno, y por distintas causas, de mayor o menor cuantía) y disgregados, me hice cargo del “Proyecto Caja Negra” como último director, aunque pronto junto a una historiadora y licenciada en estética, en ese período mi esposa, dato relevante, pues, al estar ambos comprometidos en la misma misión y afincando nuestro propio domicilio in situ (viviendo en la casa-taller), logramos relativamente la difícil y deseada unificación de vida, trabajo y estudio, por un período no breve, y aunque optando de buen grado por la pobreza material –lo que nos equiparaba en cierta medida a la condición de insolvencia de los jóvenes artistas a los que ofrecíamos residencia- muchas veces nos encontramos al borde mismo de la necesidad.

Nos hicimos cargo del esta empresa, primeramente consolidando los “Talleres de Arte” en tiempos democráticos, -al modo de una nueva refundación- al volcar la finalidad del antiguo paraguas del “Proyecto Caja Negra” exclusivamente a la investigación en las artes visuales, liberándolo de otras actividades allí anteriormente instaladas. Comenzamos cerrando puertas. Nuestra meta fue dejar de estar ‘al paso’, dejar el acceso propio del transeúnte (que antes tuvo una finalidad gravitante), en aras de disponerse más bien a la visita intencionada del huésped. Ya la ciudad no nos necesitaba de la misma manera que en la década pasada. Ya habíamos cumplido con ser un ágora en tiempos aciagos. Ya las calles, ya las veredas, ofertaban opciones por millares en todos los rubros. Surgían locales específicos para satisfacer cada necesidad, copando toda la geografía humana. Lo nuestro fue concentrarnos, lograr pensar desde lo propio y, en específico, en torno a la experimentalidad de las artes. Quisimos convertir los “Talleres” en un laboratorio de ideas y prácticas límites, ya que los artistas vienen a contribuir con el ejercicio de la contradicción problemática lo que hemos heredado como mundo históricamente dado. En éste último irrumpen, con su oblicua crítica, que le corresponde de suyo a la investigación artística, responsable de imaginar y hacer viable la diferencialidad. Con esta apuesta, recuperamos así el perdido apogeo (después de un importante período de deflación), dándole un nuevo renacimiento del nombre “Caja Negra” en el panorama insurreccional (en sentido amplio) que representaba la problemática del arte, al hacer ingreso de la diferencia en el flujo de la circulación social. Pero –este mencionado apogeo-, esta vez fue conquistado a costo de quedarnos solos, casi perdiéndole la pista a nuestros antiguos colaboradores.

Así restauramos su vigencia en la era post-dictadura, hasta el despuntar de los años ’00, apegados al anhelo de transformación que estaba grabado desde el inicio. El arte experimental -repito- es insurreccional de suyo, sobre todo por su transgresora concepción de producto, en cuanto bien económico alterado. El ’producto’ cede y se suprime en favor del proceso mismo que acarrea, o del efímero acontecimiento que se cierra tras de sí. Y en este sentido es, a la vez, delirante y delictivo, pues atenta contra la norma del capital como instrumento de dominación, e ingresa la diferencia ya en la forma misma como una sociedad ‘tiene’ su arte. ¿Cómo es posible ‘tener’ este arte, sin colapsar el fundamento mismo de esta tenencia?

Ir más allá de las fronteras socialmente sancionadas del rendimiento consciente, para operar y rendir con signos a partir de las reservas mentales reprimidas en su estado actual, o dicho de otro modo, en el actual estado de las cosas. Y, a su vez, develando los mecanismos del propio deseo y, por lo tanto, dejando en evidencia las condiciones de su producción. O sea, al cabo, queda por ver si las prácticas y las ideas sean lo suficientemente radicales como para considerarse intransables (en el sentido orgánico de tener la capacidad de refutar la absorción y metabolización por parte del mismo sistema en que aquellas surgen). Queda por examinar cuánto y en qué sentido la propia obra se hace parte de la insurrección respecto del poder fáctico del capital que moldea las comunicaciones y, con ello, el sentido común, es decir, el umbral de comprensión y de sensibilidad -normando de este modo el ciclo del ‘gusto’, con miras al control de su propia plusvalía.

