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Caminamos Sobre El Pavimento: la primera novela de Luciano Anuarí
Por Felipe Eugenio Poblete Rivera
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El protagonista de la novela es un veinteañero ñuñoino de clase media, pero sin holgura, que egresó de periodismo con escaso éxito y que luego intenta insertarse en un precario, y hasta despreciable mundo laboral. Al mismo tiempo lleva una agitada y delirante vida nocturna, carece de lazos afectivos hondos como también de compromisos serios. Es un adolescente de vida disoluta cuya historia personal –e íntima en muchos párrafos– constituye el motivo central de la novela misma, por lo menos en términos de contenido. Este personaje principal, cuyo nombre de pila es Bruno, transita por un flanco del camino y, más aún, pudiera decirse que camina por el costado de su propia vida. Ahora bien, Bruno es, a pesar de todo, un joven más, uno del montón, ¡acaso un antihéroe! Bebe cerveza, usa el transporte público, vive con su madre, frecuenta bares, lee y escribe poesía, camina muchísimo, fuma marihuana, vive en la capital, sale a bailar, conoce mujeres, visita el puerto, en fin, nada fuera de lo común… Al menos en el comienzo. Bruno difícilmente logra cuadrar, sólo en los episodios del baile y de las tokatas pareciera encontrar su acomodo, en la vía del ritual del pogo ¡y por supuesto en la lectura apasionada de poesía! Tal es nuestro protagonista.
En términos de estructura, la novela es un híbrido de autobiografía y pulp, en especial por la herencia literaria que le brinda el realismo sucio norteamericano (Charles Bukowsky y John Fante; guardando las debidas proporciones), cubierto de una atmósfera algo kafkiana, cuya línea prosaica es cruda y a ratos descarnada, incluso desvergonzada y autodestructiva en muchas zonas. Escritura desde la idea del fragmento: es cierto que podemos identificar un hilo conductor, pero la fuerza de esta prosa también vibra en su desarticulación, en su íntima autosuficiencia, al punto de que varios capítulos operan solos, como el veinticuatro: de una tenaz crítica política, o el veintiséis: en donde Bruno comparte un texto autobiográfico, de gran calibre al tiempo que plantea un distanciamiento radical, pues habla de la escritura misma y su interlocutor reclama que es demasiado fantástico, ante lo cual Bruno responde preguntando “¿cuál es el problema de que parezca fantástico?” (p.97). E incluso si cambiamos el orden de los capítulos o bien si los acomodamos como si se tratara de un collage, estrategia que en su momento fue considerada como una posibilidad sumamente plausible.
La novela transita por una realidad coloquial y reconocible, a través de la cual van sucediéndose episodios excesivos, que tienden a quebrar el compromiso de ficción con el lector; rasgo que vuelve posible la indagación en el ambiente social, reconociendo sus formas y signos, así como también unas leves texturas que solemos pasar por alto. En tanto hay una desarticulación radical de la linealidad de un conflicto que busque resolverse, la libertad ganada es altísima, tanto que incluso solemos perder el famoso hilo del asunto. De eso se trata, justamente: de un retrato del vivir, y afortunadamente nuestro autor no olvida administrar el humor a través de las cumbres y honduras de su escritura, dándole movimiento, fluidez, al libro, sin que perdamos interés en el proceso vivencial representado, ese otro caminar.
La realidad empírica más directa es la que palpita en este libro. Y la observamos desde una óptica tal vez poco afamada en la narrativa reciente: la visceralidad sin aspavientos ni recatos, aunque llena de una honestidad casi vergonzante. Pero no es mera enumeración de pecados, al mismo tiempo elabora delicados castillos de naipes (por dar una imagen) con postales de sucesos pasajeros y mínimos, cotidianos pero bellos: datos fugaces de la realidad que no agregan al hilo conductor pero que dan sabores profundos a la lectura, peligrosamente reconocibles a pesar de su procacidad; tal vez a la manera de la escena planteada en la imagen de la tapa del libro (obra de Pablo Cofré): que por debajo de unas tipografías que recuerdan el punk ochentero dan espacio a tres significativos arcanos del tarot, que indican –por decirlo así– los puntos cardinales de la novela: El Loco, La Estrella, La Sacerdotisa.
En ese escenario, Bruno es un cesante ilustrado más, o como a mí me gusta decirlo “un profesional de la cesantía”, cuyos conocimientos académicos no le son útiles para sustentar una autonomía económica, lo que no le invalida otras facultades, pues Bruno es un personaje muy agudo, autoirónico, silencioso y acaso ensimismado, algo estoico también, hastiado del mecanismo del mundo contemporáneo, como buen nihilista, y al mismo tiempo entregado a un movimiento perpetuo y azaroso, al Destino con mayúscula, o como dice el propio Bruno en su viaje rumbo al puerto “depende […]de la providencia” (p.33). Y en esa condición de esclavo de su propia voluntad, de errante, tiene una suerte rayana en lo increíble, ¡literalmente! En tanto la novela se arriesga en la misión de registrar con fidelidad esa deriva oscura, ese delirio, cada uno de los capítulos funciona como un testimonio; de ellos, el treintaidós es, por antonomasia, el que cumple la mayor consagración.
Como lectores, accedemos a una narración poco común cuyo desarrollo está ubicado en el corazón de lo común, como he ido anticipando. El espacio es el de una capital sudamericana contemporánea, en específico la del Chile de los años noventa: compuesta por una sociedad urbana que ya no espera cambios fuertes, incrédula de grandes esperanzas, cuando los ideales se han agotado y sólo resta sobrevivir en un incendio de ofertas, cuotas y deudas, por donde deambulan personalidades de la cultura chilena: desde Lemebel a Griffero, pasando por Carcuro y Lavín. En esa civilización (la nuestra), el relato echa raíces en el grupo etario de la juventud, casi como un motivo generacional. Acaso debido a eso, a través de toda la novela la contingencia social va aconteciendo en sucesivas interferencias que Bruno vive: cuando alguien cambia de canal en la tele, o la frecuencia de radio sintonizada en la micro, o un despliegue múltiple de canales comunicativos –sean canciones, discursos, reportajes o confesiones–, cuando aparecen los diarios en el quiosco o cuando se exhiben fotografías del ámbito de la farándula, que no son ni la opinión ni la palabra de Bruno y sin embargo las recibe, como un bombardeo constante. Bruno es la ventana por donde percibimos la historia, esta historia, que busca retratar un plazo de años de juventud en vez de, clásicamente, relatar, o contar, otra historia.
No quisiera tocar demasiado la frágil red de acontecimientos que arman la novela misma, en especial los sucesos en relación al hospital psiquiátrico, donde irá experimentando diferentes matices de soledad y de angustia que, para nuestra sorpresa como lectores, conducirán a Bruno a una suerte de renacimiento. Ello –es de imaginar– gracias al amor, ese otro punto cardinal en la novela. Pero, repito, no quiero contarles el final. Que acaso tampoco exista, al menos no en términos literarios: pues la tentativa va en la construcción de un retrato de la vida, que es puro dinamismo continuo, imposible de cristalizar en las palabras, finalmente. Por lo pronto, puedo decirles que Bruno tal vez pudiera ser, aunque no lo es del todo, Luciano Anuarí, acaso en la misma medida en que Luciano Anuarí no es, pero es, Luciano Poblete.
Durante la presentación del libro Felipe Eugenio Poblete y Luciano Anuarí
SECh. Viernes 18 de marzo 2016
Caminamos Sobre El Pavimento
MagoEditores
Noviembre 2015
145 páginas.
Peñalolén, verano y dos mil dieciséis