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Laberinto
Presentación a «Fractales», de América Gabriela Merino Araya.

Por Felipe Eugenio Poblete Rivera


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Una entrada etimológica a la palabra laberinto está en el latín y, más atrás, en el griego: "construcción llena de rodeos y encrucijadas, donde era muy difícil orientarse", según Corominas. He necesitado tomar la palabra laberinto como palabra clave (aunque, paradójicamente quizás, clave signifique también llave), como palabra clave, digo, para adentrarme en la lectura de este libro, de este poemario tan orgánico.

Nacida a comienzos del mes en curso, en el mismo día que los poetas Tomás Harris, Enrique Winter y Ximena Rivera (q.e.p.d.), Géminis todos ellos, al igual que Jaime Quezada o María Inés Zaldívar, Miguel Arteche o María Luisa Bombal, América Merino, gran lectora y gran coordinadora de proyectos, excelente amiga, directora de la revista universitaria «Llave de Sol», integrante de los seminarios de Reflexión Poética realizados en La Sebastiana (de cuyo taller fue integrante hace un buen lustro), abandona la categoría de inédita. Si bien es cierto que, años atrás, circulara una plaquette de anticipo de este poemario (hoy imposible de adquirir, por supuesto), y además haya sido premiado en distintos certámenes con el mismo (entre ellos la Beca de Creación Literaria y los Juegos Florales), y recién ahora, bajo el amparo de la editorial Cuarto Propio, y Géminis, este poemario es por fin un libro, con lomo incluso. Eso por una parte, el resto, como dice Zambra citando a Verlaine, es literatura. Entonces una lectura mía, dos puntos.

Los poemas del libro están igualados por la tendencia a la continua, acaso interminable, apertura, tanto de forma como de sentido, significado. En pocas palabras: los poemas están, todo el tiempo, abriéndose. Por fortuna y por pericia de la autora, inspiración y suerte en el diálogo parriano, no van yéndose por las ramas a eso que llaman el habla de la tribu, el registro de lenguaje que edifica al libro es culto y ordenado, es riguroso y asumido en un tono solemne: con menciones a Schubert, Nietzsche, Hegel o Saussure, el libro se baja de la enredadera que llaman poesía femenina ¿lo que escriben las mujeres? América Merino, ante todo está comprometida con su proyecto lírico, es militante de su propia poesía y consigue ir desperdigado, con lúcida arbitrariedad, ciertos conceptos, como las pistas para dar con el camino, a través del recorrido verbal y temporal de estas páginas. Conceptos, que si antes palabras, conceptos al fin y al cabo, que parecen ser vitales en la arquitectura del libro: laberinto, lluvia, puente, ceniza, sustantivos que cobran un abrumante peso simbólico individual, al menos cuando no están familiarizados dentro de una oración cualquiera, esto es en su empleo coloquial. Percibo que con aquellas palabras es menos desconcertante el ingreso a este conjunto, como si fueran instancias privilegiadas para la lectura del poemario.

A través de esas contraseñas, esas llaves, de hecho, es que iré desplegando la suma de mis impresiones y reflexiones sobre este poemario tan orgánico (como dije al comienzo), poseedor de una buena curvatura en la tensión, un arma noble y firme, como la del arquero. A un tiempo la rapidez y dirección de la flecha: formulan una atmósfera reconocible a pesar de ser tan tenue e impalpable, o "abstracta" si se prefiere esa filuda palabra que es tan cara. ¿Pero qué sabemos de la famosa materia? Preguntaba Gonzalo Rojas, un poeta que anda en las corrientes lectoras de América, junto a otros autores más, que van a dar a un mar. Y todas esas lecturas son un mar, así como el mar es también el laberinto. Y en tanto laberinto, iré desplegando el personal mapa que me armé "con un poco de lucidez en la única transparencia" (p.14), como se lee en estos «Fractales».

