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Un actual librito decimonónico
Sobre «El hijo del presidente» de Leonardo Sanhueza

Felipe Eugenio Poblete Rivera



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el tema era secundario, cualquier punto de apoyo le servía
para desplegar una prosa cada día más sorprendente
Leonardo Sanhueza

La clásica editorial chilena Pehuén estrena una colección llamada "Efímera", cuyo primer volumen ha sido preparado por el poeta Leonardo Sanhueza (1974), con la misión de ofrecer "pequeñas vidas, hechos secundarios, memorias de lo mínimo" –citando el texto de solapa del libro– y además con el afán por "recuperar esos instantes que quedaron en el sótano del historia de Chile, ocultos tras un muro de próceres, batallas y grandes acontecimientos", de lo cual resulta lógico que los libros estén producidos en un pequeño formato (doce centímetros de ancho por diecisiete de largo), que al mismo tiempo resulta cómodo y elegante: con negras hojas de guarda, cosido y muy cuidado en minucias editoriales como la elección de la tipografía, la modulación de la caja, del interlineado, además de las cubiertas (que dentro de su sobriedad son atractivas, aunque dando la impresión de ser de esas colecciones para niños); trabajo de diseño realizado por la dupla: "Tite Calvo & Andrea Gaete".

El protagonista del libro es y no es Pedro Balmaceda Toro, en tanto el protagonista es y no es Rubén Darío, el joven de veinte años, el que recién llega a la fértil provincia, a mediados de 1886 y la todavía más fértil asistencia de Pedro, quien pudo haberse convertido, de no haber muerto prematuramente –aún más prematuro que Rimbaud, que Mozart– en una inminencia intelectual hispanoamericana, como ya lo estaba empezando a ser, con una escritura de notable factura, siempre firmada con pseudónimos; en un momento conjetura Sanhueza  sobre el Pedro escritor: "Tampoco habría alcanzado a pasar en limpio las hojas, pero lo alegró comprobar que escribía sin tachaduras ni enmiendas" (p.46). Pero es cuando Darío llega a Chile que, poco después, Pedro se convierte en el hijo del presidente, cuando "el Congreso había proclamado al nuevo presidente de la república: don José Manuel Balmaceda, su padre" (p.20). Entonces, en tanto es un libro acerca de Darío, debiera importar, en especial, a los poetas, de igual forma que el sorprendente y testimonial diario del entonces treintañero Jaime Quezada, «El año de la ira», que narra vivencias cuyo Chile histórico está ubicado casi nueve décadas más tarde.

Organizado en un único largo texto, tejido como una larguísima bufanda en donde sin embargo se percibe cuándo hay borde y reinicio, algo así como un nuevo capítulo, con destacada letra en alta, el libro se deja leer sin cansancios, sin sobresaltos. Carece de índice, no lo necesita, apenas sesenta y dos páginas, todavía menos que su poemario «Colonos» (Editorial Cuneta, 2011), con el cual es factible colegir parentescos, ya por la prosa, ya por ciertos poemas, aunque más especialmente por la atmósfera del Chile decimonónico, esa misma que Pedro Balmaceda soñó apartada de la enfermedad heroica del patriotismo. La historia relatada en este nuevo libro respira en esa atmósfera, rabiando contra sus perfiles temporales: "es una pena que la cronología sea tan rigurosa con las vidas humanas", se lamenta Sanhueza, para continuar esperanzado "con la literatura, en cambio, es mucho más flexible, y hasta benevolente" (p.15), y así lo demuestra en estas páginas. Leamos.

No podría ser comparado así, salvo por un poeta: "En Rubén había algo de sobreviviente salvaje del romanticismo, parecía una figura recortada y sobrepuesta a su tiempo con notorio descalce, como una pieza de collage surrealista" (p.30, las cursivas son mías), y no es antojadizo, de surrealismo Sanhueza sabe, recordemos que él se encargó de recopilar, en dos tomos, la «Obra poética» (J.C. Sáez Editor, 2000) de Rosamel del Valle. Ahí hay un ejemplo de las afinidades que la benevolencia de la distancia histórica nos permite cotejar. O la curiosa desembocadura de la pensión en que residió el llamado príncipe de las letras castellanas, detalla Sanhueza: "Nataniel 51 (décadas más tarde, allí construyeron el cine Continental, que al final se transformaría en un templo evangélico, cuyo lema era «Pare de sufrir»)" (p.48), matizando lo pasado con su futuro, un pasado más reciente; una sintonía con la concepción benjaminiana de la historia, materia abierta al cambio, en todo diferente de lo estático, fosilizado. Por vía similar habla sobre Pedro: "su salud fue una montaña rusa" (p.55), palabras como tomadas de un soneto de Enrique Lihn. Y aún otro ejemplo, cuando redondea las experiencias santiaguinas del poeta: "Si su primera estancia en Santiago había sido la licenciatura, este regreso sería el magíster y el doctorado" (p.48), en esa línea, también tengamos en cuenta que la licenciatura de Sanhueza es de geología, y de literatura el doctorado.

