HOTEL BARAJAS
Federico Eisner S.
Madrid, Barajas, 28/2/07, 20:30. Entrego mi pasaporte y la tarjeta de inmigración al tío en la cabina, ya ni recuerdo qué me preguntó, lo cierto es que mi dinero estaba en las tarjetas y que los papeles de mi beca en Italia los había olvidado, estupidamente, en mi equipaje. Este primer tío me envió a una entrevista con un segundo, que fue para peor, básicamente no me creyó nada. Quizás fue el azar, o mi Bajo eléctrico al hombro, o mi polera de Bob Marley o incluso mis todavía 20 y tantos. Sin duda la torpeza fue mía por lo de los papeles, pero rápidamente me pasó este segundo tío a una sala de espera con dos mujeres bolivianas. De ahí nos hizo subir al piso superior donde una tía, con problemas de carácter nos explicó que pasaríamos la noche en el hotel del aeropuerto, para entrevistarnos a primera hora con un abogado de oficio, y luego decidir si éramos aceptados en España como turistas. Nos puso al frente una declaración que debíamos firmar, pero cuando intenté leerla se ofendió y anotó bajo mi firma “se niega”. Inmediatamente un tercer tío, ya con más cara de perro y más prepotente, nos metió en un ascensor y nos condujo por la azotea del edificio hasta el hotel. Nos hizo esperar unos minutos en una oficina y enseguida nos llevó a otra contigua donde debimos entregar nuestras pertenencias. Lo que nos dijeron fue que debíamos entregar todo aquello con lo que no se podía viajar. Pero lo cierto es que quitaban el maquillaje a las mujeres, los cigarrillos a todos, maquinas de afeitar y otros enseres a discreción. Incluso tuve que dejar ahí mi Bajo, ya que el tercer tío eucarísticamente rezó pero como se te ocurre a tí que vas a ir con eso para adentro. Todo quedaría en custodia, al igual que nosotros, pero por separado.
Una segunda tía que terminó de guardar mis cosas, fue bastante más sincera y me confesó que una vez ahí la cosa se veía muy fea; casi todos se van. Noté inmediatamente que aplicó conmigo una discriminación positiva por no ser de las nacionalidades más retenidas, dijo veo que con usted si se puede hablar.
El hotel era el penthouse ciego de alguna estructura de Barajas. Tenía al centro 3 o 4 oficinas y un sector común a tres diferentes áreas de reclusión. No terminé de entender la lógica con la que separaban a la gente. A mi me tocó el área principal, donde casi todos a excepción de algunos marroquíes, éramos latinoamericanos. Constaba de un salón principal bastante amplio con 3 teléfonos monederos, 2 baños, una zona para mesas y otra para el televisor. Alrededor se contaban unas 8 habitaciones provistas de camas marineras, pero completamente colonizadas por grupos de brasileros, marroquíes u otros rasgos que no terminé de interpretar, tanto que en mis horas en el hotel no ingresé a ninguna. Supongo que la sorpresa, sumada a mi personalidad más bien observadora, me mantuvo muy callado, tratando de mantener la calma, de desenmarañar este pedazo de realidad que se me había, de un modo siniestro, obsequiado.
Desde que ingresé a ese salón me llamó mucho la atención la calma y el relajo de la gente. Ese humor y parsimonia muy nuestros, ese profundo sentido de no tener nada que perder. Algunos pocos se les notaban afligidos o humillados, como una de las bolivianas que subió conmigo, una ejecutiva cruceña que había decidido darse unos días de relajo en Islas Canarias. También estaba Ramón. No supe porqué, pero los más animafiestas lo adoptaron y bautizaron como Carnaval. Era un mexicano muy cuate y tranquilo, pero que sufría de trastornos de ansiedad, y cuya medicina estaba en su maleta. Todos lo ayudaron mucho a partir de que comenzó a dar cabezazos contra las paredes. Carnaval era el típico sudaka consumista con buena pasta para gastársela en unas vacaciones de puta madre por Europa. Cayó porque tuvo la mala suerte (o mala idea) de sacar su cámara de video en alguna parte de la inmigración, y algún guardia cojonudo no le gustó y le juró que lo devolvería a su país. Así que ahí estaba igual que todos, pero incluso por menos. Carnaval trabajaba para algún senador mexicano, y estaba tratando de mover algún hilo lejano. No supe el final.