Buscando entre aspectos formales, la presencia del poema largo es mayoría, rasgo que no impide la proliferación de algunos breves; si incluso la inicial cita a Virgilio es válido llamarla haikú. En una mirada veloz por las páginas "la sucesión de explosiones sonoras que describen" (p.48) las palabras impresas en el blanco de la página, confirman ese interés por componer, además del texto, a la blancura. Ahora bien, hay ciertos usos tipográficos que ensucian la armonía del fractal y de la página: me refiero al uso de barras y de guiones, y, en muy pocos casos, la injustificada, y aun fingida, conversión del verso en estrofa, por alargarse más que mucho. La ausencia de títulos, muchísimo más relevante, es otro aspecto que sala o blanquea, a un nivel que impide ver el colorido germinal del poema, lo que tampoco es malo, pues todo poema esconde en sí –incluso del autor algunas veces– su título unitario e irrepetible. Pero más atrás, en versiones ya muy pasadas de este poemario, algunos llevaron título; mal que mal, este poemario posee casi una década debajo de la crisálida condición de inédito, que en este contexto raja al fin. A su vez, aquella condición comporta un matiz que el poema todavía no conseguiría volver a proporcionar, la inmadurez; no. El poema es siempre una riqueza en sí misma, lo demás es falsificación de la honestidad. Y de esta última, de honestidad, en este libro hay mucha, en especial sí leemos con más corazón que atención el capítulo Fractis Valeat (o Valor Fraccionario, por decirlo en español) y también el final: Música, en donde la autora confiesa "Todo es negro / y también mi corazón desaparece" (p.56), con melancólica amargura.

El concepto de laberinto es el horizonte en que se reúnen otros dos, que le son primarios y necesarios, me refiero a los de paisaje y arquitectura, cuando convergen "como una pesadilla recurrente" (p.58). El otro concepto que bien los asimila es el de ciudad. Y sea seguramente por tan peligrosa complicidad que ambas pueden intercambiarse e igualarse: ciudad, laberinto. El lugar de estos poemas es la ciudad, por tanto el laberinto (y viceversa). Por lo demás, la ciudad natal de la autora es –como la mía y la de Ximena Rivera, otra poeta respirando, y hondo, en estos versos– Viña del Mar, en donde la presencia desmesurada del mar es inevitable y final; no así en Valparaíso, donde el teatro de los cerros despliega otras fascinaciones. El temple de Viña del Mar es, lo he sentido, el aburrimiento, "y no exige libertad / esta ciudad de cielo negro y estrellas negras" (p.33), dice nuestra autora.

Rumor de olas que viene, un mantra acaso, en este verso de América: "el laberinto está descrito por fractales" (p.17) El mar es el laberinto. Y si evocamos unos momentos al pobre Ícaro, quien luego de salirse de la angustia que gobierna y ejerce el minotauro –"un minotauro despierto cuando debía estar dormido" (p.18)– vuela alto y más alto, como queriendo alcanzar al buen sol, el mismo que se encarga de despojarlo de alas, llevándolo a terminar el desarrollo de su mitología: la caída. La cita de Rilke que encontramos en el libro también brilla aquí: "la belleza es un eslabón de lo terrible" (p.39). Caída que acontece justamente en el laberinto una vez más: el mar. E Ícaro ha de volver a caer en él, la mar. A su manera también «Fractales» es verbo en una acción análoga, con su vocación laberíntica, pues cuando sale vuelve a entrar, "se repite igual que este laberinto" (p.21). Por eso el poema final, breve y potente, me encanta tanto: "cuando el sol toca mis ojos / que mantengo cerrados / veo fractales" (p.62). Texto que desde ya plantea una rotunda fractura con buena parte de la tradición occidental de la vista, aquí: se mira con los ojos cerrados.

Irreverente ante una de las leyes mistralianas (y América es, ciertamente, conocedora de la Mistral), de que no hay un arte ateo, en este libro está asentada, como una cegadora vaguada costera, una atmósfera de ateísmo. La lectura de este libro como un solitario paseo por las costas, el límite precario de las playas de la fe: "no estaba grabado / en los clavos todavía hundidos del ecce hommo" (p.11). Algo así como una sinfonía inquietante en un paisaje como el de los relojes blandos de Dalí. La convicción de la autora puede ser otra forma de la fe: "nada nos aguarda tras la línea del horizonte" dice, y cierra ese poema con una sentencia rotunda: "No perderé el tiempo tratando de descifrar sueños / derretidos como relojes al amanecer" (p.50). Recuerdo mucho los versos de otro poeta (que por azar o coincidencia también está hondamente vinculado a Viña del Mar), Sergio Madrid, que en un poema breve reza: "sospecho de los que pregonan a Dios / porque lo hacen en relación a la humanidad / pienso en el plazo de unos ochocientos mil años / cuando tal vez no quede huella en el Universo / de ningún ser Humano / y tampoco de Dios" (de «Elegía para antes de levantarse»), con el que adhiero, aunque tal vez sea necesario ampliar el porte de la cifra.