Así y asá, a través del libro va confeccionando escenas talladas con una precisión lírica impresionante, como las escenas que vive un explorador, "Pedro era una íntegra delicadeza", comienza describiendo Sanhueza, "su erudición precoz clareaba sin pedantería y su sensibilidad vibrante se escurría con elegancia a través de sus ojos tan redondos, saltones e infantiles que resultaba imposible determinar si la película de humedad que los cubría era de alegría o de tristeza." (pp.30-31). Hablando y, al mismo tiempo, imaginando. ¿Cómo habrán sido los ojos, la mirada, del hijo del presidente? O cuando narra aquella primera visita de Rubén Darío al Palacio de La Moneda, imaginemos al padre del modernismo ingresando en la entonces intacta edificación de Toesca, cuando lo esperaban para una tertulia: "Eran sólo veintiséis ojos, pero sus rayos, como enjambres de avispas, parecían tener el poder de descoserle su triste vestuario de arriba a abajo" (p.34), hay ahí una órbita "equidistante del relato y la descripción", como dijera Roberto Onell ante el libro «La ley de Snell» (Tácitas, 2010) (perdón por el sonsonete).

Rondan los mitos, se vuelven vigorosos, cuando se acaban los límites de las informaciones verídicas. Parto de nuevo. ¿Quién era Rubén Darío? Con este libro, Sanhueza ensaya una respuesta, situando a Pedro Balmaceda, a Pedrito, como una llave para Darío –lo que sería decir poco–, como una ganzúa para desplazarse con toda libertad, así como lo hizo por la estética del modernismo: "todas las piedras preciosas, los centauros, los cisnes, el festival sonoro de la botánica" (p.39). No por nada, hasta Antonio Oliver Belmás –quien fuera director del seminario archivo Rubén Darío en Madrid– expresó en 1965 que el poeta, a través de sus amistades "llegó a las más altas jerarquías literarias chilenas. Por ejemplo a José Victorino Lastarria y a su hijo político Eduardo de la Barra". Ante ello, nace cierto escepticismo: "en Chile no había poetas, o quizás sí, pero no poetas-poetas. Ahora había uno, y era nicaragüense" (p.35), discute Sanhueza, con un tono como el de los cuentos de Alejandro Zambra (quien, por cierto, se encargó de presentar el libro en el contexto de la Filsa del año recién pasado). O hacia el final del relato, las retóricas preguntas que Pedro se abstiene de formularle al poeta: "¿Quién eras tú antes de conocerme? ¿Y quién eres ahora?" (p.58), o en el cuestionamiento del propio Sanhueza, contribuyendo al flujo de su prosa: "¿y qué era Rubén, sino la obra de Pedro?" (p.59)

De forma notable y muy actual, Sanhueza consigue iluminar esos límites del relato histórico oficial, describiendo la presencia y la figura de Pedro Balmaceda "que, si alguien lograra atenazarla con los dedos, como si fuera un palito de mikado, para extraerla del apilamiento actual de nuestra cultura, provocaría un cataclismo de las ideas" (p.6). Considerando la línea editorial de esta colección de Pehuén, redactada en la segunda solapa del libro, no puede quedar más perfectamente ajustado con este libro: "esperan ser contados, como fantasmas que se pasean entre la realidad y la leyenda". Ese "esperan ser contados", tan conectado, tan sintonizado, con la enérgica declaración del primer párrafo: "La historia de Pedro Balmaceda Toro, el hijo del presidente, es la historia de una posibilidad." (p.5), cuyo eco queda vibrando hasta el cierre mismo del relato.

Otras cosas se me quedan entre los apuntes. En este libro se dibuja el arco que forma la amistad entre Pedro y Rubén, arco que ya decaía desde poco antes que el poeta publicara, en agosto de 1888, el crucial «Azul…» "cuyos puntos suspensivos ni Pedro ni nadie pudo jamás comprender" (p.57), comenta Sanhueza (quizás no venga al caso, pero me acuerdo tan de memoria cuando en una sesión de taller Floridor Pérez declaraba que, en toda la poesía chilena, la única vez que estaban totalmente justificados los tres puntos era en el poema "Tarde en el hospital"). Aquel dato, perteneciente al estricto plano del lenguaje, el mismo Sanhueza lo lee con ironía o por lo menos desde el palco del distanciamiento. Lo mismo cuando menciona la acción que cumple un ujier, acotando entre paréntesis: "(¿quién iba a decir que esa palabra iba a tener un día un significado visible?)" (pp.33-34). Porque el libro lo escribe un poeta: hay un especial cuidado por la forma, que lo convierte en un libro hermosísimo repleto de oraciones, oraciones no versos, en las que hay, no obstante, poesía. Leamos.


Otoño en 2015, Santiago de Chile



 


 

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