Yo por mi parte tenía una esperanza. Me alojaría en Madrid en casa de un embajador. Apenas el primer tío me mandó a la entrevista llamé a su casa y me atendió un amigo que ya estaba allí, me dijo que el embajador estaba en una cena oficial, y que apenas llegara verían qué se podía hacer. De hecho así fue, pero llegó al aeropuerto cerca de las 23:30, hora en que la policía argumentó que no había nadie con autoridad para sacarme. Me llamaron al hotel y me explicaron que tendría que aguantar la noche y que a primera hora volverían a sacarme. Para entonces ya nos habían tirado una milanesa de pescado con papas fritas, entre otras cosas no aconsejables de probar. Inmediatamente entró la gente de la limpieza a barrer y trapear aquel chiquero, y acto seguido sonó el silbato que anunciaba la hora de dormir. A los que no teníamos cama se nos entregó un colchón y un juego de sabanas limpias con una toalla. Así que todos al suelo, hombres para un lado y mujeres al otro. Darían solo unos minutos más de luz, los que aproveché para leer un poco y abstraerme de tanta convivencia. Todo esto era en la sala principal, pero en las habitaciones las luces quedaron encendidas toda la noche y aquello era una cofradía de paisanos tramando algo en aquel establo futurista.
Conquistar el sueño no era tarea fácil en ese escenario. Dos colosos roncaban a pocos colchones, y como si fuera poco a Carnaval le dio por conversar con Perú, una chola teñida con lengua de ametralladora. Varias veces tuve que hacerlos callar, mientras que en sus paseos nocturnos, Honduras, un moreno de 21 años que parecía el dueño del circo, se agachaba sobre Perú para dos o tres chupetones, y la charla luego reanudaba.
Tardó la caballeriza en silenciarse, pero finalmente, entre las 3 y 4 AM ocurrió, y al parecer todos cedimos al trance del agotamiento. Como casi siempre no recuerdo lo que soñé, aunque fue muchísimo. Descubrí que siempre que te duermes llegas a un punto de total entrega, que aunque por breve, te vas y tu mente abrumada te lleva de paseo. Aunque duermas con el revolver bajo la almohada y las botas puestas, hay un momento igual a la mejor de las siestas y que te despierte el atardecer.
Pasadas las 8 AM se prendieron todas las luces, y arriba a guardar los colchones, y las sabanas en aquel montón que se van al lavado, y los que quieran que se duchen, y que me ordenen esas mesas para el desayuno y se prende el televisor. En eso entra en escena una tercera tía, ofreciéndose para cambiar dinero. Se constituyó a lo prestamista gitano en una mesa y comenzó a separar en bolsitas los miserables encargos de cada cual. Allí el dinero no servía para otra cosa que para hablar por teléfono, o para darse un gusto con una gaseosa o un café. Esta tía era ni más ni menos que la asistente social, y su rostro develaba la derrota. Decidí hablarle, establecer contacto, con la excusa de buscar los papeles de mi beca en mi valija, sabiendo de antemano que no era posible. Aproveché para contarle todo y enseguida me trató diferente al resto. Me ofreció llamar desde su oficina y allá fuimos. Pude hablar con el embajador que al fin me dijo que durante la mañana me sacarían.