Nadan informaciones o flujos de otra disciplina, la matemática, desde el umbral del libro, que es la dedicatoria hacia el descubridor de la matemática fractal: Benoît Mandelbrot. O más adelante con la alusión al padre de la teoría del caos, Mitchel Figenbaum, estrechamente vinculada a la matemática fractal, vale decir, al comportamiento de algo infinito en una realidad finita, o en palabras de América: "(un fractal es infinito dentro de algo que no lo es)" (p.25), dicho entre paréntesis, lo que doblemente asevera el mensaje. La lluvia, por ejemplo, puede ser leída muy favorablemente desde la lógica fractal: gota a gota, efímeras porciones que duran un plazo que alguno pueda nombrar con la tristeza. Gota a gota. Una sección del libro, la tercera, la del medio, se titula justamente "Geometría de la lluvia". Pienso en esa imagen de Baudelaire, que convierte a la lluvia en una inmensa celda, donde la caída del agua es como un sinfín de barrotes. Entonces, la lluvia encima de toda la ciudad, la lluvia también como otro laberinto; o en palabras de América: "El laberinto es una imagen aún mal percibida / quizás, como la lluvia" (p.27)

Trabaja el día en este libro, sus oscuridades son diurnas, al tiempo que sus aguas reciben varios afluentes líricos, una anudada cantidad, un "nombre líquido del día" (p.19) que humecta y amolda. Por ejemplo aquel griego memorable, Cavafis, con su emblemático poema La ciudad, el cual América llega incluso a versionar, o por lo menos utilizar como instancia de comienzo: "despídete de la ciudad que ahora pierdes" (p.58), dice América. También la mencionada Sylvia Plath, "los tulipanes de Plath" (p.26), que utilizan las texturas presentes en aquel poema, no como robo intelectual, sino como bondadosa cita. Algunos ecos que retumban por las encrucijadas del laberinto, deformándose hasta perder nombre y sombra pudieran ser: Roberto Juarroz (por lo retórico), el Carlos Cociña de «Aguas servidas» (por lo científico), incluso la mismísima Mistral: "todo era blanco / el vaivén de las olas / el fuerte / el sur de este país" (p.41) y también esto: "Lejos. / Blanca. / Vacía. / Nada más." (p.45) que no es injusto leerlas como violenta reducción de las estrofas iniciales del poema que da título al primer libro de nuestra Premio Nobel, «Desolación». Manteniendo proporciones, por supuesto y aguzando bien el oído; además, claro, uno tiende a hallar sus lecturas adentro de las escrituras de sus compañeros de ruta. Aunque sí hay un préstamo claro, aquella "gota de fuego" (p.29) que América le arrebató de las manos a Rimbaud, ¿qué poeta no vive infiernos?

O incluso la presencia de personajes al interior del poemario. Me refiero a ciertas palabras designadas con mayúsculas y que muy a pesar de no ser nombres, operan como disfraz o máscara: me refiero a "Otro" y a "Alguien", además del protagonista mismo, quien atraviesa el laberinto y nunca es nombrado, nunca incide en su rostro la luz más que al final. Esos, o acaso otros, personajes pueden sin embargo prescindir de la lectura del libro. La misma autora, armando un contexto de actuación, obra y actores, dice "continuar con sus siguientes actos / cuyos finales / (nunca) / debieran ser reescritos" (p.37). La palabra nunca va entre paréntesis, lo que otorga una total modificación del sentido, que queda en manos del lector. Tal vez por esto mismo, y todo lo anterior, este no sea un libro que pueda ser clasificado de intelectual, porque a la luz de oscura inteligencia, de la que habla Enrique Lihn, es este un libro inteligente, un libro inteligente y pleno.


Durante la presentación.

Peñalolén, otoño en dos mil quince

 



 



 

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