Por lo pronto, los “Talleres Caja Negra” alcanzaron -y dicen que siguen- progresando en unos niveles de prestigio indesmentibles y crecientes (ya desde los ’90 con repercusión internacional), por el concurso de una nueva generación de dotados artistas, que conformaron lo que -en otro lugar de escritura teórica- he llamado su ‘masa crítica’, constituyéndose (los “Talleres”) de este modo, en un hito ineludible a la hora de considerar la investigación experimental de las artes visuales, y la autonomía y alternatividad de sus circuitos, en el contexto chileno. Pero, al parecer, estamos frente a una generación (el grupo de referencia al que hemos aludido anteriormente, y que ocupó las instalaciones durante este período) que se niega a responder por la genealogía de lo contemporáneo en que acontecen, y es necesario intercalar aquí la fijación de este hecho. Aquello de lo que razonablemente estaríamos en condiciones de pedirle, se convierte en angustia para ellos. O, precisando mejor, en su intención, la historia como consistencia tendría existencia considerada sólo como hito de inscripción soberana para recibirlos a ellos mismos (pues, así como en sus procesos de obra no tiene validez el antecedente, tampoco lo tiene el sucedente). Se trata de la institución del paréntesis en reemplazo de la historicidad, cuando de lo que quieren despojarse es sobretodo de una cierta energía que les pesa, en la encrucijada de su neoanarquista toma de posición ‘post’ en el mundo: no sólo post-catastrófica sino, de manera privilegiada, post-edificante.

Sin embargo, cabe preguntarse: ¿qué tipo de contrato que no esté condicionado por la plusvalía, hasta ahora impensado, puede establecerse entre el ingreso de la diferencia por parte del arte, sin transacción de bienes, y las partes más permeables a la revisión de una sociedad deprimida o ansiosa, una sociedad estresada y deseosa de un destino distinto, un destino otro?

Me parece que esta discusión cae per se en el campo de los intentos por reformular desde ‘dentro’ el sistema institucional del capitalismo tardío –que, por cierto, incluye las formas actuales del mercadeo del arte- y por concebir otros mundos posibles, otros modos de relación e interacción, en última instancia otros ‘contratos’ entre sujetos. Tal y cual como estaban las cosas al momento de mi abandono –malhabido- de la dirección de los “Talleres de Arte Caja Negra” (efectuado en 1999), creí estar seguro de que asistíamos a los albores de un nuevo momento de inflexión histórica, en donde comenzó a surgir por doquier una inquietud que quería concebir el destino que nos hemos dado como algo indispensable de transformar, ya desde sus mismos fundamentos, lo que implica también que sea desde ‘dentro’. Al parecer, hoy por hoy, estaría todo internalizado, o, lo que es lo mismo, no parece plausible concebir un ‘afuera’ del sistema. Inquietud, desasosiego, intranquilidad utópica, “malestar de la cultura” – como quiera llamarse-, procedentes desde las más diversas actividades en las que el hombre está involucrado (tanto en los centros metropolitanos como en la subalternidad de la periferia) en el seno de su comunidad, y atento sobremanera a su sustentabilidad.

La autonomía y la alternatividad –tema cuyo pensamiento siempre le preocupó siempre a “Caja Negra” en sus distintas etapas- no pueden, no deben, ser pensadas para las artes visuales arrancada del seno de los cambios estructurales a mediana escala (o sea, entre el Estado y el individuo). No pueden ni deben ser arrancadas del seno de la emancipación social que cruza transversalmente toda la producción e intercambio de bienes simbólicos (incluidas además de todas las artes, por cierto, las humanidades, las ciencias sociales y, claro está, la mismísima práctica política), en el despuntar de un cambio de paradigma que trastoca por completo la polaridad antitética del dentro/fuera, público/privado e, incluso, consciente/inconsciente, con todas sus consecuencias paradójicas para la reciprocidad, ya no frontal, entre poder y resistencia.


Santiago, 2002-2010

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*: Texto revisado y corregido para otros usos, de la intervención en la mesa redonda titulada “Territorialidad y espacios alternativos para las artes visuales”, organizada con ocasión de la visita de un representante de ”Kunthaus Tacheles” de Berlín, realizada en el Goethe Institut de Santiago, con fecha 10 de diciembre de 2002. Autorizada su reproducción total o parcial por los ejecutores de la investigación sobre Caja Negra, auspiciada por el FONDART Bicentenario, 2010.

 

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