Un tanto incrédulo de la buena noticia, dediqué mi tiempo restante a conversar con algunos de mis compañeros. Me senté en una mesa donde estaba Honduras, cuya fascinación era conseguir monedas de cada país representado en aquella Alcatraz. Junto a él unos brasileros pasaban la mañana. Eran bahianos y declaraban una indignación un tanto sobreactuada. Ella tenía dos hijos que dejaba a su madre por largas temporadas, y él, su supuesta pareja, se quejaba de un modo sutilmente amanerado de que alguien había fato la caca en la ducha. Ambos estaban desesperados por un cigarro, y cuando les dije que los guardias no habían requisado una de mis cajetillas, sus ojos se iluminaron. Cuidándonos de supuestas cámaras escondidas, les régale mis cigarros (moneda común de intercambio en todo recinto carcelario), sabiendo que pocas chances tendrían de fumarlos en España, ya que el cautiverio estaba atiborrado de sensores de humo, exceptuando por supuesto, las oficinas de vigilancia donde se fumaba a las literales anchas de los guardias. Más tarde pensé si acaso no fue cruel de mi parte regalarles un vicio que no podrían consumir.
Durante esas primeras horas de la mañana, eran llamados a la cita con el abogado de oficio los últimos allegados del día anterior. Yo pertenecía a ese grupo, y mi preocupación era el rumor de que una vez que se pasaba por el abogado, todo estaba perdido, por lo que el milagro de mi liberación debía ser antes de mi turno a la cita. Se discutía aireadamente cómo proceder ante el defensor. Muchos decían no firmes, no firmes nada, que ellos solo quieren tu firma para cobrar tu caso, pero no hacen nada. Es de suponer que los abogados no quisieran ni pudieran hacer nada por sus incautos clientes, pero la no firma no llevaba a un camino diferente. Allí todos los funcionarios españoles se sentían libres de toda culpa por lo que sucedía. Ellos cumplían su rol, un tedioso procedimiento burocrático, que a voces se sabía que en muy raros casos conducía a la Puerta de Alcalá. Por lo tanto lo mejor para todos era que sucediera rápido, de lo contrario a ellos se les complicaba el control de los reclusos, y uno se podía comer unos cuantos días a la sombra. Sin duda allí los únicos culpables éramos los extracomunitarios (no anglosajones). Me sorprendí por primera vez encontrando más honesta la posición Estados Unidos, Canadá o Australia, a los cuales sin una visa simplemente no se puede viajar. Esto, aunque indignante, ahorra cualquier vejamen una vez arribado al país.
Cuando a las 11:15 finalmente fui llamado, apenas alcancé a despedirme y a ver la mano en alto de Honduras en signo de resistencia. Nunca olvidaré lo que me dijo el guardia, mejor diles que vuelves. Enseguida me llevó a recoger todas mis cosas, y al preguntarle si íbamos a Madrid o a Buenos Aires, alegando inocencia respondió, tú sígueme. En el camino le conté que había comenzado a escribir este relato y extrañamente se preocupó, tanto así que al llegar a la jefatura fui llamado por el mandamás para saber de qué se trataría mi historia, y si había sido mal tratado o si alguien se había sobrepasado. ¿Cómo se responde a dicha pregunta? ¿Qué se le dice a la cara al cancerbero que está a punto de dejarte ir?
Pronto vino un enésimo tío a sacarme. Encontramos mi maleta en un enorme montón apilado, seguramente entre las pertenencias de mis compañeros confinados. Me hizo pasar por una ventanilla exclusiva para comunitarios, y anta la sorpresa del oficial que vio mi pasaporte, el enésimo le dijo de mala gana: que lo timbres, que lo vamos a hacer pasar.
Al otro lado me esperaban con chofer y auto oficial y todo. Recorriendo los nudos de las autopistas de Madrid, rumbo al exclusivo barrio donde residía el embajador, el contraste era extenuante. Había transitado nuevamente por el camino de los privilegiados. No sabía y aun no lo sé, cómo sentirme al respecto. Me había desmarcado del estigma del sudaka, pero con las reglas del juego de las influencias. Había entrado al viejo continente, a la madre patria, por la puerta trasera V.I.P.
Supongo entonces que puedo sentirme orgulloso de conocer tan connotado puerto aéreo como solo algunos pocos elegidos tienen el desquiciado privilegio de hacerlo.
Roma, 16 de marzo de 2007